Me aparto bruscamente de su lado y me golpeo la pierna contra la esquina del bar al liberarme del abrazo de Damien.
—Lo siento, lo siento —le digo sin mirarlo—. Tengo que marcharme. Lo siento.
Me ajusto la falda y subo la cremallera. Los dedos me tiemblan mientras me abrocho la blusa. Paso del sujetador y cojo la chaqueta con una mano mientras corro hacia el vestíbulo.
—Nikki…
Hay tristeza y confusión en su voz, y me siento como una miserable porque yo soy la causa y no se lo merece. Tendría que haber interrumpido el juego mucho antes. ¡Qué demonios! Tendría que haberlo interrumpido anoche.
—Lo siento —repito pero resulta patético.
Llego al ascensor, y las puertas se abren nada más pulsar el botón. Me siento aliviada porque no quería tener que esperar a que llegara; pero entonces caigo en la cuenta de que Damien está en su casa y de que su ascensor estará allí donde se encuentre.
Entro y me mantengo muy erguida hasta que las puertas se cierran. Entonces me derrumbo contra el panel de cristal y dejo que mis lágrimas fluyan. Dispongo de cincuenta y siete pisos para acabar con ellas. No, de sesenta, porque he dejado el coche en la tercera planta del aparcamiento.
Cuando la cabina se detiene me limpio la cara rápidamente y vuelvo a ponerme mi máscara. Luego me arreglo el cabello y lanzo una rápida sonrisa al espejo. Perfecta.
Sin embargo mi comedia resulta innecesaria porque no hay nadie esperando en el momento en que se abren las puertas. Aun así conservo la máscara y sigo actuando mientras recorro el largo trayecto que separa Stark Tower del sector donde se levanta el edificio del banco que alberga las oficinas de C-Squared. Mi coche se encuentra allí, y camino deprisa porque noto que empiezan a abrirse las heridas. No tardaré en desmoronarme y lo sé. Necesito estar en mi coche cuando ocurra.
Lo veo en su sitio, aparcado frente a la escalera. Toda la esquina se halla a oscuras y, a pesar de que no hay nadie, eso me pone nerviosa. Se lo dije al responsable de mantenimiento el primer día, pero todavía no ha cambiado la bombilla. Una vez más tomo nota mentalmente para pedirle a Carl que me asigne otra plaza de aparcamiento porque este rincón resulta demasiado siniestro.
Corro hasta el coche y meto la llave en la cerradura. Mi Honda tiene quince años y carece de cierre a distancia. Abro, subo rápidamente y dejo que me envuelvan los olores y los sonidos familiares. Tiro de la pesada puerta y me derrumbo nada más cerrarse. Las lágrimas corren por mis mejillas mientras me aferro al volante, lo golpeo y descargo sobre él una lluvia de manotazos y puñetazos hasta que noto las manos rojas y doloridas. Vomito una serie de «no, no, no», pero ni siquiera me doy cuenta hasta que mi voz se apaga, enronquecida.
Ya no me quedan lágrimas, pero mi cuerpo no parece darse cuenta porque sigue estremeciéndose con hipidos mientras intento respirar y recobrar cierto control.
Tardo un poco, pero al final dejo de temblar. Mi mano es cualquier cosa menos firme cuando trato de meter la llave en la cerradura de encendido. No lo consigo. El metal roza contra el metal, y dejo caer el llavero. Me agacho y tanteo para recuperarlo, pero lo único que consigo es golpearme la frente contra el volante. Cuando por fin doy con él lo cojo con fuerza y descargo otro puñetazo en el volante.
Las lágrimas vuelven a la carga. Respiro hondo. Son demasiadas cosas y demasiado deprisa: el traslado, el trabajo, Damien…
Deseo escapar de mí misma. Deseo huir. Deseo…
Agarro la falda y me la subo hasta las caderas para dejar al descubierto el triángulo de mis bragas y mis muslos desnudos por encima de las medias.
«No lo hagas».
«Solo un poco. Solo esta vez».
«No lo hagas».
Pero lo hago. Abro las piernas y clavo la llave en la blanda carne del interior del muslo. Antes solía llevar un cortaplumas en el llavero. Ojalá lo tuviera en estos momentos.
«No, ni hablar».
