18

Me cuelgo la Leica del cuello, pero dejamos el resto de nuestras cosas con Richard. Salimos por la puerta trasera del hotel y vamos por un camino que nos lleva a través de la piscina hasta otro restaurante con terraza y las pistas de tenis. Dos parejas juegan a dobles mientras bromean entre ellas y ríen cada vez que fallan un golpe.

—Hay pocos hoteles que tengan pistas de tenis —comento—. ¿Fue idea suya?

—Las pistas ya estaban cuando compré el establecimiento —responde Damien.

Puede que sea cosa de mi imaginación, pero me parece que acelera el paso. Sin embargo yo aminoro el mío y me detengo ante un banco que hay frente a las pistas. Apoyo las manos en el respaldo y observo a los jugadores sin verlos porque imagino a Damien en su lugar, sus piernas musculosas y broceadas, sus anchos hombros y fuertes brazos; su mandíbula, firme y decidida.

No tardo en notar que se acerca por detrás.

—Será mejor que no nos entretengamos —dice—. Me gustaría enseñarle el muelle y tengo que estar en el despacho a las tres.

—Claro, me había olvidado.

Le cojo la mano y seguimos caminando. Salimos del hotel y paseamos entre las encantadoras casas estucadas de Mason Street.

—¿No lo echa de menos? El tenis, me refiero —le pregunto cuando nos desviamos por un pequeño parque.

Un poco más allá está el Océano Pacífico, centelleando con su color azul verdoso bajo el sol del mediodía.

—No.

A pesar de que su respuesta es tajante no acabo de creerlo. No pregunto más y espero a que me lo aclare, cosa que no tarda en hacer.

—Al principio me encantaba, pero al cabo de un tiempo el juego dejó de divertirme. Tenía demasiados inconvenientes.

—Supongo que era por la competición. Quizá volvería a disfrutar si solo jugara para divertirse. Yo soy muy mala, pero quizá un día de estos podríamos intentarlo.

—Lo he dejado del todo.

Su tono es duro y seco y ajeno a mi intrascendente sugerencia.

—Está bien —respondo con un encogimiento de hombros—. Lo siento.

Está claro que he tocado un tema sensible y no sé cómo hacer que vuelva a su anterior actitud risueña y seductora.

Me mira de soslayo y deja escapar un suspiro, como si se sintiera contrariado.

—No, el que lo siente soy yo. —Sonríe y veo cómo el hielo se derrite y deja entrever su lado más agradable—. Es solo que he dejado definitivamente el tenis igual que usted lo ha hecho con los desfiles de belleza. Ya no participa, ¿verdad?

Me echo a reír.

—Huy, no. Sin embargo en mi caso hay una diferencia, para mí nunca resultó divertido.

De repente se me ocurre que habría hecho mejor callándome porque no quiero que se vuelva frío y distante. Su reacción es la contraria, y me mira con curiosidad.

—¿Nunca?

—Nunca —repito—. Bueno, creo que cuando era pequeña me gustaban los vestidos, pero la verdad es que no me acuerdo. Lo único que recuerdo es que lo aborrecía porque me sentía como la muñeca Barbie de mi madre.

—Y las muñecas no tienen vida propia, ¿verdad?

—No, no la tienen —contesto complacida al ver lo bien que me comprende—. ¿Sus padres lo obligaban a jugar? —pregunto.

Sé que estoy tocando un tema delicado, pero quiero saber más de Damien.

Llegamos al final del parque y me toma la mano para cruzar Cabrillo Boulevard. Entramos en la playa y caminamos en silencio hacia las olas. Damien comienza a explicarse cuando empezaba a creer que no me contestaría.

—Al principio me gustaba mucho. Es más, me entusiasmaba. Era muy joven, pero disfrutaba con la precisión y la coordinación del juego. Y también con la potencia. ¡Dios mío, cómo pegaba a la bola! Fue un año pésimo. Mi madre estaba enferma, y yo descargaba toda mi frustración en la pista.

Asiento con la cabeza. A mí me ocurría igual. De adolescente me refugiaba en el ordenador o tras la cámara y solo empecé a cortarme cuando ninguno de los dos fueron alivio suficiente. De un modo u otro, todos encontramos nuestra manera de sobrellevarlo. Entonces pienso en Ashley y tengo que hacer un esfuerzo para no torcer el gesto. Algunos encuentran la manera, pero otros no.

