25

Damien tiene que pasar el día siguiente en San Diego, y Blaine está resolviendo no sé qué crisis en una galería de La Jolla, de modo que vuelvo a mi apartamento antes de las ocho y me llevo la sorpresa de encontrar a Jamie despierta.

—¿Se puede saber qué demonios te pasó? —dice a modo de bienvenida—. Desapareciste como por arte de magia.

—Lo sé. Soy una pésima compañera de piso, pero te compensaré invitándote a desayunar.

—¿Y me lo contarás todo?

—Te lo prometo —contesto mientras me hago una cruz en el corazón.

Acabamos en Du-par’s, de Ventura Boulevard, y cuando le cuento lo de Bruce, lo que Ollie me dijo y las correspondientes explicaciones de Damien demuestra lo buena amiga que es poniéndose totalmente de mi parte.

—Ollie es como un hermano sobreprotector y Damien está demasiado colgado de ti para darle importancia. Por otra parte, no le pidió a Bruce que te contratara, solo le habló de tu currículo.

—Tienes razón —contesto.

Dado que Damien y yo estuvimos muy ocupados anoche resolviendo nuestros problemas —y lo dolorida que estoy esta mañana da buena fe de ello— decido cambiar de conversación.

—Esta es mi última semana entre los desempleados, por lo tanto ¿qué te parece si vamos a ver una película?

Al final son dos, porque no tiene sentido ser una holgazana sin trabajo si no lo aprovechas al máximo, y regresamos al apartamento atiborradas de palomitas y refrescos.

Aunque no son ni las cuatro, Jamie va directamente a su dormitorio para cambiarse y ponerse el pijama. Yo me dispongo a hacer lo mismo cuando alguien llama a la puerta.

—Un momento —grito.

Si se trata de Douglas pienso echarlo sin miramientos; y si es Ollie, también.

Pero resulta que no se trata de ninguno de ellos, sino de Edward.

—Buenas tardes, señorita Fairchild —saluda y aunque mantiene su habitual corrección veo una chispa de humor en su mirada—. El señor Stark me ha pedido que me disculpe en su nombre porque no puede pasar el día con usted para celebrar su nuevo empleo.

—¿De verdad? —sonrío traviesamente porque anoche lo celebramos a lo grande. Sexo para celebrar, sexo para compensar… Un poco más y recorremos toda la gama.

—Desde luego, y si me lo permite quisiera felicitarla yo también por su nuevo trabajo.

—Gracias, Edward, pero no hacía falta que Damien lo enviara. Ya me felicitó cuando nos vimos anoche.

—Sí, pero estoy aquí para entregarle su regalo; o mejor dicho, para llevarla hasta él.

Lo miro con aire desconfiado.

—¿De qué está hablando?

—Me temo que tengo órdenes tajantes de no decírselo.

—Está bien, deje que avise a mi compañera de piso.

—La señorita Archer también está invitada, naturalmente.

—¿Ah, sí? —Esto se está poniendo interesante. Me vuelvo hacia el dormitorio de Jamie y grito—: ¡Eh, James! Cambio de planes. Nos vamos a… alguna parte.

Asoma la cabeza por la puerta con media camiseta fuera. Se la vuelve a poner y mira a Edward.

—¿Qué? ¿Adónde dice que vamos?

—Edward no puede decirlo —le explico—, pero se trata de un regalo de parte de Damien.

—¿Y yo también estoy invitada?

—Desde luego —afirma el chófer.

—¡Fantástico! —exclama—. No pienso rechazar un regalo sorpresa de un tío cargado de millones. Es algo para lo que no estoy programada.

—Estupendo. —Me vuelvo hacia Edward—. Nos vamos.

Jamie cambia el pantalón del pijama por unos vaqueros, cogemos nuestros bolsos y seguimos a Edward hasta la limusina. Me pregunto si habrá sido idea de Damien o si Edward ha decidido cambiar el Town Car por la limusina solamente para impresionar a Jamie. Si es así, lo consigue plenamente porque mi amiga se extasía mientras acaricia los asientos, el bar y examina los interruptores de la consola.

—¿Qué tal un poco de vino? —pregunta al ver una botella de chardonnay helado en la mini nevera.

Eso demuestra lo poco que me fijo. Ni siquiera sabía que el vehículo tuviera nevera, pero claro, siempre que he subido a esta limusina tenía otras cosas en las que pensar.

