15

El domingo me veo obligada a afrontar la realidad de mi vida: si no dedico unas cuantas horas a hacer la colada tendré que ir al trabajo desnuda.

—A Carl le gustaría —me dice Jamie cuando le explico por qué ese es mi plan del día.

—Prefiero no tener que comprobarlo. ¿Me acompañas?

Llevo un cesto con la ropa bajo el brazo y estoy apoyada contra el marco de la puerta de su dormitorio. Jamie contempla el revoltillo de ropa tirada por el suelo y dice en tono serio:

—Creo que está limpia.

Me estremezco.

—No sé cómo podemos ser buenas amigas.

—Por el Ying y en Yang.

—¿Tienes alguna audición la semana que viene?

—La verdad es que tengo dos.

—En ese caso vuelve a lavar todo esto. Luego te ayudaré a plancharlo y doblarlo. No puedes presentarse a una audición con un abrigo de piel de gato. —Lady Miau-Miau levanta la cabeza como si supiera que hablo de ella. Está ovillada encima de algo negro que me resulta familiar—. ¿Eso de ahí es mi vestido? —pregunto.

Jamie sonríe con aire culpable.

—Una de las audiciones es para Sexy Girl in Bar y tengo tres líneas de diálogo. Pensaba llevarlo a la tintorería.

—Vamos, Yang —respondo secamente—. A ver si las máquinas no están ocupadas.

La lavandería tiene una salida que da a la piscina, y cuando hemos dejado nuestra ropa cogemos un par de tumbonas. Mientras me instalo, Jamie sube corriendo al apartamento sin darme explicaciones. Al cabo de unos minutos regresa con una bolsa colgada del hombro y una botella de champán en la mano.

—¿Teníamos champán?

Hace un gesto de indiferencia.

—Ayer compré una botella en la tienda. —Levanta el hombro y mira dentro de la bolsa—: Y zumo de naranja.

Desata el alambre de seguridad, empuja el corcho con los pulgares, y al cabo de un momento me sobresalto por el sonido del corcho que sale despedido y da en el cartel metálico que prohíbe objetos de cristal en la piscina.

—Impresionante —le digo—. ¿Te has acordado de traer vasos?

—He pensado en todo —responde con orgullo y empieza a sacar el zumo, los vasos de cartón, una bolsa de patatas fritas, un tarro de salsa y un cuenco de plástico.

—Me encantan los domingos —comento mientras cojo la mimosa, el cóctel que Jamie me alarga y alzo el vaso para brindar.

—Por nosotras.

Nos estiramos en nuestras tumbonas y nos dedicamos a beber y a charlar de todo y de nada en concreto. Un cuarto de hora más tarde he acabado mi cóctel, Jamie se ha tomado tres, y hemos hecho un juramento de sangre para ir a Target esta misma tarde y comprar una cafetera que prepare café en lugar de agua sucia.

Al parecer esa es toda la conversación que Jamie puede soportar, porque cierra los ojos, echa la cabeza hacia atrás y empieza a tomar el sol.

Sin embargo yo estoy intranquila.

Doy vueltas en la tumbona durante unos minutos, intentando ponerme cómoda, pero al final renuncio y subo a por mi portátil. Llevo unos días entretenida con una aplicación sencilla para iPhone, y paso por el simulador lo que llevo codificado por el momento antes de meterme en la parte divertida, pero solo dedico media hora a codificar, declarar objetos, sintetizar propiedades y crear varias subclases. Es un día demasiado perezoso incluso para un sencillo trabajo de programación. Además, el resplandor del sol me impide ver bien la pantalla. Apago el ordenador, subo a dejarlo en el apartamento y vuelvo con la cámara de fotos.

La zona de la piscina no es especialmente bonita, pero las grietas del cemento y las salpicaduras ofrecen primeros planos interesantes. Cerca de la valla crece una flor que no conozco. Le arranco unos cuantos pétalos y los tiro al agua; entonces me tumbo boca abajo e intento hacer una foto solo de ellos mientras flotan, sin que salga el cemento de la piscina.

Al cabo de unos cuantos disparos centro mi atención en Jamie e intento captar en la película su expresión de paz y tranquilidad que contrasta con su habitual temperamento bullicioso. Al final consigo unas cuantas fotos muy buenas. Jamie tiene uno de esos rostros que las cámaras adoran. Si alguna vez le dan la oportunidad creo que podría abrirse paso como actriz, pero que te den una oportunidad en Hollywood es tan normal como…, bueno, como que te ofrezcan un millón de dólares por posar desnuda para un cuadro.

