EPÍLOGO

En abril de 1997 viajé a México D. F., con el fin de visitar a Estrella García Zabala, hija de Justo García, que nos acogió con amabilidad extrema. Después de la última anotación de este transcrita aquí, siguen aún treinta y dos páginas escritas en México. De las treinta y dos, veinticinco pertenecen al año 1939 y el resto, o sea, siete, a 1940. Todas ellas son anotaciones telegráficas, en contraste con el tono de todo lo demás, y el libro en el que se han hecho se utilizó incluso como listín telefónico y directorio, así como asiento de contabilidad para las pequeñas economías.

Durante los siete días que permanecimos en México nos dio abundantes noticias de su padre, como es lógico, y valdría la pena completar la peripecia vital y espiritual de ese hombre, que nos ha dejado un documento único y extraordinario.

Después de unos meses de incertidumbre, Justo García logró emplearse en la editorial del Colegio de España, de allí pasó a Tezontle y de esta a Joaquín Mortiz, hasta que se jubiló.

Según Estrella, su padre, al igual que muchos otros exiliados, jamás superó la separación de España, donde vivían sus hermanas. Regresó por primera vez aquí en 1963, con el objeto de organizar su vuelta definitiva cuando se jubilara. Ocurrió esto en 1975. A la alegría de los preparativos vino a sumarse la alegría por la muerte de Franco, pero un cáncer segó, siete meses después, en 1976, la que fue durante todos los años del exilio su mayor ilusión, la del regreso.

Los propósitos que Justo García declaraba en su diario de emprender una nueva vida y no volver sobre el pasado, no se cumplieron, y se entregó, como tantos, al doloroso ejercicio de la memoria, como prueba el hecho de que durante todos esos años acopiara un número ingente de libros sobre la guerra civil, periódicos y revistas del exilio, así como diversas publicaciones y documentación relacionada con la Unión General de Trabajadores, en cuyo sindicato de Artes Gráficas nunca dejó de militar. Todo ese fondo documental es el que su viuda, siguiendo el deseo expreso del propio Justo García, acabó donando a su muerte, en 1988, a la Fundación Pablo Iglesias, al igual que han hecho otros muchos exiliados y estudiosos.

Entre los recuerdos que Estrella conservaba de su padre, se encontraban cinco o seis conchas que él había recogido en el campo de Saint Cyprien, y una caracola, en la que con seguridad se oye aún el estrépito de aquel frío mar y el mudo relato de aquella negra historia de guerra y exilio.

Según su hija, Justo García fue un hombre llamativamente taciturno y bondadoso, enamorado como un adolescente de su madre hasta el mismo día de su muerte. Se casó en 1947 con Clara Zabala, poco después de que esta enviudara de Almada. Adoraba a sus hermanas, con las que jamás interrumpió el contacto (en Madrid vive aún Conchita, con noventa años), y le llenó de dolor la noticia de la muerte de su madre en 1949. No obstante su amor por España y su permanente deseo de regresar a su patria, se integró pronto en la vida mexicana y mostró gran lealtad hacia esa tierra y hacia el presidente Cárdenas, figura por la que llegó a sentir una veneración sólo compartida en él por el fundador del Partido Socialista Obrero Español.

En cuanto a Thomas Lechner, el otro gran protagonista de estas páginas, volvió a Francia a poco de llegar a México, al comienzo de la guerra europea, y se integró en una unidad guerrillera de la resistencia. Murió fusilado por los alemanes en Lille en 1944 y Estrella conserva al menos dos tarjetas postales enviadas por él desde París a su padre. Cuando se habló de Lechner, Estrella se refirió siempre al «tío Tom», del que naturalmente sólo conserva en su memoria las cosas que de él oyó referir a sus padres. Cosa rara, pero no del todo imprevisible: Estrella ni tenía conocimiento del diario de su padre ni, como es de suponer, lo había leído. Cuando lo hizo, en la copia que yo le facilité, me escribió una carta que hace de ella la hija de la que se enorgullecerían Clara y Justo. Es imposible hallar en nadie más amor ni más respeto por las vidas ajenas y por la vida.

En mi propio diario se cuenta ese viaje a México, así como la visita a la hermana de Justo García en Madrid. Las vidas, sí, son como una galería de espejos, incluso cuando se tornan tan literarias. No sé cómo, pero tenía entonces la impresión, y la sigo teniendo, de que las nuestras de ahora, menos heroicas, se elevaban en contacto con las de aquellos otros que lucharon por ideales que siguen siendo, en medio de todo, justos y hermosos.

A. T.

Madrid, primavera del 2000