8

De repente en la limusina hace mucho, mucho calor, y tengo la sensación de haber olvidado los pasos necesarios para respirar.

«No creo que…»

Me doy cuenta de que esas palabras solo están en mi cabeza y lo intento de nuevo.

—No creo que sea una buena idea.

—Es una idea fantástica. No he pensado en otra cosa desde que la acompañé hasta la limusina. Tocarla otra vez, acariciarla, besarla…

Me vuelvo, decidida a mantenerme firme. Sin embargo me siento débil y estoy bastante bebida. Mi voluntad flaquea.

—Dígame que no ha pensado lo mismo que yo.

—No lo he pensado.

—No me mienta, Nikki. Esa es la regla número uno: nunca me mienta.

«¿Reglas?»

—¿Se trata de un juego?

—¿Acaso no lo es todo?

No contesto.

—«Simon dice», Nikki. ¿Nunca ha jugado?

Su voz es suave como una caricia.

—Sí.

—¿Está subida la pantalla de privacidad?

Levanto la vista. Estoy sentada al fondo de la limusina pero alcanzo a ver al chófer al volante, los hombros de su chaqueta negra y el blanco contraste del cuello de su camisa. La gorra apenas deja ver el cabello rojizo. Me da la impresión de que se halla a millones de kilómetros, pero no es así. Está aquí mismo y seguramente puede oír todo lo que decimos.

—Es muy discreto —dice Damien, como si me hubiera leído el pensamiento—, pero ¿por qué atormentarlo? El botón plateado que hay detrás de usted, en la consola, controla la pantalla, ¿lo ve?

Me doy la vuelta y veo una serie de botones empotrados en un panel.

—Sí.

—Púlselo.

—No ha dicho «Simon dice».

Su risa contenida me encanta.

—Buena chica. ¿Me está sugiriendo que preferiría dejar la pantalla bajada? Piénselo antes de contestar, Nikki. La mayoría de mujeres preferirían disfrutar de cierta intimidad para lo que he planeado.

Me humedezco los labios. Si pulso ese botón estaré diciendo que sí a mucho más que a esa maldita pantalla.

¿Es eso lo que deseo? Stark está hablando de verme desnuda, de tocarme, de besarme y de recorrer mi piel con sus manos.

Apoyo levemente el dedo en el botón mientras recuerdo el tacto de su mano y cómo le permití acercarse demasiado, cómo estuve a punto de revelarle demasiado.

Pero no está en el coche, de modo que puedo hacerlo. Puedo dejarme llevar por los efectos de la noche y el champán, y por el atractivo de Damien Stark.

Pero ¿y si lo estoy incitando, haciéndole pensar que la fantasía se convertirá en realidad?

Trago saliva nuevamente porque no me importa. Deseo el dejarme llevar. Deseo su voz en mi cabeza y la fantasía de sus manos por todo mi cuerpo. Transigirá. ¿Dice que hay reglas?, pues al cuerno con ellas. En estos momentos soy yo quien las marca.

Pulso el botón.

La pantalla se levanta despacio, y quedo aislada en la lujosa comodidad de la limusina de Damien Stark.

—Ya la he subido. —Hablo tan bajo que no estoy segura de que me haya oído.

—Quítese las bragas.

Sí, al parecer me ha oído.

—Y ¿si le dijera que ya lo he hecho?

—Estoy en un lugar público, señorita Fairchild. No me atormente.

—Es usted quien me atormenta —replico.

—Bien. Ahora quíteselas.

Me levanto la falda y me quito las bragas. Estoy descalza, de modo que resulta fácil. Las dejo en el asiento, junto a mí.

—Me las he quitado —digo y puesto que también forma parte de mi fantasía añado—: estoy húmeda.

Su grave gemido me produce escalofríos de placer.

—No hable. Y no se toque a menos que yo se lo diga. Ese es el juego, Nikki. Haga lo que le diga y solo eso. ¿Queda claro?

—Sí —murmuro.

—Sí, señor —me corrige.

Su tono es amable pero firme.

«¿Señor?»

No digo nada.

