Cuando llegamos a mi apartamento vuelvo a estar húmeda de deseo. Damien ha permitido que me quite el huevo vibrador, pero ha ordenado que me siente con las piernas bien separadas bajo la falda. Esa postura combinada con las vibraciones del motor resulta erótica por sí misma. Además, saber que me tiene reservado un castigo especial es suficiente para que esté a punto de correrme cada vez que frena o acelera.
Aparca en batería con mano experta y apaga el motor, pero no se apea. Lo miro con ansiedad.
—¿Vas a subir? —pregunto, temerosa de que el castigo que tiene en mente consista en dejarme y marcharse.
Una chispa malévola brilla en sus ojos.
—Desde luego que sí.
Respiro aliviada pero contengo la respiración cuando veo que alarga la mano detrás del asiento y coge una delgada caja de piel, parecida a un maletín pero más pequeña. Sonríe enigmáticamente, baja del coche con ella y me abre la puerta antes de que yo haya tenido tiempo de reaccionar. Incluso me ofrece su mano para ayudarme a salir. Es todo tan correcto y educado que me pone más nerviosa todavía.
¿Qué me tiene reservado? ¿Qué puede haber en esa maldita caja?
Me tiembla la mano al meter la llave en la cerradura. La proximidad de Damien y sus promesas han hecho efecto en mí. Creo que nunca he sido tan consciente de mi cuerpo como en este momento. Toda yo estoy tensa de excitación, nerviosismo y expectación.
Entramos y me quedo de pie, en medio del salón, sin saber qué hacer. Es una sensación extraña si tenemos en cuenta todo lo que hemos hecho juntos, por no mencionar que ya conoce el apartamento. Aun así me siento igual que una adolescente que invita a un chico a su casa por primera vez.
Jamie sigue en el spa, de manera que tenemos la casa para nosotros solos. Damien no comparte mis vacilaciones, camina hasta la mesa del comedor y deja el maletín. Lo miro, esperando que lo abra, pero no lo hace y se limita a permanecer de pie y mirarme. Su escrutinio es tan intenso que siento la necesidad de moverme.
No obstante permanezco muy quieta, con la barbilla en alto. Todo esto forma parte del juego, y mi papel consiste en esperar.
Damien me contempla como si fuera el conservador de un museo estudiando una obra de arte. Sin embargo sus palabras carecen de la correspondiente sofisticación.
—Quítate la falda. —La fuerza y la autoridad de su voz resultan irresistibles.
Bajo la mirada porque no quiero que me vea sonreír.
La falda tiene una cinta elástica, de modo que la deslizo por mis caderas y dejo que caiga a los pies. Doy un paso a un lado pero conservo las sandalias. Damien no ha dicho que me las quite.
—Ahora la blusa.
Me la quito por la cabeza y la dejo en la mesa. Estoy desnuda e iluminada únicamente por la luz de seguridad que hay encendida en el cuarto de baño.
Damien no se mueve, pero lo oigo contener lentamente la respiración. Puede que sea cosa de mi imaginación, pero tengo la sensación de que la temperatura entre los dos aumenta sin cesar. Soy consciente de que estoy caliente, muy caliente.
—Quítate los zapatos y separa las piernas.
Obedezco mientras él camina despacio a mi alrededor y me observa como si fuera una esclava en el estrado. Da dos vueltas, se detiene detrás de mí y desliza la mano entre mis piernas. Me acaricia el clítoris con la punta del dedo, y me estremezco en su mano. Cierro los ojos y frunzo los labios para no gemir. Tengo que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para permanecer quieta.
—¿Quieres más? —pregunta mientras sigue acariciando lentamente mi sexo.
—Sí —digo con voz enronquecida.
Retira la mano despacio y se coloca ante mí.
—Ve al cuarto y túmbate en la cama. —Se inclina y sus labios me rozan la oreja—. Quiero que me prometas que no te acariciarás y que esta vez lo cumplas.
Hago un gesto afirmativo con la cabeza.
—Está bien.
Me mira y arquea una ceja.
—Quiero decir sí, señor —corrijo.