Estoy a punto de echarme a reír. A él sí que me gustaría fotografiarlo. Cierro los ojos y me imagino la luz y la sombra cayendo sobre los ángulos de ese asombroso rostro. Un leve rastro de barba, un ligero brillo de sudor, puede incluso que el pelo húmedo y echado hacia atrás después de un chapuzón en la piscina.

Oigo algo y me doy cuenta de que soy yo, gimiendo suavemente.

Jamie se agita a mi lado. Me siento más erguida e intento apartar esa fantasía.

—¿Qué hora es? —pregunta inútilmente porque lo primero que hace es coger el móvil para comprobarlo.

Miro la pantalla. No son ni las once.

—Le pregunté a Ollie si quería venir a pasar el día con nosotras —me dice con voz un poco adormecida—. Me pareció que se aburriría con Courtney fuera de la ciudad. Además, anoche lo pasamos muy bien. ¿Tú no?

—Sí, y Ollie desde luego parecía divertirse. De todas maneras eres única a la hora de arrastrar a alguien a la pista de baile y hacer que disfrute.

—¡Qué dices! Yo no lo arrastré para nada. Quizá Ollie no lo reconozca, pero le encanta bailar. —Se quita la camiseta y revela un sujetador rosa que según ella debería poder pasar como la parte superior de un biquini—. ¿Crees que vendrá?

Hago un gesto de ignorancia. A pesar de lo mucho que quiero a Ollie no me apetece compañía para un brunch. Salir supondría tener que vestirse; quedarse, tener que cocinar.

—Llámalo y pregúntale.

—No, no vale la pena. Si viene, bien; y si no, también.

Suena sospechosamente indiferente.

Bebo un sorbo de mi mimosa y cambio de postura en la tumbona para verla mejor.

—Quiere que me vista con esmoquin el día de su boda —le digo poniendo énfasis en la última palabra—. Me ha pedido que sea su padrino el día de su boda.

—Nikki, por favor, no voy detrás de Ollie. Deja de preocuparte.

—Lo siento —respondo, aliviada—, pero es que a veces me da la impresión de que necesitas estos pequeños recordatorios.

—¿Lo del esmoquin va en serio? Me parece muy de los ochenta o incluso de los setenta. ¿Cuándo se estrenó Annie Hall? ¿No es en esa película donde Diane no-sé-qué va vestida con ropa de hombre?

—Era Diane Keaton —le explico—.Annie Hall es un clásico de Woody Allen de mil novecientos setenta y siete que ese año ganó el Oscar a la mejor película. De verdad, James, ¿cómo puedes no saberlo? Eres tú la que desea trabajar en Hollywood, no yo.

—Quiero trabajar en Hollywood ahora, no antes de haber nacido.

Estoy segura de que en alguna parte nos acecha una nueva entrega, algo acerca de Saw 27, pero mi móvil suena antes de que pueda replicar, y Jamie me lanza una mirada de satisfacción, contenta por haber tenido la última palabra.

Leo el nombre en la pantalla, maldigo por lo bajo y pulso el botón de responder.

—¡Madre! —exclamo haciendo un esfuerzo por fingir que me alegra su llamada—. ¿Cómo has…? —Veo la expresión culpable de Jamie y sé de qué modo mi madre ha conseguido mi nuevo número. Carraspeo y vuelvo a empezar—: Hola, madre. Tienes suerte de llamarme en un momento en el que puedo hablar.

—Hola, Nichole —dice, haciendo que me encoja—. Es domingo por la mañana y deberías estar en la iglesia intentando conocer a un buen hombre, pero tenía la intuición de que te encontraría en casa.

Para mi madre la religión está al mismo nivel que cualquiera de esos realitis.

Me doy cuenta de que espera que diga algo, pero nunca sé que decir cuando hablo con mi madre, de modo que permanezco en silencio. De hecho me enorgullezco de lograrlo. Aunque me ha costado muchos años alcanzar semejante nivel de desafío, el hecho de hallarme a mil kilómetros de distancia también ayuda.

Al cabo de un momento carraspea y dice con voz grave:

—Estoy segura de que sabes por qué te llamo.

Me pregunto si habré hecho algo. ¿Qué puedo haber hecho?

—Pues no.