Edward enfila por la I-10 en dirección este, lo cual me sorprende porque esperaba ir a la playa.

—¿Adónde crees que vamos? —pregunto a Jamie, que está revisando la colección de CD que nunca me he molestado en mirar.

—¿Y qué más da?

Sopeso su respuesta y decido que tiene toda la razón.

Un cuarto de hora más tarde se hace evidente que salimos de Los Ángeles. Estoy en mi segunda copa de vino, y Madonna berrea «Like a Virgin».

—Es tan retro… —dice Jamie medio bailando en el asiento.

Por un momento pienso discutir su elección, pero es ruidosa y divertida y qué más da.

Cuando pasamos ante los molinos de viento de las granjas que señalan el límite del desierto, cerca de Palm Springs, hemos escuchado rock clásico, country clásico y toda una selección de artistas del momento. Hemos cantado y bailado —tanto como se puede bailar en el interior de una limusina— y convertido el vehículo en una especie de discoteca sobre ruedas. Hemos reído hasta llorar y creo que es la vez que Jamie y yo nos lo hemos pasado mejor desde que nos saltamos las clases de un viernes en universidad y nos fuimos con el coche desde Austin a Nueva Orleans.

Desde luego pienso dar las gracias a Damien por todo esto cuando lo vea.

Por fin Edward toma una salida de la I-10 que lleva a una carretera y no tarda en desviarse por un camino de tierra. Empiezo a pensar que quizá nuestro destino sea algún tipo de campamento cuando veo que el sol del atardecer ilumina un edificio bajo de estuco blanco, situado al pie de unas colinas. Cruzamos una verja de seguridad y me doy cuenta de que lo que había tomado por un solo edificio es en realidad un conjunto de construcciones más pequeñas rodeadas de palmeras que se alzan hacia el cielo.

Jamie y yo estamos pegadas a la ventanilla, pero ella es la primera en ver el cartel.

—¡Mi madre! —exclama—. ¡Estamos en el Desert Ranch Spa!

—¿En serio?

No sé por qué me sorprendo tanto. Puede que el Desert Ranch Spa sea uno de esos carísimos establecimientos donde los famosos se refugian para disfrutar de cierta intimidad, pero sin duda está al alcance del bolsillo de Damien.

—¿Vamos a pasar la noche o solo venimos a cenar? —pregunta Jamie. ¡Ojalá nos quedemos, nunca he estado en un sitio como este!

La limusina se acerca a la entrada, así que apuro mi copa de vino y me acerco a la puerta para estar lista en cuanto Edward la abra. Cuando lo hace veo junto a él a una joven vestida con un pantalón de pitillo y una camiseta de seda sin mangas.

—Señorita Fairchild, señorita Archer, bienvenidas al Desert Ranch —nos saluda con un acento que reconozco como centroeuropeo—. Me llamo Helena. Si son tan amables de acompañarme las llevaré hasta su bungalow.

«¡Un bungalow!», exclama Jamie susurrando con ojos como platos.

Seguimos a nuestra guía por un camino ajardinado. Yo haciendo gala de mi actitud más mundana —como si viajara en limusina y me alojara en hoteles caros todos los días— y Jamie prácticamente dando saltos de alegría.

—Para que lo sepas —dice cuando Helena abre la puerta y echamos un vistazo al interior del bungalow—, estoy totalmente enamorada de tu novio.

«Novio». Sonrío. Me gusta como suena.

El bungalow es pequeño pero está magníficamente equipado. Se compone de dos dormitorios, una cocina pequeña, un salón con cómodos sillones y un sofá, además de una chimenea. Sin embargo, lo mejor está en el porche de atrás, que mira a las montañas y desde donde no se ve ni rastro del hotel.

—Si les parece bien, cenarán en su habitación —nos dice Helena—. Mañana empezaremos a las ocho.

Por un momento dudo en preguntar, pero al final me lanzo.

—¿Qué empezaremos?

Helena sonríe.

—Todo.

A las siete y media nos despierta la alarma del reloj. A pesar de que nos acostamos tarde tomando vino tras una magnífica cena de risotto y lubina, no nos cuesta levantarnos. Pedimos que nos traigan café y zumo de naranja y después nos ponemos los albornoces que nos dijeron que debíamos llevar.

