No es exactamente cierto, pero se aproxima bastante. En cualquier caso es una historia cuya trama puedo tejer y destejer sin alejarme demasiado de la realidad.
Se trata de una capa más de mi armadura, y en lo que se refiere a Damien Stark necesito todas las corazas posibles.
Me sigue mientras subo por la escalera porque es demasiado estrecha para que podamos hacerlo juntos.
—Nikki… —dice en tono que suena igual que una orden.
Me detengo y me vuelvo para mirarlo desde mi posición, tres peldaños por encima de él. Constituye una perspectiva interesante. No creo que abunden los que han tenido la oportunidad de mirar a Damien Stark por encima del hombro.
—¿Qué significa Orlando McKee para usted ahora? —me pregunta.
Es posible que solo sea mi imaginación, pero creo ver algo vulnerable en los ojos de Stark.
—Es un amigo —respondo—. Un gran amigo.
Creo que es alivio lo que veo en su rostro, y la combinación de ambas emociones —alivio y vulnerabilidad— hace que se me corte la respiración.
Sin embargo, desaparece rápidamente, y a continuación su pregunta «¿Se acuesta con él ahora?» resulta decididamente glacial.
Me masajeo las sienes. Estos cambios de caliente a frío y viceversa me marean.
—¿Qué pasa, estoy es un concurso de televisión? ¿Ha invertido todos sus millones en un programa de cámara indiscreta o algo así?
Parece totalmente sorprendido.
—¿De qué está hablando? —pregunta.
—De que primero se muestra amable y después insoportable.
—¿Ah, sí?
—Por favor, no finja que no sabe a qué me refiero. A veces es usted tan grosero que me dan ganas de abofetearlo y…
—Pero no lo hace, ¿no?
Lo fulmino con la mirada y paso por alto la interrupción.
—Y a continuación se vuelve todo amabilidad y dulzura.
Arquea las cejas.
—¿Dulzura?
—De acuerdo. La palabra «dulce» no es la que le describe mejor. Olvide lo de «amabilidad y dulzura» y mejor quédese con «temperamental y apasionado».
—Apasionado… —murmura y logra que parezca mucho más sensual de lo que yo pretendía—. Me gusta como suena.
Y también a mí.
De repente tengo la boca seca.
—La cuestión es que usted me confunde.
Me mira con franca jovialidad.
—Pues también me gusta cómo suena eso.
—Y además es exasperante e impertinente.
—¿Impertinente? —repite.
No sonríe, pero juraría que noto cierto tono de sarcasmo en su voz.
—Hace preguntas que no tiene derecho a formular.
—Y usted marea la perdiz de un modo muy elegante, pero sigue sin responder a mi impertinente pregunta.
—Creía que un hombre tan inteligente como usted se habría dado cuenta de que la estoy evitando.
—Mire, señorita Fairchild, un hombre no llega donde yo he llegado sin prestar atención a los detalles. Soy tan diligente como persistente. —Me tiene atrapada, inmovilizada en su punto de mira—. Cuando me interesa comprar algo aprendo todo lo que puedo sobre ese algo y a continuación lo persigo sin descanso.
Tengo que tomarme un par de segundos para recordar cómo se articulan las palabras.
—¿De verdad?
—Si no me equivoco, la revista Forbes de este mes publica una entrevista mía, y no me cabe duda de que el periodista subraya mi tenacidad.
—Me aseguraré de leerla.
—Y yo de que mi secretaria le envíe una copia. Puede que entonces comprenda lo insistente que puedo llegar a ser.
—Lo he comprendido, no se preocupe. Lo que no acabo de entender es por qué le fascina tanto con quién me acuesto y con quién no.
De repente intuyo que estoy pisando terreno peligroso y recuerdo el refrán que habla de jugar con fuego.
Stark sube un peldaño y con él aumenta la proximidad de su cuerpo.
—Hay muchas cosas de usted que me fascinan.