—Si lo prefiere puedo colgar. —Su tono es firme, pero creo percibir en él ciertos aires de triunfo.

Frunzo el entrecejo porque no quiero darle la satisfacción de ganar esta batalla, pero tampoco que termine el juego. Estoy segura de que míster Hielo y Fuego habla en serio, así que me trago el orgullo.

—Sí, señor.

—Buena chica. Me desea, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Yo también la deseo. ¿Eso la pone húmeda?

—Sí.

La palabra me sale ahogada. Lo cierto es que estoy a tope, caliente, húmeda y desesperadamente cachonda. No sé qué puede haber planeado, pero no me cabe duda de que diré sí a todo con tal de que vaya más allá, de que me lleve más lejos.

—Conecte el altavoz de su móvil y déjelo en el asiento, junto a usted. Luego levántese la falda y recuéstese en el asiento. Quiero su culo desnudo en el cuero. La quiero bien húmeda y lubricada en ese asiento para que cuando yo suba a la limusina un poco más tarde pueda deleitarme con su olor.

—Sí, señor —consigo articular mientras hago lo que me ha dicho.

El roce de la falda en mis muslos desnudos resulta dolorosamente erótico y la sensación del cálido cuero en mis nalgas desnudas me hace gemir.

—Abra las piernas y súbase la falda hasta la cintura. —Su voz me rodea. Su tono es grave y autoritario, poderosamente sensual—. Recuéstese y cierre los ojos. Ahora deje una mano en el asiento y ponga la otra justo por encima de su rodilla.

Obedezco. Noto mi piel ardiendo.

—Mueva el pulgar —dice—. Muévalo lentamente, hacia delante y hacia atrás. Despacio, muy despacio. ¿Lo está haciendo?

—Sí, señor.

—¿Tiene los ojos cerrados?

—Sí, señor.

—Es a mí a quien nota. Mi mano en su pierna, mi dedo acariciándole la piel. Es muy suave, y usted resplandece abriéndose para mí. ¿Me desea, Nikki?

—Sí.

—Sí, ¿qué?

Mi sexo se tensa ante el gruñido exigente de su voz. Hay algo delicioso en el hecho de rendirme ante él.

—Sí, señor.

—Quiero tocarle los pechos, Nikki. Quiero acariciarle los pezones. Quiero acercar mi boca y chupárselos hasta que se corra sin haberle tocado siquiera el clítoris. ¿No lo desea también, Nikki?

«Dios mío, sí».

—Solo si después me toca ahí, señor.

Su risa me mortifica. Mi clítoris parece a punto de reventar, y deseo desesperadamente tocarme, pero el juego no me lo permite. Todavía no.

—Me la ha puesto dura, Nikki, ¿lo sabía?

—Eso espero, señor, porque me está torturando de mala manera.

—Bájese la cremallera del vestido —dice—. Luego levante la mano que descansa en el asiento y chúpese el dedo índice. —Cierro los ojos y me introduzco el dedo en la boca dejando escapar un leve gemido—. Así, muy bien. Utilice la lengua y chupe con fuerza.

Oigo la tensión de su voz, y mi cuerpo se estremece. Estoy tan mojada que el cuero del asiento empieza a resbalar.

—Ahora deslice esa mano bajo el escote y tóquese un pezón. ¿Lo nota duro?

—Sí.

—Acarícielo, pero muy ligeramente. Como un beso de mariposa. ¿Lo nota? ¿Hace que se humedezca aún más?

—Sí —susurro.

—Ahora mueva la mano de la pierna, pero hágalo lentamente y vaya aumentando el movimiento. ¿Nota esa suave caricia?

—Sí.

Imagino que mis dedos son los suyos y que está trazando un camino de fuego por mi cuerpo agitado y caliente.

—Soy yo, son mis manos las que están ahí. Las tengo sobre sus piernas. ¿Me nota, acariciándole el interior de los muslos, provocándola y haciendo que esté cada vez más y más húmeda?

