11

Stark coge mi brazo y me conduce hacia los ascensores. Soy plenamente consciente de su contacto, pero hago un esfuerzo por no prestarle atención y aferrarme a mi enfado.

Nos detenemos ante un ascensor contiguo al que subí con mis compañeros al llegar. La puerta se abre cuando Stark introduce su tarjeta de identificación en una ranura de la pared tan bien disimulada que parece integrarse en la pared de granito. Entramos y libero mi brazo.

—¿Qué cree que está haciendo? —pregunto.

—Agárrese —responde cuando las puertas se cierran a nuestra espalda.

—No, no pienso agarrarme. No irá a creer que puede chasquear los dedos sin más y esperar que yo…

La cabina sale disparada hacia arriba. Pierdo el equilibrio y tengo que aferrarme a Stark para no caer. Rodea mi cintura con su brazo y me atrae hacia él. El pulso se me acelera, pero no es precisamente por la velocidad a la que subimos.

—Quería decir que se cogiera a algo —me dice—. Este es mi ascensor privado. Sube directo al ático y lo hace deprisa.

—Oh… —digo como una tonta.

Mi enfado se desvanece, ahuyentado por la tensión que se respira entre nosotros. Es magnética y, al igual que los imanes, tiene el poder de borrar pensamientos, recuerdos y emociones.

«Un momento…»

Apoyo las manos en su pecho y recobro mi postura inicial. Una vez erguida de nuevo me aparto y aferro el pasamanos de la cabina, por si acaso.

—Él lo sabe —digo firmemente y sin más preámbulos—. Maldita sea, Stark, no puede bajar así como así al vestíbulo y llevárseme de un tirón, como quien arranca una flor.

—Hablando de flores, espero que le gustara el ramo. Por un momento pensé en alguna planta más exótica, pero usted me hace pensar en margaritas y flores silvestres.

—No estaba hablando de eso.

—¿Cómo? —Arquea una ceja en gesto burlón—. Me sorprende usted, señorita Fairchild. ¿Una joven tan bien educada como usted ni siquiera da las gracias?

—Gracias —respondo fríamente.

—Y para que conste, no me la he llevado de un tirón, pero debo decir que estaré encantado de remediar ese desliz cuando le apetezca.

Procuro mantener viva mi irritación a pesar de que empieza a resultarme divertido.

—No me gusta que me traten como a un cachorro al que llaman chasqueando los dedos —replico.

El humor desaparece parcialmente de su mirada.

—¿Es eso lo que piensa?

—Yo…

«Mierda». Cierro los ojos y respiro hondo. No me gusta que vayan por ahí dándome órdenes, pero la verdad es que Damien Stark no es mi madre, y puede que esté siendo injusta con él.

—No —le digo—. Bueno, no sé… Maldita sea, piense en la impresión que ha dado. Él lo sabe.

—¿Se refiere a Carl? ¿Qué sabe exactamente su jefe? Le aseguro que yo no le he contado absolutamente nada. —Su ojo ambarino chispea con humor, y el negro brilla con firmeza cuando me mira—. ¿Y usted, le ha dicho algo?

—No sea obtuso —replico—. Carl sabe que hay algo entre usted y yo.

—Me alegra que diga que lo hay.

—Que lo hubo —me apresuro a corregir—. Quería decir que sabe que hubo algo entre nosotros.

Stark no dice nada, y ese silencio es una buena estrategia; sin embargo, yo no soy tan fuerte. Carraspeo y añado:

—Bueno, la verdad es que fue divertido y…

Me callo en el acto ante su carcajada.

—¿Divertido, dice?

Noto que me arden las mejillas. Ha hecho que me ruborice, y no me gusta.

—Sí —respondo en tono seco y mirándolo a los ojos—. Fue divertido. Mucho, en realidad. Fue un rato estupendo que sin duda recordaré una y otra vez cuando esté en la cama masturbándome hasta el orgasmo.

