—¿Bien? —repite. Sé que intenta parecer ofendido, pero sus ojos delatan alegría—. No ha estado bien, ha sido alucinante, increíble. Digno del Libro Guinness de los Récords. Qué demonios, este polvo ha sido mil veces mejor que aquellos zapatos que llevabas la noche que nos encontramos.
—No estaba segura de si te acordarías.
Hunde los dedos en mi pelo y suspira.
—Lo recuerdo todo de ti.
Si tengo en cuenta lo bien que conocía los detalles de mi trayectoria universitaria es posible que no exagere.
—Pues no te acordabas del desfile de belleza.
—Al contrario, fue en el Dallas Convention Center. Llevaste un vestido de noche de color rojo fuego y un traje de baño turquesa. También pesabas cinco kilos menos y mirabas aquellas tartaletas de queso con una lujuria capaz de ponérsela dura a cualquiera.
Me echo a reír.
—Sí, seguramente así era.
Me acaricia los pechos y las caderas.
—En cualquier caso estas curvas son una evidente mejora.
—Eso creo yo también, pero mi madre estuvo a punto de sufrir un ataque al corazón cuando le dije que iba a dejar de contar carbohidratos y calorías. —Sonrío—. Me cuesta creer que realmente lo recuerdes.
—Eras la única participante que parecía tener vida propia, y eso a pesar de que todo lo que hacías era fingir. Bueno, quizá fuera por eso.
—¿Fingir, dices? ¿A qué te refieres?
—Exactamente a lo que te dije entonces, a que no querías estar allí, a que éramos como almas gemelas.
—Tenías razón. Aquel fue mi último desfile. Después conseguí liberarme. ¿Lo de alma gemela lo has dicho porque tú también deseabas dejar el tenis?
Su rostro se ensombrece.
—Desde luego.
Confío en que no pueda ver mi tristeza. Recuerdo al presentador del desfile anunciando que Damien Stark había ganado el último US Open. A pesar del talento que tenía le habían arrebatado la alegría. Estoy segura de que hay mucho más de lo que me contó y me pregunto si algún día llegaré a saber toda la verdad.
Me acaricia la mejilla, y le sonrío.
—Los dos escapamos —le digo mientras hago un esfuerzo por apartar la melancolía— y ahora somos libres para explorar otras alternativas.
Me mira con expresión traviesa.
—Deja que te muestre lo que me gustaría explorar.
Gimo cuando desliza los dedos dentro de mí.
—¿Te duele?
Sí, pero no quiero reconocerlo.
—No —murmuro.
—Me alegra saberlo.
Me tumba de espaldas y se pone sobre mí. Me gusta notar su peso, hace que me sienta segura, como si me abrazara y me protegiera. Su boca acaricia la mía con un revoloteo de suaves besos que empieza en mis labios y sigue por mi cuello hasta mi oreja.
—He pensado que podríamos probar algo nuevo. Mejor dicho, algo antiguo.
—¿Antiguo?
—La posición del misionero de toda la vida. Abre las piernas, nena —dice y gruñe de satisfacción cuando lo hago.
Presiona contra mí la punta de su miembro, pero no me penetra y se limita a moverlo ligeramente y provocarnos a los dos.
Mi respiración se vuelve entrecortada, y estoy a punto de suplicarle cuando me penetra. Me arqueo hacia atrás con una mueca mezcla de dolor y de placer.
—Me parece que alguien ha infringido las normas —dice cuando encuentra el ritmo y empieza a salir y a entrar en mí—. Creo que has mentido al decirme que no te dolía.
Sonrío traviesamente.
—Es posible, pero vale la pena.
—Iré despacio, no te preocupes.
Así lo hace. Se mueve tan lenta y profundamente que es casi una tortura a medida que el clímax se acerca más y más hasta que finalmente exploto en sus brazos y abierta ante él y sin fuerzas. Su orgasmo llega rápidamente. Se aferra a mí con una última embestida y al fin se derrumba sobre mí.
—Debo decir que lo antiguo tiene su qué —murmuro.
Damien que yace a mi lado se echa reír.
Permanecemos unos minutos tendidos en la oscuridad, escuchando el sonido del océano. Luego Damien me coge de la mano.
—Vamos a ducharnos y a comer algo.