—Empecé a jugar después de las clases con el profesor de gimnasia, pero el pobre no tardó en decir que yo necesitaba un entrenador mejor. Mi padre trabajaba en una fábrica, y yo sabía que no nos lo podíamos permitir, pero para mí no era importante. Yo solo era un chaval de ocho años que jugaba para divertirse.

—¿Qué cambió?

—Mi profesor de gimnasia sabía que mi madre estaba enferma y que no podíamos pagarnos un entrenador, así que se lo comentó a un amigo y antes de que me diera cuenta estaba entrenando con un profesional local que no nos cobraba nada. Me encantaba jugar, especialmente cuando empecé a ganar torneos. Supongo que se habrá fijado en que soy bastante competitivo.

—¡No me diga!

Me quito las sandalias y las sostengo con los dedos para mojarme los pies con las olas. Damien se ha quitado los zapatos en el hotel. No creo que haya muchos hombres que puedan caminar descalzos por la playa llevando un traje a medida y parecer sexys al mismo tiempo. Pero él sí. Es un reflejo de su confianza en sí mismo, de que cuando quiere algo simplemente lo toma.

Como a mí.

Siento un escalofrío de placer y sonrío. A pesar de que la mañana ha empezado bastante mal, se está convirtiendo en un día excepcional.

Hay gente en la playa, pero al ser entre semana no está abarrotada. Han limpiado la arena, y no consigo encontrar una sola concha, sin embargo las ondas que dejan las olas al retirarse son muy bonitas en su simetría. Suelto las sandalias para poder manejar la cámara más cómodamente y tomo una foto de las ondulaciones y de la blanca espuma.

Damien espera a que haya acabado y me rodea la cintura con los brazos. Noto la ligera presión de su barbilla contra mi cabeza.

—¿Me contará el resto, lo que hizo que las cosas cambiaran para usted? —pregunto.

—El éxito —responde en tono grave.

Me doy la vuelta en sus brazos.

—No lo entiendo.

—Llegué a ser tan bueno que llamé la atención de un entrenador profesional que resultó ser un canalla. —Su voz es tan cortante que me produce escalofríos—. Llegó a un acuerdo con mi padre para entrenarme a cambio de un porcentaje de lo que ganara en premios.

Lo sé. El personaje aparecía en el artículo de Wikipedia que leí sobre Damien. Lo entrenó desde los nueve hasta los catorce años. Fue entonces cuando se suicidó. Al parecer ponía los cuernos a su mujer.

No puedo evitar pensar en Ashley, pero no deseo despertar ese tipo de fantasmas ante Damien, así que le pregunto:

—¿Fue el hecho de competir lo que hizo que el tenis se convirtiera en una carga?

El rostro de Damien se ensombrece, y el cambio es tan rápido y total que alzo la vista para comprobar si realmente algo arroja una sombra sobre él. Pero no, se trata del reflejo de sus propias emociones.

—No me importa trabajar duramente, pero todo cambió cuando cumplí los nueve años.

Su voz tiene una aspereza que no alcanzo a comprender, y me doy cuenta de que no ha respondido a mi pregunta.

—¿Qué ocurrió?

—Le dije a mi padre que quería dejarlo, pero me dijo que no porque entonces ya ganaba dinero con mis victorias.

Una vez más ha evitado contestarme, así que le aprieto la mano y no insisto. ¿Cómo podría cuando el disimulo es un arte que domino tan bien?

—Intenté dejarlo otra vez al año siguiente. En aquella época jugaba por todo el país y también a nivel internacional, pero me perdía tantas clases que mi padre acabó contratando profesores particulares. Lo que más me gustaba eran las ciencias. Leía todo lo que encontraba relacionado con esos temas, desde astronomía hasta biología pasando por física. Y también novelas. Devoraba novelas de ciencia ficción. Incluso llegué a matricularme en secreto en una escuela de ciencias. No solo me aceptaron, sino que me ofrecieron una beca.

Arrugo la frente porque sé cómo va a acabar la historia. No podría ser de otra manera teniendo en cuenta lo mucho que nos parecemos. A los dos nos han arrebatado la infancia los caprichos de nuestros padres.