Los dientes de la llave me arañan la piel, pero no es nada. Una simple picadura de mosquito. Necesitaré algo más si quiero mantener alejada la tormenta, y es precisamente el darme cuenta de mi necesidad lo que me golpea igual que una bofetada.
«Dios mío, Dios mío, ¿qué estoy haciendo?»
Antes de poder convencerme con palabras abro la puerta y arrojo las llaves a la penumbra del garaje. Las oigo deslizarse por el asfalto, pero no veo adónde van a parar.
Me quedo sentada, respirando pesadamente mientras me repito que esa no soy yo. Hace tres años que no me autolesiono. He luchado y he vencido.
Ya no soy aquella chica.
Salvo que sí lo soy. Siempre seré esa chica. Puedo desear lo quiera y recorrer el país de cabo a rabo, pero esas cicatrices no desaparecerán y tampoco podré ocultarlas eternamente.
Supongo que es algo que aprendí por las malas. Por eso he huido de Damien, ¿no? Y por eso seguiré huyendo.
Un sentimiento de soledad se cierne sobre mí, y pienso en lo que me dijo Ollie acerca de que nada iba a cambiar y de que podía llamarlo cuando lo necesitara.
Ahora lo necesito.
Meto la mano en el bolso y cojo el móvil. Tengo su teléfono en marcación rápida y me basta con pulsar un número. Suena una vez… Dos… Al tercer timbrazo contesta una voz de mujer. Courtney.
—¿Diga? ¿Quién es?
Olvidé dar mi nuevo número a Ollie, de modo que no figuro entre sus contactos. Courtney no tiene la menor idea de quién está al otro lado de la línea.
Cuelgo con la respiración entrecortada. Vuelvo a marcar otro número y al cabo de un momento salta el buzón de voz de Jamie.
—No es nada —digo en voz alta con una alegría que no siento—. Voy a salir de compras y he pensado que quizá te apetecería acompañarme, pero da igual.
Cuando cuelgo pienso que ir de compras es una idea estupenda. Una terapia de tiendas no cura los males de este mundo, pero funciona de maravilla para olvidarse de ellos. Al menos en ese aspecto coincido con mi madre.
Respiro hondo una vez y después otra. Me siento más tranquila. Estoy lista para marcharme, para sintonizar una emisora de música country y dejar que George Strait me cante que sus problemas son mucho más graves que los míos.
Miro por la ventanilla pero no veo las llaves. Abro la puerta con un suspiro y salgo del coche ajustándome la falda. He tirado las llaves con fuerza, de manera que seguramente estarán lejos, cerca del Mercedes verde oscuro o del gran Cadillac SUV. La única luz que tengo es la de mi iPhone. Confío en que sea suficiente.
Mis tacones resuenan contra el asfalto mientras me acerco al Mercedes. Su zona y la del Cadillac está mejor iluminada que la mía, pero sigue habiendo poca luz. Tuerzo el gesto cuando me agacho, procurando no arrodillarme para no estropearme las medias. Enciendo el móvil e intento iluminar debajo de los coches.
Tardo un poco, pero después de rodear los vehículos un par de veces veo por fin las llaves ocultas a la sombra del neumático trasero del Mercedes.
Las cojo rápidamente, pero me quedo muy quieta porque acabo de ver movimiento con el rabillo del ojo. En la escalera que hay cerca de mi coche distingo la sombra de un hombre.
—¿Hola…?
La sombra no se mueve, y me estremezco porque tengo la sensación de que me está mirando.
—¡Eh! —grito—. ¿Quién hay ahí?
Me levanto, pero no sé si ir hacia mi coche y la sombra o volver a Stark Tower y pedir a uno de los guardias de seguridad que me acompañe.
Alzo el móvil.
—Voy a llamar a seguridad, así que será mejor que se largue.
Al principio la sombra permanece inmóvil, luego se retira y desaparece en la oscuridad. Al cabo de un momento oigo un crujido metálico seguido por el portazo de una puerta de hierro al cerrarse.
Reprimo un escalofrío y corro a mi coche. En ese momento lo único que deseo es salir de allí.
Cuando llego al Beverly Center de West Hollywood ya me he cansado de George Strait y he sintonizado una emisora de rock clásico. La señal se apaga cuando empieza a sonar Journey y aparco en un espacio junto a la escalera mecánica brillantemente iluminada que conduce al centro comercial de moda.