Cuando nuestras enlaces, Becky y Dana, llaman a la puerta estamos impacientes por ver qué nos espera. Helena no exageraba. Empezamos con una inmersión en aguas minerales y después pasamos dentro para un tratamiento facial y una depilación a la cera. Becky me susurra que el señor Stark lo ha pedido, y por lo tanto me someto a una bastante más íntima. No brasileña, porque duele, pero cuando salgo de la sala de depilado la diminuta mata de vello púbico de mi monte de Venus parece mucho más profesional que con el habitual afeitado y recortado al que me he acostumbrado todos estos años. Con las piernas suaves como la seda y las cejas increíblemente perfiladas pasamos a un baño de barro o de algas, a elegir.

Yo prefiero el barro, porque mi madre nunca me dejaba jugar con él de pequeña y porque las bañeras están en el exterior. Jamie me sigue y en un abrir y cerrar de ojos estamos en nuestros viscosos lechos de fango con un vaso de agua con gas en la mano y rodajas de pepino sobre los párpados. No hablamos porque en estos momentos las dos nos sentimos lánguidas y relajadas. La sensación de sumergirnos en tanto lujo resulta maravillosa. Tanto que casi protesto cuando nos ayudan a salir de las tinas, nos rascan el barro del cuerpo con unas herramientas que parecen escurridores en miniatura para cristales y nos llevan a otro baño de aguas minerales que nos limpia y relaja todavía más.

A continuación, una inmersión en agua helada nos despierta del todo para el delicioso almuerzo que nos espera. Una vez acabado nos sentamos codo con codo para una sesión de manicura y pedicura.

El último tratamiento del día consiste en un masaje. Según nos indican, después de eso podremos volver al bungalow o consultar la lista de actividades que incluye excursiones por las montañas, montar a caballo o sesiones de yoga. En la habitación nos espera ropa limpia —pantalones de hilo y camisetas—, cortesía del hotel.

Nos separamos para dirigirnos cada una a su respectiva sala de masaje. Mi masajista, una mujer de brazos tan fuertes que sin duda habrá sido atleta profesional en algún momento de su vida, me conduce hasta la mesa y me da a oler uno de los muchos aceites. Digo que sí con la cabeza. Es un aroma distinto y penetrante que me recuerda a Damien.

Oh, sí. Pienso darle las gracias por todo esto de manera especialmente efusiva.

Me desvisto y me deslizo sobre la sábana. La mesa es de las que tienen un hueco para la cara, de modo que me estiro y cierro los ojos, totalmente relajada.

—Solo la espalda, los brazos y las pantorrillas. Los muslos no, por favor.

—Desde luego.

Pone música y empieza. Sus manos son mágicas, y cuando empieza a trabajarme la rigidez de la espalda tengo la sensación de hallarme en el paraíso.

Su tacto es fuerte, pero no tanto como para que resulte incómodo, y no tardo en dormitar. No llego a dormirme, pero tampoco estoy despierta. Noto cuando retira las manos y oigo el tintineo de las botellas cuando se echa más aceite. Entonces suena otro tintineo que no identifico pero permanezco tendida, esperando que reanude el masaje.

Cuando me pone las manos encima las noto diferentes. Más grandes. Más fuertes. Mi cuerpo comprende la verdad antes que yo, y mi pulso se acelera. Damien.

Sonrío al suelo pero no digo nada mientras sus aceitosas manos se deslizan sobre mí, trabajando los pliegues de mi piel, relajándome, haciendo que me retuerza de deseo.

Se concentra en mis brazos y dedica un rato a ambos meñiques, que resultan ser zonas tan erógenas que noto entre mis piernas cada tirón y caricia. A continuación mueve lentamente sus fuertes manos a lo largo de mi espalda, por encima de la toalla que me cubre el trasero y los muslos, a lo largo de mis pantorrillas y acaba masajeándome los pies; y yo, gimiendo de placer.

Sigue haciendo que me muera de gusto durante un rato y después se centra en los dedos de mis pies y en mis pantorrillas. Sus caricias son lentas y prolongadas y van subiendo hasta que noto sus dedos rozando la toalla y después separándome las piernas para poder seguir subiendo.

Enloquezco de placer y tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no levantarme y darme la vuelta. Estoy húmeda y lo deseo, pero estoy decidida a no decir nada y a permanecer tendida mientras disfruto del momento. Sin embargo ¡cuánto deseo sentirlo dentro de mí!