Ay Dios. Asciendo cuidadosamente al siguiente escalón.
—Soy un libro abierto, señor Stark.
—Usted y yo sabemos que eso no es cierto, señorita Fairchild, pero algún día…
Deja la frase sin terminar y, aunque sé que no debería, no tengo más remedio que preguntar:
—Algún día, ¿qué?
—Algún día se abrirá para mí, señorita Fairchild, en más de un sentido.
Deseo responder pero creo que he perdido la facultad del habla. Damien Stark desea algo de mí. Es más, desea quitarme mi coraza y conocer mis secretos.
La idea me resulta aterradora y al mismo tiempo extrañamente atractiva.
Desconcertada subo otro escalón hacia la terraza y hago una mueca. Stark se pone a mi lado de un salto.
—¿Qué le ocurre?
—Nada, me he pinchado con algo.
Mira mis pies desnudos, y yo le pido que me entregue las sandalias de tacón alto.
—Soy muy bonitas —me dice—. Quizá debería ponérselas.
—¿Bonitas? —repito—. No son bonitas, son fabulosas. Me recogen el pie, realzan mi pedicura, hacen que mis piernas parezcan más delgadas y dan a mi culo el aire respingón necesario para que este vestido me quede de muerte.
Una sonrisa le curva la comisura de la boca.
—Me he dado cuenta. Tiene razón, son fabulosas.
—Y también son el único derroche que me he permitido en mi primera salida de compras por Los Ángeles.
—Seguro que los daños que ha sufrido su cuenta corriente han valido la pena.
—Completamente, pero son una tortura cuando se trata de andar, y ahora que me las he quitado no sé si podré ponérmelas de nuevo. Mejor dicho: no sé si podré ponérmelas de nuevo y caminar.
—Entiendo su dilema. Afortunadamente me he especializado en hallar solución a tan espinosos problemas.
—¿De verdad? Pues ilumíneme, se lo ruego.
—Tiene tres opciones: puede quedarse en la escalera, puede volver a la fiesta descalza o puede ponerse las sandalias y sufrir.
—No sé por qué esperaba algo mejor del gran Damien Stark. Si esta es toda la inteligencia que hace falta para convertirse en el líder de un imperio empresarial, debería tener el mío propio hace tiempo.
—Lamento decepcionarla.
—Para empezar, quedarme en la escalera no es una opción —le digo—. Hace frío y deseo despedirme de Evelyn.
—Mmm… —Asiente con el entrecejo fruncido—. Tiene razón, no he examinado debidamente el problema.
—Por eso es un problema. En cuanto a volver a la fiesta descalza, la hija de Elizabeth Fairchild no tiene por costumbre aparecer descalza en ninguna recepción, por mucho que le pueda apetecer. Sin duda se trata de un rasgo genético.
—En ese caso su alternativa está clara: va a tener que ponerse sus sandalias de tacón.
—¿Y sufrir? No gracias, no me va el dolor.
Mis palabras son frívolas y no del todo ciertas. Stark me mira larga y fijamente, y por un momento recuerdo las palabras de despedida de Ollie: «Ten cuidado». Luego su rostro se despeja y vuelve a mirarme con expresión divertida. Casi me derrito de alivio.
—Hay otra opción más.
—¿Lo ve? Me la estaba ocultando.
—Puedo cogerla en brazos y llevarla a la fiesta.
—Sí, claro —respondo—. Bueno, voy a ponerme otra vez estas monadas y a sufrir.
Me siento en la escalera y me ato las sandalias. Resulta poco agradable. No han cedido, y mies pies protestan. He disfrutado paseando por la playa, pero tendría que haber sabido que todo tiene un precio.
Me pongo en pie, hago una mueca de dolor y sigo subiendo. Stark me sigue y cuando llegamos a la terraza se sitúa a mi lado, me coge del brazo y se inclina sobre mí hasta que noto su aliento en mi oreja.