Mis palabras suenan como un latigazo. Veo que el humor desaparece de su rostro y es sustituido por el ardor y el deseo. De repente me arrepiento de lo dicho. Mi mal genio me ha llevado demasiado lejos.

—Sí, fue divertido —repito irguiéndome—. Pero no volverá a ocurrir.

—¿No?

Da un paso y se inclina hacia mí justo cuando suena el timbre del ascensor y este se detiene suavemente.

—No —insisto y contengo el aliento al ver que se acerca un poco más.

Espero el contacto, pero me llevo un chasco cuando no se produce. Stark se limita a pulsar un botón del panel, y las puertas se abren a nuestra espalda. Doy media vuelta y me veo ante el vestíbulo del apartamento de Stark Tower.

—No —vuelvo a decir sin saber exactamente si me refiero a la vivienda, a repetir lo de anoche o a todo en general.

Teniendo en cuenta que en ese momento mis sentidos y emociones están hechos un lío, creo que lo último es lo más probable.

—Y ¿por qué no?

Stark se yergue. Está aún más cerca de mí que antes. Me cuesta respirar y de repente me siento tan acalorada que noto cómo el sudor aflora en mi nuca. Lo cierto es que me cuesta pensar con claridad.

—Esto no es buena idea —le digo mientras me toma de la mano y me conduce al apartamento.

La entrada está amueblada con elegancia y resulta cálida y acogedora. Se parece a los despachos que hay en la misma planta. La pared de enfrente del ascensor me impide ver la mayor parte del apartamento.

Un gran ramo de flores dispuesto en una mesa baja de cristal domina el vestíbulo. Dos grandes sofás semicirculares rodean la mesa, y me imagino fácilmente a las citas de Stark sentándose en ellos para arreglarse los zapatos y revisar bolsos. La imagen no me resulta simpática.

Prácticamente toda la pared está ocupada por un enorme cuadro que representa un campo de flores tan exquisitamente representadas que casi tengo la sensación de que podría entrar en el lienzo y perderme en su paisaje.

—Tiene una casa muy bonita —comento—, y dice mucho del hombre que vive en ella.

—¿De verdad?

—Por ejemplo que le gustan las flores.

Stark sonríe.

—Es que me gusta la belleza.

—¿Escogió usted ese ramo?

—No —contesta—, pero Gregory conoce mis gustos.

—¿Gregory?

—Mi mayordomo.

¿Mayordomo? Me he criado en una familia donde no faltaba el dinero del petróleo tejano, pero nunca hemos tenido mayordomo.

—El cuadro es precioso, pero no esperaba ver una escena bucólica en su casa.

—¿Ah, no? —Parece realmente sorprendido—. ¿Por qué?

—No sé, la otra noche parecía tan decidido a llevarse un desnudo… —Me encojo de hombros—. Simplemente no habría dicho que le gustaban las flores, los árboles y esas cosas.

—Soy un hombre de misterios —contesta—. Pero para serle sincero la decisión de colgar un desnudo en mi residencia de Malibú es relativamente reciente. Incluso podría decirse que la inspiración me llegó en la exposición de Blaine. De todas maneras, la pared seguirá sin cuadro a menos que pueda adquirir lo que me gusta.

Me mira fijamente al hablar, y aunque su tono resulta del todo inocente no puedo evitar que un escalofrío me recorra la espalda.

—¿No tenía unas fotos que enseñarme? —pregunto en un tono tan correcto y frío como soy capaz—. De lo contrario creo que debería marcharme. Tengo por delante todo la tarde del sábado y me gustaría disfrutarla.

—Estaré encantado de sugerirle todo tipo de actividades interesantes —contesta.

Mantengo los labios fruncidos, pero Damien se echa a reír.

—¿En qué está pensando, señorita Fairchild?

Me ruborizo y tengo que morderme la lengua para no soltar un improperio.

—Vamos, pase —me dice en tono de broma mientras se dirige hacia el pasillo que conduce a la zona principal del apartamento—. Le prepararé una copa y podremos charlar.