—Y sus padres le dijeron que no, ¿verdad?

—Sí, mi padre —contesta Damien—. Mi madre ya había muerto. Fue…

Suspira y recoge mis sandalias. Seguimos caminando por la playa hacia el gran muelle que constituye Stearns Wharf.

—Quedé destrozado —sigue diciendo al cabo de un momento— y solté toda mi frustración en las pistas. —Su mandíbula se tensa al recordarlo—. Supongo que por eso jugué tan bien.

—Lo siento —le digo a pesar de ser consciente de que mis palabras son en vano—. Sé que le gusta todo lo relacionado con la ciencia, basta con ver a qué clase de negocios se dedica, pero no imaginaba que fuera una vocación tan temprana.

—No tenía por qué saberlo.

Ladeo la cabeza y lo miro.

—No es usted precisamente un desconocido, señor Stark. Por si no lo ha notado, figura entre los famosos y Wikipedia incluso le dedica una página que, por cierto, no menciona que rechazó una beca para estudiar ciencias.

Su boca se aprieta hasta formar una delgada línea.

—He hecho todo lo posible para mantener mi pasado lejos de Internet y de la prensa.

Recuerdo lo que Evelyn me dijo acerca de que Damien había aprendido a manejar a los medios siendo muy joven. Al parecer tenía razón. Me pregunto qué otros misterios de su vida ocultará.

Cojo la cámara y miro por el visor. Primero enfoco el mar y después a Damien, que levanta las manos como si pretendiera mantenerme alejada. Río mientras le hago unas cuantas fotos en rápida sucesión.

—¡Chica mala! —exclama, y me río aún más.

—La cámara me la ha regalado usted. Ahora no irá a quejarse.

—Oh, no —dice riendo también.

Salto hacia atrás cuando intenta cogerme. Me alegra verlo de nuevo sonriente. La melancolía ha desaparecido de sus ojos. Levanto la cámara y tomo otra ráfaga de fotos.

—Parece que insiste en que la castigue —dice y chasquea los labios en actitud de reproche.

Suelto la cámara y alzo las manos en señal de rendición.

—Recuerde que hoy soy libre.

Su sonrisa tiene un toque travieso.

—Que hoy no pueda hacer nada no significa que no guarde una lista para futuras actuaciones.

—¿De verdad? —Le hago otra foto—. Ya que me va a castigar de todos modos, será mejor que valga la pena.

Su expresión es todo ardor y promesa.

—Le aseguro que seré sumamente riguroso.

—No lo dudo, pero me parece que no está siendo equitativo. Ya que va a tener un cuadro de mí, lo justo es que yo pueda tener alguna foto de usted.

—Eso no le va a librar del castigo.

Me acerco a él y le rodeo la nuca con el brazo. Únicamente nos separa la cámara de fotos, y de repente me envuelve su calor. Me pongo de puntillas y le susurro al oído:

—¿Qué me diría si le dijera que lo espero con ganas?

Damien permanece inmóvil, pero cuando me retiro veo que uno de los músculos de la mejilla se le contrae nerviosamente. No es mucho, pero sí suficiente. He logrado sorprender a Damien Stark. Es más, lo he excitado.

Me separo de él riendo y rebosante de autosatisfacción femenina.

Hemos llegado al muelle, pero en lugar de entrar damos media vuelta y regresamos por Bath Street hacia el hotel. Mientras conversamos tomo unas cuantas fotos de las Channel Islands y consigo hacer una muy buena de dos gaviotas que vuelan tan juntas que parecen un solo pájaro. Casi hemos llegado al final de la playa cuando Damien se sienta en un banco. Me parece ver una concha en la arena y me agacho delante de él.

—Estoy impaciente por que llegue esta tarde, señorita Fairchild —dice en un tono cargado de urgencia contenida. Me está mirando a los ojos y veo en los suyos ese ardor que se ha vuelto tan familiar—. Resulta duro estar cerca de algo tan precioso sabiendo que no lo puedes poseer.

—¿Poseer? —repito.

Su sonrisa es traviesa y segura de sí.

—Poseer, tener, disfrutar, controlar, dominar. Escoja la palabra que más le guste, señorita Fairchild. Tengo intención de explorar todos sus significados.