Ambas cosas me parecen bien, de modo que no discuto. Me pongo la bata y sigo la magnífica vista de Damien desnudo más allá de la chimenea. El resto del segundo piso también está a medio terminar. Tiene una cocina digna de un restaurante —para las fiestas, dice—, un dormitorio por amueblar y el cuarto de baño más increíble que he visto en mi vida. Como mínimo es el doble de grande que el apartamento que comparto con Jamie. El techo tiene casi cuatro metros de altura y está hecho de cristal. En estos momentos no es más que un gran vacío negro, pero si Damien apagara las luces imagino que veríamos las estrellas brillando sobre nosotros.
A un lado hay una encimera de granito con dos grandes lavamanos con sus correspondientes armarios a cada lado. Junto al más alejado veo una máquina de afeitar eléctrica además de un cepillo de dientes y un frasco de loción para después del afeitado. El otro también dispone de su propio cepillo de dientes —todavía envuelto en celofán—, pero además hay una caja. Curiosa, la abro y veo base de maquillaje y distintas sombras de ojos, todas de mis colores favoritos.
—¿Cómo has conseguido todo esto?
—Soy hombre de recursos.
Pongo mala cara. ¿Por qué no me ha preguntado qué marcas y colores me gustaban? Siento como si me tuviera bajo un microscopio y controlara todos mis movimientos. Mi madre me hacía sentir igual, pero Damien no es mi madre y temo estar exagerando.
—¿Pasa algo?
—Nada —respondo sin lograr sonreír.
—Escucha —dice en tono amable—, en la base de datos de regalos de Macy’s figuran tus preferencias de maquillaje y su talla de zapatos.
—¡Claro! —Meneo la cabeza y me siento como una idiota—. Lo había olvidado. Lo hice el año pasado. —Suspiro y lo miro a los ojos—. Gracias.
—De nada.
Paso el dedo por el frío mármol.
—El suelo es increíble, y eso que la casa todavía no está terminada.
—Me aseguré de que terminaran las zonas que eran importantes para esta semana.
—¿Cuándo lo hiciste?
—Justo después de que aceptaras el trato. Es curioso lo rápido que se hacen ciertos trabajos cuando uno está de acuerdo con el precio.
—No tendrías que haber hecho esto por mí.
—No quería traerte a una casa en obras.
Me da la mano. Se la cojo, y me conduce a la parte de atrás del cuarto de baño. Pasamos ante una ducha con al menos una docena de aspersores y ante una bañera del tamaño de una piscina.
Solo hay un armario ropero, pero es tan grande que parece más un vestidor. Entramos y veo que está dividido en dos por una especie de isla central con cajones a ambos lados. Encima hay algo parecido a un mando a distancia. Damien lo coge, pulsa un botón, y oigo que la bañera empieza a llenarse.
En el lado derecho cuelgan unas cuantas camisas blancas, vaqueros, pantalones y algo protegido por una bolsa de viaje. Un esmoquin, imagino. En cambio, el otro lado está lleno de vestidos, blusas, faldas y cientos de zapatos.
—¿Todo esto también es mío? —pregunto alzando una ceja.
—Creo que encontrarás que todo es de tu talla.
—Vale, pero ir de compras forma parte de la diversión.
—Te he prometido que iríamos, pero entretanto tienes para elegir.
Alzo los ojos al cielo.
—Y en la isla que hay, ¿ropa interior?
—No —responde con una mueca—. Creía que había quedado claro que la ropa interior es innecesaria.
—Pero cuando esté en casa… Además, esta semana espero tener algunas entrevistas de trabajo.
—Nada de ropa interior esta semana —repite—, al menos que te diga expresamente lo contrario.
Considero la posibilidad de discutir, pero desisto. Solo sería por pura formalidad. La verdad es que la idea me excita. No llevar nada bajo la ropa y saber que es porque a Damien le gusta. Pensar en él cada vez que la brisa me acaricia el sexo.
—¿Sujetador?
Me mira los pechos bajo la bata roja.
—Tampoco.
Mis pezones se ponen duros de excitación y veo que sus ojos responden con deseo.
—La gente se dará cuenta de que no llevo —protesto.
—Pues que así sea —responde—. Vamos.
Lo sigo hasta la bañera.
—¿Demasiado caliente? —pregunta.
Meto la mano. Está muy caliente, pero se puede aguantar.
—Apenas.