Retiro la mano del pecho y la pongo en la otra pierna. Lenta y sensualmente me acaricio el interior de los muslos con suaves y delicadas caricias. Es territorio prohibido. Ahí es donde se esconden mis secretos. Pero ahora no. En este momento no hay nada prohibido y estoy a salvo.

Soy capaz de perderme en esa voz. Puedo cerrar los ojos e imaginar a Damien arrodillado ante mí. Sus ojos mirándome. Sus manos por todo mi cuerpo.

—Oh, Dios, sí.

—Abra más las piernas —me ordena—. La quiero completamente abierta y con su sexo húmedo ante mí. ¿Desea tocarse, Nikki?

—Sí —susurro.

Me doy cuenta de que me ruborizo por reconocerlo abiertamente, y no alcanzo a comprender cómo puedo notarlo si me arde toda la piel.

—Todavía no —dice, y percibo una pizca de diversión en su voz. Sabe que me está atormentando y disfruta.

—Es usted un sádico, señor Stark.

—Y yo diría que usted se presta voluntariamente. ¿En qué la convierte eso?

«En una masoquista». Un estremecimiento me recorre el cuerpo entregado a la erótica dulzura de mis caricias.

—Estoy excitada —admito.

—Somos deliciosamente compatibles.

—Si median las telecomunicaciones —digo sin pensar.

—Siempre, señorita Fairchild. No discuta o aquí se acaba el juego, y sería una lástima.

Permanezco callada.

—Bien. Me gusta que sea obediente. La quiero bien abierta y lista para mí. La quiero bien mojada —añade, y estoy a punto de deshacerme sobre la tapicería—. Ponga las manos en el asiento, a ambos lados de las caderas. ¿Lo ha hecho?

—Sí.

El silencio resulta ominoso.

—Quiero decir que sí lo he hecho, señor.

Tengo las manos apretadas contra el asiento de piel. El clítoris me arde, me exige. Me retuerzo, pero solo consigo aumentar el deseo.

Mis dedos se contraen. Me muero por correrme y juro que si no me permite tocarme enseguida…

¿Por qué no? Ni siquiera se enteraría.

—No se toque, Nikki. Aún no.

—¿Cómo lo ha…? ¡Por Dios, no habrá una cámara escondida!

La idea me resulta mortificante y excitante al mismo tiempo.

—No —contesta tajantemente—, aunque en este momento desearía que la hubiera. Digamos que ha sido un comentario afortunado.

El maldito rubor vuelve a aparecer y me estremezco un poco más mientras intento procurarme una satisfacción que se encuentra dolorosa y frustrantemente fuera de mi alcance.

—No sé si lo sabe, señorita Fairchild, pero me está manteniendo alejado de un whisky estupendo y de unos canapés muy apetitosos.

—No lo lamento lo más mínimo —replico—, pero si tiene prisa sé cómo acabar con esto rápidamente.

—¿Es eso lo que desea? ¿Que acabe?

—Bueno, no —admito.

Es una tortura, pero una tortura increíblemente placentera.

—¿Se ha fijado en el bar cuando ha entrado en la limusina?

—Sí.

—Quiero que se mueva lo suficiente para abrir la cubierta de hielo y coger un cubito. Luego vuelva a sentarse con las piernas bien abiertas para mí.

—Sí, señor.

Me incorporo y aunque sé que no debo hacerlo, aprovecho para apretar un poco los muslos. La presión me resulta deliciosa y me lleva más allá. Sin embargo mi frustración va en aumento porque estoy más excitada de lo que recuerdo haber estado jamás y al mismo tiempo, lejos de cualquier satisfacción. No dejo de preguntarme qué vendrá a continuación. ¿Cubitos de hielo…?

Sonrío y comprendo que si algo tengo claro es que Damien Stark será capaz de hacer interesante la experiencia.

—¿Se ha sentado de nuevo?

—Sí.

—¿En qué mano tiene el hielo?

—En la derecha.

—Quítese el tirante izquierdo del vestido hasta que su pecho quede al descubierto. Cierre los ojos y trace círculos con el cubito alrededor de la areola, pero sin tocar el pezón. Todavía no. Así, muy bien. Imagino su piel, tersa y perfecta, tensándose por efecto del frío. Estoy duro y deseo tocarla.

