20

Deshago el abrazo, recojo mi camiseta del suelo y me la pongo. Luego me levanto mientras enjugo mis lágrimas con el dorso de la mano.

Me abrocho los vaqueros y busco con la mirada el bolso y el estuche con la cámara. Están al pie de la cama, donde los dejé. Corro hacia ellos y me cuelgo el bolso del hombro. Veo que Blaine ha desaparecido. Me alegro de que no montara un espectáculo al marcharse, pero eso no evita que me sienta avergonzada por haberme derrumbado delante de él.

—Puedo llamar a un taxi si quiere, o bien Edward podría…

Dejo la frase sin terminar y cierro los ojos. Me siento acalorada por la vergüenza.

Damien se ha puesto en pie y me observa desde la cama. No alcanzo a leer su expresión, pero sé que debe estar furioso.

—Lo siento, lo siento mucho. —Me pregunto cuántas veces voy a repetirlo y si siempre sonará tan vacío—. Esperaré fuera.

Me apresuro hacia la escalera, cabizbaja.

—Nikki…

Su voz acaricia mi nombre y me hace vacilar un instante, pero sigo caminando.

—Nikki.

Esta vez mi nombre se convierte en una orden. Me detengo, doy media vuelta con la espalda erguida y lo miro.

Está ante mí. Apoya las manos en mis hombros y me mira a los ojos con expresión sombría.

—¿Adónde cree que va?

—Tengo que marcharme. Ya se lo he dicho. No soy capaz de hacerlo.

—Tenemos un trato —dice con mirada ardiente—. Es usted mía, Nikki. —Alza una mano hasta mi nuca y me empuja hacia él mientras desliza la otra bajo mi camiseta y me acaricia un pecho—. Mía —repite.

El calor de sus manos me envuelve y contengo el aliento. Lo deseo, pero no puedo hacerlo, no puedo.

—Rompo el trato —le digo con un gesto de la cabeza.

—No lo acepto.

El enfado pone fin a mi vergüenza y acaba con el deseo.

—Me da igual si lo acepta o no. El trato está roto.

Su pulgar traza círculos perezosos en mi pezón.

—Deje de hacer eso —le digo, pero no se detiene.

—¿De qué tiene miedo?

«De esto —pienso mientras noto que el deseo crece de nuevo—, de lo que siento, de adónde nos conducirá».

No es que tenga miedo, es que estoy totalmente aterrorizada.

—No tengo miedo.

—Miente. —Me atrae hacia él, hunde ferozmente su boca en la mía y después se aparta sin miramientos—. Puedo saborear el miedo en usted. Dígamelo, maldita sea. Deje que lo remedie.

Meneo la cabeza. No tengo palabras.

—De acuerdo —dice asintiendo lentamente—. No la obligaré a que cumpla su parte del trato, pero al menos deje que vea lo que voy a perderme.

Alzo la cabeza bruscamente y lo miro.

—¿Qué?

—Quería un cuadro y también quería a la mujer. Desnuda, Nikki. Desnuda y abierta, y en mi cama. Lo menos que puede hacer es permitir que vea lo que voy a perderme.

El enfado que crece en mi interior se enciende como gasolina arrojada al fuego.

—Pero ¿qué demonios está diciendo?

Damien se mantiene imperturbable y mira inexpresivamente.

—Lo que ha oído. Quítese estos vaqueros y deje que la vea.

—¡Cabrón! —Una lágrima rueda por mi mejilla. ¿No deseaba que mis cicatrices fueran un arma? Pues lo van a ser. Desabrocho el botón, bajo la cremallera y me contoneo con furia hasta que la prenda queda hecha un ovillo en mis pies. Me quito las condenadas sandalias de un puntapié y me quedo ante él, con las piernas ligeramente abiertas. Es imposible que no vea las cicatrices que surcan mis caderas y el interior de mis muslos—. ¡Maldito seas…!

No sé qué esperar, pero Damien se arrodilla hasta ponerse a la altura de mis caderas y recorre suavemente con el pulgar las más grande y fea de mis cicatrices. Aquel día me corté tan profundamente que me dio miedo acudir a urgencias, de modo que cerré la herida con cinta adhesiva y pegamento instantáneo y la mantuve así con un vendaje elástico. Conseguí mantener mi secreto, pero la cicatriz que quedó es horrible. Años después todavía tiene un ligero color rosado.

—Oh, cariño… —Su voz es suave como una caricia—. Sabía que había algo, pero… —Deja la frase en el aire mientras su otra mano recorre las marcas del interior de mis muslos—. ¿Quién te ha hecho esto?