—Algunas cosas valen la pena el dolor que causan. Me alegro de que haya decidido ponerse esos tacones.
Me vuelvo bruscamente y lo miro.
—¿Qué?
—Solo digo que me alegro de que se los haya puesto.
—¿Aunque eso signifique que yo haya rechazado su ofrecimiento de cargar conmigo y pasearme por la fiesta en plan cavernícola?
—No recuerdo haber mencionado ningún estilo cavernícola, pero la idea resulta claramente interesante.
Saca su iPhone y teclea algo.
—Y ¿ahora qué hace?
—Tomo nota.
Río y meneo la cabeza.
—Le diré una cosa, señor Stark: puede hacer lo que le dé la gana, pero siempre consigue sorprenderme. —Lo miro de arriba abajo—. No llevará un par de chanclas encima, ¿verdad? Esa sería la clase de sorpresa que me vendría estupendamente.
—Me temo que no, pero es posible que en el futuro las lleve, aunque solo sea para asegurarme. No había caído en la cuenta de que el calzado cómodo puede convertirse en una valiosa moneda de cambio.
Me doy cuenta de que estoy en modo seducción con Damien Stark, el hombre que ha sido todo frío y ardor durante toda la fiesta, el hombre que desprende poder y es dueño de un imperio que le permite tener a cualquier mujer que desee con solo chasquear los dedos. Y en estos momentos, esa mujer soy yo.
Resulta un pensamiento asombroso y también halagador. Y por qué no, excitante.
—La verdad es que sé exactamente cómo se siente —dice.
Lo miro boquiabierta mientras me pregunto si me habrá leído el pensamiento.
—Siempre he odiado las zapatillas de tenis —prosigue—. Solía presentarme en los entrenamientos descalzo, y mi entrenador se ponía frenético.
—¿De verdad? —Ese pequeño cotilleo sobre la verdadera vida de Stark me resulta fascinante—. Pero usted patrocinaba una marca de zapatillas, ¿no?
—Sí, la única marca que no me dejaba marcas.
—Bonita frase. Podría haberla empleado en el anuncio.
—Cierto, lástima que no estuviera usted en el equipo de publicistas.
Alarga la mano y recorre el perfil de mi mandíbula con el pulgar. Me estremezco y dejo escapar un suspiro. Fija sus ojos en mi boca y tengo la certeza de que va a besarme, aunque no quiero de ninguna manera que lo haga, pero ¡maldita sea! ¿Por qué no me ha besado todavía?
En ese momento se abren las puertas de la terraza y sale una pareja del brazo. Damien retira la mano, y el hechizo se rompe. Siento deseos de gritar a los recién llegados, pero no solo porque me han dejado a medias y llena de deseo insatisfecho. No, se ha perdido algo más. Me gusta el Damien Stark que ríe y bromea en la penumbra, que coquetea tan delicadamente y a la vez con tanta decisión. El Damien que me deja mirar en sus ojos.
Pero nuestro momento se ha esfumado, y estoy segura de que si volvemos dentro se pondrá de nuevo su máscara, tan segura como de que yo me pondré otra vez la mía.
Estoy a punto de proponer que volvamos a bajar a la playa, pero Stark me sostiene la puerta abierta, y su rostro vuelve a ser un conjunto de líneas rectas y ángulos. Entro en el salón con un nudo de tristeza en el estómago.
La fiesta está en su apogeo, puede que incluso más que antes porque los invitados van por su segunda, tercera o cuarta copa. El ambiente se nota cargado y resulta casi claustrofóbico. Cuando me quito la americana de Stark y se la devuelvo, él pasa la mano por el forro de seda.
—Está caliente —me dice antes de ponérsela con un movimiento totalmente normal pero inexplicablemente erótico.
Una camarera se materializa junto a mí con una bandeja llena de copas de vino espumoso. Cojo una de las copas alargadas, la vacío de un trago, y antes de que la joven haya podido alejarse se la devuelvo y cojo otra.