—Ya me está tocando —susurro.

—Sí. —El deseo en su voz iguala el mío.

—Deslice la mano izquierda por su muslo —dice, y lo celebro en silencio.

¿Lo tenía todo planeado o acaso es que he superado alguna prueba? Echo la cabeza hacia atrás mientras mis ansiosos dedos acarician el interior del muslo y van subiendo hacia donde la carne ya no es tersa como Damien imagina, sino que dibuja las cicatrices de mis secretos.

El cubito de hielo se derrite sobre mi piel ardiente.

—Lo imagino lamiendo las gotitas —le digo—. Su lengua jugando con mi duro pezón, tentándome hasta que no puede más y lo mordisquea. Noto el roce de sus dientes antes de que empiece a chuparlo con fuerza, con tanta fuerza que acaba siendo como un cable al rojo vivo que me atraviesa hasta el clítoris.

—¡Jesús! —exclama con sorpresa—. ¿Quién está jugando ahora?

—Es que soy muy competitiva —contesto. Sin embargo me cuesta hablar. Mi mano ha subido un poco más, y mis dedos acarician la suave piel donde termina el muslo y empieza mi sexo—. Damien, por favor… —suplico.

El hielo se ha derretido.

—Un dedo. Extiendo un dedo y lo deslizo por su sexo, su sexo húmedo y abierto. Noto que se estremece de deseo.

—Sí —susurro.

—¿Está mojada?

—Estoy empapada.

—Quiero estar dentro de usted —me dice.

Antes de que me dé permiso deslizo dos dedos hasta lo más profundo de mí, y mi cuerpo reacciona al instante llevándome un poco más allá. Estoy caliente y lubricada, borracha de placer. Me froto el clítoris con la palma de la mano y no puedo evitarlo: dejo escapar un gemido. Stark ya conoce mi secreto.

—Ha infringido las reglas —dice.

Me arqueo, estoy a punto, pero no me atrevo a seguir acariciándome. No tras haber oído su tono de mando.

—Las reglas están para saltárselas —consigo responder a duras penas con voz ahogada.

—Desde luego que sí, siempre que esté dispuesta a aceptar el castigo que le corresponde. ¿Debo castigarla, Nikki? ¿Debo ponerla sobre mis rodillas y darle unos azotes en el culo?

—Yo…

Me estremezco. Sus palabras me excitan aún más. Nunca he jugado este tipo de juegos, pero en este momento la idea de ser tan vulnerable ante Damien Stark me pone a cien.

—No sé, quizá debería ordenarle que retirara la mano y dejarla con las ganas, para que se quede sin placer.

—No, por favor.

—Debería —dice—. Debería dejarla colgada.

No es mi intención, pero gimoteo un poco. ¿Por qué? Si lo que deseo es correrme no tengo más que hacerlo. Mis dedos funcionan perfectamente, y yo estoy a punto, tan a punto…

Pero no. Se trata de un juego, y lo estoy jugando con un compañero. No deseo correrme sin más. Deseo correrme porque Damien haga que me corra.

Ríe por lo bajo, sabedor de la tortura que me está infligiendo.

—Suplique —me dice.

—Por favor…

—Por favor, ¿qué?

—Por favor, señor.

—¿Eso es lo mejor que sabes hacerlo?

—Quiero correrme, Damien. Y quiero conseguirlo porque su voz me arrastre a ello. Estoy tan al límite que creo que si la limusina coge un bache voy a estallar de placer.

He perdido toda vergüenza y todo recato. Pero no me importa. Lo único que deseo es explotar sabiendo que Damien escucha mis gritos al otro lado del teléfono.

—¿Se está tocando? —Su voz sigue siendo cortante, pero en este momento también suena ronca, ansiosa.

—Sí.

—Quiero saborearla. Chúpese los dedos. —Obedezco e imagino que mis dedos húmedos y lubricados son sus labios—. Cuénteme —añade.

