Cogemos su ascensor privado, bajamos hasta el aparcamiento y cuando las puertas se abren reconozco el deportivo rojo del día anterior.
—Bonito coche —le digo mirándolo de soslayo—. Me parece haberlo visto antes, claro que sin duda habrá muchos iguales en Los Ángeles.
—Desde luego, a cientos —responde secamente.
Entiendo poco de coches, pero lo suficiente para darme cuenta de que este tiene algo especial. Es de color rojo cereza y brilla como recién salido de fábrica. Al igual que la limusina lleva los cristales tintados. Parece tan bajo que temo rozar el suelo si pasamos por un bache. Es una preciosidad. Justo la clase de juguete propia de un multimillonario.
—¿Qué? —pregunta al ver mi sonrisa.
—Nada, solo que resulta usted tan predecible…
Arquea una ceja.
—¿De verdad?
—¿Qué es esto, una especie de Ferrari tuneado? No sé si me entiende, pero ¿qué millonario no tiene un Ferrari?
—Me temo que mi caso es mucho peor. Esto es un Bugatti Veyron. Vale el doble que un Ferrari y tiene un motor de dieciséis cilindros en doble uve con una potencia de cuatrocientos ochenta caballos. Alcanza una velocidad máxima de trescientos ochenta kilómetros por hora y se pone de cero a cien en menos de tres segundos.
Hago lo posible por no parecer impresionada.
—En otras palabras, no tiene un Ferrari.
—Al contrario, tengo tres.
Antes de que pueda reaccionar sonríe travieso y me besa en la frente.
—Cuidado con la cabeza al entrar. Es muy bajo.
Abre la puerta, y me deslizo dentro. El interior de piel huele muy bien, y el asiento me abraza como… Bueno, no sé cómo, pero sí que no me costaría nada acostumbrarme.
—¿Adónde vamos? —le pregunto cuando se sienta al volante.
—A Santa Mónica.
Ese barrio de la playa se encuentra a media hora en coche, y eso en un día de mucho tráfico.
—Entonces ¿vamos a almorzar temprano?
—Vamos al aeropuerto de Santa Mónica. Tengo el jet allí.
—Ah, claro. —Me recuesto en el asiento y pienso que una de dos, o me da un ataque o me dejo llevar y disfruto del momento. Lo segundo me parece más sano, aparte de divertido—. ¿Y desde allí vamos a volar a…?
—A Santa Bárbara.
—¿Ah, sí? Pensaba que con un coche como este iríamos por carretera.
—Lo haríamos si yo no tuviera una reunión a las tres.
Pulsa un botón del volante, se oye un tono de llamada telefónica.
—¿Sí, señor Stark? —responde una voz.
—Sylvia, voy a sacar el Bombardier. Llame a Grayson y dígale que lo tenga listo con un plan de vuelo para Santa Bárbara.
—Desde luego. ¿Desea que un coche lo recoja al llegar?
—Sí, y avisa a Richard de que vamos para allá. Comeremos en la terraza.
—Delo por hecho, señor Stark. Que disfrute del almuerzo.
Interrumpe la comunicación si despedirse siquiera.
—Suena eficiente.
—¿Sylvia? Lo es. Solo pido dos cosas a mis empleados, que sean leales y competentes. Sylvia destaca en ambas.
Me doy cuenta de que me siento algo celosa de Sylvia y de su corte de pelo a lo chico, sentada día sí y día también ante el despacho de Damien. Se trata de un sentimiento estúpido y mezquino del que me avergüenzo, así que me consuelo con una verdad mucho más agradable: es a mí a quien lleva a almorzar.
—Parece que el tráfico nos acompaña —comenta cuando nos incorporamos a una Interestatal 10 relativamente despejada.
Aprieta el acelerador, y en el acto compruebo que no mentía. El coche alcanza los cien por hora antes de que yo haya tenido tiempo de contener el aliento.
—¡Uau! —exclamo.
Damien sonríe igual que un adolescente.
—Me gustaría apretarlo un poco, pero los polis se ponen muy pesados.
—¿Para qué se compra un coche como este si no puede correr?
Me mira con el rabillo del ojo.
—Habla como una verdadera pragmática. No he dicho que no corra, pero no quiero poner en peligro su vida ni la del resto de los conductores.
—Le agradezco el detalle.