Cierro los ojos y aparto la cabeza, avergonzada.

Lo oigo suspirar y sé que lo ha comprendido. Hago un esfuerzo y me obligo a mirarlo.

—¿Es esto de lo que tenías miedo? ¿Te asustaba que pudiera ver tus cicatrices? ¿Creías que te rechazaría por ellas?

La lágrima que pende de mi nariz cae sobre su brazo.

—Cielo…

Oigo mi dolor en su voz y entonces veo que se inclina hacia mí y recorre con su lengua el interior de mis muslos, siguiendo las cicatrices. Me cuesta creer que esté sucediendo de verdad, pero así es. Damien no solo no huye, sino que me besa ahí, dulcemente. Luego me coge la mano y me obliga a arrodillarme ante él.

Estoy hecha un desastre. Llorosa y moqueante. Doy hipidos y me cuesta respirar.

—Chis… —dice mientras me estrecha en sus brazos.

Me aferro a él cuando me levanta y me deposita en la cama. Solo llevo la camiseta, y me la quita lentamente.

Cruzo los brazos sobre el pecho y ladeo la cabeza para evitar mirarlo.

—No —dice y me descruza los brazos, pero se apiada de mí y no me obliga a mirarlo.

Poco a poco explora mis cicatrices y las recorre una tras otra con el dedo como si yo fuera un mapa de carreteras. Susurra palabras tranquilizadoras mientras lo hace, y en su voz no hay asomo de espanto o disgusto.

—Esto es lo que intentabas ocultar, la razón de que huyeras de mí, la razón por la que querías que te pintaran exactamente como eres.

No espera que le conteste. Ya lo sabe.

—Eres una pobre tonta, Nikki Fairchild.

Lo áspero de su tono hace que gire la cabeza y lo mire. Espero ver disgusto o exasperación, pero lo que hallo es deseo.

—No quiero un icono, ni en mi cama ni en mi pared. Quiero una mujer, Nikki, te quiero a ti.

—Yo…

Apoya un dedo en mis labios.

—Nuestro trato sigue en pie. Sin peros ni excepciones.

Se levanta de la cama, se acerca al ventanal y arranca uno de los visillos. Oigo el tintineo de las anillas que lo sujetaban a la barra.

—¿Qué haces?

—Lo que quiero —contesta mientras ata un extremo del visillo al pilar de la cama—. Levanta los brazos.

El pulso se me acelera, pero obedezco. En estos momentos no deseo estar al mando, no quiero controlar. Solo quiero que me lleven y cuiden de mí.

Enrolla delicadamente el visillo alrededor de mi muñeca y lo pasa varias veces por los pilares. Luego repite la operación con mi otra muñeca y por último ata el extremo suelto al otro pilar.

—Damien…

—No digas nada.

Me besa la suave piel de la muñeca y después sus labios siguen por mi brazo, el hombro y la curva de mis pechos. Su boca se cierra sobre mi pezón derecho y lo chupa con fuerza haciendo que la areola se contraiga y me haga cosquillas mientras con la otra mano me acaricia el otro pecho. Una corriente eléctrica parece cruzar mi cuerpo desde mis pechos al clítoris. Mi sexo palpita, y junto las piernas para intentar contener la presión que se acumula.

Levanta la cabeza y me sonríe traviesamente. Su expresión es tan maliciosa que no me cabe la menor duda de que sabe cuánto estoy sufriendo. A continuación sigue con su reguero de besos y baja por mi vientre hasta el ombligo, luego hasta el monte de Venus y después…

«Oh, sí. Sí, por favor…»

Pero entonces cambia de postura y se sienta con las manos en mis rodillas.

—Abre las piernas, Nikki.

Ríe por lo bajo cuando ve que niego con la cabeza. Se levanta y arranca otro visillo.

—¿Qué vas a hacer?

—Ya lo sabes.

—Damien, no. Por favor, no.

Se detiene y me mira.

—Sabes lo que es una contraseña.

—Sí, claro.

—Un «no» no siempre quiere decir no. Sin embargo, una contraseña sí. Si voy demasiado lejos tienes que decir la contraseña. ¿Lo entiendes?

Digo que sí con la cabeza.

—¿Qué palabra prefieres como contraseña?

Mi mente se ha quedado sin vocabulario, de modo que miro por la habitación por si esta me sugiere algo. Mis ojos se fijan en el mar.

—«Crepúsculo» —digo al fin.