Jamie no ha llamado, pero tanto mejor. Me siento nuevamente dueña de mí misma. Con el señor Hyde de mi Jekill particular bajo llave, la idea de acabar de pasar el día con Jamie me resulta un tanto abrumadora. No quiero pensar en lo ocurrido. No me apetece pulsar esos botones ni revisar esos mecanismos.
Y sobre todo, lo que no deseo es pensar en cómo he salido huyendo de Damien Stark.
¿Qué pensará de mí en estos momentos?
No, nada de eso.
Me bajo del coche, lo cierro con llave —aunque en esa zona de Los Ángeles no pillarían a nadie con una birria de coche como el mío, ni siquiera a un delincuente— y entro en el centro comercial pensando en maquillajes, zapatos y bolsos. Prohibido pensar en Damien Stark.
La escalera mecánica me lleva arriba y arriba, como si me arrancara de las tinieblas del infierno hacia un resplandeciente paraíso. Hay gente guapa por todas partes y todos nos parecemos un poco con nuestra apariencia como de plástico: yo, la gente e incluso los maniquíes de los escaparates. Todos nos escondemos tras una fachada mientras nos ocupamos de nuestras cosas y fingimos ser perfectamente perfectos.
Los bonitos vestidos me llaman como cantos de sirena, y entro y salgo de las tiendas como los residuos que arrastra la marea. Cojo prendas de los percheros, me las pongo delante de espejos triples y sonrío educadamente cuando la vendedora me dice que me quedan monísimas, que hacen que mis piernas sean muy, muy sexys y que levantaré miradas de admiración por donde vaya.
Las devuelvo todas.
En Macy’s veo un surtido de camisetas de colores junto con varios pantalones anchos de algodón con cordones y rayas azules y blancas. Compro un pantalón y un par de camisetas a juego. Luego me llevo mi pequeña bolsa a un Starbucks y pido un café con crema y un muffin de arándanos. Ropa cómoda y comida reconfortante.
Me siento junto a la ventana y observo el mundo pasar. Una vez más echo de menos mi cámara. Para mí ha sido como un refugio desde que Ashley me la regaló por Navidad durante mi segundo año de universidad. Me gusta captar los rostros fugitivos. Todos ellos constituyen un misterio. Los observo e intento adivinar sus secretos, pero es imposible. No tengo la menor idea. Es posible que esa mujer tenga un amante o que ese hombre pegue a su esposa o que esa pulcra adolescente haya robado un conjunto de ropa interior de encaje. No tengo forma de saberlo, y ese interrogante hueco y vacío me levanta el ánimo. Si yo no puedo descubrir sus secretos con solo mirarlos, ellos tampoco pueden descubrir los míos. Yo también soy un misterio para ellos. Y espero que también para Damien Stark.
No me siento orgullosa de cómo he huido de su apartamento. Sé que le debo una disculpa, pero eso tendrá que esperar. Antes debo encontrar una explicación plausible. Es posible que Stark no pueda descifrar mis secretos, pero estoy segura de que descubrirá mis mentiras.
Acabo el muffin, me levanto dispuesta a llevarme el resto del café y en ese momento comprendo el verdadero significado de mis pensamientos: tengo intención de ver otra vez a Damien Stark.
La idea me produce un cosquilleo donde se mezcla cierta ansiedad. Y también un poco de miedo. ¿Querrá verme siquiera? Y lo más importante: ¿aceptará que lo que hay entre nosotros ha llegado a su brusco y definitivo final?
Claro que lo aceptará. ¿Acaso no fue él quien dijo que era mi decisión? ¿Quién si no puso en mi mano ese poder?
Pero lo he echado a perder, me he olvidado de lo profunda que es mi debilidad. No es prudente creerse más fuerte de lo que uno es en realidad.
Mis pensamientos me acompañan por el centro comercial hasta las escaleras mecánicas. Bajo al aparcamiento y subo a mi coche. Estoy mejor aunque no me sienta completa. De todas maneras me parece bien haber tomado una decisión con respecto a Stark. Lo volveré a ver y me disculparé. Pero aún no. Dentro de unos días. Puede que en una semana. Necesito tiempo para centrarme. Tiempo para fortalecerme.
Porque para mí Damien Stark es como el crack. Tentador y muy, muy adictivo.