Quisiera preguntarle cuándo piensa entrar en el dormitorio, pero me contengo. Entro, me tumbo y espero a que entre con el misterioso maletín.
Toda esta maldita incertidumbre me está volviendo loca de deseo. Me siento inquieta, caliente y arrebatada. Mis pechos y mi clítoris están tan sensibles que creo que me correré si se pone en marcha el aire acondicionado. Me muero de ganas de tocarme, pero recuerdo las palabras de Damien y mantengo los brazos abiertos y las piernas extendidas porque de lo contrario me sentiré tentada de apretarlas una contra otra para intentar procurarme placer.
Sin embargo mi postura no me alivia, sino que me excita todavía más. Hay algo inquietante en estar abierta para Damien. Los pezones casi me duelen de tan duros como están. Deseo ardientemente el roce de sus dientes en ellos, sentir su mano acariciándome y su miembro dentro de mí.
¿Dónde demonios está?
Entonces oigo que enciende el televisor.
Maldigo en voz alta. Aunque se encuentra en el otro extremo del apartamento, estoy segura de que me ha oído… y de que sonríe.
Naturalmente forma parte del castigo y cuando apaga el televisor, media hora más tarde, me muero de ganas de que me follen.
Justo cuando empiezo a temer que se marche aparece en el umbral y se apoya tranquilamente en el marco de la puerta.
—Me gusta mirarte —dice.
—Pues yo prefiero que me acaricies —contesto de morros porque me ha reducido a eso—. No estás siendo nada amable.
Se echa a reír.
—Pues esto no ha sido nada, cariño.
Mi pulso se acelera cuando se agacha y coge el maletín. Estaba a sus pies y fuera de mi campo de visión, pero lo deja en la cama y lo abre. La tapa me impide ver lo que hay dentro. Damien parece dudar, como si tuviera varias opciones entre las que elegir, y al final saca una especie de joyero y lo deposita en las sábanas.
Me pregunto qué será.
Con el siguiente objeto no me pregunto nada porque lo veo en el acto. Es un látigo, uno de esos con varias colas unidas a un mango.
—Un látigo de nueve colas —me explica Damien.
—Esto… Yo no…
Mi parte racional dice que esas cosas duelen. Sin embargo mi sexo palpita a la espera.
Deja el látigo a un lado y abre el joyero. Dentro hay dos anillos de plata terminados en dos bolas metálicas y unidos por una cadenita. Coge uno y lo abre, de modo que las bolas se separan. Entonces suelta un lado. El anillo se cierra de golpe y las bolas entrechocan.
No acabo de entenderlo.
Veo que Damien se da cuenta de mi confusión pero no dice nada y se limita a sonreír. Deja los anillos con su cadena en la mesita de noche, cierra el maletín y desliza los dedos entre las nueve colas del látigo. Al cabo de un momento se sienta junto a mí y pone su mano en mi sexo. Arqueo la espalda mientras ruego en silencio para que meta los dedos y me acaricie.
—Has sido muy mala, de modo que no haré que te corras.
—No es verdad —logro articular, pero lo único que provoco en él es una carcajada.
—Cierra los ojos. ¿Podrás mantenerlos cerrados o es mejor que te los tape?
—Los mantendré cerrados.
—¿Lo prometes?
—Sí —respondo sin vacilar.
He aprendido que el castigo por romper una promesa no es realmente un castigo, pero aun así intentaré mantener mi palabra.
Oigo que se mueve a mi alrededor. Me dice que alce las caderas y noto que desliza una almohada debajo.
—Mantén las piernas bien separadas —ordena—. Sí, así. Estás tan guapa, tan guapa y abierta para mí…
Me acaricia suavemente y con la yema del dedo recorre mi vientre hasta el ombligo. Mi sexo se tensa y me retuerzo de deseo. Entonces su contacto desaparece y en su lugar noto la caricia del cuero en mis pechos y en mi vientre. Es el látigo de nueve colas. Lo desliza por todo mi cuerpo. Y de repente, ¡zas! Me azota suavemente los pechos.