Vacilo. Por un lado me siento tentada de decirle que bien podríamos sentarnos en uno de los sofás del vestíbulo para hablar tanto como quiera de cuadros; pero por el otro siento curiosidad por ver cómo es la casa donde vive, una de ellas al menos. Así pues le permito que me conduzca a una impresionante sala de estar decorada con un mobiliario contemporáneo de acero y piel, pero acompañado por los almohadones, cerámica y lámparas suficientes para hacer de él un lugar cálido y acogedor.

Lo más impresionante es el gran ventanal que ocupa toda la pared y tras el cual se despliega el paisaje urbano.

Damien me señala el bar que hay en la esquina del salón. Lo sigo y me siento en uno de los taburetes, de espaldas a la ventana. La proximidad a la cristalera hace que tenga la sensación de flotar en el vacío. Resulta embriagador, pero no puedo evitar preguntarme si no lo será menos con un par de copas encima.

—Me gusta su sonrisa —dice Damien mientras pasa al otro lado de la barra—. ¿En qué está pensando?

Se lo digo, y se echa a reír.

—Nunca lo había pensado —reconoce—, pero le prometo que la mantendré pegada a mí. Nada de salir volando por el espacio, a menos que sea yo quien la ponga en órbita —añade con una sonrisa maliciosa.

«Ay, Dios». Me agito en el taburete mientras me pregunto si no habría debido insistir en quedarnos en el vestíbulo.

—¿Un poco de vino?

—Prefiero bourbon.

—¿De veras?

Hago gesto de restarle importancia.

—Mi madre no dejaba de insistir en que una dama únicamente debe beber vino o cócteles para señoras, pero nunca licores fuertes. En cambio, mi abuelo era muy aficionado al whisky.

—Ya entiendo —dice, y tengo la impresión de que ve más allá de mis palabras—. Me parece que tengo justamente algo que le va a gustar.

Se agacha y desaparece tras la barra. Segundos después reaparece con una botella. Coge una copa balón y escancia dos dedos de licor sin decir palabra.

Cojo la copa, un tanto sorprendida porque no estoy segura de haber visto lo que he visto.

—¿Glen Garioch? —pregunto mientras contemplo la botella.

Tomo un pequeño sorbo. Es extraordinariamente suave y tiene aromas de maderas y un regusto a flores. Cierro los ojos para saborearlo y tomo otro sorbo.

—¿De qué año es? —pregunto a pesar de que temo saber la respuesta.

—Mil novecientos cincuenta y ocho —contesta como si tal cosa—. Bueno, ¿verdad?

—¿De mil novecientos cincuenta y ocho? ¿Lo dice en serio?

Este whisky era el santo grial para mi abuelo. La destilería solo produjo trescientas cincuenta botellas, y da la casualidad que sé que su precio de venta es de unos dos mil seiscientos dólares; pero aquí estoy yo, bebiéndomelo un sábado por la tarde sin banda de música ni comunicado de prensa para celebrar la ocasión.

—¿Conoce este whisky en concreto?

—Sí. Básicamente se puede decir que estoy bebiendo oro líquido.

—Nunca se me ocurriría ofrecerle algo que no fuera lo mejor de lo mejor.

Se sirve una copa y sale de detrás del bar. Creo que se dispone a sentarse en el otro taburete, pero simplemente se apoya en él, lo cual significa que está unos centímetros más cerca de mí. Y entre Damien Stark y yo, unos centímetros pueden resultar peligrosos.

Tomo otro sorbo y me digo que es para aplacar mis nervios mientras espero a que Damien continúe hablando. Sin embargo me observa en silencio hasta que empiezo a sentirme incómoda ante su descarado escrutinio.

—¿Qué está mirando? —pregunto al fin.

—Es usted muy guapa.

Aparto la vista. No es lo que deseaba escuchar.

—No lo soy —contesto—, o puede que sí. ¿Qué importancia tiene?

—A veces para mí la tiene —contesta, y es la respuesta más sincera que he oído en mucho tiempo.

—¿Por qué?