La oigo contener el aliento. Mi madre es una mujer muy guapa, pero tiene los dientes de delante un poco separados. El cazatalentos de una agencia de modelos de Nueva York le dijo una vez que ese espacio añadía carácter a su belleza y que si deseaba iniciar su carrera como modelo lo único que debía hacer era las maletas y mudarse a Manhattan. Mi madre rechazó la idea, se quedó en Texas y se casó. A una dama como es debido le interesa un marido, no una carrera. En cualquier caso nunca se arregló los dientes.

—Hoy es el aniversario de boda de Ashley.

Noto que la mano de Jamie se cierra sobre la mía y me doy cuenta de que estoy agarrando el brazo de la tumbona con tanta fuerza que me extraña no haber doblado el tubo de metal. Es muy propio de mi madre recordarme el aniversario de la muerte de mi hermana cuando apenas recordaba su cumpleaños en vida.

—Escucha, madre, tengo que dejarte.

—¿Estás saliendo con alguien?

Cierro los ojos y cuento hasta diez.

—No —contesto a pesar de que en mi mente ha aparecido la imagen de Damien.

—¿Es un no que quiere decir sí?

—Por favor, madre…

—Escucha, Nichole, tienes veinticuatro años y eres muy guapa, suponiendo que no te hayas ensanchado de caderas; pero el tiempo pasa, y con tus… Bueno, todos tenemos defectos, pero los tuyos son tan extremados que…

—¡Por Dios, madre!

—Solo pretendo decir que a los veinticuatro deberías pensar en hacer algo con tu vida.

—Eso es precisamente lo que pretendo. —Miro a Jamie y le suplico en silencio que acuda en mi ayuda.

«Líbrate de ella», me dice moviendo en silencio los labios.

Como si fuera tan fácil.

—Madre, de verdad tengo que dejarte. Alguien llama a la puerta. —Me encojo por dentro. Miento fatal.

Jamie se levanta de la tumbona y corre al otro lado de la piscina.

—¡Nikki! —grita—, ¡hay un tío en la puerta y está buenísimo!

Cubro el micrófono del móvil con la mano, no sé si de la vergüenza o de la emoción.

—Está bien, cuelga —dice mi madre. Ignoro si habrá oído a Jamie. Creo apreciar cierto nerviosismo en su voz, pero es posible que solo sea mi imaginación—. Adiós, Nichole. Besos.

Así ha sido siempre. Nunca dice «te quiero», solo «besos» y después cuelga sin darme tiempo a contestar.

Jamie se sienta junto a mí, satisfecha consigo misma.

—Dios mío, ¿te has vuelto loca?

—Eso no ha tenido precio —contesta—. De verdad que me habría gustado ver la cara de tu madre.

Mantengo mi expresión severa, pero en mi interior coincido con ella.

—Vamos —me dice Jamie mientras se levanta y recoge sus cosas—. Tenemos que meter nuestra ropa en la secadora. Además, todavía tengo hambre. ¿Qué te parece una pizza y una peli? Podríamos ver Annie Hall. Tengo entendido que ganó un Oscar.

A Jamie no le interesa lo más mínimo Annie Hall y al cuarto de hora está dando cabezadas. Para ser sincera no estoy segura de si está dormida o en coma tras haberse zampado seis porciones de pizza en cinco minutos.

En cuanto a mí, me encanta la película, pero eso no significa que le haya prestado atención. No. He estado pensando en Damien Stark y en su oferta, esa proposición que mi madre desaprobaría en cualquier caso.

La misma que he decidido aceptar. Solo tengo que preguntarle un par de cosas.

«Ten cuidado».

«Es peligroso».

No lo creo, al menos no en el sentido en que lo dice Ollie, pero en cualquier caso debo asegurarme.

Noto un cosquilleo en el estómago cuando descuelgo el móvil del cargador que hay junto al sofá y camino descalza hasta mi dormitorio. Recuerdo que mi colada sigue en la secadora, pero mis bragas pueden esperar.

Reviso las llamadas entrantes y encuentro su número. Vacilo un segundo pero acabo marcando.

—¡Nikki! —responde Stark antes de que el primer tono se desvanezca. Parece aliviado por oírme.

—¿Qué le pasó a Sara Padgett? —le suelto a bocajarro. Debo preguntárselo mientras tenga valor.

A través del teléfono me llega el frío helado de Damien.

—Murió, Nikki, pero estoy seguro de que ya lo sabía.