Suelto un grito, sorprendida tanto por el impacto como por mi reacción ante él. Sí, un ligero pinchazo, pero también un dulce calor que se extiende lentamente. Dolor mezclado con placer.
—¿Te ha gustado? —Su mano envuelve mi pecho y lo aprieta.
Lo noto más pesado e insoportablemente sensible. Me contengo, pero no puedo mentir. Va contra las normas. Además no quiero. Soy esclava de este hombre y cada caricia es como un regalo.
—Sí —digo—. Me ha gustado.
—Te dije que quizá habría dolor, pero que sería solamente para darte placer.
—Lo recuerdo y… quiero más.
—Oh, Nikki, joder, ¿sabes lo que me estás haciendo?
—Si se parece a lo que me haces tú a mí, entonces lo imagino.
Su risa es grave y salvaje, pero se apaga bruscamente cuando hunde la boca en mi pecho. Sus dientes juegan con mi pezón y me chupa y mordisquea, hasta mi seno parece un cable de alta tensión coronado por una perla dura y vibrante. Entonces la boca desaparece y la sustituye algo frío, duro y doloroso.
—¡Ay!
Abro los ojos.
—¡No! —dice Damien, y los vuelvo a cerrar.
El pinchazo inicial remite rápidamente y deja una sensación de presión a la que sigue una corriente subterránea de lento placer. Al cabo de un momento siento la misma punzada de dolor exquisito en el otro pecho.
—Tus pezones son tan sensibles… —murmura mientras sus manos descienden para explorar mi sexo—. Oh, sí, esta vez no necesito preguntarte si te gusta.
No recuerdo haber sido nunca tan consciente de mi cuerpo. Incluso el aire está lleno de erotismo y su acariciante susurro hace que me estremezca.
Contengo el aliento cuando la presión en mis pezones aumenta, al principio lentamente y después con más fuerza. Está tirando de la cadena que une los dos anillos, tirando de mí y haciendo que la presión en mis pezones resulte aún más exquisita. No siento dolor, sino excitación y placer.
—Damien… —Pronuncio su nombre como una exigencia y él me responde apretando su boca en la mía. El beso es duro y apasionado. Meto la lengua en su boca intentando desesperadamente hacer mío este momento. Él me corresponde, pero se retira demasiado pronto y después me deposita lentamente en la cama.
—Mantén los ojos cerrados.
Noto la suave caricia del cuero cuando recorre con el látigo primero mi vientre y después las piernas. Empiezo a retorcerme, pero su brusca orden hace que me quede quieta de golpe.
Entonces pasa el látigo entre mis piernas. Mis músculos se contraen de expectación y… ¡Zas! Un ligero azote en mi vulva. Dejo escapar un grito ahogado. Nunca habría imaginado que un golpe en una zona tan íntima pudiera despertar un placer tan delicioso, pero quizá sea lógico. Veo mentalmente a Damien embistiéndome, follándome con todas sus ganas y me parece totalmente lógico.
Aguardo con el cuerpo abierto y en llamas, poseída por el deseo y la necesidad, pero no hay más azotes.
—Otra vez —suplico—. Damien, por favor…
Su gemido de placer me lo dice todo. Estaba esperando a ver si me gustaba este nuevo juego, y me gusta. Que Dios me ayude, me gusta.
Las colas de cuero caen nuevamente sobre mi sensible piel, y arqueo la espalda. Noto el clítoris enorme e inflamado, y cuando recibo el siguiente azote temo que si una de esas tiras lo alcanza explotaré por la combinación de placer y dolor.
—Damien… —repito, pero no hace falta que diga más porque la sensación cambia y no es cuero lo que noto en mi sexo, sino su boca. Tengo sus manos en las caderas y su lengua dentro de mí y puedo oír sus largos y graves gemidos. Estoy cerca, tan cerca… Muevo desvergonzadamente las caderas contra su cara, y noto el roce de su barba incipiente en mis sensibles labios.