—¿De verdad?
Parece sorprendido, pero cierra el agua fría hasta reducirla a un goteo.
—¿Es una bañera de burbujas? —pregunto señalando un dosificador.
—Prueba.
Aprieto un botón, y un chorro de gel con olor a flores cae en el agua justo debajo del grifo y empieza a formar burbujas.
—A esto lo llamo yo un baño —digo entre risas—. ¿Puedo meterme?
—Naturalmente.
Dejo caer la bata al suelo y entro. Damien, que continúa desnudo, me sigue. Se apoya contra el respaldo y me coloca entre sus piernas. Noto su miembro relajado contra mí. Meneo el trasero ligeramente y lo hago reaccionar.
—Eres una provocadora.
Vierte un poco de gel en sus manos y empieza a enjabonarme. Me acaricia los brazos con la espuma, los pechos y luego baja por entre mis muslos. Cierro los ojos y me echo hacia atrás. Noto su erección y también cómo mi cuerpo se abre de nuevo para él. Acabo de tenerlo y la verdad es que estoy un poco dolorida, pero sigo deseándolo. ¡Dios mío, cómo lo deseo!
Sus dedos juegan con mi clítoris y hacen que me retuerza.
—No voy a follarte otra vez —me susurra—, y no voy a hacer que te corras.
Cambio de postura mientras protesto para mis adentros.
—Mañana —añade—. Es bueno esperar las cosas con ganas.
—Eres malo.
—Pues todavía no has visto nada, nena.
Me coge por la cintura y me da la vuelta de manera que quedo a horcajadas sobre él en la bañera. Se trata de una postura interesante si tengo en cuenta que ha dicho que no pensaba follarme. Meto la mano en el agua y le acaricio el miembro que parece acero forrado de terciopelo. La quiero dentro de mí, la deseo desesperadamente, apremiantemente.
—Que no vayas a follarme no quiere decir que no pueda follarte yo a ti —le susurro.
Alzo las caderas y veo su expresión de asombro y excitación.
—No…
—Y tanto que sí —contesto mientras me la introduzco lentamente.
Lo sujeto por los hombros, echo la cabeza hacia atrás y empiezo a cabalgarlo.
—Joder, Nikki… —Su voz es un gruñido desesperado.
Me coge por las caderas y acompasa su ritmo al mío. Estoy empezando a conocer su cuerpo y noto lo deprisa que está llegando. Me muevo más rápidamente y con más fuerza.
—Me voy a correr, Nikki…
Explota dentro de mí y me atrae hacia él mientras jadea y todo su cuerpo se relaja.
—Esto sí que no me lo esperaba —reconoce—. Ha sido una pasada.
Sus palabras hacen que me sienta sexy y poderosa. Me acaricia la mejilla.
—No me has puesto un preservativo.
Aparto la vista, extrañamente cohibida.
—Doy por hecho que estás limpio. Es así, ¿no?
—Claro, pero hay otras razones.
—No te preocupes, tomo la píldora —reconozco aunque no le digo que es más para aliviar los dolores de la regla que para evitar quedarme embarazada.
—Bien. Más que bien incluso.
Me retiro y me ovillo junto a él en el agua que se enfría rápidamente. Permanecemos abrazados un momento hasta que se pone en pie y me tiende la mano para ayudarme a levantarme. Le dejo que me seque con una de esas toallas que solo se ven en los spas. Luego me ayuda a ponerme la bata y a continuación se viste con un simple albornoz.
—Ven —dice mientras me conduce hasta la cama. Abre un arcón, saca dos almohadas y un fino edredón que extiende sobre las sábanas y me hace un gesto invitándome a deslizarme debajo—. Ahora quítate la bata.
Deshago el cinturón y dejo que la prenda se deslice por mis hombros y caiga al suelo.
—No te me duermas —dice después de arroparme con el edredón—. Vuelvo enseguida.
Me doy la vuelta para contemplar el océano. Las ventanas siguen abiertas y dejan entrar la fresca brisa de la noche, pero debajo del edredón estoy caliente. La luz ambiente es mínima y puedo ver las estrellas brillando en el oscuro firmamento.
Al cabo de un momento noto que Damien se sienta junto a mí. Ha regresado con una bandeja con queso, vino y uvas. Sonrío y me acomodo con la almohada apoyada en el frío cabezal de hierro.
