27

A pesar de tanto drama, la tarde acaba siendo normal. Blaine llega, y yo poso durante cuatro horas mientras Damien se sienta en un rincón y me observa en silencio. Después nos instalamos en la terraza y contemplamos el mar y la luna. Damien ofrece a Blaine dormir en la alfombra del gimnasio, de manera que a primera hora del día siguiente aprovechamos el sol y repetimos la sesión hasta que la damos por concluida a las nueve y Damien se marcha a la oficina.

Cuando llego a casa una hora más tarde encuentro una nota de Jamie en la que me comunica que ha salido para una audición. Cruzo los dedos por ella y me dispongo a pasar una mañana perezosa. Damien tiene reuniones hasta la hora de comer y, aunque no me habría importado acurrucarme en su cama, estoy encantada de vegetar con la televisión, el periódico y Lady Miau-Miau.

Preparo café, enciendo el televisor y dudo entre hacer la colada o no.

Está a punto de empezar Al servicio de las damas y, como es una de mis películas cómicas favoritas, decido que la colada puede esperar.

Los títulos de crédito todavía no han acabado cuando suena mi móvil. Veo que es Ollie y lo cojo.

—¿Tienes un rato para comer? —pregunta—. Ha de ser pronto porque me espera una reunión a la una. ¿Qué tal a las once? ¿Puedes venir a mi despacho? Diré a mi secretaria que encargue unos sándwiches.

—Sí, claro. ¿A qué vienen tantas prisas?

—Solo me apetece verte. ¿Tiene que haber una razón especial?

No tiene que haberla, pero como es natural sé que la hay. Y temo que esté relacionada con Courtney o lo que es peor, con Jamie. Le prometo que estaré allí a la hora convenida y como no tengo tiempo de ver mi película dejo en marcha la grabadora.

Cuando llego a la oficina de Ollie, apenas una hora después, la recepcionista me está esperando y me conduce hasta una sala de reuniones donde Ollie ha preparado sándwiches y refrescos. No es un festín, pero da igual.

Todavía no ha llegado, de modo que abro una Coca-Cola light y una bolsa de patatas fritas mientras me digo que mi obligación es apoyarlo en todo lo que pueda. En estos momentos soltarle sermones sobre cómo la ha pifiado no servirá de nada.

—Hola —dice cuando entra en la sala cargado con un montón de expedientes.

—Por favor, dime que no son para mí.

Por un momento parece confundido, pero su expresión se despeja enseguida.

—No, no. Son para mi reunión de la una. Lo siento, pero es que llevo unos días que no paro.

—Bueno, ¿qué pasa? —le pregunto.

Tiene que tratarse de algo serio para que haya interrumpido su trabajo para hacerme venir.

Pulsa un botón de la mesa, y las persianas verticales que cubren los ventanales de la sala empiezan a cerrarse. Al cabo de un momento estamos en total intimidad.

—Lo que voy a contarte no te gustará —dice.

Me recuesto en mi asiento, cada vez más irritada.

—Mierda, Ollie. ¿Volvemos a las andadas con Damien? ¿Quieres dejar de hacer el papel de hermano mayor? Ya soy mayorcita y sé cuidar de mí misma.

No parece reaccionar ni alterarse. Diría que ni siquiera me ha escuchado.

—¿Te acuerdas de Kurt Claymore?

Trago saliva. El condenado Kurt. De todas las cosas que podía decir esta es la que menos esperaba.

—Sí —respondo sin ganas—. Tengo un vago recuerdo.

—Bien, pues lleva cinco años trabajando de director en una fábrica de Houston.

—¿Y?

—Pues que tu amigo Damien ha hecho que esta mañana lo despidieran.

—¿Qué? —Noto que mis uñas se hunden en los reposabrazos del sillón—. ¿Estás seguro?

—Sí, lo estoy. Te dije que no trabajaba para Stark directamente, pero sí para Maynard. Lo siento, pero soy el que se encargó de contratar al detective que localizó a Kurt.

El corazón me late dolorosamente en el pecho y noto la piel pegajosa. Damien mandó que localizaran a Kurt y ordenó que lo despidieran. No me preguntó, no habló conmigo, simplemente dio la orden y ya está.

—Es rico y arrogante —sigue diciendo Ollie— y en lo que a él respecta es el amo del mundo y más vale que este se ajuste a sus deseos.

—No es verdad —respondo automáticamente, pero mi voz carece de firmeza. Me siento aturdida—. Damien no es así. Solo pretendía protegerme. Es su manera de hacerlo.