Estoy a punto, justo al borde cuando se aparta. Dejo escapar un grito de protesta que se convierte en un grito ahogado en el instante en que Damien me penetra. Abro los ojos y lo veo encima de mí. Me mira y su expresión tiene tal intensidad que no puedo resistirme. Rodeo su cuello con el brazo y acerco su boca a la mía.
Nos besamos tan profunda e intensamente como me está follando. Estoy tan a punto que me corro en cuestión de segundos y alcanzo el que sin duda constituye el orgasmo más brutal de mi vida. Damien me sigue y cuando se vacía, se deja caer junto a mí en el colchón, con nuestros cuerpos todavía unidos. Veo el látigo que ha dejado en la almohada. Miro a Damien y sonrío.
—Creo que esto de ser una chica mala me va a gustar.
Ríe por lo bajo.
—Sabía que lo eras.
Al cabo de un momento se sienta en la cama, me quita delicadamente los anillos de los pezones, y noto en el acto la cálida afluencia de la sangre. Dios mío, podría follármelo otra vez ahora mismo.
Me da un beso en la nariz.
—Es un pensamiento encantador, pero tengo que pasar por el despacho.
—¿Cómo lo haces? ¿Cómo lees mis pensamientos?
Su única respuesta es una sonrisa, pero no me importa. Ya sé cómo lo hace y no me asusta: Damien Stark es capaz de ver lo hay detrás de mi máscara.
—¿De verdad tienes que marcharte? Es muy tarde.
—No puedo quedarme. Tengo programada una videoconferencia con Tokio y por desgracia guardo en mi despacho los archivos que necesito.
—Entonces nos vemos por la mañana.
Niega con la cabeza.
—No. Blaine sigue en La Jolla. Me dijo que quería cambiar la cita contigo para mañana por la tarde. ¿Por qué no pasas alrededor de las cinco? Saldré pronto del despacho y podremos tomar una copa antes de que llegue Blaine.
—Y ¿si no tengo sed? —pregunto en tono provocador.
—Estoy seguro de que encontraremos algo que satisfaga el apetito de los dos. —Se levanta y me tiende la mano—. Venga, vamos a ducharnos.
Tomamos la más casta de las duchas. Damien me enjabona y me aclara con delicadeza, como si yo fuera algo especialmente frágil y valioso. Volvemos al dormitorio y yo me pongo una bata mientras él se viste con los vaqueros y la camiseta. Guarda los anillos en el joyero y se acerca a mi escritorio.
—Quédatelos —me dice—. Un día de estos te pediré que los lleves bajo la ropa.
Lo miro lascivamente y digo que sí con la cabeza. Deja el joyero en la mesa y entonces golpea sin querer mi portátil. El salvapantallas se apaga y en su lugar aparece la imagen que desde hace poco utilizo como fondo de escritorio: Damien Stark, exultante en la playa.
—Vaya, vaya… —dice con una expresión rara.
—Me encanta esa foto —contesto—. ¡Se te ve tan feliz!
Se vuelve y me mira a los ojos.
—No sé, me siento muy expuesto.
—¿De verdad? —río—. ¿Más que yo cuando poso desnuda para tu cuadro?
Arquea una ceja.
—Una vez más, bien visto por su parte, señorita Fairchild.
—Ven aquí —le digo mientras saco mi cámara del cajón de la mesilla.
La coloco en la mesa, conecto el disparador automático y tiro del brazo de Damien para que se siente a mi lado en la cama.
—Pero ¿qué…?
—¡Chis! ¡Sonríe!
—Nikki…
El destello del flash y el clic del obturador lo interrumpen.
Me mira con aire de reproche.
—No, no pienso borrarla —digo antes de que tenga tiempo de protestar—. No pienso eliminarla ni olvidarme de ella. Quiero una foto de los dos juntos y si no te gusta te aguantas.
Por la forma en que me mira temo que voy a perder esta batalla, pero al fin se inclina sobre mí y deposita un beso en mi nariz.
—De acuerdo —dice al incorporarse—, pero quiero una copia.
