IV

25 de mayo

Estamos en el Sinaia. Lo escribo con letras mayúsculas, pues aún no acabo de creérmelo. O sea, territorio mexicano. Nos han dicho que esto es como estar en una embajada, nada nos pueden hacer. Yo no lo creo, pero más seguros que en París estamos… Además, los franceses también dirán aquello de que a enemigo que huye…

Esta última semana hemos vivido en un hilo, y de milagro seguimos libres y no acusados de robo e intento de asesinato, con todos los agravantes que hubiesen querido cargarle al caso.

En Toulouse, Lechner, una tarde, al regresar a casa de Madame Barbizon, se cruzó con el gendarme que nos interrogó en Prats de Molló, el que se quedó con mi reloj de oro, que tenía cara de besugo, colorado y con los ojos saltones. Le siguió sin pensar la razón por la que lo hacía. Le vio meterse en la prefectura de la rue Alsace-Lorraine.

Volvió a encontrárselo dos o tres veces más, entrando o saliendo de aquel edificio de ladrillo. Le siguió de nuevo y averiguó dónde vivía, que resultó ser una pensión de la Avenida del Cementerio, a quince minutos de donde parábamos nosotros.

Lechner no quería darle más que un susto. Uno de los amigos de las chicas de La Marseillaise, un tal Pierre, le prestó la pistola, y la noche antes de dejar Toulouse fue a buscarle.

Le esperó, le dio el alto y le desarmó. Después le ordenó que le llevase a su pensión.

El gendarme no sabía de qué se trataba; han hecho tantas cochinadas, que al pronto no comprenden por cuál de todas ellas van a tener que pagar, los muy cerdos. Desde luego, no pensaba que se tratase de un refugiado, por el francés tan bueno que habla Lechner, así que este tuvo que refrescarle la memoria. Le dijo, tal día, en tal sitio, le quitaste el reloj a un amigo. El gendarme estaba como tonto, que no se lo creía. Cuando cruzamos nosotros la frontera era bien gallito, fue de los que nos sermoneó y nos llamó aventureros y que qué nos creíamos, que ahora sí que íbamos a saber lo que era disciplina.

Se ofreció el gendarme a entregarle el dinero, que se lo llevara todo, le puso la cartera en las manos, pero que no le hiciese nada. Lechner rechazó la cartera, sólo quería el reloj. Y el otro, que el reloj estaba decomisado, y que él no lo tenía. Y Lechner le apuntó a la cabeza. El muy cobarde se le meó en los pantalones. Menudos hombres. Disciplina… ¿Qué guerra habrían hecho ellos?

Se le arrodilló y le advirtió gimoteando que si le mataba, lo oirían en la pensión. Lechner se sonrió como él suele hacerlo, no de medio lado, sino de una manera franca. Me lo estoy imaginando, como si aquello le hubiese hecho una gracia loca, y respondió que le daba lo mismo, que mataría al que se le pusiera por delante. Entonces el gendarme, que debía de pensar que lo iba a matar sin remisión, buscó en su armario una maleta y la abrió de par en par encima de la cama. Lo que apareció era el alijo de Alí Babá. Había dentro de todo, relojes, joyas, gemelos de nácar, prendedores, broches, una pistola cromada, pitilleras de brillantes, billeteras de cocodrilo… Todo cosas robadas a los exiliados.

Lechner vio pronto mi reloj, porque la verdad es que como él no hay uno igual, que llama la atención de lejos, y se lo echó al bolsillo, lo mismo que el dinero. Las joyas las dejó. Hubiera sido como para haberle pegado dos tiros o haberlo tirado por la ventana. Le golpeó en la cabeza, le ató, le amordazó y se marchó de allí, pero antes hizo otra cosa más, que fue sembrar la habitación con las joyas, la cama, el suelo, todo, para que cuando entrasen y lo descubriesen comprendiesen la clase de pájaro que era.

Al día siguiente, antes de marcharnos y desde la estación, el propio Lechner telefoneó a L’Indépendant des Pyrénées-Orientales, y le contó a un periodista lo que había pasado, sin declarar el nombre.

La policía de Toulouse vio las alhajas, pero en vez de admitir que se trataba de un gendarme ladrón, sostuvo que aquellas joyas las había traído el interfecto de la gendarmería de no sé dónde para la gendarmería de Toulouse, porque eran todas cosas incautadas, no robadas, y que de todas había recibos, expedientes y todo lo demás. Eso no me extraña lo más mínimo, porque todos los gendarmes son unos bandidos embusteros, como vimos también en Saint Cyprien, y han querido hacer su agosto a costa del elemento refugiado, robando a manos llenas…

Del dinero no dijeron nada; en cambio, publicaron que el autor del robo (tardaron en conocer el nombre de Lechner unos días) se había llevado muchas más joyas. Esto es absurdo. ¿Por qué se iba a llevar unas joyas y dejar otras? A lo mejor pensaban que era alérgico a los topacios, pongo por caso, y a los rubíes. Es de idiotas, pero la policía se pasa de lista siempre con eso de que piensa que los demás somos tontos porque no somos policías.

No sabemos cómo llegaron al que le prestó la pistola a Lechner, el amigo de Claudine, si era un confidente o qué, pero este fue el que dio el soplo, no pudo ser otro. A continuación fueron a casa de Madame Barbizon, que les confirmó que éramos dos sinvergüenzas, como probaba el hecho de que nos habíamos marchado de allí sin pagarle una semana y media.

Y así fue como llegó la policía al SERE de París con la descripción y el nombre de Lechner.