—¿Protegerte? ¿Protegerte como protegió a Sara Padgett?

Alzo la cabeza bruscamente.

—¿De qué estás hablando?

—Sabes quién es Eric Padgett, ¿no?

Noto un nudo en el estómago y de repente tengo miedo de lo que Ollie diga a continuación.

—Sí, te consta que sí —respondo—. Es el hermano de la joven fallecida.

—En efecto. Lleva tiempo amenazando con acudir a la prensa y declarar que Stark mató a su hermana. Durante semanas hemos dedicado todos los recursos de Stark a parar los pies a ese capullo. Padgett se limita a contestar que quiere el dinero de Stark y que va a hundirlo porque tu amigo tiene más trapos sucios aparte de lo de Sara. La verdad es que esta historia suena al típico chantaje sin base. Tal como te dije cuando nos vimos en Beverly Hills, Eric Padgett no es más que otro cretino que cree que le ha tocado la lotería.

—¿Y qué ha pasado? —pregunto en tono inexpresivo.

Lo único que deseo es oír esa abominación y salir de allí. Necesito estar sola para asimilar todo esto.

—Pues que Stark le pagó ayer. Sí, como lo oyes —añade Ollie en respuesta a mi reacción boquiabierta—. El mismo Stark que hace unos días solo quería llevar a ese tío ante los tribunales se raja y ordena que le paguen. Olvídate de luchas, olvídate de todos sus discursos sobre no ceder y llevar esto hasta el final. Se ha rajado, simple y llanamente.

—¿Rajado? —pregunto en voz tan baja que me sorprende que Ollie me oiga—. ¿Cómo?

—Se ha rajado exactamente en doce millones seiscientos mil dólares.

—¡Oh, Dios! —No tenía intención de decir nada, pero las palabras han salido solas.

Me llevo una mano a la boca e intento contener las lágrimas. Ollie me mira, pero yo no lo veo. A quien veo es a Damien caminando por la terraza con el móvil pegado a la oreja mientras habla con Charles Maynard de algo que no entiendo. De doce millones seiscientos mil dólares.

—¡Oh, Dios! —repito.

No hay compasión en los ojos de Ollie mientras me mira.

—Puede que Stark se cansara de toda esa basura, pero lo dudo. Más bien creo que intenta echar tierra al asunto para borrar lo que hizo. Es un tipo peligroso, Nik, tal como siempre te he dicho. Es peligroso y ahora tú también lo sabes.

Los pensamientos brotan sin control en mi mente mientras conduzco mi viejo Honda hacia la casa de Damien en Malibú. Furia, pérdida, miedo, negación, esperanza… No sé en qué estoy pensando ni tampoco qué pensar. Lo único que sé es que todo esto es un desastre.

Y de lo único que estoy segura es de que duele un montón.

Son más de las doce, tengo la certeza de que lo encontraré allí. He llamado a su secretaria y me ha dicho que acababa de salir para su casa.

Y eso significa el estudio del segundo piso.

—Hola, rubia —me saluda Blaine cuando entro.

—No creía que estarías todavía aquí.

—He estado haciendo unos cuantos estudios de color, a ver si consigo que el condenado cielo me quede bien de una vez. —Menea la cabeza—. Pero parece que no lo consigo. —Me mira atentamente y arruga la frente—. Oye, ¿te pasa algo?

Echo un vistazo al cuadro. Mi imagen está ahí, pero inacabada. Me veo en bruto, como si me hubieran arrancado mi capa exterior, y se me ocurre que Blaine ha sabido verme tal como soy porque así es como me siento, como si Damien me hubiera desnudado para ver lo que oculto y después me hubiera dejado expuesta y vulnerable.

Damien sale de la cocina y me ve.

—¡Nikki! —oigo satisfacción en su voz, pero esta se desvanece cuando me mira—. ¿Qué pasa?

—Creo que será mejor que me vaya —dice Blaine.

Damien no lo mira ni responde. Tiene los ojos fijos en mí.

Aguardo hasta que oigo que la puerta se cierra y contengo el aliento. El corazón me late con tanta fuerza que apenas me salen las palabras.

—¿La controlabas a ella como me controlas a mí? —Veo confusión en sus ojos y eso me irrita. Me aferro a mi enfado porque me da fuerzas—. Estoy hablando de Sara Padgett. Maldita sea, Damien, ¿creías que no lo sabía?

—¿Qué crees que sabes? —Su voz es fría como el hielo.