Su boca se curva en una sonrisa. Hace gesto de asentimiento y ata el visillo al pilar del pie de la cama. Lo observo en silencio y trago saliva.

Alarga la mano, separa lentamente mi pie derecho y me mira. Leo un interrogante en sus ojos.

—¿Me harás daño? —pregunto.

Lanza una rápida ojeada a mis cicatrices.

—¿Quieres que te lo haga?

—No lo sé.

—¿Sabes lo que es la pasión?

Lo miro, confusa.

—La mayoría de la gente cree que se trata solamente de deseo, excitación sexual. Pero no es eso. La palabra viene del latín y significa sufrimiento, sumisión. Dolor y placer, Nikki. Pasión. —La ardiente expresión de su rostro resulta inconfundible—. ¿Confías en mí?

—Sí —respondo sin vacilar.

—Entonces confía en mí para que te lleve hasta donde nunca has llegado.

Asiento con la cabeza, y Damien me mira con un deseo tan obvio que me llena de cálida satisfacción. Ata mi tobillo con delicadeza y hace lo mismo con el otro. Cuando ha acabado estoy atada a la cama con las piernas completamente abiertas, desnuda, impotente y totalmente excitada.

—Eres mía, Nikki. Para tocarte, para hacer que te relajes, para darte placer. —Rodea tiernamente mi sexo con la mano. Estoy húmeda y caliente, y lo oigo gruñir de placer—. Te deseo, Nikki. Quiero hundirme dentro de ti y follarte con todas mis fuerzas. Quiero oírte gritar cuando te corras. Dime que tú también lo deseas.

—Sí. Oh, sí.

Lo he deseado desde el primer momento en que me tocó. He deseado notarlo dentro de mí, llenándome y haciéndome suya.

Se sienta junto a la cama vestido todavía con vaqueros y camiseta y traza con el dedo índice una línea que sube por mi vientre hasta mis pechos y los rodea, primero uno y después el otro.

—¿Tendré que hacer que supliques por ello? —pregunta en tono provocador.

—Suplicaré —contesto con abierto descaro.

Su expresión resulta taimada.

—Te quiero excitada, te quiero desesperada.

Trago saliva.

—Ya lo estoy.

—Ya veremos.

Coge la bata de seda y le quita el cinturón. Luego, sin dejar de mirarme, me tapa los ojos con ella.

—Damien…

—No hables.

Mientras la ata en mi nuca pienso en la contraseña, pero la reservo. Deseo lo que me está haciendo. Deseo experimentarlo, pero no sé cuánto podré aguantar sin ver.

La cama se mueve, y comprendo que Damien ya no está junto a mí. Aun así, me resisto a llamarlo. Está jugando conmigo a un juego fascinante y pienso contenerme lo que haga falta. Sé que me ha hecho hacer un recorrido completo, desde el miedo y la vergüenza hasta el deseo y la excitación. Dudo que alguien que no fuera él hubiera sido capaz de conseguirlo. Sea lo que sea que me tenga reservado, confío plenamente en él.

Me estremezco cuando algo frío y húmedo me roza un pecho.

—Hielo… —murmuro.

—Mmm…

No habla porque está lamiendo el agua. Noto su boca caliente en mi pezón. Baja el cubito por mi vientre, y mis músculos se contraen a causa del frío y de la excitación. Su boca lo sigue. Sus labios, su lengua dejan un rastro ardiente en mi cuerpo. Tiro de las ataduras que sujetan mis muñecas, ansiosa por tocarlo, por acariciarlo y arrancarme la venda de los ojos. Pero al mismo tiempo me gusta. Hay algo excitante en la sensación de hallarme totalmente a su merced. En no saber adónde me conducirá todo esto.

Tengo las piernas separadas y noto el fresco aire de la noche en mi sexo húmedo. Muevo las caderas, en parte para contener el creciente deseo y en parte como invitación. O como reclamo. Lo quiero dentro de mí y lo quiero ahora.

—¿Se impacienta, señorita Fairchild?

—Es usted un hombre cruel, señor Stark.

Su risa me da a entender que todavía no tengo ni idea de lo perverso que puede llegar a ser. La cama se mueve otra vez y solo noto un dedo en mi vientre hasta que… ¡oh, Dios, sí…! siento su cálido aliento en mi sexo seguido del roce de sus mejillas en mis muslos.

Estoy a punto de correrme allí mismo sin querer, y mis caderas se estremecen involuntariamente.

—Por favor… —susurro—. Suplicaré, Damien, suplicaré tanto como quieras.