Los del SERE al principio no dijeron ni que sí ni que no, pero como siempre ocurre, algunos, muy patriotas, de momento se pusieron de parte de la policía francesa en cuanto vieron aparecer a Lechner por la rue Saint Lazare, y querían entregárselo. Ese día no iba yo con él.

Lechner les contó la verdad, que no se había quedado con una sola joya, sí se exceptúa mi reloj. Del dinero no dijo nada. Le tranquilizaron, no dirían nada a la policía, y le citaron para darle el visado al día siguiente.

Al salir, alguien del Comité, cuyo nombre me callo, le llamó a su despacho. Era una encerrona. Le esperaban otras dos personas. Lechner no conocía más que al que le llamó. A los otros dos era la primera vez que los veía. Le advirtieron que no se creían la versión que había dado de los hechos, que contradecía su traje flamante y los zapatos nuevos. Lechner declaró que ese dinero venía de su madre, que vivía en París. Tampoco le creyeron. Le exigieron que devolviera los ¡cien mil francos!, que había declarado la policía que se había llevado, y el resto de las joyas, y que lo hiciera al SERE y no a la policía, pues al fin y al cabo el SERE es el organismo que gestiona la ayuda al refugiado, y esos bienes son del refugiado, aunque seguramente no se podrían devolver ya en su mayoría a sus antiguos propietarios. Etcétera.

Es posible que eso fuese así, pero hemos visto en los últimos meses a gentes que se han llevado las cajas de su sindicato, de su partido, de su trabajo, como para fiarse de nadie.

Ese fue el día en que nos mudamos de hotel, del de la rue des Capucines al de la place de Odeon, porque Lechner temía que en el SERE, que tenían esa dirección nuestra, le delatara alguien.

Según me contó después, Lechner volvió al día siguiente al SERE y repitió lo sucedido esa noche en Toulouse con el gendarme, que únicamente se había llevado el reloj de un amigo suyo, y que iban a entregarle ese visado para México o se liaba a tiros con todo el mundo.

No estaba ninguno del comité mexicano, todo se quedaba entre españoles. Por último, y después de las respuestas de Lechner y de su historial en la guerra (tiene la Medalla al Valor, que le impuso Azaña en Valencia, las alas de plata, por acciones de combate, y la Estrella Roja de plata al mérito militar, soviética; otra novedad) no se sabe si le han creído, pero exigieron que devolviera dinero y joyas, y le prorrogaron el plazo… La gente siente por el dinero robado una ansiedad que no experimenta por ningún otro, todos se creen con los mismos derechos si lo que tienen delante ha sido robado, aunque lo haya sido por otros. A cambio, prometieron embarcarle y ponerle a salvo de la policía francesa, que le pisa los talones.

Yo era partidario de devolver el dinero que nos quedaba, contentarles con eso, que vieran nuestra buena voluntad, y guardar algo para el viaje y para nuestros gastos. A Lechner no le quedaban más que cuatro mil trescientos francos, que con los ochocientos que tenía yo, hacían cinco mil cien.

Otro motivo de inquietud fue la pistola. ¿La del chulo de Claudine? No, Lechner es un tío grande: la del gendarme, Por más que discutimos al respecto, no consintió en deshacerse de ella hasta no dejar Francia.

A la mañana siguiente, Lechner salió temprano del hotel y regresó a las dos horas con una caja llena de comida, quesos, latas de conserva, botes de mermelada y confitura, tarros de cristal con toda clase de manjares dentro. Entonces me dijo, vamos a envolverlo. Cuando quedó hecho el paquete, me invitó a poner en él la dirección de mi casa, en Madrid. Dijo, un recuerdo, porque nos vamos de París hoy mismo. ¿Y el visado para México?

Llevamos la maleta a la consigna de la estación y desde allí fuimos a la rue Saint Lazare.

Nos recibieron en otro despacho distinto del que yo conocía. Tuvimos que esperar hasta que llegaron todos. Lechner empezó confesando que le quedaban dos mil quinientos francos, pero que no pensaba dárselos a nadie y que se iba a ir de allí con el visado en regla. Se quedaron de una pieza. Se intercambiaron miradas de inteligencia, y T. determinó que sin dinero no había visado. Entonces vino lo bueno, Lechner sacó la pistola y sin levantar la voz dijo que iba a salir de aquella habitación con el visado o les pegaba cuatro tiros.

Dieron todos un bote en las sillas en cuanto vieron la pistola. A lo primero se defendieron excusados en que las listas estaban cerradas y aprobadas por el gobierno mexicano, y que ya no dependía de ellos. Lechner, harto de la martingala, arguyó que si cinco minutos antes se podían abrir con cien mil francos, se podrían abrir cinco minutos después con una bala. Uno de ellos le pidió fotografías recientes, sin las cuales no se podría extender el visado, y sonrió de una manera aviesa. Lechner sacó su cartera, me la dio a mí y me pidió que buscara en ella las fotografías, por no dejar de apuntarles. Cuando todo quedó listo, rubricaron y estampillaron el visado.

—Si me detienen, aquí o en Toulon, tengo amigos que vendrán a buscaros, y yo declararé a la policía que joyas y dinero los he entregado al SERE.

Dicho lo cual se metió el visado en el bolsillo y salimos de allí, y allí les dejamos a ellos desairados.

A continuación tomamos el tren para Marsella.

Todo ha pasado al fin. Desde luego, he de darle la razón a Lechner, quien asegura que de no haber sido por la pistola jamás le habrían cursado su visado, y una vez expedido este y en su poder, ¿cómo anularlo sin poner al tanto a los Sres. Ulloa de la misión mexicana?