Me humedezco los labios.

—Me parece que está infringiendo las normas.

—No es verdad. —Alza las manos—. No toco ni pido nada. Aún no es mía. —Echa un vistazo al reloj—. Todavía faltan unas horas para eso —añade.

No tengo más remedio que levantarme. Mis piernas están demasiado débiles y mi cuerpo demasiado inquieto para permanecer más rato en cuclillas.

—Sí, por el momento soy totalmente libre —convengo mientras pienso en esas horas y en lo que pasará cuando hayan transcurrido.

—Por lo tanto, carezco de autoridad —dice paseando sus ojos por mi cuerpo—. No puedo decirle que se toque. No puedo insistir para que se tumbe desnuda entre las olas y acaricie su sexo. No puedo cogerla, llevarla a la piscina y chuparle los pezones mientras el agua le quita la arena del cuerpo. No puedo tocarla y notar lo húmeda que está y lo mucho que me desea.

Sus ojos están fijos en mí, y respiro con dificultad. Tengo la piel reluciente de sudor, pero no es por culpa del calor del sol. Estoy de pie a un metro de distancia de él, pero es como si nos tocáramos, como si estuviéramos unidos, como si sus manos se movieran por mi cuerpo al compás de sus palabras. Y sí, maldición, deseo tocarme, tanto que debo recurrir a toda mi fuerza de voluntad para mantener las manos pegadas a los costados. Aun así, me acaricio el muslo con el pulgar de forma lenta y sensual. Es todo lo que tengo, y me aferro a ello del mismo modo que me aferro a las palabras de Damien.

—No puedo meterla en una bañera caliente y darle la vuelta para follarla por detrás mientras el chorro de agua le masajea el clítoris. No puedo estrechar sus pechos y follarla cada vez más fuerte hasta que se corra para mí y estalle de placer. Y no puedo hacerle el amor en la terraza, bajo las estrellas.

Hacerme el amor…

Mi corazón deja de latir.

—No puedo, Nikki —sigue diciendo—, porque aún no es mía. Pero pronto lo será y podré hacer con usted lo que desee. Espero que esté preparada.

No tengo más remedio que tragar saliva. Yo también lo espero. Dios mío, espero estarlo.

Cuando bajamos del avión en Santa Mónica veo que nos esperan dos coches: el deportivo rojo de nombre impronunciable y un Lincoln Town Car. Un individuo bajo y con gorra se encuentra de pie junto a este último. Lo miro y me saluda con una inclinación de cabeza.

Damien me apoya la mano en la cintura y me empuja suavemente hacia él.

—Este es Edward, uno de mis chóferes. Le llevará a casa.

—¿Vuelve a su despacho?

—Lamento interrumpir nuestra tarde, pero no puedo evitarlo.

—Desde luego. Sin duda tiene trabajo que hacer, pero resulta que mi coche está en el aparcamiento de su edificio. ¿Por qué no podemos volver juntos?

Me da un beso en la frente mientras Edward abre la puerta del Lincoln para que entre.

—Me encantaría disfrutar de su compañía, pero tiene el coche en su apartamento.

Tardo unos segundos en asimilarlo.

—¿Qué? ¿Cómo lo ha llevado hasta allí?

—Lo he dispuesto así.

—¿Que lo ha dispuesto así? —repito. No sé qué estoy más, si perpleja o enfadada. Enfadada definitivamente. Noto que la rabia crece en mi interior—. ¿Y lo ha hecho sin consultarme?

Parece desconcertado.

—Pensé que le gustaría.

—Eso es manipular mi vida y meterse donde no le llaman.

Me doy cuenta de que estoy alzando la voz y me obligo a bajar el tono.

—Me parece que está exagerando.

¿Sí? Pienso en mi madre y en lo mucho que me molestaba que metiera las narices en todos los aspectos de mi vida. ¿Acaso proyecto mis problemas con mi madre sobre Damien o realmente se ha pasado de la raya? No estoy segura y me avergüenza que Elizabeth Fairchild siga acosándome a mil kilómetros de distancia.

Me paso los dedos por el cabello.

—Lo siento —digo por fin. Subo al Lincoln y miro a Damien—. Seguramente tiene razón, pero la próxima vez pregúntemelo primero, ¿de acuerdo?