—Sé que necesitas tener siempre el control. En tu vida. En tus negocios. Con tus mujeres. En la cama. Incluso conmigo. —Se me ha escapado una lágrima que cae por mi mejilla, pero consigo mantener la compostura. En este instante la experta en control soy yo—. De niño sufriste abusos y ahora lo necesitas, necesitas controlarlo todo, ¿no es así?

Observo su expresión para que lo confirme, pero no veo ningún cambio. Su rostro resulta inescrutable.

—Sí, Nikki, me gusta controlar, pero no creo que sea un secreto para nadie.

No, no lo es, pero tiene muchos otros.

—¿Empezó como un juego? —pregunto—. ¿También la ataste a ella? —Voy hasta la ventana y cojo uno de los visillos—. ¿La ataste delicadamente con esto por los brazos y después le rodeaste el cuello? ¿Le soltaste ese rollo del placer y el dolor? —Las lágrimas corren libremente por mi rostro, y mi voz suena ahogada—. ¿Fue un accidente? ¿Lo fue?

El rostro de Damien ha dejado de ser inexpresivo y se ha tornado sombrío, igual que una furiosa tormenta e igual de peligroso.

—Yo no maté a Sara Padgett.

Logro sostenerle la mirada.

—Tengo doce millones seiscientas mil razones para creer que sí lo hiciste.

Su rostro palidece.

¡Dios mío, es cierto! Hasta este momento no creí que pudiera ser verdad.

—¿Cómo demonios te has enterado de eso?

—Desde luego no por ti —replico—. Supongo que no es la clase de asunto que estabas dispuesto a comentar para mostrarte más abierto conmigo. Pensándolo bien no te lo reprocho.

—¿Cómo te has enterado? —repite.

—Te oí mencionar esa cantidad por teléfono —contesto escuetamente.

Se mesa los cabellos en gesto de desesperación.

—Nikki, yo…

Lo interrumpo con un gesto de la mano.

—No digas más.

Lo único que deseo es salir de allí. Meto la mano en el bolsillo de los vaqueros y saco la pulsera tobillera. Respiro hondo y la arrojo en la cama.

Me detengo brevemente para echar un vistazo al cuadro a medio terminar y se me hace un nudo en la garganta. Entonces doy media vuelta y corro escalera abajo.

Damien no va tras de mí.

No sé cómo paso los dos días siguientes, pero sí que son una neblina de helados, películas antiguas y canciones country realmente deprimentes. Por dos veces Jamie me obliga a sentarme junto a la piscina diciendo que la vitamina D es buena para mí. Pero no me hace ningún bien. Nada me parece bien.

Mis horarios de sueño se han ido al garete y no me molesto en remediarlo porque no tengo trabajo y no hay razón para que madrugue. Cuando salí de casa de Damien llamé a Bruce desde el coche y le dije que no podía aceptar el puesto. Debo cortar todas mis ataduras con Damien porque si no lo hago sé que volveré al redil. Una parte de mí lo echa terriblemente de menos y me empuja en esa dirección.

Las noches se convierten en días y aprendo un montón de cosas sobre todo tipo de productos que venden las teletiendas. Por eso no sé qué día ni qué hora es cuando el ruido de alguien que golpea furiosamente la puerta me despierta de mi modorra en el sofá. Llamo a Jamie para que vaya a abrir, pero como es natural no está en casa. Tiene dos audiciones más y la han llamado para un papel. Me alegro por ella, pero al mismo tiempo me siento perdida y sola.

Los golpes en la puerta no cesan. Me incorporo con un gruñido.

Cuando la sangre empieza a afluir a mi cerebro me pregunto quién puede ser tan insistente. ¿Damien? Lo dudo, porque no he sabido nada de él. No me ha ofrecido la menor explicación ni se ha molestado en saber cómo estoy.

«Porque tomaste la decisión correcta. No eras más que una de tantas, y se ha olvidado de ti».

Joder, me siento de nuevo como una mierda.

Los golpes son cada vez más fuertes.

—¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡Un momento!

Me levanto y me froto los ojos. Sé que tengo el rostro abotagado y estoy despeinada. Hace dos días que llevo el mismo pantalón de pijama, y mi camiseta está manchada de café.

Resulto patética pero no puede importarme menos.

Camino hasta la puerta arrastrando los pies y teniendo cuidado de no pisar a Lady Miau-Miau, que parece encantada de ver que doy señales de vida.

Normalmente no me molesto en hacerlo, pero esta vez miro por la mirilla porque quiero asegurarme de que Damien no me vea así.

No es él.

Es peor.

Es mi madre.