—Es con fines medicinales —le digo a Stark, que también tiene una copa en la mano pero todavía no la ha probado.
No comparto sus reservas así que vacío la mitad de un largo trago. Las burbujas parecen subir directamente a mi cabeza y hacen que me sienta ligeramente mareada. Es una sensación agradable a la que no estoy demasiado acostumbrada. Bebo, desde luego, pero no a menudo y casi nunca champán. Esta noche me siento vulnerable, vulnerable y llena de ansia. Con un poco de suerte el alcohol aplacará esa sed. O eso o me dará valor para ponerle remedio.
Ni hablar.
Estoy a punto de tirar el resto del champán. No pienso meterme en ese berenjenal ni con la ayuda de las burbujas.
Echo la cabeza hacia atrás para beber otro sorbo y veo que Stark tiene sus ojos puestos en mí. Son oscuros, expertos y depredadores. Siento la urgencia de dar un paso atrás, pero me limito a sujetar con fuerza el tallo de la copa y a quedarme clavada en el sitio.
La comisura de sus labios dibuja una leve sonrisa cuando se inclina sobre mí, y respiro el fresco aroma de su colonia, como el de un bosque tras la lluvia. Me aparta de la mejilla un mechón de cabello, y me pregunto por qué no me he derretido allí mismo.
Todo mi cuerpo se ha vuelto hipersensible. Mi piel, los latidos de mi corazón. Me estremezco por completo. El vello de los brazos y de la nuca se me eriza como si estuviera en medio de una tormenta eléctrica. Lo que percibo es el poder de Stark, naturalmente, y lo percibo en toda su intensidad por culpa de la creciente necesidad que late entre mis muslos.
—¿En qué está pensando, señorita Fairchild?
Noto la ironía de su voz. Me irrita resultar tan transparente.
Esa punzada de irritación es buena porque me saca de mi ensimismamiento. Por eso y porque estoy achispada por el champán lo miro a los ojos y le contesto:
—En usted, señor Stark.
Sus labios se abren en un gesto de sorpresa, pero se rehace rápidamente.
—No sabe cómo me alegra.
Apenas oigo sus palabras porque estoy absorta en su boca. Es hermosa, grande y sensual.
Se aproxima un poco más, y la tormenta que ruge entre nosotros se intensifica. El ambiente está cargado, tanto que casi puedo ver como saltan chispas.
—Señorita Fairchild, creo que debería saber que la habré besado antes de que esta noche termine.
—Oh.
No sé si esa palabra constituye una expresión de sorpresa o de asentimiento, pero me pregunto cómo será sentir sus labios en los míos, su lengua abriéndose paso en mi boca y las ardientes exploraciones cuando las manos se entrelazan y los cuerpos se estrechan.
—Debo decir que me alegro de que también le apetezca.
Sus palabras me arrancan de mis fantasías y esta vez sí que retrocedo. Primero un paso y después otro, hasta que la tormenta se calma y puedo volver a pensar con claridad.
—No estoy segura de que sea buena idea —le digo, porque las fantasías están muy bien, pero esta no debe llegar más lejos y es importante que no me olvide de eso.
—Al contrario, creo que es una de mis mejores ideas.
Trago saliva. Para ser sincera deseo que siga adelante allí mismo, pero afortunadamente es el propio Stark quien me rescata de mis locos deseos. O mejor dicho: su fama. Al parecer Carl no es el único que cree en el poder de hacer contactos y enseguida nos vemos rodeados por un montón de gente que desea disfrutar de su favor: inversores, inventores, aficionados al tenis, mujeres solas. Se acercan y parlotean, y Stark se los quita educadamente de encima. La única que sigue a su lado soy yo. Yo y un interminable desfile de camareras con más champán helado para que sea capaz de apagar el fuego que arde en mi interior.