—Solo intentaba ayudar —dice.

Otra respuesta que no responde nada. Cierra la puerta y eso es todo.

«Maldición».

Edward se sienta al volante y arranca, pero la verdad es que no me apetece volver al apartamento.

—Puede dejarme en Promenade —le digo refiriéndome a la calle comercial de Santa Mónica—. Luego cogeré un taxi o pediré a mi compañera de piso que me recoja.

—Lo siento, señorita Fairchild —contesta mientras enfila por el acceso de la 10—. Tengo órdenes de llevarla a su casa.

¡Por amor de Dios!

—¿Instrucciones? ¿Acaso no ha oído lo que acabo de decirle?

Edward levanta la vista, y nuestros ojos se encuentran en el retrovisor. La respuesta está clara: no.

«¡Maldita sea!»

Cojo el móvil y llamo a Damien.

—Hola, Nikki.

Su voz es grave y sensual, y me enfurezco aún más por permitir que su caricia me distraiga de mis intenciones.

—¿Querría hacer el favor de decirle a Edward que no tiene que llevarme directamente a casa? Al parecer cree que usted le ha dado órdenes precisas en ese sentido.

El silencio que sigue resulta ominoso.

—Tiene que estar lista a las seis, Nikki, y ya son más de las dos. Debe descansar.

—Pero ¿qué demonios…? —exploto—. ¿Acaso se ha creído que es mi madre?

—Ha sido un día muy largo, y está cansada.

—¡Y un cuerno! —Pero lo cierto es que lo estoy, aunque no quiera reconocerlo.

—Nada de mentiras. Recuérdelo.

—Muy bien, estoy cansada y también enfadada. Nos vemos esta noche, señor Stark.

Cuelgo sin esperar respuesta y me dejo caer contra el respaldo con los brazos cruzados. Cierro los ojos un segundo y cuando los abro de nuevo Edward acaba de detener el coche ante mi apartamento. Debo de haber dormido casi una hora.

Dejo escapar un suspiro, confusa y contrariada.

Edward me abre la puerta, me recuerda que tengo que estar lista a las seis y vuelve a sentarse al volante; sin embargo no se marcha, y comprendo que espera verme entrar sana y salva en mi casa. Subo a grandes zancadas, meto la llave en la cerradura, abro bruscamente y me encuentro con una bolsa con el nombre de Third Street Promenade impreso en un lado, junto con el logotipo de una tienda. Naturalmente sé quién la ha enviado, pero no logro imaginar cómo ha conseguido hacerlo tan deprisa.

—Esto acaba de llegar para ti —dice una voz masculina.

Me sobresalto brevemente hasta que caigo en la cuenta de que es Ollie.

—Lo siento —añade—, no pretendía asustarte.

Se levanta del sillón del rincón y viene hacia mí. Veo que está descalzo y que ha dejado un ejemplar de Elle en el sillón. Al parecer no tenía nada mejor que leer que las revistas que Jamie y yo tenemos en la mesita auxiliar.

—¿Acaba de llegar, dices? —pregunto.

—Sí, hará unos cinco minutos. Lo he dejado en la mesa para ti. Es muy ligero.

Me acerco a la mesa mientras habla y enseguida comprendo a qué se refiere. La bolsa está llena de papel de seda arrugado sobre el que descansa un sobre. Lo abro y saco una tarjeta con unas palabras escritas en una florida caligrafía: «Estoy celoso del tiempo que pasa alejada de mí. Le debo una salida de compras. D. S.»

Mi sonrisa es tan refrescante como la fresca brisa. Al parecer Damien siempre tiene la palabra correcta en el momento oportuno. Una vez más no puedo evitar preguntarme cómo ha podido hacérmelo llegar tan deprisa. Es como si tuviera personal repartido por toda la ciudad. Guardo la tarjeta en el sobre y lo meto en la bolsa. No quiero que Ollie lo vea.

—¿Quién te lo envía? —pregunta.

—Es una historia muy larga —contesto y cambio de tema—: ¿Qué te pasó ayer? Jamie dijo que vendrías.

—Bueno, ya sabes… Tenía cosas que hacer en casa y Courtney regresó temprano de la conferencia, así que salimos a dar una vuelta en plan pareja.

—Y ¿dónde está hoy?