—Porque me gusta mirarla. Me gusta la manera en que se yergue y su forma de caminar, como si fuera a comerse el mundo.

Meneo la cabeza.

—Eso es por haber aprendido a andar con un libro en la cabeza, por los sermones de mi madre y las interminables lecciones de etiqueta.

—Es más que eso. También me gusta su manera de vestir, como si comprendiera que lo importante es usted y no la ropa que se pone. Es usted hermosa, Nikki, pero se debe tanto a lo que lleva dentro como a que representa la clase de belleza que vemos en los desfiles y en las revistas de moda.

—Y ¿si resulta que todo lo que ve en mí es falso?

—No lo es —contesta.

Tomo un sorbo de whisky.

—Quizá no sea tan listo como cree, señor Stark.

—Tonterías. Soy brillante, o es que no lo ha oído.

Su sonrisa es franca y juvenil y no puedo evitar reírme. Entonces, antes de que haya tenido tiempo de reaccionar, la expresión desaparece bajo otra de fuego y deseo. Actúa rápidamente, y en un abrir y cerrar de ojos hace girar el taburete hasta dejarme con la espalda contra la barra y apoya una mano a cada lado. Estoy enjaulada, atrapada en la vehemencia de Stark.

—Soy inteligente, Nikki —me dice—. Lo bastante para saber que usted siente lo mismo. Esto no es únicamente ardor, es una total explosión. No es química, sino una fusión nuclear.

Me he ruborizado y respiro pesadamente. Tiene razón. Que Dios me ayude, pero tiene razón. Aun así…

—Una reacción atómica no es nada bueno porque destruye todo lo que alcanza —replico.

—Bobadas. —Lo dice con rotundidad. Lo tengo ante mí y noto cómo el enfado crece dentro de él—. Maldita sea, Nikki, no haga esto, no juegue a estos juegos conmigo. No lo haga tan complicado cuando debería ser muy fácil.

—¿Debería? —repito—. ¿Qué demonios significa eso? No hay nada fácil. Dice que me siento atraída por usted. No lo negaré, pero no me conoce de nada.

Contengo un suspiro. En ocasiones me pregunto si me conozco o si todos los años que mi madre ha dedicado a moldearme —a decirme lo que debo comer o beber, con quién salir, cuándo dormir y todas esas tonterías a lo Queridísima mamá— me han arrebatado a la Nikki de verdad que hay en mí.

Pero no. No. He logrado preservar mi auténtico yo, aunque lo conserve en lo más profundo de mí.

Lo miro con fiereza.

—No me conoce de nada —repito.

La intensidad con la que me devuelve la mirada está a punto de conseguir que tartamudee.

—Sí que la conozco.

Algo en su voz hace que me sienta vulnerable. Me tiene nuevamente pendiendo de un hilo. Retiro la mirada porque no me gusta su forma de ponerme bajo los focos. Tardo unos segundos en recobrar mi autodominio y cuando lo consigo alzo la cabeza para mirarlo.

—Esto se ha acabado, señor Stark. Hasta aquí hemos llegado.

—Me niego a aceptarlo. —Su voz es un grave tremor que retumba en mi interior y debilita mi firmeza.

No digo nada. Me siento incapaz de articular palabra.

—A mí me gustó —sigue diciendo mientras recorre con el dedo la solapa de mi chaqueta— y a usted le gustó, de modo que no veo razón para que lo dejemos, señorita Fairchild.

Hago un esfuerzo para expresarme de forma coherente.

—Me gusta la tarta de queso, pero eso no significa que coma tarta todos los días. Sé que me sienta mal.

—A veces lo malo es bueno.

—Tonterías. Eso es lo que la gente dice para aliviar su sentimiento de culpa o para justificar su debilidad. Lo malo es malo y no hay vuelta de hoja.

—No sabía que habláramos de filosofía. ¿Conoce las enseñanzas de Arístipo? Sostenía que el placer es el bien supremo. —Su dedo recorre mi clavícula—. Y yo deseo ser muy, muy bueno con usted.

