3

Mi instante de mortificación nos envuelve durante lo que parece una eternidad. Luego Carl me coge del brazo y me aparta de Evelyn.

—Oye, Nikki…

Leo preocupación en su mirada.

—N… No pasa nada —le digo.

Me siento extrañamente aturdida y muy confusa. ¿Era esto realmente lo que esperaba con tantas ganas?

—Lo digo en serio, Nikki —dice Carl tan pronto como ha puesto una prudente distancia entre nosotros y nuestra anfitriona—. ¿Qué coño ha sido eso?

—No lo sé.

—¡Y una mierda! —replica—. ¿Lo conocías de antes y lo habías cabreado? ¿Tuviste una entrevista de trabajo con él antes de firmar conmigo? ¿Qué demonios has hecho, Nicole?

Me estremezco al oír mi nombre de pila.

—Yo no tengo nada que ver —respondo, porque deseo que sea cierto—. Stark es un tipo famoso y excéntrico. Se ha comportado como un grosero, pero no se ha tratado de nada personal. Es imposible.

Me doy cuenta de que he alzado la voz y trato de bajar el tono. Y respirar.

Cierro el puño izquierdo con tanta fuerza que me clavo las uñas. Me concentro en el dolor y en el sencillo acto de respirar. Necesito serenarme. Necesito estar tranquila. No puedo permitir que se me caiga la máscara de la Nikki social.

Carl se mesa el cabello y suspira ruidosamente.

—Necesito un trago. Vamos.

—Yo estoy bien, gracias.

Estoy muy lejos de sentirme bien y lo único que deseo en esos momentos es estar sola. Al menos todo lo sola que se puede estar en una habitación llena de gente.

Veo que Carl tiene ganas de discutir y también que no ha decidido todavía lo que va a hacer. ¿Intentar acercarse nuevamente a Stark? ¿Marcharse de la fiesta y fingir que no ha ocurrido nada?

—Como quieras —gruñe por lo bajo.

Se aleja y alcanzo a oír que masculla «¡mierda!» mientras se pierde entre la gente.

Respiro hondo y noto que la tensión de mis hombros cede. Me encamino hacia la terraza, pero veo que han descubierto mi rincón secreto y que al menos hay ocho personas que charlan y sonríen. No estoy de humor para charlar ni para sonreír.

Me desvío hacia uno de los caballetes que hay en medio de la sala y me quedo mirando fijamente el cuadro. Muestra a una mujer desnuda y arrodillada en un suelo de baldosas. Tiene los brazos estirados por encima de la cabeza; y las muñecas, atadas con una cinta roja.

A su vez la cinta está anudada a una cadena que se alza verticalmente y se pierde fuera del cuadro. En los brazos de la mujer se aprecia tensión, como si estuviera tirando hacia abajo en un intento de liberarse. Su vientre es plano y tiene la espalda arqueada hacia delante, de manera que se le ven las costillas. Sus senos son pequeños. La mano del artista ha logrado plasmar el ligero enrojecimiento de sus pezones oscuros y erectos.

Su rostro resulta menos visible porque está vuelto de lado y rodeado de sombras. Da la impresión de que la modelo se avergüenza de sentirse excitada, de que se liberaría si pudiera. Pero no puede.

Se encuentra atrapada ahí mientras expone su placer y su sonrojo a los ojos de todos.

Siento que un escalofrío me recorre la piel y me doy cuenta de que esa chica y yo tenemos algo en común. Acabo de sentir que un poder sensual se apoderaba de mí y he gozado con la experiencia, pero entonces Stark lo ha interrumpido como quien apaga la luz, y al igual que la modelo del cuadro me siento incómoda y avergonzada.

Bueno, pues que le den. Esa imbécil del cuadro puede sentirse avergonzada si quiere, pero yo no. He visto el deseo en los ojos de Stark y me he excitado. Punto y final. A otra cosa mariposa.

Miro con dureza a la modelo del lienzo. Es débil. No me gusta; y el cuadro, tampoco.

No he hecho más que dar media vuelta con la confianza recién recobrada cuando tropiezo con Damien Stark en persona.

«Mierda».

Su mano se desliza por mi cintura para ayudarme a no perder el equilibrio. Me zafo rápidamente pero no sin que mi mente haya procesado la sensación de contacto. Es firme y duro. Soy profundamente consciente de las partes de mi cuerpo que han chocado con el suyo: la palma de mi mano y mis pechos. La curva de mis caderas siente un persistente hormigueo ante la sorpresa de su tacto.