Estamos en el Sinaia. Son las cuatro palabras más dulces de nuestra lengua.

En el barco hay una gran animación y trasiego. Todos tratan de acomodarse y conocer el buque, esto parece un mercado persa.

Nadie sabe lo que significa Sinaia.

Es un barco de dos chimeneas, viejo y grande, pero parece sólido, a pesar de que le haría falta una mano de pintura, puesto que asoman por todas partes las manchas insidiosas de óxido. Debió de ser blanco alguna vez, pero el trato, los golpes y el aire salitroso lo tienen comido de lepra y han dejado al aire churretones e innumerables archipiélagos orinecinos. De niño soñaba con subirme a uno. Padre me tomaba el pelo en el Retiro, mientras remábamos imitaba con su voz de bajo la sirena de un carguero, huuuu, huuuu, y yo le respondía con mi voz de niño, huuuu, huuuu, como dos barcos que se cruzaran. Mi pobre padre. También se ha muerto sin llevarnos a conocer el mar. La mayoría de nosotros es la primera vez que subimos a un barco. Espero que no naufraguemos, porque nos ahogaríamos todos, pues casi ninguno de nosotros sabe nadar. Yo creía que se iba a menear más, pero apenas se mueve, aunque los que conocen esto aseguran que nos podemos ir preparando a echar la papilla. De momento apenas se nota nada, sólo como si tuvieras los pies un poco mareados, porque al pisar parece que el barco se mueve, y crees que es por el peso de tus pisadas, lo cual es absurdo, porque mira tú con los dos mil que estamos aquí si no se iba a mover más. Le dije a uno que está en la litera conmigo que notaba los tobillos un poco flojos, pero me dijo que ya se me iría subiendo el mareo a la cabeza. Fue el que dijo también que nos preparáramos a echar la papilla. Es de San Fernando y dice que ha trabajado siempre en la pesca, aunque también confesó que por él a la mar, como la llama, le podían ir dando, porque no piensa volver a trabajar en ella. Me han puesto en una de las bodegas, que han habilitado para el transporte de pasajeros. En la mía somos unos seiscientos, apretados como sardinas en lata. Es la bodega de los solteros. Los casados van arriba, con sus familias, los pasajeros importantes, así como los responsables y los mexicanos, también. El caos y la desorganización han sido la nota dominante. No hay nada de nada en el barco. Nos habían asegurado que cada pasajero se encontraría con un juego de sábanas limpias y mantas, así como una toalla, una pastilla de jabón, vasos, platos y cubiertos que nos serían entregados, un pequeño cupo de medicinas, hilo y aguja, material escolar para los niños, libros y revistas para los adultos, pero cuando hemos preguntado por todo eso nos han dado las más contradictorias respuestas, y, aunque entre todos tratan de paliar estas carencias, la desorganización se apodera del barco.

Estoy en cubierta, sentado de espaldas a tierra. Frente a mí tengo el panorama infinito del mar. Es un atardecer sereno. El aire se ha saturado con el olor a yodo. Entran y salen los pasajeros, el barco es un hormiguero, todos quieren reconocer hasta el último rincón de sus galerías y recovecos. Oigo las olas que se rompen en el casco de hierro. No conozco a nadie de los que llevo vistos.

Las autoridades se han encargado de repetirnos mil veces que nos han elegido a nosotros de entre más de cincuenta mil solicitudes. Quieren insinuar que somos unos privilegiados, pero encuentro de pésima educación que nos lo recuerden a todas horas. No queremos tener que pedir perdón a nadie por haber perdido la guerra, y por lo mismo tampoco vamos a agradecer más de lo que lo hemos agradecido ganarnos este trozo de paz. Lo hemos perdido todo, absolutamente todo. Yo sólo quiero que a mí por lo menos me dejen en paz. Anteayer, en Marsella, un rato en que me fui a dar una vuelta yo solo, acabé en el barrio chino. En realidad fue al revés, quise darme una vuelta solo porque deseaba ir al barrio chino. Desde España no había estado con ninguna mujer, casi once meses. Era una chica guapa, sana, medio mora. Me dijo, tanto, y nos fuimos. Yo quería ir para demostrarme que todo era como antes, que había sangre en mis venas, que no había muerto. Quizá fuera también el tiempo tan bueno que hacía. Respirábamos el aire templado y decíamos, ah, la primavera que vuelve, y parecía perfumado todo como de flores silvestres. Subimos a una pensión que estaba al lado, pero antes de que ni siquiera la hubiese abrazado, me eché a llorar, sentado sobre la cama. No le había dado tiempo ni siquiera a quitar la colcha. Le di el dinero y salí de allí. Me fui porque había pagado por una cosa y buscaba otra.

Estuve también en Saint Cyprien. Lechner no quiso ir, se quedó en un café de Sète con las maletas, y quizá hubiera sido mejor no haber ido yo tampoco.

Antes, les compré unas galletas, jabón, cuchillas de afeitar, leche condensada y caramelos.

Saint Cyprien ha cambiado mucho desde que nosotros nos marchamos de allí. Las calles y sectores están ahora perfectamente delimitados, y algunas barracas han perdido su carácter de chabolas y tienen otra apariencia.

De los amigos que teníamos quedan casi todos, pero en el momento en que llegué estaba sólo en la barraca Daniel Mugido, que tosía y que dijo que no le convenía enfriarse. Casi no podía hablar, y con la voz como un cascajo envió al muchacho que me había llevado a buscar a los demás, que andaban por ahí.