—Pero si le interesa, un día podríamos ir al desierto. Allí le demostraré de lo que es capaz este coche.
—¿Que me lo enseñará? ¿No podré conducirlo?
Me mira con curiosidad.
—¿Sabe conducir un coche con cambio de marchas manual?
—Me compré mi Honda durante mi segundo semestre en la universidad —explico—. Tenía la tapicería hecha una pena, imprimación en lugar de pintura y transmisión manual. Le cambié la tapicería, lo hice pintar por una cantidad ridícula y aprendí a manejar el embrague.
La verdad es que me sentí muy orgullosa. Cuando mi madre me cortó la asignación también se llevó el BMW. Yo necesitaba un coche, de modo que conseguí reunir casi mil quinientos dólares y compré el Honda. Estaba hecho una pena pero era mío, y pese a todo sigue funcionando.
—En ese caso quizá le deje conducirlo; pero para eso tiene que portarse bien, pero que muy bien.
Percibo el deseo en su voz.
—Me gustaría notar toda esa potencia, así que lo consideraré un incentivo.
Damien deja escapar un gruñido.
—Caramba, Nikki, creía que debíamos evitar un accidente de tráfico.
Río de buena gana. Me siento sexy y poderosa, y es una sensación endiabladamente agradable.
A pesar de que no alcanzamos los quinientos kilómetros por hora, llegamos al aeropuerto de Santa Mónica en un abrir y cerrar de ojos. Damien aparca el coche delante de un hangar junto al cual hay un avión de aspecto futurista, dotado de unas alas interminables cuyas puntas se doblan hacia arriba.
—Vaya, no está mal —comento. Miro a mi alrededor y veo acercarse a un hombre de cabello y barba gris—. ¿Es Grayson, el piloto?
—Sí, y además de piloto es mecánico, gurú de vuelo y hombre para todo. Buenos días, Grayson. ¿Listo para volar?
—Todo a punto. Bonito día.
—Le presento a Nikki Fairchild, mi cita de esta tarde.
—Es un placer —dice y me estrecha la mano.
—¿Cuánto tiempo lleva volando? —le pregunto.
—Más de cincuenta años. Mi padre solía sentarme con él en su Cessna cuando yo era pequeño y me dejaba coger la palanca. —Entrega a Damien una carpeta con el plan de vuelo y algo que parece un tubo de ensayo—. Está repostado y listo, pero supongo que querrá hacer su propia comprobación, como siempre.
—Es mi avión y por lo tanto mi responsabilidad.
Coge la carpeta y se acerca al aparato. Lo primero que hace es comprobar la presión de los neumáticos. A continuación da la vuelta al avión y se detiene para abrir distintos registros y tomar muestras de líquido con el tubo.
—¿Qué está haciendo?
—Comprobando que no haya agua en el combustible y que los conductos no estén obstruidos. Hace cinco años que me ocupo de sus aviones y nunca ha dejado de hacer su propia comprobación de rutina.
—Y ¿eso no es un poco molesto?
—No, al contrario, es lo que distingue a un buen piloto, y Damien lo es. Lo sé porque yo le enseñé a volar.
—¿Piloto? —repito mientras Damien regresa y entrega el tubo a Grayson—. ¿Sabe pilotar? —le pregunto.
—Desde luego. ¿Lista?
Miro a Grayson, que ríe por lo bajo.
—Está usted en buenas manos.
—Muy buenas —dice Damien, pero tengo la sensación de que no se refiere a volar, o al menos a volar en jets.
La escalerilla está bajada, y me hace un gesto indicándome que suba. Obedezco y me encuentro en una cabina tan lujosa que hace que los aviones comerciales parezcan cárceles. Me dirijo a uno de los asientos cuando noto que Damien me retiene.
—Es hacia la izquierda —dice, y lo sigo hasta la cabina de vuelo.
Está igual de reluciente, pero salta a la vista que se trata de una zona de trabajo y no es el sitio adecuado para relajarse con música y una copa.
—¿Por qué no lo pilota Grayson? ¿No le parece una lástima despreciar tanto lujo y tener que hacer todo el trabajo?
—En tierra tengo tanta música y copas como quiero. Lo emocionante es volar.
—Muy bien, pues emocióneme.
Su sonrisa se torna lobuna.
—Es lo que pretendo, señorita Fairchild, tanto en el aire como cuando tomemos tierra de nuevo.