—Señorita Fairchild… —dice mientras me mira directamente con unos ojos que ya no son fríos ni inexpresivos.

Me doy cuenta de que he dejado de respirar. Carraspeo y le ofrezco una breve y educada sonrisa, de las que dicen discretamente «déjame en paz».

—Le debo una disculpa —añade.

¿Ah?

—Sí, me la debe —contesto para mi sorpresa.

Aguardo, pero no dice más y se vuelve para mirar el cuadro.

—Es una obra interesante, pero usted habría sido mucho mejor modelo —comenta por fin.

«¿Qué demonios…?»

—Es la peor disculpa que he oído en mi vida.

Me señala el rosto de la mujer.

—Es débil —comenta, y yo me olvido de las disculpas porque de repente me intriga la manera en que sus palabras me recuerdan mis anteriores pensamientos—. Supongo que puede haber quien se sienta atraído por el contraste entre deseo y vergüenza, pero yo prefiero algo más audaz, una sensualidad más segura de sí.

Me mira cuando dice esto último, y no sé si por fin está disculpándose por haberme desairado, felicitándome por mi compostura o simplemente siendo totalmente descortés. Opto por considerar que sus palabras son una forma de cumplido, de volver a empezar. Puede que no sea el planteamiento más acertado, pero sí el más halagador.

—Me complace que piense de ese modo, pero no soy de las que dan la talla como modelo.

Da un paso atrás y me mira de arriba abajo con deliberada lentitud. Aunque solo sean unos pocos segundos su examen parece durar horas. La tensión crece entre los dos. Deseo acercarme para reducir la distancia que nos separa, pero no consigo moverme de donde estoy.

Sus ojos se entretienen un instante en mis labios hasta que finalmente alza la cabeza y me mira a los ojos. Es entonces cuando me muevo. No puedo evitarlo. Me siento irresistiblemente atraída por la fuerza y el empuje de la tempestad que se está levantando en esos malditos ojos.

—No —dice sencillamente.

En un primer momento me siento confundida y creo que protesta por mi cercanía, pero entonces comprendo que es la respuesta a mi comentario de no dar la talla como modelo.

—Sí que la daría —prosigue—, pero no de esta manera, expuesta en una tela para que todo el mundo pueda verla. —Ladea ligeramente la cabeza a la izquierda, como si deseara contemplarme desde otro ángulo—. Sí —murmura de nuevo, pero sin explicarse más.

No soy propensa a ruborizarme, de modo que me fastidia notar que me arden las mejillas. Para ser alguien que acaba de deshacerse mentalmente de este hombre, estoy haciendo un triste papel a la hora de mantener el pabellón en alto.

—Esperaba tener la oportunidad de hablar con usted esta noche —le digo.

Arquea ligeramente las cejas con expresión de cortés curiosidad.

—¿Ah, sí?

—Sí. Fui beneficiaria de una de sus becas y deseaba agradecérselo.

No dice ni palabra.

Continúo.

—Tuve que pagarme la universidad, de modo que su beca fue una gran ayuda. No creo que hubiera podido estudiar dos carreras sin su apoyo económico, así que le doy las gracias.

Sigo sin mencionar el desfile. Por lo que a mí se refiere, Damien Stark y yo estamos metidos un constante vuelta a empezar.

—Y ¿a qué se dedica ahora que ha salido de los sacrosantos muros del mundo académico?

Habla con tanta formalidad que comprendo que me está tomando el pelo. Decido hacer caso omiso y le respondo con la misma seriedad.

—Acabo de incorporarme a C-Squared. Soy la nueva ayudante de Carl Rosenfeld.

Es lo mismo que le ha dicho Evelyn, pero doy por hecho que no prestaba atención.

—Ya entiendo.

Lo dice de una manera que da a entender que no entiende nada en absoluto.

—¿Supone eso algún problema?

—Ninguno. Usted tiene dos carreras con un promedio de sobresaliente, unas recomendaciones estupendas de sus profesores, y tanto Cal Tech como el MIT la han aceptado para sus cursos de doctorado.

Lo miro, atónita. El comité de Stark International Fellowship adjudica treinta becas todos los años. ¿Cómo demonios sabe tanto de mi trayectoria académica?

—Sencillamente —prosigue—, me parece interesante que haya acabado como ayudante del propietario de la empresa en lugar de estar al frente de uno de sus equipos de desarrollo.