Sin embargo, la sala empieza a darme vueltas, de modo que doy un golpecito en el brazo de Stark e interrumpo su conversación con un ingeniero de robótica que parece lanzado.
—Disculpe un momento —le digo y acto seguido me dirijo hacia un pequeño sofá de un rincón.
Stark me da caza tan rápidamente que no puedo evitar pensar que el ingeniero debe de estar hablando solo porque no habrá tenido tiempo de darse cuenta de que su presa se ha esfumado.
—Debería bajar un poco el ritmo —me dice como si hablara con uno de sus subordinados.
Pero no lo soy.
—Estoy bien y tengo un plan —le digo.
Lo que no menciono es que mi plan consiste en sentarme y no levantarme de nuevo.
—Si ese plan supone emborracharse hasta caer desmayada, diría que va por buen camino.
—No me venga con esos aires de superioridad.
Me detengo en medio del salón y miro en derredor para contemplar la colección de cuadros que llenan el espacio. Entonces me vuelvo hacia Stark con deliberada lentitud y lo miro a los ojos.
—Supongo que lo que busca es un desnudo.
Percibo el calor que asciende y lucha por abrasarle la máscara y debo hacer un esfuerzo para no sonreír en señal de victoria. Stark alza una ceja.
—Creía que no deseaba ayudarme.
—Es que me siento generosa —contesto—. Bueno, ¿qué? ¿Desnudos, paisajes, naturalezas muertas con fruta? Supongo que ya que estamos en la fiesta de Evelyn estará pensando en un desnudo, ¿no?
—Sí, es precisamente en lo que pienso.
—¿Y ve alguno por aquí que le guste?
—La verdad es que sí.
Me mira directamente. Creo que quizá he jugado a este juego con excesiva caballerosidad. Me consta que debería dar marcha atrás, pero no lo hago. Puede que sean las burbujitas las que hablan, pero me gusta ver el deseo en él. No, eso no es verdad. Lo que me gusta es ver que me desea a mí.
Es una ocurrencia sencilla pero sorprendente. Me aclaro la garganta y digo:
—Pues muéstremelo.
—Perdón, ¿cómo dice?
Tengo que obligarme a sonar indiferente.
—Ya me ha oído, muéstreme el que le gusta.
—Me encantará hacerlo, señorita Fairchild, créame.
El mensaje oculto en sus palabras está muy poco oculto. Respiro hondo. He sido yo quien ha abierto esa puerta —y de una patada, se podría añadir—, así que ahora me toca cruzarla. Incómoda, cambio de postura… y tropiezo con uno de mis tacones.
Stark me coge del brazo, y doy un respingo cuando el contacto de su mano en mi piel desnuda me recorre todo el cuerpo como un estremecimiento.
—Será mejor que se descalce, no vaya a hacerse daño.
—Ni hablar. No me paseo descalza por las fiestas.
—Está bien.
Me coge de la mano y me lleva hacia el pasillo cerrado por la cuerda de terciopelo. Camina despacio por consideración a mis doloridos pies, pero entonces me mira con una sonrisa traviesa.
—¿No sería mejor que sencillamente cargara con usted en plan cavernícola?
Mi expresión ceñuda se torna en boquiabierta cuando lo veo retirar la cuerda y pasar al oscuro y privado vestíbulo que hay al otro lado. Titubeo un instante y lo sigo. Vuelve a enganchar el cordón y se sienta en un sofá tapizado de terciopelo. Me mira sin la menor expresión de disculpa, como si fuera el dueño del mundo y de todo lo que este contiene, y da una palmadita al asiento contiguo. Estoy mareada y me duelen los pies, de modo que tomo asiento sin discutir.
—Bien, ahora quítese esos tacones. No diga nada —añade antes de que yo tenga tiempo de protestar—, hemos pasado al otro lado de la cuerda de modo que oficialmente no estamos en la fiesta y usted no infringe ninguna norma.