Han adornado la barraca por dentro para darle un viso de normalidad con un calendario en el que llevaban la cuenta al día, tachando los que ya han pasado, y uno había clavado en la pared una fotografía de una señorita que anunciaba pastillas para la tos, arrancada de una revista. En el suelo había unos jergones y a la cabecera de ellos las maletas de cada uno, preparadas para cuando les digan que pueden irse.

Se alegraron de verme. Agustín, Helios, Luisito el andaluz, don Minervino… Todos querían saber, no se perdían una palabra de lo que yo decía, como si fuese el papa. Me sorprendió lo animosos que estaban todos, incluso don Sito, que no dejó de toser, como siempre, pero con un cigarro en los dedos. Uno contó que con tal de poder fumar vendió la dentadura postiza, para comprar tabaco. Él se rio un poco, sin ganas, con resignación… y sin dientes. Me preguntaron por Lechner, pero no les dije que no había querido acompañarme. Cuando pregunté por don Antonio, el hermano de don Sito, la alegría que había se apagó. Había muerto hacía tres días. Don Sito se puso a llorar, y hubo que consolarle, en fin, las cosas que se dicen en esos casos. Se lo encontraron muerto por la mañana. La noche anterior había estado bromeando con unos y con otros… Don Sito lloraba como hacen los viejos, que es que se les llenan los ojos de agua, porque no son ni lágrimas.

En Saint Cyprien los muertos están por todas partes, y la muerte. Se han hecho una idea de la realidad y del mundo que ya no se corresponde con nada. Es como un manicomio. No se dan cuenta, pero se han vuelto locos.

No tendría que haber ido. Luisito, cuando me despedí, se echó a llorar también. No se pudo aguantar. Querría haberse venido conmigo a coger el barco. Les di ánimos, les aseguré que en París los del SERE trabajan a marchas forzadas para sacarles del campo lo antes posible y que ya hay fletados lo menos veinte buques. El nuestro es el primero, pero en dos meses estaba previsto que no quedara ya nadie en Saint Cyprien, ni en Argelès ni en ninguno de los otros campos. Me lo inventaba todo a medida que iba hablando. No sé si he hecho bien, pero me daba cuenta de que mis palabras eran como inyecciones de esperanza, que quizá les mantengan con vida el tiempo necesario hasta que de veras puedan salir de aquí…

En Sète, que es el pueblo a donde nos mandaron embarcar, me esperaba Lechner en el café donde le dejé.

Cuando llegamos al muelle había una gran confusión. La gente gritaba, nerviosa, pensaban que el barco iba a zarpar sin ellos, y eso que todavía no había subido nadie. Qué sé yo, hasta que la gente no se ha visto a bordo, no se ha creído que saldríamos de Francia.

A la mayoría les han traído en trenes especiales, unos para hombres y otros para mujeres, desde los mismos campos. Hubo muchos encuentros de esposas y maridos que no se habían visto desde que salieron de España, así que otra vez hubo escenas, lloros, abrazos, desmayos de alegría, aunque en el fondo es alegría dolorosa, porque cuando alguien llora de alegría por un encuentro como estos, llora al mismo tiempo toda la ausencia y lo que está roto; quien más quien menos somos como dos mitades de un árbol al que le ha partido un rayo, que ninguna de las dos sirve para nada. Había familias enteras que no se habían vuelto a reunir desde Barcelona, hijos que no reconocían a su padre, porque llevaban sin verle dos años, al juntarse de nuevo temblaban de miedo, las mujeres y los hombres se acariciaban, era como si temieran que fueran a separarles otra vez…

En un primer momento se corrió que nos embarcarían a las siete de la tarde. Allí que estábamos todos, casi dos mil hombres, mujeres, niños, cada uno con su maleta, sus fardos, sus hatillos.

Pasaban las horas y nadie se movía de allí, pero crecía el volumen de las protestas. Veíamos a los del Comité de París, muy atareados subir y bajar del barco, hablaban con unos, con otros, con los gendarmes, con los del Comité británico para los refugiados, que son los que al final han pagado el barco, en fin, controlándolo todo. Entre ellos dos de los que quisieron chantajearnos.

Lechner estaba convencido de que estos le habrían denunciado, o le denunciarían si intentaba subir.

A las dos de la noche sacaron una mesa pequeña, que pusieron al lado de la escala, con toda la documentación, listas, sellos… Se sentaron a ella un representante español, el representante de México y el francés. Las damas británicas estaban detrás, de pie. Por la parte española figuró Quiterio Sánchez, por la mexicana Ulloa y por los ingleses una señora elegantísima, decían que duquesa, con un vestido blanco de grandes flores azules, como orquídeas, y un sombrerito azul marino, con un lazo blanco; la verdad, no pegaba nada en aquello, pero al final fue una de las personas que más energía desplegó en el embarque, enfrentándose con unos y con otros, a los que puso bien firmes.

Empezaron a embarcar los primeros refugiados. Aparte se encontraba el capitán del barco y dos gendarmes franceses de graduación, un poco retirados, de pie, fumando.

Los trámites resultaron lentísimos. El resplandor de las lámparas de petróleo, las luces del barco y las del muelle lo llenaban todo de sombras colosales, magnificadas por la profundidad de la noche. Recordaba aquello el embarque de esclavos. Los de la mesa comprobaban cada papel, los acercaban a la luz de los faroles, examinaban firmas y sellos, no dejaban de escrutar los menores detalles, pues es cosa sabida por todos que algunos han vendido bajo cuerda sus visados, comerciando con ellos.