—Quiero saber cómo y quiero saber lo que había entre ambos. Ayer su gente de seguridad se puso muy nerviosa cuando se presentó alguien llamado Padgett. Antes de…

—¿Qué?

Contengo el aliento.

—Antes de sopesar su generosa oferta quiero saber con qué clase de hombre voy a tratar.

—Vaya por Dios…

Durante unos segundos lo único que oigo es el ruido del tráfico. Debe de estar en su coche.

—¿Damien…?

—Estoy aquí. Eso son bobadas, Nikki. Supongo que lo sabe.

—No, no tengo ni idea porque usted no me ha contado nada.

Cuando llegan las palabras lo hacen a regañadientes:

—Sara Padgett y su hermano heredaron de su padre una participación accionarial que les permitía controlar una empresa pequeña pero muy interesante llamada Padgett Enviro-Works. El padre se había hecho rico con la empresa, pero tras su muerte esta perdió empuje y empezó a caer en picado. Eric no sabía dirigirla, y Sara no estaba interesada en ella. Yo vi que tenía potencial para crecer y les hice una oferta para comprarles su parte de las acciones.

Hace una pausa como si esperara que yo dijera algo, pero no digo nada. Quiero saber adónde conduce la historia.

Stark prosigue con tono monocorde, como si estuviera leyendo un informe.

—Los dos rechazaron mi oferta, pero Sara me preguntó si estaría dispuesto a acompañarla a una gala benéfica. Una cosa llevó a la otra y seguimos viéndonos.

—¿La quería?

—No, era una buena amiga. Su muerte supuso un shock terrible.

—¿Fue un accidente?

—Solo puedo hacer conjeturas. Parece que se trató de un caso de auto-asfixia erótica que acabó trágicamente. El forense declaró que había sido accidental y el caso se cerró.

Me paso los dedos por el cabello. Creo lo que dice, pero también estoy segura de que no me ha contado toda la verdad. Sopeso dejarlo estar, pero no puedo. Tengo que saberlo.

—Sin duda tiene que haber más. No creo que esa sea toda la historia.

—¿Por qué lo dice?

—Alguien, un amigo, está preocupado por mí —es justo que lo sepa, ¿no?—, en concreto por mi relación con usted. Cree que es usted peligroso.

—¿Ah, sí?

En ese momento el tono de Stark suena desafiante. Cierro los ojos y rezo para no estar causando problemas a Ollie. No puede saber que se trata de él, ¿o sí?

—¿Qué más ocurrió? —insisto.

—Su hermano —prosigue—. Al parecer Eric está convencido de que yo até a Sara, la estrangulé accidentalmente y me marché dándola por muerta. Ahora no ve el momento de vender su historia.

—Oh, eso es horrible.

No me extraña que no quiera hablar del asunto.

—Es lo que hay. ¿Qué opina, Nikki, soy peligroso?

Parece molesto, y pienso que quizá este no sea el mejor momento para hablar de su propuesta.

—Lo siento —le digo—. No tendría que haber preguntado. No es asunto mío.

—No, no lo es. —Se crea un tenso silencio hasta que por fin suelta una maldición—: Maldita sea, Nikki, el que lo siento soy yo. Es natural que oiga rumores y tiene todo el derecho de hacer preguntas. Si tenemos en cuenta lo que le estoy pidiendo, puede hacer tantas preguntas como quiera.

—¿De verdad no está enfadado?

—Con usted no, con Padgett. Digamos que está en mi lista.

Prefiero no preguntar qué lista es esa.

—Confío en que siga considerando mi oferta —me di ce—. Realmente deseo que no tarde demasiado en aceptar.

—Ya… lo he decidido —farfullo.

Tarda tanto en contestar que creo que no me ha oído.

—Cuénteme —dice por fin.

A pesar de que no puede verme trago saliva.

—Tengo condiciones.

—Así que estamos negociando, ¿no? Estupendo. ¿Cuáles son sus condiciones, señorita Fairchild?

He ensayado este momento muchas veces, de modo que las palabras me salen como si estuviera presentando mi tesis.

—Ante todo tiene que comprender que hago esto por dinero. Lo necesito, sé darle buen uso y es lo que quiero. Así pues, no lo olvide. Su millón de dólares lo condiciona todo.

—Lo entiendo.

—Espero que se me pague sea cual fuere el resultado, aunque al final no le guste el cuadro.