Oh…
Se coloca unos auriculares con micrófono y habla con la torre. Al cabo de un instante estamos rodando por la pista y Damien sitúa el aparato en posición.
—¿Preparada? —pregunta.
Hago un gesto afirmativo con la cabeza. Oigo como la potencia aumenta y a continuación la noto. De repente corremos por la pista. Damien sujeta el volante con manos firmes y seguras. Tira de él hacia atrás, y siento cómo nos despegamos del suelo. Me pongo cómoda en mi asiento. Estamos volando.
—¡Uau! —exclamo.
Estoy acostumbrada a ir en avión, pero la experiencia me parece totalmente nueva desde el asiento del copiloto.
Ascendemos durante un rato mientras Damien no deja de comunicarse con la torre, y después nos nivelamos. Me acerco a la ventanilla. Veo la costa de California muy por debajo de nosotros; y a nuestras espaldas, las montañas.
—¡Uau! —repito.
Busco en el bolso y saco mi iPhone. Tomo unas cuantas fotografías y me vuelvo hacia Damien.
—Ojalá hubiera sabido que íbamos a hacer esto. Me habría encantado hacer unas cuantas fotos como es debido.
—No creo que hubiera podido conseguir nada de calidad a través del cristal. Grayson siempre los limpia, pero la distorsión es inevitable.
Tiene razón, así que lamento un poco menos la oportunidad perdida.
—¿Utiliza una cámara digital o analógica? —pregunta.
Ahora que estamos en el aire casi no se nota el ruido.
—Analógica. Mi cámara es bastante antigua.
—Y ¿revela sus propios carretes?
—Ni hablar.
Me estremezco involuntariamente y confío en que Damien no se dé cuenta.
—No creía que fuera una pregunta delicada, lo siento.
—Es que no me gustan los espacios pequeños y oscuros —reconozco.
—¿Claustrofobia?
—Supongo que sí. Lo que no me gusta principalmente es estar encerrada en la oscuridad. —Me humedezco los labios—. Y tampoco las habitaciones cerradas. Odio sentirme atrapada.
Bajo la mirada y veo que me estoy abrazando a mí misma.
Damien alarga la mano y me da un apretón reconfortante en el muslo. Cierro los ojos y me esfuerzo por respirar con normalidad. El contacto de su mano hace que me resulte más fácil.
—Lo siento —le digo.
—No tiene por qué disculparse.
—Debería haberlo superado. Es una tontería. Traumas de infancia.
—No resulta fácil librarse de lo que nos ocurre cuando somos pequeños.
Al oír esas palabras recuerdo que Evelyn me comentó lo difícil que fue la infancia de Damien. Es posible que entienda estas cosas. De repente me entran deseos de contárselo. Quiero que comprenda que mis excentricidades tienen explicación. Quizá me equivoque, pero tengo la impresión de estar dando una imagen de debilidad y no quiero aparecer débil ante Damien Stark. También es posible que desee que me conozca tal como soy. No lo sé. Lo que sí sé es que no deseo regodearme en el autoanálisis. Solo quiero verbalizarlo.
—Mi madre me obligaba a participar en desfiles de belleza desde los cuatro años —explico—. Era estricta con muchas cosas, pero una de las que siempre constituía motivo de disputa era que debía dormir mucho para estar guapa.
—¿Y qué hacía? —Su tono es amable pero seco, como si estuviera haciendo un esfuerzo para controlarse.
—Al principio se limitaba a decirme que apagara la luz cuando me lo ordenaba, cosa que siempre era dos horas antes que el resto de mis amigos. Yo nunca estaba cansada, de modo que me metía en la cama y apagaba la lámpara, pero entonces cogía una linterna y me ponía a jugar con mis peluches. Cuando me hice un poco mayor, me dedicaba a leer, pero me pillaba a menudo.
Damien no dice nada, pero noto que está tenso y que espera que prosiga.
—Al final acabó registrando mi cuarto y me quitó la linterna. Más adelante me cambió de dormitorio y me instaló en un cuarto que no tenía ventanas para que no entrara luz de la calle porque había leído en alguna parte que es imposible dormir bien si no es en una oscuridad absoluta. —Me humedezco los labios—. Luego puso una cerradura en mi cuarto que solo funcionaba desde fuera y mandó a un electricista que también trasladara al pasillo el interruptor de la luz.