Estoy segura de que sabe hasta qué punto me está provocando. Empuja la toalla hacia arriba para masajearme las caderas con movimientos firmes y regulares. Hace lo mismo con el interior de mis muslos y se acerca tan deliciosamente a mi sexo que creo que voy a gritar de frustración cada vez que pasa sin tocarlo.

Entonces noto el suave roce de sus dedos en mi sensible clítoris, la firme caricia de su mano en mi ardiente humedad. Traza círculos con la punta del dedo alrededor de él y no puedo evitar gemir de placer. Entonces es como si el mundo desapareciera y yo fuera solamente ese diminuto centro de placer concentrado entre mis muslos que crece y crece hasta que ya no aguanto más y me estremezco en su mano.

—Damien… —susurro.

Estoy agotada. Mi cuerpo es líquido. No hay forma de que pueda volver a moverme.

Oigo su risa contenida y noto el contacto de sus labios en mi nuca.

—No sabes lo contento que estoy de que supieras que era yo.

Cuando dejo de sentirme como un fideo fláccido y logro recuperar el uso de mis extremidades me levanto de la mesa y me pongo el albornoz. Damien y yo salimos juntos de la sala de masajes, y la puerta de Jamie se abre cuando pasamos. Mi amiga nos mira y se vuelve hacia su masajista, un tipo rubio y alto de manos grandes y fuertes.

—No es nada personal —dice secamente—, pero diría que no he recibido la misma clase de atención que ella.

Para mérito suyo, el masajista sonríe.

—Venga —le dice con un gesto para que lo siga.

—Ese es el problema —me susurra Jamie al pasar—, que no lo he recibido.

Regresamos al bungalow y me dispongo a vestirme con el conjunto de hilo del hotel, pero Damien me ha comprado una falda de estilo campesino muy bonita y una blusa a juego. Me las pongo y disfruto de la caricia de la suave tela contra mi piel recién rejuvenecida.

Damien llama a la puerta de Jamie y le dice que va a llevarme de vuelta a Los Ángeles y que si le apetece puede quedarse una noche más. Edward pasará a recogerla a las nueve de la mañana. La reacción de mi amiga es tan entusiasta que casi siento vergüenza ajena, pero Damien le contesta que no hay de qué.

—¿Qué vamos a hacer? —le pregunto mientras caminamos por el sendero que conduce al aparcamiento.

—Celebrarlo —contesta, y a juzgar por su enigmática sonrisa dudo que me dé más explicaciones.

Esperaba ver su carísimo coche de extraño nombre, pero al parecer no bromeaba cuando dijo que tenía tres Ferrari. Justo delante de la recepción hay aparcado uno negro y reluciente.

—Pensé que te gustaría dar una vuelta con él —me dice.

Lo miro boquiabierta.

—¿Hablas en serio?

Asiente con la cabeza.

—¿De verdad? —repito.

Damien se echa a reír. Abre la puerta del conductor y me invita a entrar.

—Empieza despacio. —Su sonrisa se torna traviesa—. Pero no tiene gracia si vas despacio todo el rato.

El asiento deportivo me envuelve y dejo escapar un suspiro mientras espero a que Damien suba en el del copiloto.

—¿El coche es nuevo?

—No, ¿por qué?

—Porque huele a nuevo. Oye, no será uno de esos modelos clásicos que son irreemplazables, ¿verdad?

Damien introduce la llave de contacto.

—Tú conduce.

—Vale.

Respiro hondo, aprieto el embrague y lo pongo en marcha.

El motor ronronea, y es un sonido agradable, muy agradable. Lentamente y con cuidado meto la primera y salgo del hotel por el camino de tierra.

—Cuando llegues a la carretera gira a la izquierda —me indica Damien—. No hay más casas, y dudo que encuentres tráfico.

Hago un gesto afirmativo pero sigo circulando despacio. De hecho voy a paso de tortuga y creo que a Damien no acaba de gustarle, pero no quiero correr el riesgo de que una piedrecita salga volando y deje una marca en la pintura de esta monada.

Sí, estoy condenadamente nerviosa.

Me detengo cuando llegamos al cruce.

—¿Estás seguro de esto? —pregunto.

—Pues claro que sí.