Esto último lo dice con una sonrisa maliciosa a la que correspondo sin pensar.
—Siéntese de lado y coloque los pies en mi regazo —me indica.
Aunque la Nikki social protestaría, pongo los pies sobre sus piernas.
—Y ahora cierre los ojos y relájese.
Obedezco, pero durante un momento no noto nada y temo que me esté gastando una broma pesada. Entonces la yema de su dedo empieza a recorrerme la planta del pie. Arqueo la espalda, entre sorprendida y encantada. Su toque es como el de una pluma y casi me hace cosquillas. Cuando repite el movimiento dejo escapar un suspiro estremecido, y todo mi cuerpo se pone tenso mientras me concentro en ese punto. Noto como si me atravesaran alfileres y me doy cuenta de que estoy excitada.
Me agarro al borde del sofá y echo la cabeza más hacia atrás. Unos mechones de cabello rozan mi nuca. La combinación de esas dos sensaciones —su tacto en mis pies y la suave caricia de mi pelo— resulta irresistible. La cabeza me da vueltas de verdad, y no es por el champán.
Él aumenta la presión y utiliza los pulgares para calmar el dolor de mis pies, y a continuación masajea suavemente los puntos donde las sandalias me rozaban. Resulta lento e íntimo. Y también endiabladamente confuso.
Respiro pesadamente y no puedo pasar por alto el pequeño nudo de miedo que se está formando en mi estómago. He bajado la guardia. He permitido que las cosas siguieran adelante y me estoy acercando peligrosamente al punto donde nunca llego; pero desconozco si tengo la fuerza para retroceder, maldita sea.
—Ahora —me dice.
Abro los ojos, confundida, y la arrebatada expresión de sus ojos está a punto de acabar conmigo.
—Voy a besarla —me dice, y noto su mano en mi nuca sin apenas haber tenido tiempo de asimilar sus palabras.
De alguna manera ha cambiado de posición, y ya no son mis pies los que están en su regazo, sino mis muslos. Nuestros cuerpos se han acercado y él está inclinado hacia mí, con sus labios apretados contra los míos. Me sorprende la suavidad de su boca y al mismo tiempo su firmeza. Se ha hecho con el mando de la situación, exigente, y toma exactamente lo que desea…, que es lo mismo que yo estoy dispuesta a darle.
Me oigo gemir, y él aprovecha que entreabro los labios para hundir su lengua entre ellos.
Es un experto besando, y me dejo arrastrar por el placer. No sé cuándo, pero en un momento determinado me doy cuenta de que una de mis manos lo coge por la camisa y la otra se hunde en su pelo. Es denso y suave. Lo agarro entre mis dedos y empujo para aplastar aún más su boca contra la mía. Deseo perderme en ese beso. Deseo que el fuego que arde en mi interior crezca más. Quizá me consuma, y renazca cual ave Fénix tras haber sido incinerada por el contacto de Damien Stark.
Su lengua acaricia la mía y despierta chispas eróticas que bailan por todo mi cuerpo. Mi piel, que ya estaba sensible debido a su proximidad, parece haberse convertido en un instrumento de tortura, porque la expectación del contacto de Stark resulta insoportable. Una ansia sorda e imperiosa crece entre mis muslos, y debo apretar las piernas tanto para defenderme como para intentar satisfacerla.
Él deja escapar un gruñido y me hace cambiar de postura en sus brazos. De repente, su mano está en mi cadera, y el suave tejido de mi falda me acaricia la piel mientras él lo desliza hacia mi entrepierna. Estoy excitada y nerviosa y me pongo tensa, pero no hago nada por apartar a Stark. Mi cuerpo se estremece, mi clítoris palpita y deseo el alivio. Deseo a Damien.