Su contacto me hace estremecer y durante unos instantes me permito disfrutar el apasionamiento de Damien Stark. Luego vuelvo el rostro de modo que cuando hablo lo hago al vacío.

—Esto se tiene que acabar. —Mi voz es un susurro, el sonido del remordimiento—. No puedo.

—¿Por qué no?

Noto dulzura en la pregunta de Stark y me pregunto cuánto le habré revelado de mí misma sin darme cuenta.

No contesto, y noto que lo invade la frustración.

—Al final usted es libre de decidir, señorita Fairchild. Lo mismo que yo.

—¿Usted?

—Sí, soy libre de decidir convencerla de lo contrario.

El aire que nos separa está tan cargado que me maravilla que sea capaz de respirarlo.

—No lo logrará —digo con menos convicción de la esperada—. Trabajo para una empresa en la que usted se dispone a invertir y ya he ido más lejos de lo que debería. —Respiro hondo para reunir energías—. Esto tiene que acabar. No pienso poner en entredicho mi reputación profesional más de lo que ya lo he hecho.

—Bien, entonces ¿por qué no trabaja para mí?

Su respuesta ha sido tan rápida que me pregunto si ya lo ha considerado.

—Ni hablar.

—Deme una buena razón.

—Déjeme ver… No sé, quizá porque no quiero ser la víctima de un caso de acoso sexual.

El cambio de su expresión resulta instantáneo e inquietante. Está claro que he logrado enfadarle. Lo primero que se me ocurre es bajar discretamente del taburete y huir a toda prisa, pero no me muevo de donde estoy. No pienso darle la satisfacción de retroceder.

—¿Anoche se sintió acosada?

—No —reconozco.

A pesar de que sería el camino más fácil no tengo ánimos para mentirle.

El alivio que se refleja en su rostro borra el enfado. ¿O era miedo? No estoy segura. Pero no importa. En estos momentos lo único que veo es deseo.

—Anoche no dejé de pensar en usted —dice—. No creo que Giselle y Bruce me vuelvan a invitar a salir de copas con ellos. Fui una pésima compañía.

—Lamento haberle estropeado la noche.

—No me la estropeó. Cuando volví a casa en la limusina, rodeado de su olor… Creo que fue la primera vez que he deseado que el trayecto fuera más largo.

No menciona las bragas y me pregunto si las habrá encontrado. Si no es así…

«Ay, Dios… ¿A quién más puede haber prestado esa limusina?»

Noto que me arden las mejillas y por el brillo pícaro de sus pupilas veo que se ha dado cuenta.

—Me vi desnudándola —dice mientras sus dedos suben hasta el botón de mi blusa y lo desabrochan sin dificultad—. La imaginé desnuda. —Otro botón—. Es muy hermosa.

Me acaricia suavemente el hueco entre los pechos y roza la puntilla de mi sujetador de satén con el pulgar.

El aliento se me agolpa en la garganta. Abro la boca para decirle que pare, pero no me salen las palabras.

Sus dedos encuentran el cierre frontal del sujetador y lo abren con la misma facilidad con la que me ha desabrochado la blusa, que cuelga de mis hombros. Su gruñido es grave y ansioso, desesperadamente excitante. Lo único que quiero es cerrar los ojos y rendirme, pero no puedo. No puedo.

—Damien, por favor…

Me mira a los ojos. Respira pesadamente y todas las angulosas facciones de su rostro reflejan deseo.

—Libre albedrío, Nikki. Dígame que pare y lo haré. Pero hágalo deprisa porque voy a besar esa boca de pecado que tiene y lo haré para que se calle, maldita sea.

Antes de que tenga tiempo de reaccionar su boca cubre la mía. Me reclama. Me marca al rojo. Me hace suya. Mi mente queda en blanco, mis pensamientos se desvanecen y son sustituidos únicamente por el placer, por la necesidad de que este hombre me haga suya, de abrir la boca, de tomar y ser tomada.