—¿Y si le arranco los engranajes?

—Ojalá porque en ese caso tendré que arrancarte la ropa como justo castigo, ¿no te parece?

Siento un agradable cosquilleo y deseo que a veces sus palabras no tuvieran un efecto tan intenso e inmediato sobre mí.

—No digas esas cosas —contesto—. Tengo que concentrarme.

Suelta una carcajada, me coge la mano y la coloca en la palanca de cambios.

—Tienes todo el poder en la palma de la mano —dice, y comprendo que solo intenta excitarme.

—¡Estos hombres y sus juguetes! —replico mientras giro a la izquierda y me incorporo a la carretera—. Bueno, allá vamos.

Tardo unos minutos en acostumbrarme a la dirección y la velocidad, pero debo admitir que resulta estimulante, y no tardo en meter la séptima marcha. ¡La séptima! El velocímetro sube hasta doscientos setenta. El coche corre con total suavidad, y tengo la impresión de que podría hacerlo ir más deprisa, pero las montañas parecen acercarse a gran velocidad a través del cristal y veo que la carretera describe una curva. Me siento demasiado nerviosa para atreverme a tanto.

Levanto el pie del acelerador, bajo marchas y me detengo en un lado de la carretera. Tan pronto como el coche deja de moverse, salto por encima de la consola y me coloco a horcajadas sobre Damien.

—Ha sido increíble —digo—. Totalmente increíble. —Lo beso apasionadamente mientras le cojo la mano y la pongo en mi pierna—. Creo que todavía estoy temblando. Dios, tengo la sensación de que todo mi cuerpo vibra por la velocidad de este coche.

—Así que ¡estos hombres y sus juguetes!, ¿no? —dice arqueando una ceja—. Me parece que esto también es un juguete para chicas.

—Desde luego que sí.

Lo beso de nuevo y él abre la boca y me atrae hacia sí mientras me levanta la blusa y acaricia mis pechos. Gimo de gusto y bajo la mano hasta su bragueta. Está duro. Lo noto contra mi pierna, pero menea la cabeza con una sonrisa malévola.

—Creo que no va a ser ahora —dice—. Te voy a hacer esperar un poco más.

Me muerdo el labio porque no deseo esperar. Sin embargo, al mismo tiempo hay algo incitante en tan dulce tortura, en estar caliente y hambrienta y tener que aguardar su caricia.

Mete la mano entre mis piernas y me toquetea rápidamente, una única y cruel provocación. Me apresuro y le cojo la pierna con más fuerza.

—Dime que te ha gustado nuestro juguete.

—¡Y tanto!

—Pues he pensado en un juego nuevo.

—¿Un juego?

Me besa.

—Apuesto lo que quieras a que soy capaz de hacer que te corras sin tocarte.

—Déjame conducir este coche un poco más y no tendrás que hacer nada —contesto.

Se echa a reír.

—No quisiera hacerme prescindible. Además, he traído otro juguete.

Me aparto un poco y lo miro a los ojos. En ellos chispea tanto el humor como la pasión. Tiene la expresión perversa de alguien que ha tramado algo, pero no logro hacerme una idea de qué puede ser.

—De acuerdo —contesto—. Siento curiosidad.

Mete la mano en el bolsillo y saca una bolsa de tela de la que extrae un huevo de metal.

—¿Qué es eso?

—Te lo mostraré.

Sigo a horcajadas encima de él. Lo desliza entre mis piernas, y suelto un grito ahogado de sorpresa cuando me lo mete sin ninguna dificultad.

—Pero ¿qué…?

—Ya verás —ríe.

—Pero…

—¿Qué notas?

—Es… No sé, es una sensación curiosa.

Me siento llena, alerta y muy caliente.

—¿Curiosa?

Antes de que haya siquiera acabado de decirlo, el huevo empieza a vibrar, excitándome desde dentro y obligándome a contener un grito.

—¡Madre mía! —exclamo.

Damien se echa a reír, y la vibración cesa en el acto.

Lo miro, perpleja.

—Control remoto —explica con total naturalidad.

Acto seguido abre la puerta y me levanta de su regazo. Sale, y ocupo su lugar mientras se pone al volante. Guardo silencio mientras sigo notando ese extraño y exótico juguete que ha comprado para los dos. Debo admitir que la sensación resulta agradable. Es una ocurrencia bien rara, pero ¿y el resultado? La verdad es que no me puedo quejar.