—Trabajando, como siempre.

Dejo las bolsas en la mesa y voy a buscar una botella de agua a la cocina. Mientras tomo un largo trago —demasiado alcohol y demasiada altitud— caigo en la cuenta de que algo no encaja en las palabras de Ollie.

—Y ¿cómo es que ella está trabajando y tú no?

—Tenía una declaración que ha terminado antes de lo previsto. Por eso me he pasado por aquí.

—Estupendo, pero espero que no hayas venido por mí. Lamento haber estado fuera. De todas maneras, a partir de mañana me encontrarás en casa todo el día.

Es una pista, pero no la capta.

—La verdad es que he venido a ver a Jamie, para compensarla por no responder a su invitación de ayer.

—Genial. —Me dejo caer en el sofá junto a él—. ¿Y dónde está ahora?

—En el cuarto de baño, dándose una ducha. Creo que tiene que salir. Le he dicho que me quedaría un rato viendo la tele, pero me está entrando hambre. —Se levanta—. ¿Por qué no vamos a comer algo?

Niego con la cabeza.

—Estoy llenísima. Ve tú.

—Al menos acompáñame. Solo voy a la vuelta de la esquina, al Daily Grill.

Está en la puerta. Para tratarse de alguien que hace un momento vegetaba parece tener mucha prisa.

—¿No prefieres que te prepare algo? Tenemos un montón de pizza sobrante.

—No. Prefiero una hamburguesa. ¿Vienes? —Abre la puerta.

Pienso en la cámara y en las fotos que quiero retocar con Photoshop, pero me digo que Ollie es mi mejor amigo.

—Claro —contesto—. Solo dame un segundo.

Cojo el bolso y voy a mi dormitorio, pero me detengo ante la puerta del baño y llamo con los nudillos.

—Puedes pasar sin llamar —dice Jamie.

El agua de la ducha está corriendo, pero la voz de mi amiga suena clara. La imagino con una pierna apoyada en el retrete mientras se depila y, puesto que no tenemos secretos desde los catorce años, entro tranquilamente y no me sorprende verla con la pierna llena de espuma de afeitar. Lo que me sorprende es la expresión de su rostro, que refleja el desconcierto más absoluto.

De repente todo encaja.

—Hola, Nik. ¿Qué haces en casa a esta hora?

—¿Se puede saber que estás haciendo? —exclamo—. ¡Se va a casar, por amor de Dios!

—Esto…, yo…

Deja la frase a medio terminar y se envuelve en una toalla.

—¡Mierda! —exploto—. ¡Mierda, joder! —No tengo costumbre de maldecir, de modo que esas palabras son lo más fuerte que se me ocurre—. ¿Te lo has follado?

Jamie frunce los labios y asiente con la cabeza.

Salgo del baño dando un portazo. Ollie sigue junto a la puerta y por su expresión sé que o bien ha oído nuestra conversación o bien es lo bastante listo para haberla adivinado.

—Ollie, por Dios…

Parece contrito y abatido.

—He metido la pata, Nikki. No sé qué decir.

Dejo escapar un suspiro, pero se trata de Ollie y lo quiero, así que debo intentar comprenderlo. Comprenderlo a él y a Jamie. Oh, Dios, Jamie.

—Tenía que ser Jamie. ¿No podías tirarte a alguien a quien yo no quisiera tanto? Sois mis mejores amigos, y no quiero estar en medio.

—Lo sé y lo siento. Anda, acompáñame a comer algo y así hablamos. O no. Solo acompáñame, ¿vale?

Hago un gesto afirmativo.

—Está bien, pero solo me tomaré un té. He estado comiendo con Damien.

—¿Con Damien? —repite Ollie.

Hago una mueca porque no tenía intención de mencionar el nombre de Damien.

—Venga, Nik, ese tío no…

—¡No te atrevas! —lo interrumpo y tengo que hacer un esfuerzo para controlarme—. Ni se te ocurra venirme con esas. No puedes quedarte ahí plantado y decirme que no te gusta Damien Stark. No puedes soltarme eso como si fueras moralmente superior porque no es así. ¡Ni hablar!