—Sé que lo harás, nena. —Su boca está ahí mismo y de repente noto el rápido contacto de su lengua y reprimo un grito a causa del placer casi doloroso que me atraviesa—. Pero todavía no estás lista. Todavía no.

—Creo que te equivocas —logro articular mientras me esfuerzo por no reír.

Sin embargo su boca entre mis muslos ahoga mi risa. Cierro los ojos con fuerza tras la venda cuando sus labios rozan mis cicatrices, dejando un rastro de besos a lo largo de mis piernas, venerándome con su boca. Noto su lengua juguetear por mis corvas y descubro lo deliciosamente sensible que es esa parte del cuerpo.

Sigo estremeciéndome por las descargas de placer que surcan mi cuerpo cuando Damien llega a los dedos de mis pies.

—Tiene unos pies preciosos, señorita Fairchild —dice—. No soy fetichista de los pies, pero si lo fuera…

Deja la frase en el aire y noto cómo su boca se cierra alrededor de mi dedo gordo. Al principio lo chupa suavemente y después con más energía hasta que vuelvo a gemir y noto la correspondiente palpitación en mi sexo. Me estremezco, pero sé que no debo suplicar. Damien no ha terminado conmigo todavía.

Dedica su atención a mi otro pie y me lame uno a uno todos los dedos antes de ascender por mis piernas. Cuando alcanza la suave piel entre los muslos y la vulva estoy perdida en una bruma de placer.

Al menos eso es lo que me parece en ese momento porque tan pronto como acerca su boca y roza mi clítoris con los dientes comprendo que estaba equivocada. Todavía quedan alturas de placer que superar, y Damien me está conduciendo hacia ellas.

Tiene una lengua experta y la hace girar alrededor de mi clítoris, suavemente al principio y después con creciente intensidad. Mantengo los ojos fuertemente cerrados tras la venda, y mi respiración se vuelve entrecortada mientras tiro de mis ataduras. Estoy ida y no soy nada salvo placer. Un silencioso grito de placer concentrado entre mis piernas.

Y entonces… ¡Oh, sí! El mundo parece estallar. Me retuerzo contra Damien, que sigue chupando y dándome lengüetazos, y asciendo todavía más y más alto hasta que al fin, ¡al fin!, el mundo a mi alrededor recobra la normalidad y quedo jadeante por la fuerza de la explosión.

—Ahora —me susurra Damien.

Noto que se coloca encima de mí. Noto cómo su boca se cierra sobre la mía y cómo la punta de su grueso miembro se abre camino y me penetra.

—Oh, nena… —murmura mientras desliza la mano entre nuestros cuerpos y acaricia mi sexo. Mi cuerpo se estremece de nuevo y mis músculos se contraen, atrayéndolo aún más—. Así me gusta. Muy bien. ¿Estás dolorida?

A duras penas logro articular que no.

—Bien —dice, y noto que se retira ligeramente para acometerme de nuevo.

Dijo que me iba a follar a fondo y lo está haciendo. Alzo las caderas para encontrarme con él porque lo deseo más dentro, más dentro y con más fuerza. Lo quiero todo, maldita sea, y quiero verlo.

—Damien… —susurro—. Damien, la venda.

Tengo miedo de que no me haga caso, pero entonces noto sus dedos en la sien, y me la quita. Está encima de mí. Su expresión es dura, pero sus ojos solo muestran placer. Una sonrisa le curva la boca, y me besa en la comisura de los labios. Las frenéticas arremetidas se convierten en un ritmo lento y sensual que todavía es peor porque lo está haciendo durar. En lo que a mí respecta, podría hacerlo durar eternamente.

Entonces noto cómo crece la tensión en su cuerpo, cómo sus músculos se tensan y su cuerpo se endurece contra el mío. Cierra los ojos, lo veo arquear la espalda y noto un dulce placer cuando explota en mi interior.

—¡Dios, Nikki! —exclama antes de desplomarse sobre mí.

Quiero aferrarme a él, pero sigo atada.

—Damien, desátame, por favor —susurro.

Rueda a un lado y me sonríe lánguida y cálidamente. En algún momento ha debido ponerse un condón, porque veo que se lo quita y lo arroja a una papelera que hay junto a la cama. Entonces se incorpora rápidamente y deshace mis ligaduras. No he podido verlo desnudarse, pero ahora que lo contemplo me gusta lo que veo. Puede que lleve años sin jugar al tenis a nivel profesional, pero sigue teniendo un cuerpo de atleta, fuerte, delgado y condenadamente sexy.