Sale a la carretera con mucha más decisión que yo, y estoy segura de que superamos la barrera de los trescientos por hora antes de que aminore y nos incorporemos a la Interestatal. Sigue conduciendo durante unos veinte minutos y después sale en dirección a un pequeño pueblo llamado Redlands.

—Aquí hay un restaurante que me gusta mucho —comenta mientras dejamos atrás una serie de casas victorianas restauradas y llegamos al tranquilo centro. Son las ocho de la noche de un día entre semana, y casi no se ve gente. El restaurante apenas está medio lleno. Es un viejo almacén reconvertido y tiene un aire elegante con su ladrillo y piedra vistos y sus tuberías al aire.

—Me gusta —digo.

—El ambiente es estupendo y la comida aún mejor.

Nos conducen a un tranquilo reservado de un rincón y me siento en uno de los bancos, convencida de que Damien se sentará a mi lado. Para mi sorpresa ocupa el banco de enfrente.

—Quiero mirarte —dice, pero no acabo de creerlo. Tiene el mando a distancia en el bolsillo, y me da la impresión de que pretende utilizarlo a lo largo de la noche.

Me inclino hacia delante.

—No te atreverás —susurro—. Este es un sitio elegante.

Damien se limita a sonreír y en efecto, lo pone en marcha lo suficiente para hacerme dar un salto.

Miro a mi alrededor, azorada y convencida de que no solamente me han visto, sino que todo el mundo sabe lo que estamos haciendo. Sin embargo no hay nadie en nuestro campo de visión, y nadie del personal nos mira.

Trago saliva y me agito incómoda. Intento concentrarme en el menú, pero me cuesta porque Damien puede poner en marcha el vibrador en cualquier momento y no sé si lo temo o lo espero con gusto.

—Sus pensamientos son fáciles de leer, señorita Fairchild.

Lo fulmino con la mirada e intento decidirme entre un martini o un bourbon seco.

El bourbon gana. No hay color.

La camarera vuelve con nuestras bebidas, toma nota —tanto Damien como yo nos decidimos por un filete— y nos deja solos en nuestro pequeño rincón.

—Me estás torturando y lo sabes.

Damien suelta una carcajada y alza las manos en gesto inocente.

—Pero si no estoy haciendo nada.

—¿Ah, no?

—La incertidumbre forma parte del placer.

—Pues la incertidumbre me está volviendo loca.

Me coge la mano y la acaricia con el pulgar.

—Cuéntame lo de tu nuevo trabajo. ¿Qué planes tiene Bruce para ti?

Lo miro con desconfianza.

—¿De verdad no lo sabes?

—No tengo ni idea —contesta entre risas.

Me lanzo sobre el tema y le explico con detalle las características de mi nuevo trabajo.

—Bruce parece un tío como es debido —añado—. Creo que puedo aprender mucho de él.

—Seguro que sí, pero sigo sin comprender por qué no te lanzas y te lo montas por tu cuenta. Me comentaste que tenías en mente un producto que querías desarrollar, ¿no?

—Es verdad —reconozco—. Lo cierto es que me da un poco de miedo. He pasado cinco años en la universidad aprendiendo todos los aspectos técnicos. Sé que domino la cuestión científica y la ingeniería, pero la parte empresarial… —Me encojo de hombros—. Creo que debería haber hecho algún curso sobre cómo captar inversores o algo parecido. —Hago un gesto despectivo con la mano porque tengo la impresión de que parezco una auténtica perdedora—. La cuestión es que no quiero lanzarme hasta que me vea capacitada. Temo que si lo hago ahora todo tu dinero se me escapará entre los dedos.

—Es tu dinero. O al menos lo será pronto. Pero si lo que necesitas es ayuda solo tienes que pedírmela. Se me dan bastante bien los negocios, ¿sabes? —añade con una sonrisa.

—Damien, por favor… Esto es algo que quiero hacer por mí misma. Quiero ser yo y solo yo.

—Nadie sobrevive mucho tiempo en el mundo de los negocios haciéndolo todo solo.

—Damien…

—Está bien, como quieras —concede—, pero deja que te dé un consejo. Si lo que quieres es triunfar en el campo de la tecnología, el momento es ahora. No sé en qué ideas estás trabajando, pero te aseguro que no eres la única. Tarda demasiado y verás como alguien se te adelantará en el mercado.