Cuando no faltaban ni diez metros para llegar a la mesa, se nos acercó una mujer con dos niños. Nos llevó a un aparte y nos rogó que uno de nosotros se hiciese pasar por su marido y el padre de aquellos hijos, pues había oído decir que otras dos mujeres que carecían de papeles, habían logrado subir a bordo. Se lo había pedido antes, nos dijo, a otros hombres, pero ninguno había querido ampararla por temor a ser descubierto y que lo dejaran en tierra.

Lechner, que ni siquiera sabía si iba a poder embarcarse o no, se ofreció sin el menor titubeo, le dijo, no te preocupes, yo te subiré al barco.

Nos dijo que se llamaba Valentina Hurtado. Los chicos se llaman Joaquín y, el pequeño, Honorio.

El mayor, de unos seis años, tiene un aspecto enfermizo. Lechner le preguntó si tenía miedo, porque temblaba. Es un chico vergonzoso, dijo su madre. El pequeño, que debe de tener cuatro o cinco años, es lo contrario, un demonio. Lleva la cabeza rapada como una bombilla.

A mí me pareció descabellado que quisiera hacerse cargo de aquella pobre mujer, y el tropiezo iba a ser una cosa seria.

Al fin me llegó el turno. Buscaron mi nombre en sus listas y me ordenaron subir, ni siquiera me miraron la cara. No se puede expresar con palabras lo que experimenté en cuanto puse el pie en la escalera que me conducía a la libertad. Me sentí un hombre superior, que era libre al fin, estaba por encima de mí, me movía sin esfuerzo, el cansancio de la espera se disolvió en el aire, ni siquiera precisaba respirar, era una criatura perfecta.

Detrás me seguía Lechner con la mujer y los chicos. Nada. Enseñó su visado, dijo que aquella era su mujer y sus hijos, de los que no sabía nada hasta hacía dos días y que se iban a embarcar con él. Uno de los que le firmaron el visado era el que miraba las listas de embarque. Se le quedó mirando a Lechner, pero no dijo nada. Apuntaron el nombre de la mujer, el de los niños, y los dejaron subir. Así de fácil.

A él, a la mujer y a los chicos les han puesto en la cubierta superior, y les han asignado un camarote con cuatro literas. A él mismo le produce una gran hilaridad la situación, teniendo en cuenta que su «esposa» es una mujeruca envejecida, fea y flaca, con un bigote negro que tira para atrás.

Me desperté hace unos minutos, cuando el barco se puso en movimiento. Al fin soltaron amarras. Es la una y media del mediodía del 25 de mayo. Con la novedad todos corrimos para ver la maniobra a estribor, que es la banda de derecha…, o a babor. En fin, no sé. Al parecer zarpamos en la pleamar. Estas palabras antes sólo me las encontraba en las novelas, y ahora forman parte ya de mi vida. Pleamar, bajamar… Como nosotros.

Algunas personas lloraban, pero en general la gente estaba contenta. Otros sacaban sus pañuelos y los agitaban. Los que quedaban en el muelle respondían moviendo la mano. Aquello duró unos diez o quince minutos, hasta que la gente se cansó, y se fue yendo. El capitán hizo sonar la sirena, las gaviotas que se habían posado en la antena huyeron despavoridas chillando. El sonido de la sirena es gordo y negro, en contraste con el chorro del silbato, agudo y preciso.

Los que mejor lo están pasando son los chicos, todo el tiempo corriendo de un lado para otro, subiendo y bajando, jugando al escondite entre los botes de salvamento y los cordajes. Alguno se va a caer y se ahogará.

La gente del SERE hace lo indecible por acomodarnos a gusto de todos y trabajan como jabatos, contentando a los descontentadizos que siempre salen en todas partes, que querrían que todo se les regalara, como a los reyes, pues son de los que creen que cuando se les da algo es porque tenían derecho a ello.

En cuanto a los que están en el secreto de lo nuestro, ni la menor dificultad ni insinuaciones comprometidas, y por mi parte, al menos, ni el menor rencor. Lo pasado, pasado. No sé qué piensan de nosotros ni tengo la menor curiosidad en saberlo. Tampoco les voy a decir nunca la opinión que me he formado de ellos. Tengo la vista puesta en otra parte, a muchos kilómetros de aquí.

Con nosotros viaja, al mando de todo, la señora Ulloa, mujer del delegado mexicano, quien se ha quedado en Francia preparando más expediciones.

Dejamos de ver tierra a las dos horas de navegación. Ya estamos en mar abierto. Hace sol y el tiempo es bueno, aunque en el horizonte se forma una gasa blanquecina, tras de la cual parece esconderse la tierra firme. Vimos de pasada las Baleares, pero la mayor parte de la gente no se enteró, porque estaba ocupada en acomodarse. De lejos las islas eran como bueyes arrodillados, que rumiasen espuma, tranquilos, pacíficos.

Me he hecho amigo del de San Fernando, el marino, que se llama Blas. Es un buen muchacho, de mi edad. Me ha cogido por banda y ha decidido instruirme en todo lo de los barcos. Es como yo, socialista, aunque al final se pasó a los comunistas, porque piensa que estos estaban mejor organizados. Le he explicado que no me gustaría discutir de política, y lo ha entendido.

Es pequeño, tiene una cabeza cuadrada, la mitad de la cual es frente, ya está medio calvo, aunque no tiene todavía los veintitrés. Es simpático y parlero.

En el barco reina el buen humor. La mayoría viene de los campos de refugiados; el hecho de no tener alambradas les hace sentirse libres, pero si no caminan con precaución acabarán igualmente en el mar.