Estoy empapada de sudor y me pregunto si habrá sido buena idea hablar de esas cosas. A pesar de que el cielo está despejado al otro lado de la ventanilla, noto como si la oscuridad se cerrara sobre mí.
—¿Su padre no hizo nada?
—No conozco a mi padre. Mi madre se divorció al poco de nacer yo, y él se fue a vivir a Europa. Estuve a punto de contárselo a mi abuelo, pero nunca logré reunir el valor suficiente, y después murió.
—¡Qué arpía! —exclama.
Aunque coincido completamente con él no puedo evitar que un comentario políticamente correcto acuda a mis labios, como si tuviera que buscar excusas para mi madre. Sin embargo me contengo.
—Mi hermana intentó ayudarme.
Sonrío al recordar cómo Ashley solía meter una luz por debajo de la puerta y leerme cuentos hasta que me entraba sueño. Al menos hasta que mi madre nos descubrió.
—¿Ella no tenía que dormir mucho para estar guapa?
—No. Ashley nunca llegó a triunfar en los desfiles de belleza, de modo que nuestra madre dejó de inscribirla.
Aquella libertad dio tiempo a mi hermana. Le devolvió su vida. Siempre adoré a Ashley, que para mí era una especie de ángel de la guarda, pero a ratos le tenía una envidia terrible porque la consideraba muy afortunada.
Entonces se suicidó.
Me estremezco.
—Mira, no me apetece seguir hablando de esto —le digo.
Damien no parece reaccionar, pero al cabo de un momento me dice:
—Yo creía que entendía de fotografía, pero supongo que sé menos de lo que pensaba. Siempre di por hecho que podía entrar un poco de luz.
Lo miro con el rabillo del ojo y le agradezco su discreción. Ha cambiado de conversación para que yo no tuviera que seguir hablando de mis problemas con la oscuridad, pero lo ha hecho de tal manera que podemos seguir hablando de fotografía.
—Hasta cierto momento del proceso, así es —contesto y dejo que un asunto que me apasiona se lleve mis miedos y recuerdos—. Lo normal es tener una luz roja o ámbar cuando se positiva en blanco y negro porque el papel es sensible a la luz azul o azul verdosa. Pero cuando trabajas con color, como yo hago principalmente, hay que mantener los positivos en completa oscuridad hasta que están fijados. —Hago un gesto quitándole importancia—. De todas maneras no tiene importancia. Disponer de un cuarto oscuro es caro y el positivado lleva mucho tiempo. Un día de estos me compraré una cámara digital, pero hasta ese momento envío mis películas a revelar y pido una hoja de contactos junto con el CD con las imágenes. Entonces me siento y me dedico a jugar con ellas en el entorno que mejor domino.
—¿El ordenador? —pregunta con una sonrisa.
—Sí, desde que me regalaron el primero cuando cumplí diez años —le aclaro.
Lo que no le cuento es que el ordenador se convirtió en mi vía de escape. Podía encenderlo y decirle a mi madre que estaba haciendo los deberes y después perderme jugando. Más adelante empecé a escribir mis propios códigos de programación. Durante unas semanas incluso utilicé la pantalla como luz de noche, pero mi madre me descubrió. A mi madre no se le escapaba nada.
—Hacer retoque fotográfico con un ordenador es como tener una varita mágica. Por ejemplo, podría hacerle una foto, buscar imágenes de la luna y hacer que pareciera que está en el espacio. —Sonrío traviesamente—. O poner su cabeza en el cuerpo de un mono.
—No creo que eso me favoreciera, ¿verdad?
—Desde luego que no —convengo.
—Esto último es una de las aplicaciones que tiene en venta, ¿no?
Me sorprende que lo sepa. He diseñado, codificado y vendido tres aplicaciones para Smartphone a través de distintas plataformas. Las diseñé cuando estudiaba en la Universidad de Texas, aunque no para una asignatura concreta, y en estos momentos resulta que hay mercado para las aplicaciones que permiten cortar un retrato y pegarlo en una serie de fotos de animales predeterminados para compartir la nueva imagen a través de las redes sociales.
—¿Cómo lo sabe?
Mi aplicación es bastante popular, pero no me ha hecho ganar dinero suficiente para que alguien como Stark haya reparado en ella.
—Siempre trato de averiguar todo lo posible sobre aquello que me interesa.