—Abre la boca. —Obedezco, y Damien me introduce una uva—. Eres hermosa, Nikki. ¿Me crees?
—Cuando lo dices tú, sí.
Me acaricia las piernas a través del edredón.
—¿Cuándo empezaste? —pregunta.
No me hago la despistada.
—Tenía dieciséis años. Mi hermana se marchó de casa cuando se casó, y mi madre aprovechó para intensificar el tema de los desfiles y los concursos de belleza. Sé que puede parecer una tontería, pero Ashley era la única persona que me mantenía centrada. Cuando no la tuve cerca me sentí tan frustrada que sacaba mis coronas de la vitrina de trofeos y las deformaba lo justo para que mi madre no se diera cuenta, pero lo suficiente para que ya no fueran perfectas. —Hago un gesto de impotencia—. Supongo que la cosa empezó en serio cuando pasé de las coronas a mi propia piel.
—Pero ¿por qué te cortabas?
—La verdad es que no lo sé. Es una compulsión. Simplemente me parecía que era lo que necesitaba. O cortarme o flotar en una especie de infierno. Me sentía totalmente desconectada, como si mi vida no me perteneciera. El dolor me daba algo a lo que aferrarme. En estos momentos creo que era lo único que mi madre no podía controlar. En aquellos momentos representó una ayuda. No sé, es difícil de explicar.
Me encojo de hombros. Quiero que Damien lo comprenda, pero ni yo misma lo consigo. Además, no me gusta hablar de ello.
—Te entiendo —dice.
Lo miro y me pregunto si solo estará siendo cortés, pero veo auténtica comprensión en sus ojos.
—Dieciséis… —dice en tono pensativo—. Sin embargo yo te vi competir cuando tenías dieciocho y no tenías cicatrices.
—Las caderas. Al principio concentré los cortes en las caderas. De ese modo me resultaba fácil ocultarlos, incluso en el backstage de los desfiles.
—¿Qué cambió? —me pregunta mientras acaricia mi mano con la punta de los dedos.
—Ashley —confieso—. Se suicidó cuando yo tenía dieciocho años. Su marido la había abandonado, y mi madre se lo tomó fatal. Decía que seguramente Ashley había hecho algo para apartarlo de su lado. Supongo que mi hermana pensaba algo parecido porque en su nota de suicidio dejó escrito que era una fracasada. —Trago saliva y agradezco el consuelo que supone que sostenga mi mano en señal de apoyo—. Esa fue la primera vez que comprendí lo mucho que odiaba a mi madre. Sin embargo no tuve el valor de decirle que se fuera al cuerno con sus concursos de belleza, de manera que seguí cortándome y pasé de las caderas a los muslos. —Mi sonrisa es amarga—. Eso es más difícil de disimular.
—¿Tu madre no buscó ayuda para ti?
—No. Al principio no hacía más que repetir que yo le había estropeado sus planes y que la había puesto en una situación embarazosa. Luego me dijo que yo era una maldita egoísta porque con mi conducta lo único que iba a conseguir era tirar por la borda un montón de dinero en premios y becas y seguramente la posibilidad de encontrar un marido.
Damien no dice nada, pero veo en sus ojos que se está enfadando por momentos. La tensión de su cuerpo me dice que hace un esfuerzo para contenerse, y el hecho de que su ira sea por mí me da fuerzas para continuar.
—Me dijo que yo había arruinado todo lo que ella había hecho por mí y que no sabía por qué había malgastado todos aquellos años molestándose por una pobre idiota como yo, que había destrozado su cuerpo y su futuro. Supongo que una parte de mí se tragó todo ese discurso porque cuando entré en la universidad todavía me cortaba.
Me ofrece un vaso de vino, y lo acepto agradecida.
—Me sentía asustada, sola y abrumada, pero fui a ver a un terapeuta y la situación empezó a mejorar, hasta que al final dejé de lesionarme. —Tomo un sorbo de vino—. Mi madre tiene dinero. No tanto como tú, ni mucho menos, pero heredó el negocio petrolero de la familia cuando mi abuelo murió, y con él una jugosa cuenta bancaria.
Evito mencionar que la ineptitud de mi madre acabó hundiendo la empresa y que tuvo que venderla. En estos momentos vive de lo que tiene en el banco, que cada día es menos porque no sabe administrarlo y se niega a contratar un asesor. Esa es una de las razones por la que quiero aprender a dirigir una empresa antes de tener la mía propia.