Duermo hasta tarde y cuando me levanto y voy a la cocina a preparar café veo la nota que Damien ha dejado en la mesa del comedor junto a la ropa que ha elegido para mí. «Ponte esto. D. S.» Al parecer no se limitaba a mirar la televisión, también repasó mi colada. Lo que ha elegido es una falda vaquera corta y una camiseta barata de un concierto, que sería mejor llevar con sujetador. No es lo que yo llamaría una elección deslumbrante, pero me la pondré. Al fin y al cabo tendré que quitármela cuando llegue a la casa de Malibú.
En mis labios asoma una sonrisa irónica. Realmente es de esos hombres a los que les gusta controlar hasta el último detalle.
Una vez saciada de cafeína, entro en la ducha y dejo que el agua caliente me devuelva a la vida. Soy la sombra de mí misma, pero me siento maravillosamente. El día de ayer fue increíble, como una explosión de los sentidos, relajante, excitante, apasionado, erótico, sensual. Y sobre todo divertido.
Es algo sencillo, pero me gusta ver a Damien feliz, aunque tampoco puedo negar el hecho de que me complace especialmente saber que fui yo quien lo ayudó a borrar el mal sabor de boca que le dejó la visita a su padre.
Vierto champú en mi mano y me enjabono el cabello sin dejar de pensar en Damien, en su padre y en su pésima relación. No tengo forma de saberlo porque él no me ha contado nada, pero sospecho que como mínimo ha de ser tan mala como la que yo tengo con mi madre. Aun así, para él tuvo que ser muy duro despedir a su padre como mánager cuando solo era un niño.
Le doy vueltas en la cabeza. Hay algo en esa situación que me resulta familiar. Echo la cabeza hacia atrás y paso los dedos por mi pelo para aclararlo. No sé de qué se trata, pero algo me ronda por la cabeza y sigue haciéndolo cuando salgo de la ducha y vuelvo al dormitorio.
Lo veo claro mientras me pongo la falda. Control. No el hecho de que lo necesite, sino la razón que motiva su necesidad.
Recuerdo detalles que empiezan a encajar: la expresión de su rostro cuando me contó que había querido dejar el tenis y su padre no lo permitió; su falta de respuesta cuando me habló de lo cabrón que había sido su nuevo entrenador y yo le pregunté si el juego había dejado de divertirle por un exceso de competitividad; su fundación para ayudar a los niños; los velados comentarios de Evelyn acerca de que guarda secretos bajo la alfombra.
Y siempre a vueltas con el control. En los negocios. En sus relaciones. En la cama.
Podría equivocarme, desde luego, pero no lo creo.
Damien sufrió abusos sexuales de niño.
Husmeo un poco más en internet, pero no encuentro nada que apoye mi teoría. Aun así, creo que es correcta. No sé si fue su entrenador el que abusó de él o su padre, pero sospecho que se trató del primero y que la culpa por lo hecho empujó a ese bastardo a suicidarse.
La imagen que aparece en mi buscador es la de un Damien de catorce años que acaba de ganar un torneo local. Sin embargo, su mirada es oscura y obsesiva. Sí, inescrutable.
Tengo que saber la verdad, pero no puedo preguntársela a Evelyn. Es la clase de cosa que deseo que Damien me cuente.
Me meso los cabellos mientras me pregunto si no sería mejor planteárselo abiertamente. Pero no. Tiene que ser él quien acuda a mí. Porque esto no trata únicamente de lo que Damien necesita. También me afecta a mí. Necesito saber si la persona a quien he entregado mi corazón confía en mí lo suficiente para confesarme sus secretos.
No obstante, hasta que lo haga debo contentarme con la certeza de que sé un poco más del hombre que sigue ocultándose tras su máscara.
Cuando llego a su casa a las cinco menos cuarto Damien se encuentra en la terraza, contemplando el mar de espaldas a mí. Está mojado tras una ducha reciente y completamente desnudo. Paso junto a un montón de ropa tirada en el suelo y me detengo ante la ventana abierta para disfrutar de tan extraordinaria visión. Sobre él se alza el cielo azul, y el mar se extiende a lo lejos, pero es su fuerte cuerpo lo que domina el paisaje. Hay poder en la tensión de sus hombros, seguridad en su postura y fuerza en esa espalda que carga con tantas cosas.