Escribo en cubierta. El barco está ya casi vacío, quiero decir, la parte visible de él, porque la gente se ha retirado y duerme casi todo el mundo, como si los hubiese engullido esta ballena y descansaran ahora en su vientre, como jonases.

Se oyen más nítidamente los motores y el ruido de las olas partidas en la proa. Aunque las órdenes son que nos recojamos antes de las once, se puede salir a cubierta a echar un cigarro o a tomar el fresco.

A media tarde nos anunciaron por los altavoces que íbamos a pasar por el estrecho de Gibraltar y que nos iba a dirigir unas palabras un eminente escritor, y que subiéramos a la cubierta de popa, que es la más amplia.

Yo me encontraba con Blas, y subimos. Es la primera vez que se reunía en cubierta todo el pasaje. No cabía un alma más, parecía que el barco se iba a desbordar, y que empezaría la gente a caerse por las bordas. Poco a poco la gente se fue callando. Sabíamos que esa ha sido la última vez que vemos España en mucho tiempo. Subieron al escritor a una tarima. Es un hombre viejo, con el pelo y la barba blancos, aunque los bigotes los tiene amarillos, teñidos de nicotina. Fumaba de una boquilla larga, que le estilizaba los dedos, delgados y artísticos, con las uñas teñidas también por la nicotina. Se apoyaba en un bastón cuya empuñadura es una bola de marfil, también amarillento. Resulta un hombre del siglo pasado, la corbata de lazo, las guedejas de la cabeza, el porte caballeresco, la chaqueta entallada como una levita… No tenía fuerzas ni para hablar, le salía un hilillo de voz, pero hizo llorar a más de la mitad del pasaje, y muchos no lloraron por vergüenza y hombría, sobre todo cuando empezó a preguntar quiénes de nosotros retornaríamos a la patria y quiénes morirán lejos de ella. Lo decía por él mismo, que tiene ochenta años. Se le puso un nudo en la garganta. Cuando llegó al final y dijo aquello de «¡Adiós, patria que te alejas, adiós!», el hombre rompió a llorar. Uno que estaba al lado del intelectual, entonó La Internacional. Le acompañamos todos, los viejos, las mujeres, los hombres, los niños. Que, por cierto, hubo un momento cómico, y fue que la mayoría estaba cantando con el puño en alto, pero en esto el barco se hundió de golpe en el brinco de una ola, nada, un segundo, y todo el mundo se asustó y bajó el puño para agarrarse a algo. Terminamos como en un entierro y cada cual se fue marchando de allí en silencio. Pero el muerto no era, como pudiera creerse, aquella franja de tierra amortajada de bruma, sino unos cientos de sueños, dando tumbos por el océano.

27 de mayo

Bien porque llevara cuarenta y ocho horas en vilo, bien por la culminación nerviosa, he dormido desde las doce a las seis de un tirón. Cuando me desperté no sabía dónde estaba y me costó acordarme de que iba en un barco.

El resto del día, adormilado, de aquí para allá, de cubierta a la bodega, de la bodega a la cubierta, y las comidas a sus horas. El agua de que disponemos para nuestro aseo nos da malamente para afeitarnos. Nada más.

28 de mayo

Sólo con el mar tendría para embelesarme toda la vida. Me gusta de todas las maneras, por la mañana, por la tarde, con bruma, con sol, de noche, mirando las estrellas, más frío, más caliente.

Blas no se separa de mí y me va diciendo uno por uno los elementos del barco. Se lo ha tomado muy en serio, y está encantado de instruirme. Simpático, pero demasiado obsequioso para mi gusto. No me deja escribir. Todo el rato me interrumpe. Fui a buscar a Lechner. Me contó las cosas que la mujer con la que comparte el camarote le obliga a hacer para que no la vea en paños menores, antes de acostarse y antes de levantarse. Lo lleva con humor. Le he dicho que no se queje, primero, porque él se lo ha buscado, y, segundo, que eso siempre será mejor que compartir una bodega con otros seiscientos; él al menos se asoma a la ventana y ve el mar. Por cierto, no se dice ventana, sino portillo. Y con abrir la puerta él ya está en cubierta, y en cambio nosotros nos pasamos el día bajando y subiendo escaleras, que tampoco se dicen escaleras, sino escalas.

Pero lo verdaderamente relevante de ayer, lo significativo como quien dice, no fue esto, sino lo que me sucedió por la tarde.

Habían anunciado que la banda de la Agrupación Musical Madrileña iba a dar un concierto. Han organizado innúmeras actividades para que la gente no se aburra, clases para los chicos, un concurso de mus, conferencias sobre México y Rusia, conciertos, uno podría pasarse el día entero de actividad en actividad. Yo acudí a lo de la orquesta. No tocan mal, pasodobles, zarzuelas, regionales… Fui temprano para coger sitio, pues no hay sillas para todo el mundo.

A mi lado se puso uno con gafas que se me quedó mirando y me preguntó, ¿tú eres El Brisca? Es como me llamaban a veces en la compañía, porque nadie me ha ganado nunca a ese juego. No lo digo con chulería. Le dije que sí, pero, por más que le miraba, me costaba encajarle, y no caía en quién pudiese ser. Uno de los cristales de las gafas lo tenía roto. Estaba en compañía de una mujer. En cambio a esta la reconocí en cuanto la vi. Estaba aún más guapa que la noche de Camprodón. Fue cómico. Yo no le reconocí a él, y ella no me reconocía a mí. El de las gafas no decía nada, dándome tiempo, por si lo adivinaba, y yo se lo daba a ella, para lo mismo. Por fin me dijo, soy Almada. Di un bote en la silla. Una cosa es no conocer a alguien con el que apenas has tenido trato y otra no reconocer al capitán de tu compañía.