Me mira mientras habla y está claro que se refiere a mí y no a mi aplicación. De todas maneras no debería sorprenderme. Damien nunca pasa nada por alto.
Sonrío, halagada, pero no puedo evitar sentirme vulnerable y preguntarme qué más sabrá de mí. ¿Habrá indagado muy a fondo? Teniendo en cuenta los recursos de los que dispone, puede haberlo hecho sin la menor dificultad. Me quedo pensativa.
Si Damien nota mi cambio de humor, no lo demuestra.
—Para mí la ciencia también ha tenido siempre algo mágico —comenta retomando el hilo original de la conversación—, y no solo la ciencia informática.
—La verdad es que me impresionaron las preguntas que hizo durante la presentación, porque cubrieron tanto aspectos del diseño del software como cuestiones de hardware. ¿Qué estudió en la universidad?
—No fui a la universidad —contesta—. De hecho, tampoco fui al instituto. Desde los diez años tuve profesores particulares. Mi entrenador insistió, y mi padre estuvo de acuerdo.
Noto en su tono una tensión que me resulta desconocida y, a pesar de que siento curiosidad y deseo saber más, tengo claro que he tropezado con una cuestión delicada.
—¿Sabe mucho de fotografía? —le pregunto para cambiar de tema—. ¿Sacó usted las fotos que decoran la recepción de su oficina?
—Lo suficiente para que sea peligroso —dice con desenfado, y me alegro de su cambio de humor—. En cuanto a la segunda pregunta, la respuesta es no. Simplemente busqué imágenes que reflejaran mis aficiones. Las fotos que vio son de un fotógrafo local que tiene un estudio en Santa Mónica.
—Pues es muy bueno. Me gustó cómo maneja el contraste y la perspectiva.
—Estoy de acuerdo, y me halaga que pensara que las había hecho yo.
Cambio de postura para mirarlo mejor.
—Bueno, es usted un hombre de mucho talento y lleno de sorpresas.
Su decadente sonrisa es típica de él y anuncia más sorpresas a la vista. Noto un cosquilleo entre los muslos a modo de respuesta.
Aparto la vista y carraspeo.
—Y ¿qué aficiones son esas? —pregunto—. A juzgar por las fotos —recuerdo que eran del mar, las montañas y los radios de una bicicleta—, supongo que le gusta navegar, esquiar y montar en bici.
—Supone bien. El mar representa el buceo; y los árboles, el excursionismo. En cuanto a lo demás ha acertado. ¿A usted qué le gusta de todo eso, señorita Fairchild?
—La verdad es que me gusta todo —reconozco—, pero nunca he probado el buceo. En Texas no abundan las oportunidades.
—Pues California tiene sitios estupendos para bucear. Sin embargo, los trajes de neopreno me molestan. Prefiero con mucho las aguas cálidas del Caribe. Mire allí —dice y señala por la ventanilla.
Tardo un segundo en situarme y comprender que está indicando Santa Bárbara.
—Aterrizaremos enseguida, pero antes ¿por qué no pilota el avión un rato?
—¿Qué? —Me aclaro la garganta y repito la pregunta procurando no graznar—. Perdón, pero ¿qué ha dicho?
—Es fácil —responde.
Suelta una mano del volante y me coge la izquierda. El contacto me resulta abrasador y me pregunto por qué lo recibo siempre con tanta intensidad. En ese momento preferiría que no fuera así, porque me hace coger los mandos del avión y debo mantenerlo en el aire a pesar de que me cuesta concentrarme.
—¡Uau! —exclamo cuando me suelta—. ¿Y ahora qué demonios tengo que hacer, Stark?
—Ya lo está haciendo. Manténgalo así. Si empuja la palanca, descendemos; si la sube, ascendemos. Vamos, tire de ella ligeramente.
No muevo un músculo.
Se echa a reír.
—Vamos, inténtelo.
Obedezco y reprimo un grito de placer cuando el avión responde a mis órdenes.
—Me gusta cómo ha sonado eso —dice Damien—. Creo que me gustará volver a oírlo en tierra.
Dibuja una suave caricia en la mejilla con el pulgar, y esta vez debo hacer un esfuerzo para no dejar escapar sonido alguno.
—Muy bien, ahora déjelo volar. —Desliza la mano por mi nuca hasta mis hombros y les da un leve apretón—. Muy bien, buen trabajo.