He ahí un hombre que sabe lo que quiere y va tras ello.
Y me quiere a mí, pienso mientras siento una punzada de algo que solo puede ser orgullo.
—Llegas temprano —dice sin volverse.
No pregunto cómo sabe que estoy aquí porque también yo he notado la vibración de la energía que hay entre los dos. No necesito ver a Damien para saber que anda cerca.
—¿Cómo podía resistirme a pasar un rato más contigo?
Da media vuelta y me mira.
—Me alegro de que hayas venido.
Sonríe, pero veo la tensión que domina sus hombros y su cuerpo.
—¿Qué pasa, Damien?
—Que el mundo está lleno de abogados y de cretinos —contesta mientras menea la cabeza—. Lo siento, hoy he tenido un mal día.
—¿Quieres que me marche?
—Nunca. —Alarga la mano y corro hacia él. Noto su erección cuando me abraza con fuerza—. Nikki… —suspira mientras roza mis cabellos con los labios.
Alzo la cara, anhelando el beso, pero el tono chillón de su móvil nos interrumpe, y Damien me aparta suavemente a un lado.
—Perdona, pero estoy esperando esta llamada —dice a modo de disculpa mientras coge el teléfono de la mesa.
—¿Está hecho? —pregunta—. Bien, sí, eso lo sé, pero también sé que te pago para que me aconsejes y que la última palabra la tengo yo. Sí. ¿Doce seiscientos? Joder, habría pagado más y lo sabes. Estoy seguro de que era lo correcto. No quiero meterla en este lío. No, no. Está hecho. No pienso reconsiderar la situación. He hecho mi jugada y vamos a apechugar con las consecuencias.
Se produce una larga pausa.
—Mierda, Charles, no es esto lo que quiero oír. ¿Sí? ¿Entonces para qué coño te pago?
Así pues está hablando con Charles Maynard. Sé que soy una entrometida, pero no puedo evitar escuchar con atención para intentar desentrañar el significado de la conversación oyendo solo una parte. No resulta fácil.
—De acuerdo, de acuerdo. ¿Tu detective ha localizado al tipo que me interesa? ¿De verdad? Bien, eso es una buena noticia. Será lo primero que haga mañana.
No sé de qué está hablando, así que renuncio y solo escucho a medias, sobre todo porque la conversación parece prolongarse eternamente.
—¿Y qué hay de Londres? ¿Está instalada de nuevo? No, no se puede evitar. La semana que viene iré para allá. ¿Qué? Bueno, no me está dejando otra opción.
Suspira y empieza a caminar arriba y abajo.
—¿Y el problema de San Diego? Quiero que alguien esté encima de ese asunto. ¿Qué? ¿Te estás quedando conmigo? ¡Mierda! ¿Cómo lo han averiguado?
Recojo la ropa que Damien ha dejado en el suelo y me dispongo a colgársela cuando siento la tentación de cometer una travesura: me pongo sus calzoncillos y su camisa. Hay algo sumamente sensual en el hecho de llevar su ropa, aun sabiendo que con los calzoncillos estoy infringiendo una norma.
Estoy tan ocupada con los botones que no me doy cuenta de que la llamada ha concluido. Es más, ni siquiera noto el arranque de genio de Damien hasta que oigo el ruido de un objeto de plástico que se estrella contra la chimenea.
Acaba de hacer añicos su móvil.
Corro hacia él.
—¡Damien! ¿Estás bien?
Me mira de arriba abajo, pero no estoy segura de que se fije en la ropa que acabo de ponerme, y tampoco de que esté oyendo otra cosa distinta de la conversación que sin duda está repitiendo una y otra vez en su mente.
—Damien…
—No —espeta—. No estoy bien. ¿Y tú…? ¡Oh, Dios, Nikki!
—Yo estoy bien, pero…
Me hace callar con un beso duro y brutal. Nuestros dientes chocan, y hunde los dedos en mi cabello para mantener mi cabeza quieta mientras asalta mi boca con tanta violencia que temo acabar con los labios amoratados.