—El caso es que mi madre dejó de pasarme dinero cuando le dije lo que pensaba estudiar. Las ciencias no le parecían adecuadas para una joven distinguida como yo. Sin embargo, eso fue lo mejor que me pudo pasar porque de repente ya no la tuve mirando constantemente por encima de mi hombro. Ya no tenía que ser perfecta. Tardé un poco en dejar de cortarme, pero empecé a mejorar y al cabo de poco ya no sentía la necesidad.
Las palabras han brotado de mí. Es más de lo que he contado a nadie de golpe. Jamie y Ollie se enteraron de la verdad poco a poco. La verdad es que me siento bien por haberlo soltado todo, aunque el precio sea la creciente ira que veo en los ojos de Damien.
Y eso que no se lo he dicho todo.
Damien deja las copas en la mesa que hay junto a la cama, aparta la bandeja con la comida y me estrecha entre sus brazos. Escondo la cabeza en su hombro y noto la caricia de sus dedos en mi antebrazo mientras me dice:
—Te entiendo, nena. Te prometo que te entiendo.
Cierro los ojos con fuerza. Sé que me entiende.
—Y ahora cuéntame el resto.
Lo miro, perpleja.
—¿Cómo sabes que hay más?
—Por la manera en que huiste de mí —responde simplemente.
Deshago el abrazo y me vuelvo. Noto su mano en mi hombro, y aparto la vista.
—Y ¿si digo «crepúsculo»? —Mi voz es apenas un susurro.
Sus dedos se tensan un momento y después se relajan.
—Si no tienes más remedio… —Coge mi mano y entrelaza sus dedos con los míos—. Pero también puedes cogerte fuerte.
No sé cómo empezar, así que comienzo por lo más fácil.
—Nunca me he acostado con Ollie, al menos no en el sentido que creíste entender.
No dice nada, de modo que sigo contando mi historia al cielo, a la noche y a Damien.
—Fue una semana después del aniversario de la muerte de Ashley, cuando hacía ya unos años que se había suicidado. Casi había dejado de cortarme, pero a veces todavía lo necesitaba. A pesar de eso estaba mejorando, y tanto Ollie como Jamie lo sabían y me ayudaban.
—¿Qué pasó?
—Que me emborraché. Me refiero a que me emborraché de verdad. Mi madre me había llamado y me había soltado uno de sus simpáticos sermones. Echaba muchísimo de menos a mi hermana. En aquella época yo salía con Kurt. Llevábamos juntos varios meses y, aunque al principio me había costado, habíamos empezado a acostarnos. Él siempre me decía que no le importaban mis cicatrices, que le parecía hermosa y que lo importante era yo y no mis pechos ni mis marcas ni nada de eso. Yo lo creía, además nos lo pasábamos bien en la cama. —Respiro hondo antes de continuar—. El caso es que aquella noche los dos pillamos una buena. Kurt estaba tan borracho que no sé cómo consiguió tener una erección, pero el caso es que lo hicimos y después me miró las piernas y… —mi voz se quiebra con el recuerdo— me dijo que yo tenía suerte de tener una cara bonita y un buen chocho porque no era más que una jodida zorra y que mis cicatrices le daban ganas de vomitar.
Respiro hondo mientras mantengo la mirada fija en el cielo y aferro la mano de Damien. Incluso en este momento el recuerdo hace que me sienta enferma. Confiaba en Kurt, y él me dejó echa trizas.
—Acudí a Ollie —prosigo—. Yo sabía que se sentía atraído hacia mí a pesar de que sabía lo de mis cicatrices y de que era mi amigo. Intenté seducirlo pero…
—Pero no quiso acostarse contigo —aventura Damien.
—No quiso follar conmigo —le aclaro—, pero me quitó los vaqueros y me dijo que recordaba lo que yo había sufrido por cada una de aquellas cicatrices, que creía que yo era fuerte, que no quería que siguiera lesionándome, que yo era mejor persona que mi madre, que tenía que olvidarme de capullos como Kurt, acabar la universidad y largarme pitando de Texas. Luego me abrazó hasta que caí dormida. —Consigo forzar una sonrisa—. Gracias a él salí de esta, pero supongo que todavía quedan algunos flecos que resolver.