Lo acaricio a ciegas. Hundo los dedos en su pelo y lo atraigo hacia mí, aún más cerca. Es como si todas mis protestas solo hubieran sido una farsa, y la intensidad de la emoción, del deseo que crece en mí, ardiente y desesperado, las hubiera barrido. El beso dura segundos o una eternidad. No lo sé. Pero cuando Damien me libera aspiro el aire a grandes bocanadas en busca de oxígeno. La cabeza me da vueltas y me siento débil.

Es mi oportunidad y lo sé. Si le pido que se detenga lo hará. Si le digo que me deje en paz desaparecerá de mi vida.

Me arrojo en sus brazos. Lascivamente. Con plena conciencia. Sé que lo arriesgo todo, pero en estos momentos no me importa. Lo único que siento es el fuego que arde en mi interior.

Nuestras bocas chocan cuando alzo el rostro, y él responde saboreándome. Su grave gemido de placer hace que cualquier riesgo que pueda correr valga la pena.

Interrumpe el beso bruscamente y hunde su boca en mi cuello. Dejo escapar un grito ahogado y arqueo la espalda. Sus manos se deslizan bajo mi blusa y me rodean los pechos. Su boca baja hasta ellos y succiona hasta que mis pezones se convierten en perlas duras entre sus dientes. Noto que me ha atraído hacia sí, de manera que mi culo apenas descansa en el taburete y tengo sus muslos entre mis piernas. Me aprieto contra él porque el deseo me recorre como una descarga desde los pechos hasta el sexo.

—Nena… —susurra cuando alza la cabeza para respirar.

Sus dedos terminan de desabrochar rápidamente la blusa y la deslizan hasta mi cintura dejando mi piel temblorosa y ardiente. Me hace bajar del taburete y quedo de pie ante él. Estoy húmeda de deseo, y todo el cuerpo me arde en reclamo de su caricia.

—Es tan suave… —susurra mientras me quita la blusa y me acaricia con la punta de los dedos. Luego juguetea con la cinturilla de mi falda y baja lentamente la cremallera. La prenda se afloja y queda colgando de mis caderas—. Tan hermosa…

El tono de respeto y temor de su voz me desconcierta, y un cosquilleo de expectación se superpone a la bruma de placer.

Me estremezco y no sé si se debe a mis miedos o por su contacto.

—Apóyate —ordena.

—Damien…

Oigo mi débil protesta, pero mis actos no se corresponden con mis palabras. Obedezco y me sujeto con las manos al tiempo que arqueo la espalda y echo la cabeza hacia atrás con placer.

Abre mi blusa completamente hasta que el fino tejido languidece a mis costados y noto su leve cosquilleo en la piel desnuda. Sus labios me rozan los pezones. Dejo escapar un gemido. Deseo que los chupe, pero solo está jugando y con cada caricia noto que mi sexo palpita y se contrae. Lo deseo, lo deseo desesperadamente, y al mismo tiempo no. Así que lo único que puedo hacer es agarrarme con fuerza al taburete e intentar capear el temporal mientras temo que vaya a hacerme añicos y romperme.

—¿Sabe que resplandece, señorita Fairchild? —dice mientras deja un rastro de besos por mi escote, mi vientre y la cinturilla de mi falda.

Me pongo en tensión porque temo que baje mi falda del todo y me deje expuesta con las diminutas bragas que me he puesto esta mañana.

Sin embargo no lo hace, y disfruto del breve aplazamiento. Entonces me atrae bruscamente hacia él y da media vuelta hasta quedar apoyado contra la barra, conmigo delante.

—Vuélvete —dice sin miramientos.

No me da tiempo a obedecer. Me hace girar y hunde su boca en el lóbulo de mi oreja mientras una de sus manos se cierra sobre mi pecho desnudo. Doy un respingo de sorpresa por la rapidez del movimiento y noto la presión de su erección a través de los vaqueros contra mi trasero.

—Damien… —susurro con voz suplicante, pero no sabría decir si es para que se detenga o para que continúe.