Me lleva hacia atrás y me tira de espaldas en la cama. Sus manos me quitan los calzoncillos y los dejan en mis tobillos como si fueran extrañas ataduras que me inmovilizaran.
Estoy húmeda cuando abre mis piernas sin contemplaciones y aún más cuando se coloca entre ellas. Antes de que me haya dado cuenta me hunde su miembro y empieza a martillearme rápidamente y con fuerza. Lo miro y veo el rostro de un hombre que libra una batalla, el rostro de un hombre que no dejará de luchar hasta vencer.
Alargo la mano para tocarlo, pero el instinto hace que me contenga. Damien necesita esto. Necesita poseerme, poseerme de verdad.
Y en más de un sentido yo necesito que me posean.
Deja escapar un profundo gruñido, y noto su orgasmo en mi interior. Se desploma un instante, pero enseguida se incorpora y me mira. Veo que la tristeza se refleja en su mirada.
—¡Mierda!
Su imprecación es apenas un susurro. Sale de mí y da media vuelta para salir de la habitación, pero se detiene junto a la chimenea y se vuelve con la boca abierta y los ojos llenos de remordimiento. Espero sus palabras, pero no llegan.
Al cabo de un instante desaparece.
Me quito los calzoncillos de un puntapié para poder moverme y me arrebujo bajo las sábanas mientras intento decidir qué hacer. No tengo la menor idea de qué va todo esto, pero está claro que la causante ha sido esa conversación telefónica. Aunque en estos momentos Damien quiera estar solo, no pienso claudicar. Se siente mal, y yo puedo remediarlo. Al menos quiero estrecharlo en mis brazos.
Me quito el resto de su ropa y me pongo mi bata de seda roja que está donde siempre antes de que empiecen las sesiones, doblada en un taburete junto al caballete de Blaine.
Descalza, salgo en busca de Damien.
No resulta tan fácil como parece. La casa es inmensa, las zonas a medio terminar resuenan de forma extraña y no sé por dónde ir.
Oigo un rítmico golpeteo que finalmente me conduce hasta la planta baja. Allí encuentro a Damien en una espaciosa estancia inacabada, con el suelo de moqueta, donde solo hay una bicicleta estática y un saco de boxeo colgando del techo.
Lo que me ha llevado hasta allí es el sonido de sus puños golpeándolo.
—¿Estás bien? —pregunto.
Lanza un último puñetazo y se vuelve para mirarme. Se ha puesto un pantalón corto, pero no lleva guantes de boxeo y tiene los nudillos ensangrentados.
—¡Oh, cariño! —exclamo mientras miro a mi alrededor.
Veo una toalla y una botella de agua en una caja de plástico donde también están los guantes que debería haberse puesto. Humedezco la toalla y voy hacia él.
—Esto puede que te escueza.
Aparta las manos y me coge la cara. La siniestra oscuridad que he visto en sus ojos hace un momento parece haber desaparecido. Sean cuales sean los demonios contra los que luchaba, parece haberlos vencido, eso si no los ha enviado a la UCI.
—¡Maldita sea, Nikki…! Tú, ¿estás bien tú?
—Claro que sí. —Le cojo las manos de nuevo e intento limpiarle los magullados nudillos—. El que me preocupas eres tú.
—Te he hecho daño —me dice, y en su voz hay tanta tristeza que siento que mi corazón va a estallar.
—No, no me has hecho daño —le digo—. Me necesitabas, y yo quiero que me necesites. —Lo miro y sonrío intentando parecer frívola—. Además, pensaba que había quedado claro que tolero bien el dolor.
A juzgar por su expresión resulta evidente que mi broma no le ha gustado.
—Así no.
—¿Por qué no?
—Maldita sea, Nikki, dije que nunca te haría daño.
Lo miro con aire desafiante.
—Pues si no recuerdo mal anoche me azotaste con un látigo.
—Eso fue para que te excitaras. Era un juego, y lo hice porque me habías puesto a cien y porque a ti te gustaba.