—¿Cómo le ocurrió a Carl?

—Exacto. —Me da un apretón en la mano—. ¿No quieres contarme tu idea? Tengo curiosidad.

Vacilo un segundo. Por un lado no deseo trabajar para Damien, pero por otra valoro su opinión. Además, me siento orgullosa de mi proyecto y me gustaría compartirlo con el hombre que en estos momentos llena todo mi mundo.

—He lanzado al mercado varias aplicaciones para Smartphone, y serán parte del activo de la empresa, pero el producto estrella será un sistema multiplataforma de notas compartidas para internet.

—Interesante. Explícate.

Le expongo a grandes rasgos mi idea de un software para la web que permite a los usuarios dejar pósit virtuales en las páginas web para que sus amigos y colegas puedan verlos cada vez que acceden a la misma página.

—Esa es su principal utilidad —añado—, pero el sistema permite múltiples combinaciones. Estoy convencida de que tiene un gran potencial.

—Y yo también —dice Damien—. Cuando estés preparada te ayudaré.

Puede que sea una tontería sentirme orgullosa solo porque mi idea cuenta con el beneplácito de Damien, pero así es. Le obsequio con mi mejor sonrisa y aprieto su mano.

—¿Y tú qué me cuentas? ¿Qué tal tu viaje a San Diego? ¿Compraste un conglomerado de empresas, un país o quizá una cadena de pastelerías especializadas en cupcakes para gourmets?

Estoy bromeando, pero su respuesta tiene un tono completamente distinto. Su rostro adquiere una repentina y familiar frialdad que hace que me pregunte si habré dicho algo inadecuado. Coge su vaso de agua y bebe un largo trago. Luego lo deja en la mesa y clava los ojos en él durante un tiempo que se me antoja eterno pero que seguramente no dura más de un par de segundos. Hace girar el vaso y deja un cerco en el mantel. Finalmente alza la vista y me mira.

—Fui a ver a mi padre.

Lo dice en tono inexpresivo, casi indiferente, pero comprendo que me está contando algo muy importante. Podría haberme dicho sencillamente que ha tenido un mal día, y yo lo habría creído. Sin embargo ha decidido mantener su palabra. Me está ofreciendo un atisbo de su verdadero yo y sin duda sabe lo mucho que eso representa para mí.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo en San Diego? —pregunto procurando que mi tono sea lo más natural posible, como si esta conversación no fuera nada excepcional.

—Le compré la casa a los catorce años —dice antes de tomar otro sorbo de agua—. Fue el mismo año que lo despedí y contraté un nuevo manager.

—Oh.

No he leído nada de esto en Wikipedia, pero la verdad es que no me fijé en las referencias a las personas de su entorno, sino exclusivamente en Damien.

—Ha sido un bonito detalle por tu parte ir a visitarlo. Supongo que no tendréis la mejor relación del mundo, ¿no?

Me atraviesa con la mirada.

—¿Por qué lo dices?

Hago un gesto de indiferencia. Para mí resulta obvio.

—No sé, quizá por cómo controlaba tu carrera y te obligaba a jugar cuando querías dejarlo y dedicarte a estudiar ciencias.

—Tienes razón.

Se recuesta en el asiento, y me sorprende tener la sensación de que parece aliviado, aunque eso carezca de sentido.

—En cualquier caso fue un bonito detalle por tu parte —repito.

—Di mejor que una desagradable necesidad.

No sé qué responder a eso, pero me salva la llegada de la camarera con nuestros platos. Mientras cenamos la conversación gira en torno a nuestra aventura en el spa.

—Ha sido fantástico —le digo después de contarle todo lo que hemos hecho—. Nunca me había dado un baño de barro.

—Lamento habérmelo perdido.

—Y yo que te lo perdieras.

Sonrío al oír su tono sensual y me estremezco al pensar en el huevo que llevo en mi interior. Me siento sexy y decadente y ligeramente nerviosa porque no tengo la menor idea de cuándo piensa Damien apretar ese botón.

—¿Qué tal se lo pasó Jamie?

—De maravilla. En estos momentos para ella eres el tipo más generoso del mundo. Fue fantástico que la invitaras, de verdad. Últimamente lo está pasando mal.