—Esto… yo…

No sé qué decir. La cabeza me da vueltas.

—¿Se acuesta usted con su jefe, señorita Fairchild?

—¿Qué?

—Lo siento si me pregunta ha sido poco clara. La repetiré: ¿se folla usted a Carl Rosenfeld?

—¡Claro que no! —le espeto en el acto porque no puedo permitir que esa imagen flote en el ambiente.

Sin embargo lo lamento enseguida. En lugar de contestar tendría que haberlo abofeteado. ¿Qué clase de pregunta es esa?

—¡Bien! —exclama con tanta firmeza y rotundidad que me olvido por completo de cualquier idea de azotarlo verbalmente.

Lo cierto es que mis pensamientos han dado un giro inesperado y me siento clara e inoportunamente excitada. Fulmino con la mirada a la mujer del retrato mientras mi odio hacia ella aumenta. No me siento especialmente satisfecha ni conmigo misma ni con Damien Stark. Sin embargo, supongo que tenemos algo en común: en este momento me está imaginando sin mi pequeño vestido negro. Y yo también.

«Mierda».

Stark ni siquiera se molesta en disimular su regocijo.

—Creo que acabo de escandalizarla, señorita Fairchild.

—¡Qué demonios, claro que me ha escandalizado! ¿Qué esperaba?

En lugar de responder echa la cabeza hacia atrás y ríe. Es como si se le hubiera caído la máscara y pudiera atisbar al hombre que se oculta detrás. Sonrío porque me gusta que compartamos ese rasgo.

—¿Los demás podemos unirnos a la diversión?

Es Carl, y deseo desesperadamente decirle que no.

—Me alegro de volverlo a ver, señor Rosenfeld —dice Stark, con la máscara otra vez en su sitio.

Carl me mira y veo claramente la pregunta en sus ojos.

—Perdón, tengo que ir al baño sin falta —le digo.

Me escapo a la fría elegancia del tocador de Evelyn que tan previsoramente ha abastecido de enjuague bucal y laca. Hay incluso bastoncitos de rímel de usar y tirar. Veo un recipiente con sales exfoliantes con aroma a lavanda junto al lavamanos. Cojo un puñado, cierro los ojos y froto mientras imagino que me estoy desprendiendo de la concha de mi persona para dejar al descubierto algo nuevo y reluciente.

Me aclaro las manos con agua tibia y me acaricio la piel con la yema de los dedos. Mis manos han quedados suaves, tersas y sensuales.

Me encuentro con mis ojos en el espejo.

—No —susurro, pero mi mano se desliza hasta el borde de mi vestido y lo acaricia justo por encima de la rodilla. El cuerpo es ceñido en la cintura y las caderas, pero la falda tiene vuelo y ha sido diseñada para que ondee de forma sugerente cuando camino.

Mis dedos se deslizan por la rodilla y después suben despacio por el interior de los muslos. Veo mi rostro en el espejo y cierro los ojos porque lo que deseo ver es el rostro de Stark, sus ojos mirándome desde el espejo.

Hay sensualidad en la manera en que mis dedos acarician mi propia piel, un lánguido erotismo que en otros momentos podría crecer hasta convertirse en algo ardiente y explosivo. Sin embargo, no es eso lo que pretendo, sino lo que estoy destruyendo.

Me detengo cuando lo noto, el tejido irregular y abultado de la cicatriz que desde hace cinco años estropea la perfecta tersura de mi muslo interior. Lo presiono con la punta de los dedos y recuerdo el dolor que acompañó esa herida concreta. Fue la semana en que mi hermana Ashley murió, y yo me desmoroné bajo el peso de la pena.

Pero todo eso pertenece al pasado, así que cierro los ojos mientras noto el cuerpo caliente y la cicatriz palpitante bajo mi mano.

Cuando vuelvo a abrirlos solo me veo a mí misma: a Nikki Fairchild de nuevo al mando.

Me envuelvo en mi renovada confianza como si fuera una manta y regreso a la fiesta. Ambos hombres me contemplan cuando me acerco. El rostro de Stark es inescrutable, pero Carl ni siquiera se molesta en disimular su alegría. Parece un niño de seis años la mañana de Navidad.

—Despídete, Nikki. Nos vamos. Tenemos mucho, mucho que hacer.

—¿Ahora? —No me molesto siquiera en ocultar mi confusión.

—Resulta que el señor Stark estará fuera el martes, de modo que vamos a adelantar la reunión a mañana.

—¿A un sábado?