Bajo la mirada. Lo que dice es absolutamente cierto.
—Pero lo que acabo de hacer ahora… —Da media vuelta y propina un par de puñetazos al saco de boxear—. ¡Maldita sea! Estaba cabreado por algo y te he follado para descargarme. No debería haberlo hecho.
Me acerco a él, decidida a acompañarlo en este mal momento.
—Damien, yo estoy bien. No sé de qué iba todo esto, pero sí que estabas enfadado y que viniste a mí. Quiero que vengas a mí.
—Te utilicé.
—Sí. —Deseo gritar que sí—, pero no me importa. Por Dios, Damien, no eres un desconocido de la calle. Eres el hombre al que… —No quiero pisar ese terreno—. Eres el hombre con quien he compartido todos mis secretos, el que ocupa mis pensamientos y mi cama. Eso es lo que lo hace diferente, ¿no lo ves? Puedes tenerme siempre que me necesites, puedes contarme tus secretos y eso no cambiará nada.
Me mira.
—¿No? Lo dudo.
Su voz suena distante, pero parece ocultar cierto desafío. Permanezco donde estoy, sin saber qué hacer.
—Llamaré a Edward para que te lleve a casa —dice Damien al fin.
Recobro la voz.
—No.
—Maldita sea, Nikki…
—He dicho que no. —Me acerco un poco más y me pongo de puntillas para susurrarle al oído—: Estaba húmeda para ti y lo sabes, de manera que no puedes decir de ninguna manera que me has forzado.
Me apoyo en él con una mano mientras deslizo la otra lentamente por su pecho y abdomen hasta que mis dedos encuentran el elástico de su pantalón corto.
—No —dice.
Sin embargo noto cómo se le acelera el pulso y cómo su cuerpo se tensa ante la expectación.
—A veces un «no» significa otra cosa —respondo.
Me arrodillo dando gracias por la moqueta de gimnasio y veo cómo su miembro lucha por liberarse del pantalón. Encuentro la cremallera y lo saco.
—Nikki…
—Yo te cuidaré.
Recorro con mi lengua su sexo, tan suave y duro, y noto un sabor salado. El mío. Deseo tragármelo entera.
—«Crepúsculo» puede ser también tu contraseña —le digo.
Pero antes de que pueda responder empiezo a juguetear con mi lengua alrededor de su miembro como si fuera una enorme y decadente piruleta. Se va poniendo más y más dura, y cuando estoy segura de que está cerca del clímax me la meto en la boca y la chupo y la acaricio mientras mi excitación aumenta.
Noto las reacciones de su cuerpo y sé que está cerca, pero entonces Damien se retira de mi boca. Me levanta, me estrecha contra él y me besa dulcemente antes de hacer que nos tumbemos los dos en el suelo.
Abro la boca para decir algo, pero él me silencia poniendo un dedo sobre mis labios.
—Chis… No digas nada.
Deshace el cinturón de la bata y la deja abierta entre los dos. Se pone encima de mí. Abro las piernas, levanto las rodillas y cierro los ojos de placer cuando me penetra.
Se mueve lentamente, de una forma totalmente distinta de cómo me ha follado arriba. Esto es hacer el amor. No aparta en ningún momento los ojos de los míos. Toma mi mano y la desliza entre nuestros cuerpos. Su silenciosa orden es fácil de entender. Estoy tan excitada que siento un hormigueo por todo el cuerpo, pero me acaricio el clítoris igualmente. Acompaso el movimiento con el suyo mientras me enciendo más y más hasta que por fin Damien explota dentro de mí, y yo lo sigo momentos después.
Una vez vaciado se deja caer junto a mí, y compartimos la suavidad de la bata.
—No sabes cuánto lo siento —dice mientras traza dibujos con el dedo en mi hombro—, y lo enfadado que estoy.
—¿Conmigo?
—No, conmigo.
—¿Por qué? Creía que había quedado claro que lo ocurrido arriba carecía de importancia.
Me mira con ojos cargados de pasión.
—Porque ahora que te tengo no soporto la idea de perderte.