Noto su cuerpo firme contra el mío. Me mantiene pegada a él y me besa más profundamente mientras su mano baja hacia mi sexo con lentitud suficiente para hacerme enloquecer. Cambio de postura y dejo una pierna sobre sus muslos, pero nuestra posición es incómoda, y mi otra pierna resbala. Apoyo el pie descalzo en el suelo para equilibrarme y en ese momento noto que una corriente de aire se abre camino bajo mi falda para jugar con mis bragas húmedas.
Me encuentro abierta y vulnerable. Stark apoya su mano en mi sexo al tiempo que deja escapar un gemido en mi boca. Noto su calor a pesar del vestido y del satén de mis bragas. Me acaricia a través de la ropa, y sus dedos juguetean con mi clítoris. Estoy tan húmeda que creo que voy a derretirme.
Tengo la falda subida, pero sigue cubriéndome los muslos. No obstante, él está cerca, muy cerca de ciertos secretos que no quiero compartir, y sé que si intenta acariciarme la entrepierna saltaré. Estoy nerviosa, incluso asustada, pero el miedo y el peligro han añadido un plus a mi excitación. No recuerdo haber estado tan caliente en mi vida.
Sus dedos me provocan y desencadenan una fiebre salvaje que me envuelve. Estoy a punto, solo un poco más y…
Pero entonces su mano desaparece. Abro los ojos y durante un fugaz instante su expresión sigue siendo cálida y franca. Creo que soy la única cosa del mundo que ve, pero entonces algo cambia y la máscara vuelve a ocupar su lugar. Me hace cambiar de postura y me levanta del tal modo que quedo medio sentada en su regazo.
—Damien, ¿qué…?
Es en ese momento cuando oigo una voz a mis espaldas, una voz alegre y femenina que dice:
—Te he estado buscando por todas partes. ¿Estás listo?
«Oh, Dios mío. ¿Acaba de aparecer? ¿Cuánto rato llevará ahí?»
Miro a Damien sin poder hacer nada, pero no se da cuenta. Está mirando por encima del hombro y hablando con alguien.
—Tengo que ocuparme de que lleven a su casa a la señorita Fairchild —dice.
Me vuelvo y me encuentro mirando a Audrey Hepburn. Me saluda con un gesto de cabeza, sonríe a Damien y da media vuelta y se aleja.
Este me baja de sus piernas con suavidad, se levanta y me tiende la mano.
—Vámonos.
Me tiemblan las piernas. De hecho todo mi cuerpo tiembla por culpa de sus atenciones. Aun así vuelvo a ponerme los tacones y lo sigo sin hacer preguntas. Me siento confundida y avergonzada y no sé qué pensar exactamente.
Localizamos a Evelyn entre la multitud que empieza a menguar, y me despido. Me da un abrazo. Le prometo que la llamaré en un par de días. Es una promesa que tengo intención de cumplir.
Cuando salimos, Stark me pone su chaqueta sobre los hombros. Caminamos hasta una limusina que nos espera aparcada en una rotonda junto al camino de acceso. Un chófer con librea abre la puerta, y Damien me hace un gesto para que entre. No había estado en un coche así desde que era niña, y me detengo un momento para admirarlo. Un gran sofá de cuero negro ocupa todo el fondo y un lateral. En el otro hay un bar completo con un decantador de cristal tallado y copas a juego que centellean bajo las luces escondidas tras la madera barnizada. Una gruesa moqueta cubre el suelo. Todo el interior es una declaración de lujo, dinero y elegancia.
Me siento en la parte del fondo para no dar la espalda al conductor. El cuero es suave y cálido y parece envolver mi cuerpo. Miro hacia la puerta mientras espero a que Damien entre.
Salvo que no lo hace.
—Buenas noches, Nikki —dice en el mismo tono protocolario que ha utilizado en otros momentos de la velada—. Espero con impaciencia la presentación de mañana.
Entonces cierra la puerta y vuelve a casa de Evelyn y a Audrey Hepburn, a la que veo perfilada en la puerta, tendiéndole la mano para hacerlo pasar.