Respiro entrecortadamente y no sé si es por la sensación de volar o por culpa de ese hombre.
—¡Estoy volando! —exclamo—. Estoy volando de verdad.
—Sí —responde—, y volverá a hacerlo.
Somos los únicos clientes del comedor-terraza del Santa Bárbara Pearl Hotel de Bank Street. Nos hallamos a unas pocas manzanas de distancia del mar y desde donde estamos sentados alcanzamos a ver el muelle de Stearns Wharf y a lo lejos las Channel Islands que surgen de las olas igual que criaturas marinas.
Estoy tomando un martini de chocolate blanco y me siento agradablemente saciada tras un banquete de ostras y salmón relleno.
—Esto es precioso —comento—. ¿Cómo encontró este sitio?
—No fue difícil. Soy el propietario del hotel.
No sé por qué me sorprendo.
—¿Hay algo que no posea, señor Stark?
Me coge la mano.
—En estos momentos tengo todo lo que deseo.
Mis mejillas se tiñen de rubor, y de repente soy muy consciente de mi cuerpo, especialmente por debajo de la cintura. Saboreo el momento porque me da un poco de miedo que pretenda desdecirse del trato que ha hecho cuando vea el verdadero estado de la mercancía.
Un hombre vestido con traje sale a la terraza y se acerca a nosotros. Lleva una pequeña bolsa blanca que entrega a Damien.
—Acaba de llegar esto para usted, señor Stark.
—Gracias, Richard.
Cuando Richard se aleja, Damien me entrega la bolsa.
—Me parece que es para usted.
—¿De verdad?
Pongo la bolsa en mi regazo, miro en su interior y doy un respingo. Es una Leica nueva y reluciente.
Miro a Damien y veo su sonrisa de satisfacción.
—¿Le gusta? Es digital. Lo mejor de lo mejor.
—Es fantástica. —Me echo a reír—. Es usted increíble, señor Stark. Le basta con chasquear los dedos para que las cosas sucedan.
—Me ha hecho falta algo más que chasquear los dedos, pero ha valido la pena. Si no, ¿cómo va a hacer fotos de la playa?
Me levanto y camino hasta el borde de la terraza.
—Desde aquí veo el mar, pero de la playa más bien poco.
—La vista será mejor cuando paseemos por ella.
Levanto el pie y señalo mis zapatos de salón con tacones de cinco centímetros.
—Me parece que no voy vestida para la ocasión.
La tobillera centellea a la luz del sol. Damien se acerca y la acaricia con el dedo. El calor de su piel irradia sobre la mía.
—Es muy bonita —comento.
—Belleza para la belleza —contesta—. Las esmeraldas hacen juego con sus ojos.
Sonrío, encantada.
—Últimamente tengo la sensación de que me llueven los regalos.
—Estupendo. Se los merece. Además, esto no es un regalo —dice señalando la tobillera—. Es un vínculo y una promesa.
Lo dice mirándome a los ojos, y me ruborizo.
—No quiero dejar de pasear por la playa con usted —reconozco. Mi voz es apenas un susurro—. Puedo ir descalza.
—Desde luego. Pero ¿ha mirado debajo de la caja de la cámara?
—¿Debajo?
Regreso a la mesa y saco la caja de la bolsa. Hay algo más, envuelto en papel de seda azul. Miro a Damien, pero su expresión es inescrutable. Cojo el paquete. Se trata de algo ancho y plano. Retiro lentamente el envoltorio y encuentro un par de sandalias negras. Me echo a reír.
—Para caminar por la playa —me dice.
—Gracias.
—De nada. Todo lo que quiera… Todo lo que necesite…
—No todo se puede comprar en este mundo.
—No —conviene mientras me mira fijamente—. Pero cumplo mis promesas.
Sus palabras me provocan un agradable cosquilleo. Por suerte la aparición del camarero me libra de contestar.
Regresamos a la mesa para tomar el café y un coulant de chocolate tan delicioso que desearía haber pedido otro para mí en lugar de haber dicho que simplemente probaría un poco.
—¿Qué más ha hecho el fin de semana? —le pregunto.
—Trabajar.
—¿Ganó otros mil millones?
—No tanto, pero aproveché el tiempo. ¿Y usted?
—Yo hice la colada —reconozco—. Y el sábado por la noche fuimos a bailar.