—Ven aquí —dice rudamente una vez me ha desatado.

Me coge por detrás y noto su pecho contra mi espalda y su formidable miembro entre las nalgas. Me acaricia la pierna con la mano y mordisquea mi hombro.

—Me ha gustado atarte. Tenemos que probar otras variantes.

—¿Más?

—¿Has oído hablar del kinbaku?

—No.

Baja la mano por mi cadera hasta mi sexo, y sus dedos juguetean con mi vello púbico.

—Son cuerdas gruesas, pero se utilizan tanto para atar como para dar placer.

Desliza los dedos entre mis piernas, y suelto un gemido, asombrada de desearlo otra vez con tanta desesperación.

—Todo se basa en dónde se colocan las cuerdas —susurra al tiempo que me acaricia el clítoris.

—Oh…

Mi voz es un jadeo.

—¿Te gustaría?

—No… No lo sé —reconozco—. Pero lo de esta noche me ha gustado.

Desliza los dedos dentro de mí, y dejo escapar un gemido.

—Sí —responde—. Me he dado cuenta.

Me está provocando por estar excitada. Noto su erección contra mi trasero y muevo las caderas con la esperanza de acelerar el proceso.

—Vaya, vaya, señorita Fairchild. Es usted una niña mala.

—Muy mala —contesto—. Fólleme otra vez, señor Stark.

Me muerde el lóbulo de la oreja con la fuerza suficiente para hacerme gemir.

—De rodillas —ordena.

—¿Qué? —me vuelvo para mirarlo.

—A cuatro patas.

Obedezco.

—Abre las piernas.

Hago lo que me dice. Nunca he follado de esta manera. Pero ¿qué estoy diciendo? Nunca he hecho nada ni remotamente parecido a lo que he hecho con Damien esta noche. Me siento expuesta. Y sí, la sensación me gusta.

Se coloca detrás de mí, me acaricia las nalgas con ambas manos y se inclina sobre mi oído.

—Maravilloso… —dice.

Desliza los dedos entre mis piernas y acaricia mi sexo. La sensación es más que increíble.

Su mano sube, y noto su pulgar por detrás.

—No… —susurro.

—¿No? —repite mientras aumenta la presión y despierta en mi interior un cúmulo de sensaciones desconocidas—. ¿Nada de «crepúsculo»?

Jadeo, y se echa a reír.

—Tienes razón. Ahora no. Todavía no. —Recorre la raja de mi trasero con el dedo, y contengo la respiración, abrumada por el estímulo—. Pero pronto, Nikki, porque no hay una sola parte de tu cuerpo que no sea mía.

Introduce rápidamente dos dedos en mi vagina sin dejar de presionar mi ano con el pulgar. Mis músculos se contraen en su deseo de retenerlo y no puedo negar la intensidad de mi excitación. A pesar de que solo esté dispuesta a reconocerlo para mis adentros deseo experimentarlo todo con Damien. Hasta el final.

—Baja los brazos y apóyate sobre los codos. Así.

Estoy con la cabeza en el colchón y el trasero en alto. Sí, expuesta y bien expuesta. Pero no tengo tiempo de pensar en mi postura porque la caricia de Damien se hace más intensa. Está inclinado sobre mí, y con una mano me acaricia el pezón mientras la otra juguetea con mi sexo, entrando y saliendo, entrando y saliendo.

Oigo el ruido de un envoltorio de condón desgarrándose, y un momento después noto la presión de su miembro. Esta vez me folla sin miramientos y, maldita sea, no quiero que acabe. El empuje de sus arremetidas hace que nos desplacemos, y acabo sujetándome al barrote de hierro de la cama para mantener mi posición y responder a sus embestidas mientras me entrego a la sensación y el sonido de nuestros cuerpos encontrándose.

Intuyo cuando está a punto. Su mano vuelve a mi clítoris para jugar con él y acariciarlo mientras me dice:

—Córrete conmigo. Voy a correrme, nena, y quiero que te corras conmigo.

Entonces explota en mi interior y eso me basta para alcanzar el clímax con él en medio de una lluvia de estrellas.

Nos desplomamos en la cama, agotados, en un lío de brazos y piernas.

Cuando mi cuerpo vuelve a funcionar me incorporo sobre un codo y le acaricio la mejilla. Está despeinado, y tiene un aspecto sexy y pleno. Noto en las tripas un cosquilleo de satisfacción.

Me mira y sonríe.

—Ha estado bien —digo con una sonrisa coqueta—. ¿Qué tal si lo hacemos otra vez?