—Tienes razón. Tienes razón. —Se pasa los dedos por el pelo revuelto—. Mira, me voy a buscar una hamburguesa y volveré a la oficina. Mañana hablamos, ¿vale? Podrás abroncarme todo lo que quieras por lo de Jamie y quizá yo también tenga algo que decirte.

—¿Sobre Damien? —pregunto fríamente.

Ollie señala la puerta.

—Mira, me voy. Lo siento de verdad.

No me molesto en añadir nada más y lo veo marchar. Luego recojo mis cosas y me encierro en mi cuarto. Estoy de un humor de perros y cojo el teléfono dos veces para llamar a Damien, pero ¿qué voy a decirle?: «Hola, ya que quieres pintarme y me pagas para que sea tu juguete te llamo para que encima cargues con los problemas de mis amigos». No me parece justo.

Jamie sigue en el cuarto de baño, seguramente porque pretende evitarme o porque está reuniendo el valor necesario para hablar conmigo. Por mi parte no tengo ninguna prisa.

Enciendo el ordenador y utilizo el cable que hay en la caja de la Leica para descargar las imágenes en Photoshop. La primera es la foto de la arena ondulada y la espuma del mar. Ha salido nítida y clara y me hace pensar en escapar, como si pudiera adentrarme en las olas y dejar que la marea me arrastrara lejos de todo y de todos.

Salvo que no quiero escapar de nadie.

Abro otra imagen y me descubro contemplando a Damien. Lo he captado en movimiento y me parece lo más acertado. Siempre se está moviendo cuando pienso en él. Es uno de esos hombres que hace que pasen cosas. Es la acción personificada, y he logrado captar ese rasgo. Ese y algo más: alegría.

Se estaba volviendo hacia mí cuando apreté el disparador, y su rostro llena la pantalla. Tiene los labios entreabiertos en una sonrisa incipiente, y la luz de la tarde se refleja en sus ojos. Su expresión es franca y abierta y se lo ve entregado al momento. Mi pecho se llena de emoción. Lo he visto sonreír y reír, lo he visto burlón y provocador, pero únicamente lo he visto exultante en este instante que he captado.

Acaricio el rostro de Damien en la pantalla. Damien, tan fuerte y tan malherido.

Pienso en las cicatrices que afean mi cuerpo. Recojo las piernas, apoyo los talones en el borde de la silla y me abrazo las rodillas. Es posible que Damien no se haya cortado con un cuchillo, pero sé que también tiene cicatrices. Sin embargo, cuando contemplo su rostro, la euforia que muestra en esta imagen, lo que veo no son cicatrices, sino al hombre que ha sobrevivido a ellas.

Al cabo de unos minutos noto como la puerta del baño se abre y oigo los pasos de Jamie en la moqueta. Se detienen ante mi cuarto, y me pongo en guardia, pero no llama. Al cabo de un momento oigo el clic de su puerta. Espero unos minutos y entro en el cuarto de baño para darme una ducha. Me siento sucia, manchada por los trapos sucios de mis amigos. Solo quiero meterme bajo el agua caliente y dejar que se lleve la mugre.

Me desvisto y entro en la ducha sin esperar a que el agua salga caliente. Al principio está fría como el hielo y quiero gritar, pero el calentador empieza a funcionar. Cierro los ojos y dejo que el agua corra sobre mí, absorbiéndola, deseando desprenderme de la capa exterior de mí misma.

Vierto en mi mano un poco del gel con aroma a fresa de Jamie y me froto con fuerza todo el cuerpo, incluyendo el interior de mis muslos. Sin embargo paro cuando noto bajo mis dedos el tejido protuberante de mis cicatrices.

Esta noche Damien las verá.

Cierro los ojos con fuerza y pienso en lo estúpida que he sido. He estado planeando darle la vuelta a su pequeño jueguecito, convirtiendo la revelación de mis cicatrices en una especie de castigo ejemplarizante en lugar de un recordatorio de lo débil que he sido, de hasta qué punto me he puesto en manos del dolor.

Sin embargo, ya no quiero hacer un arma de mis cicatrices. Ya no deseo arriesgarme a perder esta semana con Damien. Ya he perdido bastante esta tarde.

Me quedo de pie bajo la ducha. Mis hombros se estremecen mientras lloro, y las lágrimas ardientes que me corren por las mejillas se mezclan con el agua hirviente que golpea mi dañada piel.