—Están mojados y son dulces, pero Damien yo quiero…

—Lo sé, lo sé. Ahora soy yo quien la toca. Estoy arrodillado delante de usted, y la tengo abierta para mí. La noto mojada y deliciosa, y mi lengua se desliza por todo su sexo, tocando y saboreando. ¿La siente cuando juguetea con su clítoris?

—Sí —respondo mientras me acaricio con los dedos.

—Sabe tan bien, y se me ha puesto tan duro… Deseo estar dentro de usted, pero no puedo parar de saborearla.

—No pare.

Me arqueo mientras un orgasmo se eleva dentro de mí igual que la obertura de una gran ópera.

—Nunca —responde—, pero ahora necesito que se corra para mí. Estamos a punto, y es el momento. La estoy tocando. La estoy llevando al clímax. Ahora, Nikki. Córrase para mí ahora.

Lo hago.

Que alguien me ayude pero es como si su voz me llevara más allá del clímax, y estallo contra un cielo de terciopelo negro mientras me atraviesan haces de luz abrasadores de tan poderosos e intensos.

—Oh, sí —dice con voz ahogada y relajante—. Eso es.

Me doy cuenta de que jadeo y de que mis gritos se ahogan en gemidos donde se mezclan el placer y cierta sensación de abandono. Todo ha acabado. Estoy sola en el asiento trasero de una limusina, y el hombre que ha hecho que me corra se encuentra al otro lado del hilo telefónico.

Aparto un solitario mechón de pelo pegado a la cara. Estoy cubierta por una pátina de sudor. Me siento usada y poseída.

Me siento bien.

Me siento capaz de cualquier cosa.

—Ya ha llegado —dice Damien.

Vuelvo la cabeza y miro por la ventanilla ahumada. En efecto, la limusina se dispone a aparcar frente a mi bloque de apartamentos. Me doy cuenta de que no se refería a mi orgasmo, sino a mi casa.

Frunzo el entrecejo porque acabo de caer en la cuenta de que no he dado mi dirección al chófer. ¿Lo habrá hecho Damien? Seguramente, pero cómo sabía dónde vivo.

Me recompongo la falda y el escote lo mejor que puedo en un absurdo intento de aparentar recato. Quiero preguntarle cómo conoce mi dirección, pero Stark se me adelanta.

—Nos veremos mañana, señorita Fairchild —dice en un tono formal que no me impide apreciar cierta sonrisa de satisfacción en su voz.

—Espero la reunión con impaciencia, señor Stark —respondo con la misma formalidad a pesar de que el corazón todavía me late con fuerza.

Se produce un momento de silencio, pero me consta que sigue al aparato. Al cabo de unos segundos lo oigo reír.

—Cuelgue, señorita Fairchild —ordena.

—Sí, señor —contesto y cuelgo.

«Mañana…»

La realidad me golpea con la fuerza de un tsunami. ¿Cómo demonios se me ocurre tener sexo por teléfono con alguien con quien me voy a ver en persona dentro de unas horas? Y no solo lo voy a ver, sino que también voy a presentarle un plan de negocio.

¿Es que me he vuelto loca?

Sí, creo que sí.

Loca. Insensata. Idiota.

Audaz.

Me estremezco.

Sí, pero la audacia me ha hecho sentir tan bien…

La limusina se ha detenido por completo, y veo cómo el chófer se apea para abrirme la puerta. Recojo mis bragas con la intención de guardarlas en el bolso, pero se me ocurre una idea mejor.

Ya puestos a ser audaces…

Las meto debajo del reposabrazos de tal modo que la puntilla y el satén asoman ligeramente. Me subo la cremallera del vestido, compruebo que cubre todo lo que debe cubrir y me acerco a la puerta justo cuando el chófer la abre.

Salgo de la limusina, alzo la cabeza hacia el cielo e imagino que mil millones de estrellas me miran con su parpadeo. Les devuelvo una sonrisa cómplice. Cuando amanezca es probable que me muera de remordimiento, pero ahora pienso disfrutar del instante. Al fin y al cabo ha sido una noche increíblemente buena.