—¿Fuimos?
—Sí, Ollie y mi compañera de piso, Jamie.
Su expresión se vuelve tensa. ¿Serán celos? Creo que bien podrían serlo, y soy lo bastante mezquina y vanidosa para alegrarme, aunque solo sea un poco.
—¿Qué le parece si esta semana la llevo a bailar?
—Me encantaría.
—¿Adónde fue con Ollie y Jamie?
—A Westerfield’s —le digo—. Es un sitio nuevo que hay en Sunset, cerca del St. Regis.
—Mmm…
Parece pensativo, y se me ocurre que las discotecas ruidosas quizá no sean lo que más le gusta.
—¿Demasiado marchoso para usted, con esa música y esas luces? —pregunto.
Sé que solo tiene treinta años, pero parece mayor. Me pregunto si pertenecerá a uno de los clubes de baile de salón que hay en Los Ángeles, y mientras sopeso la idea pienso en todas las películas que he visto de Ginger Rogers y Fred Astaire. Sí, no me importaría bailar de ese modo en brazos de Damien.
—¿Le gustó Westerfield’s?
—Sí, pero hace poco que he salido de la universidad, y Austin está lleno de discotecas, así que la música a tope no es lo que más… —Dejo la frase a medias al ver su expresión divertida, y dejo caer los hombros cuando adivino el motivo—. No me diga que también es propietario de esa discoteca.
—Pues sí.
—Hoteles, discotecas, ¿qué ha sido de su pequeño imperio de alta tecnología?
—Los imperios suelen ser extensos —contesta—. Siempre me ha parecido buena idea tener un catálogo de actividades variado, y mi imperio no es pequeño en absoluto.
—Me parece que me he equivocado con usted —admito.
—¿A qué se refiere?
—Nos estaba imaginando a los dos en plan Ginger y Fred, cuando me lleve a bailar, quiero decir. De todas maneras un buen meneo también me gusta.
Lo obsequio con mi sonrisa más coqueta y me escandalizo por ello; pero echo la culpa al martini. Bueno, al martini y a él.
Damien sonríe misteriosamente, se levanta y cruza la terraza. Lo veo toquetear algo en la pared y al cabo de un momento oigo música. Es «Smoke Gets in Your Eyes», uno de mis números favoritos de Astaire y Rogers. Vuelve y me tiende la mano.
—¿Me concede este baile, señorita Fairchild?
Noto un nudo en la garganta y mi corazón se dispara cuando me coge entre sus brazos. No soy buena bailarina, pero con Damien llevándome tengo la sensación de flotar. Damos vueltas por la terraza. Su mano en mi espalda es ligera como una pluma, y cuando la música se acaba me atrae hacia él y hace que me incline hacia atrás mientras me sonríe malévolamente.
Estoy sin aliento, y mi pecho sube y baja entre sus brazos. Tengo sus labios a escasos centímetros y soy incapaz de pensar en otra cosa que no sea sentirlos contra los míos. El contacto de su boca, de su lengua.
—¿Está pensando en algo, señorita Fairchild?
—Qué va.
Arquea una ceja y recuerdo su voz: «Nada de mentiras».
—Bueno, me preguntaba…
—¿Qué se preguntaba? —Me incorpora, y nuestros cuerpos se tocan. Las caderas, mis pechos contra el suyo. Mis pezones duros delatan mi excitación—. Dígamelo —me susurra al oído y hace que me estremezca de deseo.
—Me preguntaba si iba a besarme.
Me mira fijamente. Quiero abandonarme a la pasión que veo en sus ojos y entreabro los labios anticipándome al beso.
—No —dice mientras se aleja un paso de mí.
Parpadeo, confundida. ¿Cómo que no?
—No —repite con una sonrisa traviesa. Entonces lo entiendo. Me está castigando por haber irrumpido en su despacho—. Nuestra semana empieza cuando llegue para su primera sesión de posado.
—¿Esta tarde? —pregunto.
—A las seis.
Hago un gesto afirmativo con la cabeza, decepcionada pero excitada.
Damien desliza la mano por mi trasero, por encima del fino tejido de mi falda.
—Y otra cosa, Nikki —añade—. No se moleste en llevar ropa interior. La verdad es que no la necesita.
Trago saliva y me doy cuenta de que me estoy excitando solo de pensarlo.
Ay, ay, ay…