Es otro. Si no ha perdido cuarenta kilos no ha perdido ninguno. Durante la guerra se conservó siempre gordo, pero el bajón que ha pegado ha sido grande, aseguraría que está enfermo. Se le ha caído el pelo, le quedan unos mechones desiguales y sucios en las sienes, de color ceniza. Con el pelo se le han caído casi todos los dientes, y la boca la tiene como los viejos, hundida. Antes era un hombre fuerte, el uniforme le prestaba empaque. Ahora, vestido de paisano, da lástima y le han dado un traje que le queda grande por todos lados. Me presentó a la mujer como su esposa. A continuación tuve que recordarle a esta dónde nos habíamos visto. Le conté todo, tal noche, en las escuelas, por la noche. Inútil, no recordaba. Le mencioné lo de la lata de carne y la de leche condensada. Tampoco. Sólo cuando le recordé que le había subido la maleta todo el col d’Arés, cayó en la cuenta. Me pidió disculpas por no haberme conocido antes. Me dolió porque de ella me acordaba perfectamente, y hasta he pensado en ella alguna vez, adónde habría ido a parar, en fin, esas cosas. Se conducía con Almada con delicadeza, más que como una esposa, como una enfermera.

Al rato Clara nos dejó solos hablando de nuestras cosas, le conté cómo se habían sucedido los últimos días de la guerra y la jugarreta que nos habían gastado Barreno y los valencianos, y todo lo que sucedió en la masía de Ripoll, y cómo desde entonces habíamos estado Lechner y yo juntos en todo.

También contó él cómo consiguieron salir de Ripoll y cómo le habían herido y cómo y cuándo había logrado pasar la frontera…

Oíamos a lo lejos las notas de la banda. Se confundía la música con el ruido del mar y la sordina de los motores. La música flotaba en el aire como unas banderitas de papel, unas veces venía nítida, y otras, en cambio, se perdía.

Me acordé de que tengo aún dos de las cartas que me entregó para que las hiciese llegar a Clara. Le conté lo que pasó con el resto, cómo las quemamos. Nunca hubiese relacionado las cartas con la muchacha que acababa de conocer. Visto desde aquí es asombroso, pero la verdad, como la guerra lo ha llenado todo de cosas extrañas, ya nadie se asombra de nada, de lo que recuerdas, de lo que olvidas, de lo que el azar reúne y de lo que separa… Se ha casado con ella en Francia, pues de ese modo podían venir juntos. ¿Qué habrá hecho con su otra mujer, la de Salamanca, y con sus hijos? Pero todos hemos aprendido que para sobrevivir, no se pueden hacer preguntas.

Al acabar el concierto, corrí a buscar a Lechner. Cuando se lo conté, no se lo creía. Hemos estado conversando más de tres horas, hasta la cena. Clara volvió y se quedó con nosotros.

Hablando de otra cosa. Es cosa sabida que el capitán del barco es un sinvergüenza y que él, con algunos cómplices más, el armador y algunos de la tripulación, fueron quienes robaron el equipamiento del barco. Se sabe por uno de los del comité español. Esa fue la razón por la que se tardó tanto en embarcar, pues cuando llegó el Comité británico, que presidía la duquesa elegante, esta subió al barco; se quedaron atónitos y confusos, pues ni sábanas, ni mantas, ni cubiertos, ni platos, ni pasta de dientes ni cepillos de dientes, la comida reducida a una cuarta parte, las medicinas también. El capitán sostiene que aquellos víveres y provisiones jamás entraron en su barco, y que sólo es responsable de lo que sucede en él, lo que pasara en el muelle no le concierne en absoluto. En todo momento tuvo de su lado a la señora Ulloa, la mexicana. La duquesa, que se llama de Ator o de Astor, debe de ser una mujer brava, no se paró en barras y dijo que ya vería si le concernía o no, y dio un ultimátum, o aparecía lo que faltaba o denunciaba el robo a las autoridades. Estamos hablando de miles de libras esterlinas. Dio tres horas. Al cabo de ese tiempo, naturalmente nada de lo que faltaba había aparecido. La duquesa dejó el barco, se presentó en la gendarmería de Sète y lo denunció, lo cual se debe corresponder al momento en que vimos que subían al barco los gendarmes, hacia las diez de la noche. Pero no le sirvió de nada, porque las autoridades francesas sólo querían que el barco zarpase cuanto antes, y le aconsejaron que presentase una denuncia en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en París. Como era viernes, habría que esperar hasta el lunes, y el SERE tampoco quería demorar más la salida…

28 de mayo, domingo

Lo que ayer no eran más que rumores, hoy se ha extendido como una mancha de aceite por el pasaje. La gente se ha puesto furiosa, pues las condiciones en las que viajamos son tan penosas que mejoran en poco las de los campos. Los camastros sólo tienen una manta vieja cada uno, y están tan llenas de piojos que es como acostarse sobre un hormiguero, y el que tiene una lata o un bote vacío es afortunado, porque quiere decir que tiene un vaso. Aunque nadie ha visto todavía al capitán, que no sale del castillo ni confraterniza con nadie, pues se hace servir la comida en su camarote, las voces cada vez salen más claras y fuertes, y le piden explicaciones, ya que se ha empezado a sorprender a algunos marineros vendiendo de todo, tabaco, coñac, jabón, agujas para coser, toallas, galletas, píldoras contra el mareo, y lo que se les pida, con tal de que se les pague en dinero francés o en joyas.