Tengo su boca en mi oído, y su voz resulta tan carnal, tan cargada de deseo que mi clítoris palpita.

—Voy a follarte, Nikki. ¿Placer? Vamos a reventar de tanto placer. Voy a hacer que implores por él, voy a poseerte, voy a jugar contigo, voy a atormentarte y te vas a correr como nunca antes lo has hecho.

Apenas puedo decir nada por la excitación que sus palabras despiertan en mí. Mientras habla desliza la mano por debajo de mi falda y la pone sobre mis bragas y mi sexo húmedo y palpitante.

—Estás tan mojada… —murmura—. Nena, estás empapada…

De mi garganta sale un gemido ronco. Puede que sea una respuesta, pero no estoy segura. Cambio mi postura sin recato porque quiero notar sus dedos en mi clítoris. No recuerdo qué ha dicho acerca de hacerme implorar, pero estoy preparada.

En un solo movimiento aparta bruscamente el tejido de mis bragas desliza dos dedos dentro de mí.

—Dime que te gusta. —Su voz es áspera y exigente.

—Sí, Dios mío, sí.

Mi vagina se contrae alrededor de sus dedos mientras entran y salen y me folla con ellos, mientras juguetea con mi clítoris y me pone cada vez más caliente hasta que estoy a punto, totalmente a punto.

Suelto un grito cuando me pellizca el pezón y ese delicioso dolor desencadena la liberación. Me corro en oleadas violentas y salvajes, con sus dedos todavía dentro de mí, y mi cuerpo se aferra a ellos e intenta retenerlos para prolongar el momento.

—Nikki… —susurra mientras se retira suavemente.

Me da la vuelta —soy un muñeco inerte en sus manos— y su boca se cierra sobre mi tierno pezón. Lo succiona mientras me pellizca y retuerce el otro. La sensación casi de dolor logra que mi sensibilizado sexo se mantenga alerta. Lentamente me besa el escote y el vientre. Sigo con la falda puesta, y cuando su lengua entra y sale de mi ombligo oigo el roce de sus manos sobre la seda de la falda.

Tengo la sensación de ser de gelatina. Estoy perdida en la bruma. Floto.

Sin embargo incluso en ese nuevo paraíso noto el grave palpitar del miedo. Sé lo que se avecina y a pesar de que lo deseo, de que deseo a Damien, no creo que sea lo bastante fuerte para poder soportarlo. Aunque quizá… quizá…

«Te quiere a ti, por tu desplante, por tu actitud».

Me aferro a las palabras de Jamie con esperanza mientras Damien susurra que soy bella, tan bella.

—Tengo que saborearte —me dice—. Quiero lamer esa dulzura tuya y después subir y besarte. Quiero que sepas lo increíblemente bien que sabes.

Sus manos han alcanzado el borde de mi falda, y ahora sus dedos se deslizan a lo largo de mis piernas y la empujan hacia arriba hasta que llegan al elástico que me ciñe las medias en lo alto del muslo. He dejado de respirar y me sujeto a sus hombros con tanta fuerza que temo partirme en dos.

Entonces sus manos rozan a mi piel por encima de las medias. Me acaricia el interior de los muslos, y soy consciente de la dura y abultada fealdad que encontrará un poco más arriba. Me pongo en guardia mientras lucho contra la vergüenza, el miedo, el dolor y los recuerdos, pero todo ello logra abrirse paso a través de la bruma de lujuria y deseo. A través del dulce momento de hallarme en brazos de Damien.

Intento combatirlo, luchar contra la voz de mi cabeza que me dice que huya. No quiero huir, quiero intentarlo. Quiero quedarme y sentirlo todo, perderme en las caricias de Damien. Estoy tan excitada que casi doy crédito a lo que Jamie me dijo acerca de que Damien me deseaba a mí, a mí.

Pero entonces murmura la única palabra capaz de destruirlo todo. La palabra que hace añicos la fantasía.

—Perfecta —susurra—. Dios mío, Nikki, eres perfecta.