Lo he dicho en tono intrascendente, pero Damien no parece reaccionar.
—¿Damien?
Me doy la vuelta para mirarlo y me incorporo de un salto. Parece furioso, como si le costara contener la ira. Le cojo la mano.
—Es agua pasada —le digo.
—Será algo peor si algún día me cruzo con él. ¿Cómo se llama de apellido?
Titubeo. Teniendo en cuenta que Damien es dueño de medio mundo creo que es mejor que no lo sepa.
—Da igual. Lo he superado —miento.
Me mira fijamente.
—¿Y qué dices de los otros hombres con quienes te has acostado?
Frunzo el entrecejo, sorprendida por la pregunta.
—No ha habido otros. Solo el primero, cuando yo tenía dieciséis años, y después Kurt. —Me encojo de hombros—. Sí, he salido y he tonteado, pero mis estudios han acaparado toda mi atención. De todas maneras eso no quiere decir que me haya pasado la vida encerrada en una torre de marfil esperando que aparezca un caballero que me quite el cinturón de castidad. Además, tengo un vibrador estupendo.
Se echa a reír al oírlo.
—¿De verdad?
Me cuesta creer que haya sido capaz de confesarlo y por un momento sopeso mentirle y decir que era broma, pero me limito a asentir con la cabeza.
—Bueno, quizá un día de estos quieras enseñármelo.
Su mano se desliza por mi trasero desnudo y debo reconocer que su sugerencia suena tentadora, aunque dudo que tenga el valor de hacerlo. En cualquier caso, cuando se trata de Damien me parece que soy capaz de hallar el valor para hacer muchas cosas que no esperaba.
—Y después de lo de Kurt ¿seguiste lesionándote?
—No. Hubo unas cuantas veces que creí necesitarlo, pero no.
—¿En el aparcamiento?
Recuerdo la figura del hombre que vi entre las sombras mientras buscaba las llaves.
—¿Eras tú?
—Estaba preocupado por tu forma de marcharte.
—Lo siento. Tenía miedo de lo que pudieras pensar de mí. Estabas… Te deseaba, pero estabas a punto de verlas y…
Me besa en la frente.
—Lo sé, lo sé… ¿Te cortaste otra vez?
—Estuve a punto —reconozco—. Incluso me clavé las llaves, pero si la pregunta es si me corté, la respuesta es no.
—Y no lo volverás a hacer —dice en tono que no admite réplica mientras me rodea el rostro con ambas manos—. Hace un momento quisiste saber si te haría daño. Hago muchas cosas y deseo hacerlas todas contigo, pero si hay dolor será únicamente para que haya más placer. ¿Lo entiendes?
Hago un gesto afirmativo.
—Lo que no haré será derramar sangre. No es mi estilo. Pero incluso suponiendo que lo fuera no lo haría contigo. ¿Está claro?
Trago saliva y vuelvo a asentir. Me siento un tanto incómoda. Esto empieza a parecerse a una sesión con el psicólogo. Sin embargo, sus palabras y su interés hacen que me sienta apreciada, como si fuera algo más que la chica que ocupará su cama esta semana.
—¿Sigues necesitando el dolor? —me pregunta.
—Diría que no. En el coche creí que sí, pero luché contra mi impulso y vencí.
—Si lo necesitas quiero que me lo digas. —Su tono es apremiante—. ¿Entendido?
Me ovillo junto a él y dejo que me acaricie el cabello. También he oído lo que no ha dicho: que si necesito sentirme con los pies en el suelo, si necesito el dolor para sentirme real y centrada, será él quien esté ahí conmigo. Sea lo que sea lo que necesite, él me lo brindará.
Me estremezco ligeramente. Nunca me he descubierto tanto con nadie, ni siquiera con Ollie o Jamie. Y nunca me he sentido más protegida.
—¿Y tú, Damien? —pregunto al fin—. ¿Qué necesitas tú?
Me mira y por un momento creo que va a contarme el secreto que guarda en el fondo de sí, que va a darme una pista de lo que lo hace vibrar de verdad. Teniendo en cuenta todo lo que le he contado me parece justo. Pero entonces su expresión cambia y en sus ojos aparece una chispa juguetona.
—A ti —contesta antes de enterrar su boca en la mía.