—Desde luego. El dinero es su tarifa por posar y no tiene nada que ver con mi satisfacción con el cuadro.

—Bien, tampoco podrá venderlo. O lo tiene usted o lo destruye.

—Hasta hora sus condiciones me parecen totalmente aceptables.

Hago una pausa y respiro hondo porque me estoy acercando a los aspectos más importantes.

—El artista debe pintarme tal como soy, nada de representaciones artísticas de mi persona.

—Usted es precisamente lo que deseo, Nikki —responde con el mismo tono que utilizó cuando me metió los dedos.

«Dígame que le gusta».

«Sí. Dios, sí».

Descruzo y vuelvo a cruzar las piernas, sentada al borde de la cama.

—Solo pretendo asegurarme de que nos entendemos, señor Stark. Una vez me haya desnudado ya no habrá vuelta atrás. Lo que vea será exactamente lo que obtenga.

—Tenga cuidado, señorita Fairchild, me la está poniendo dura.

—Maldita sea, Stark, estoy hablando en serio.

—Y yo también, créame.

Mascullo una maldición y lo oigo reír al otro lado del hilo.

—Entonces ¿acepta? —pregunto bruscamente.

—¿Sus condiciones? Desde luego que sí, pero como es normal yo también tengo las mías.

—¿Cómo?

—Usted ha cambiado las condiciones originales. Tengo derecho a hacer lo mismo.

—No sé… —No había caído en la cuenta y tendría que haberlo hecho.

—Y deje que le aclare algo, señorita Fairchild. Ya no estamos en una negociación. Es mi última oferta. O la acepta o la rechaza.

—Está bien. —Me retuerzo de inquietud. De repente tengo mucho interés en saber lo que va a decirme—. Dígame cuál es.

—Desde este momento hasta que el cuadro esté terminado usted será mía.

—¿Suya? —La palabra me sabe a chocolate—. ¿Qué quiere decir exactamente con eso?

—¿Qué cree usted que quiero decir?

Abro la boca pero no emite sonido alguno. Vuelvo a intentarlo.

—Pues que le pertenezco.

Mi voz es un susurro. Más que eso, es una plegaria, y me sorprende lo mucho que me excitan sus palabras. Me he mudado a Los Ángeles para tomar las riendas de mi vida y ahora resulta que me estoy excitando con la idea de ponerme en manos de Damien.

—¿Y qué más? —pregunta.

—Que tengo que hacer lo que me diga.

Deslizo la mano bajo mis shorts. Estoy húmeda y caliente.

—Exacto —dice Damien.

Su voz suena firme y tensa. Él está a punto igual que yo, y saberlo me excita aún más.

—¿Y si no?

—Usted ha estudiado ciencias, señorita Fairchild, sin duda sabrá que toda acción tiene su reacción.

—Sí.

Paso el dedo por mi sensible clítoris y me estremezco debido al inesperado e intenso placer que recorre mi cuerpo.

—¿Le gusta eso, señorita Fairchild? —pregunta.

Me arden las mejillas. No sé si se refiere a sus condiciones o a mi orgasmo. Me incorporo.

—¿Y qué ocurre si no nos ponemos de acuerdo?

—Pues que yo me quedo sin mi cuadro y usted sin su millón de dólares.

—¿Por qué quiere obligarme a aceptar sus condiciones? Ya le he dicho que posaré.

—Porque puedo, porque la deseo, porque no quiero tener que cortejarla hasta llegar a nuestro primer polvo. Y porque no me gusta andarme con juegos.

—Y esto que hacemos ¿no es jugar?

—Tiene razón, señorita Fairchild, pero me gusta hacer las cosas a mi manera.

—Primero dice que me desea y después que no. Dice que quiere un cuadro mío y después que no.

Durante unos segundos Damien Stark permanece en silencio mientras intenta comprender mi punto de vista.

—Se equivoca —responde finalmente.

—No lo creo, y por eso mis condiciones son importantes. Quiero cobrar igualmente si lo cancela, me refiero al cuadro y a este juego.

—¿Es un trato?

—Es una condición.

—Muy bien, acepto su condición.

—Y otra cosa más. No empezaremos ahora, sino en la primera sesión con el pintor.

—Es una negociadora implacable, señorita Fairchild, pero acepto su propuesta.

Noto que se está cansando de mis condiciones, pero me da igual.

—No he terminado. Esto no es para siempre. Usted podría pagar al pintor por horas y este tomarse un año para terminar el cuadro. No tardará más de una semana.