—¿Cómo es eso?

—Es actriz —le explico, porque eso resume bastante la situación en Hollywood.

—¿Tiene trabajo?

—Ha rodado algunos anuncios a nivel local e interpretado algunos papeles secundarios en teatros menores, pero si tienes en cuenta que lleva años en Los Ángeles no se puede decir que esté triunfando precisamente. Está frustrada y su agente también. Además, está mal de dinero. No es que haga la calle, pero creo que se ha acostado con unos cuantos tipos únicamente porque sabía que la llevarían a cenar o le echarían una mano con el alquiler.

—Pero tú ahora vives con ella.

—Bueno, seguramente le quito algo de presión, pero aun así necesita encontrar trabajo. —Acabo mi filete y bebo un sorbo de vino—. Lo peor de todo es que tiene verdadero talento. Las cámaras la adoran. Bastaría con que alguien le diera una oportunidad y… —Me encojo de hombros—. Lo siento, estoy divagando, pero es que la quiero mucho y lo lamento por ella.

—Te gustaría ayudarla.

—Sí.

Noto la caricia de su pierna en la mía por debajo de la mesa.

—Sé cómo te sientes.

La ternura de sus palabras me deja sin aliento, pero no me siento capaz de mirarlo a los ojos. Me concentro en el vino y le agradezco que cambie de conversación y me explique cómo encontró este restaurante el fin de semana que dedicó a explorar los pueblos de los alrededores de Los Ángeles. Cuando llega el café y la crème brûlée de postre la melancolía por mi compañera de piso ha desaparecido. Es más, disfruto tanto escuchando las anécdotas de Damien que me olvido del pequeño juguetito que llevo dentro… hasta que empieza a vibrar sin previo aviso.

Estoy a punto de llevarme una cucharada a la boca, y el susto hace que la crema se me caiga de los labios.

—Vuelve a estar resplandeciente, señorita Fairchild. ¿Es por la crème brûlée o puede que se deba a otro motivo?

—Es usted un hombre cruel, señor Stark, y creo que será mejor que pidamos la cuenta.

Hemos estado unas cuantas horas en el restaurante, de modo que el pueblo se halla desierto cuando nos marchamos. Damien ha dejado el coche en un aparcamiento a unas pocas manzanas de distancia, y nos metemos por un callejón a modo de atajo. No hay nadie por ninguna parte. Me detengo y atraigo a Damien hacia mí.

—¿Qué pasa? —pregunta.

—Solo esto. —Lo beso con fuerza y retrocedo hasta que mis hombros chocan contra los ásperos ladrillos de la pared—. Ponlo en marcha.

—Oh, nena… —susurra y obedece.

Le cojo la mano y la deslizo bajo mi falda hasta que tengo sus dedos dentro de mí. Estoy desesperadamente húmeda.

—Dios mío, Nikki, vayamos al coche.

—No —contesto mientras le desabrocho el pantalón y rodeo su miembro erecto como el acero—. Ahora, por favor.

Lo oigo gruñir y sé que está luchando por controlarse.

—Ahora —repito—. Deja esa cosa en marcha y no la retires.

Eso basta para convencerlo. Se quita los vaqueros y me aplasta contra la pared. Jadeo y levanto una pierna para rodearlo.

—Por favor —suplico—, por favor, Damien. A la mierda la incertidumbre. Te quiero ahora mismo.

Cojo su miembro y lo guío entre mis piernas. La falda cae sobre nosotros, y el suave roce del tejido se suma al frenesí. Vibro por dentro, y esa sensación unida a las penetrantes embestidas de Damien es suficiente para ponerme en órbita en un abrir y cerrar de ojos y hacer que Damien me siga.

—Madre mía —susurra mientras me abraza con fuerza—. ¡Menudo polvo!

—¿Tenías en marcha tu vibrador?

—¡Menuda viciosa estás hecha!

—Supongo, pero recuerdo que alguien dijo que no le gustaba el sexo en público.

—Es una de mis normas —reconoce—, y cualquiera que se esfuerce tanto como para que la infrinja merece el correspondiente castigo.

Mis pezones se endurecen nuevamente ante el tono de su voz. Es grave y autoritario y sé que sin duda se tratará de un dulce castigo.

—Vamos, señorita Fairchild. Creo que es hora de que la lleve a casa.