—¿Hay algún problema? —me pregunta Stark.

—No, claro que no, pero…

—El señor Stark quiere asistir —explica Carl—, asistir personalmente —añade, como si no me hubiera enterado la primera vez.

—De acuerdo, pero antes me gustaría despedirme de Evelyn.

Hago ademán de alejarme, pero la voz de Stark me lo impide.

—Me gustaría que la señorita Fairchild se quedara.

—¿Perdón? —pregunta Carl y pone voz a mis pensamientos.

—Resulta que me estoy construyendo una casa que está casi terminada. He venido esta noche para ver si encontraba un cuadro adecuado para una de las habitaciones y me gustaría contar con una opinión femenina. Como es natural me ocuparé de devolverla sana y salva a su casa.

—Bueno… —Carl parece a punto de protestar, pero lo piensa mejor y responde—: Desde luego. Seguro que Nikki lo ayudará encantada.

¡Y un cuerno! Una cosa es que me haya puesto el condenado vestido y otra completamente distinta es saltarse el ensayo de la presentación solo porque un millonario ególatra acaba de chasquear los dedos, por muy bueno que esté.

Carl se vuelve hacia mí antes de que yo haya tenido tiempo de articular una respuesta coherente.

—Ya hablaremos mañana, Nikki —dice—. La reunión será a las dos.

Se va y me deja hecha una furia junto a un Stark muy ufano.

—Pero ¿quién demonios se cree que es? —le pregunto.

—Sé perfectamente quién soy, señorita Fairchild. ¿Y usted?

—En ese caso quizá la pregunta adecuada sea quién demonios cree que soy yo.

—¿Se siente atraída por mí?

—¿Que si yo…? —farfullo. Sus palabras me han pillado desprevenida y procuro recobrar el equilibrio—. Esa no es la cuestión en absoluto.

Hace una mueca con la comisura del labio y me doy cuenta de que he dicho demasiado.

—Soy la ayudante de Carl —añado despacio y firmemente—, no la suya, y entre mis obligaciones no figura la de decorar su maldita casa.

No grito, pero mi tono de voz se tensa como un alambre; y mi cuerpo, más.

Stark, el muy condenado, no solo está totalmente a sus anchas, sino que incluso parece divertirse.

—Si entre sus obligaciones figura la de ayudar a su jefe a reunir capital, entonces es posible que deba reconsiderar su actitud. No creo que insultar a inversores potenciales sea la mejor táctica.

Me atraviesa una fría punzada de miedo ante la posibilidad de haberlo estropeado todo.

—Puede que no —contesto—, pero si va guardarse su dinero porque no he caído rendida a sus pies ni me he levantado las faldas, entonces no es la clase de hombre que dice la prensa. El Damien Stark sobre el que he leído invierte en calidad, no en amistades o en relaciones sociales o porque crea que algún oscuro inventor necesita hacer negocio. El Damien Stark que yo admiro se centra en el talento y solo en el talento. ¿O se trata solo de una cuestión de relaciones públicas?

Permanezco en mi sitio, muy erguida, dispuesta a soportar cualquier réplica verbal, pero no estoy preparada para la respuesta que recibo.

Stark se echa a reír.

—Tiene razón —dice—. No pienso invertir en C-Squared más de lo previsto porque haya conocido a Carl en esta fiesta o porque me la lleve a usted a la cama.

—Oh.

Una vez más me arden las mejillas, y una vez más me ha desconcertado.

—Aun así, la quiero a mi lado.

Tengo la boca seca y debo tragar saliva antes de poder contestar.

—¿Para ayudarlo a elegir un cuadro?

—Sí —me confirma—. Al menos por el momento.

Me esfuerzo por no pensar más allá.

—Y ¿por qué?

—Porque necesito una opinión sincera. La mayor parte de las mujeres que se cuelgan de mi brazo solo me dicen lo que creen que deseo escuchar y no lo que opinan de verdad.

—Yo no estoy colgada de su brazo, señor Stark.

Dejo que las palabras floten en el aire un momento. Acto seguido doy media vuelta con deliberada lentitud y me alejo. Noto que me mira, pero no me detengo ni me vuelvo. Sonrío despacio y añado un ligero contoneo a mis caderas. Es mi momento de triunfo y pretendo saborearlo.

Solo que la victoria no es tan dulce como esperaba. En realidad tiene un toque amargo porque en mi interior, muy en mi interior, no puedo evitar preguntarme cómo sería ir colgada del brazo de Damien Stark.