—¿Una semana? —No parece nada complacido.

—Es mi mejor oferta. Ah, y como es natural tendrá que ceñirse a mi horario laboral. Por lo demás, mis noches y mis fines de semana son suyos.

—Muy bien, una semana. ¿Trato hecho?

Deseo decir que sí, pero pregunto:

—¿Qué es exactamente lo que pretende hacer conmigo?

—Muchas cosas, pero básicamente proporcionarle placer de todas las maneras posibles.

«Ay Dios».

—Y… ¿esto incluye algún tipo de perversión?

Ríe por lo bajo.

—¿Le gustaría?

No lo sé.

—Yo no… Quiero decir que nunca…

Noto que las mejillas me arden furiosamente. He tenido un montón de primeras citas cortesía de mi madre, pero solo dos relaciones importantes. Mi primer novio tenía mucha más experiencia que yo, y con eso quiero decir que había salido con una chica de la universidad a pesar de que todavía estábamos en el instituto. Sin embargo, a menos que un revolcón rápido en la mesa de billar de casa de sus padres cuente, no hubo nada ni remotamente pervertido en nuestra relación. En cuanto al segundo, Kurt, sí hubo dolor, pero solo emocional.

Sean cuales sean las cosas a las que se refiere Damien se hallan muy lejos de mi experiencia.

Parece comprender mis reservas.

—Quiero darle placer —me dice—. Es lo único que pretendo. ¿Haremos cosas pervertidas? Es posible, pero creo que le gustarán.

Me estremezco, sorprendida por lo mucho que deseo saber qué cosas pretende hacer conmigo. Noto mis pezones duros bajo la camiseta. Mi sexo palpita entre mis piernas. «Creo que le gustarán». Sí, yo también lo creo. Eso suponiendo que lleguemos tan lejos. Suponiendo que no rompa el trato cuando me vea desnuda.

Cierro los ojos y deseo que las cosas fueran diferentes. Deseo que yo fuera distinta.

—Atrévase, Nikki —me dice con voz susurrante—. Déjeme enseñarle lo lejos que puedo llevarla.

Contengo la respiración un momento y después exhalo lentamente mientras recuerdo nuestro juego en la limusina.

—Sí, señor —contesto al fin.

Lo oigo dar un respingo. Lo he sorprendido y eso me gusta.

—Buena chica —dice y añade—: Dios mío, la deseo ahora mismo.

«Y yo también».

—En la primera sesión, señor Stark —respondo, pero el tono de mi voz me delata.

—Desde luego, señorita Fairchild. Mañana por la noche enviaré un coche a buscarla. Le avisaré cuando esté a punto de llegar. Esta noche quédese en casa y relájese. La quiero descansada. Ah, y abra la puerta. Hay algo para usted en la entrada.

«¿En la entrada?»

—Dulces sueños, señorita Fairchild —me dice y cuelga sin darme tiempo a preguntar de qué se trata.

Salgo corriendo del dormitorio y paso ante Jamie, que sigue dormitando en el sofá. Abro la puerta y encuentro una caja pequeña envuelta en papel plateado.

No espero siquiera a llevarla al apartamento. Rasgo el papel y levanto la tapa. Dentro hay una preciosa tobillera de diamantes y esmeraldas montados en platino y unidos por una fina cadena. La joya centellea en mi mano. No pesa nada.

En el fondo de la caja hay una nota manuscrita. «Por nuestra semana. Póngaselo. D. S.»

«¿Nuestra semana?»

Está claro que acaba de escribirlo. Sin duda estaba aquí, delante de mi apartamento.

La idea me provoca un escalofrío. Abro el cierre y me pongo la tobillera. Luego me incorporo y miro hacia la calle con aire desafiante.

Veo un coche, rojo y deportivo, obviamente caro. No puedo ver a través de los cristales tintados, pero no importa. Estoy convencida de que es Damien.

Lo observo mientras lo desafío en silencio a que venga hasta mí, aunque también puede que lo suplique. Sinceramente, no lo sé. Sin embargo la puerta del deportivo no se abre. El coche no se mueve.

Nuestro tiempo ha empezado.

Al final no aguanto más. Doy media vuelta y regreso al apartamento. Cierro la puerta y me apoyo contra ella sintiéndome ardiente y nerviosa. No obstante sonrío: Damien Stark me espera ahí fuera.