Todo eso, no obstante, lo ha negado el Comité, y hoy, de una manera velada, con un lenguaje oscurísimo, lleno de alusiones, se han repartido unas octavillas, impresas en el mismo barco, en las que le dedican unos bombos desmedidos a la Sra. Ulloa y al capitán, la una por su dedicación y sacrificio, y al otro porque gracias a él el barco pudo hacerse a la mar.

Cada minuto que pasa, las condiciones a bordo se hacen más duras, las letrinas están permanentemente atascadas, se forman delante largas colas (más de la mitad del pasaje ha llegado de los campos con las consabidas colitis) que ni siquiera en la noche llegan a clarearse, y hay que esperar entre una y dos horas. Hay quienes lo toman a broma, pero tarde o temprano empezarán los problemas. Hubo problemas en la guerra, los hubo en los campos, ¿cómo no los habrá en un barco con casi dos mil personas, tropezándose a todas horas en todas partes, sin poder salir ni escaparse de aquí?

Duermo mal. Me despierto por la noche. En cuanto me desvelo, me visto y salgo a cubierta, a popa, para ver amanecer, porque el aire enrarecido de la bodega es sofocante, y me ahogo. Cuando llego, ya hay allí dos o tres, fumando, insomnes como yo. Somos siempre los mismos, ya nos conocemos. Es un espectáculo ver levantarse el sol sobre el mar. Y nosotros navegando, como si huyéramos de él. En el fondo huimos siempre, de la miseria, de la guerra, de nuestra vida. Nadie quiere recordar. Nos pasamos el día hablando de cosas de allí, pero no las recordamos, sino que las repetimos, como un ejercicio mecánico que tiene más que ver con la locura que con la memoria, e incluso cuando son cosas nuevas, que nos cuentan por primera vez, parece que ya las supiéramos, o ni siquiera las oímos, pues nunca logran borrar la impresión de las propias…

Hoy desde las ocho empezaron a verse las islas Porto Santo y Cima, por la banda de estribor, y un poco después otra que se llama isla Deserta Grande, como un pedrusco gigantesco que se le hubiera soltado a un águila de las garras. La vegetación, esquilmada por los vientos salobres, crece sobre la roca negra. Estas islas, en cuanto nos vieron aparecer, nos enviaron unas gaviotas, que nos saludaron con júbilo. Son los momentos mejores del día, entre dos luces. La gente todavía duerme y sólo estamos los tres o cuatro insomnes en popa, sentados, fumando, aunque los que fuman también se racionan el tabaco, como el agua, y nadie pide de fumar al otro. El que tiene fuma de lo suyo, y no fuma de lo ajeno hasta que no se lo ofrecen.

Cuando el sol se levanta, el espectáculo cambia y no es tan bonito. Es bonito por la noche, con todas las estrellas del cielo. Y es bonito en los extremos, cuando sale el sol y cuando se acuesta, o como esta mañana, cuando empezamos a ver el archipiélago de Madeira.

La aparición de Funchal fue milagrosa. Estaba como colgada del cielo, sobre el mar, en una costa escarpada llena de vegetación, palmeras y buganvillas moradas, que hacían preciosas en medio del follaje tropical. No había una sola nube en el cielo. Mientras nos acercábamos al puerto todo el mundo subió a los puentes y se volcaba sobre las barandas para no perderse nada. Tuvieron que advertimos por la altavocía que no nos pusiésemos todos en esa borda, porque el barco se escoraba, pero nadie se marchó, pues el espectáculo era bellísimo. Salieron a recibimos, como las gaviotas, media docena de barcas, venían a vendernos plátanos y frutas de todas las clases. No querían pesetas republicanas. Las noticias del dinero son las que más rápidamente llegan a todas partes. Les daba lo mismo si éramos o no refugiados. La vida es dura para todo el mundo, dijo uno de los isleños que se sostenía en pie sobre su esquife y que remaba con un solo remo que le servía al mismo tiempo de timón y de pala. Una mujer quiso comprar unos plátanos para su hijo pequeño, lanzó al de la barquita un billete de cinco francos, pero un golpe de viento lo desvió y lo lanzo al mar. Estábamos todos pendientes de aquello, más de mil personas viéndolo. La gente se reía, allí, allí, señalaban al de la barca, porque seguía flotando. El marido recriminaba a la mujer, a quién se le ocurría tirar así un billete. Cuando llegó a cogerlo, salió del mar un pez y se lo llevó con los dientes al fondo. Todos reían, menos la mujer, que estaba compungida, porque para ella cinco francos es una fortuna. El de la barca metió el remo, se acostó contra el barco, lanzó una cuerda a la borda e hizo que subiesen una cesta de fruta para la mujer. Esto arrancó de todos un aplauso. Que el hombre es sensible al halago lo demostró que el pescador, en cuanto le devolvieron la cesta vacía, volvió a llenarla, y hasta no quedarse sin mercancía, no paró, y cada cesta, un nuevo aplauso… Ese arranque de filantropía no fue, sin embargo, seguido por ninguno de sus colegas; en cuanto vieron que éramos unos muertos de hambre, se dieron media vuelta y se largaron, a la espera de los otros barcos que camino del Atlántico pasan por aquí para llenar los tanques de agua.

En cuanto a las autoridades portuguesas, enemigas de siempre de la República, hay que decir que no dejaron desembarcar a nadie. Me habría gustado visitar Funchal. Se veía bonito, lleno de casas blancas con galerías acristaladas, y jardines llenos de palmeras, y luego, como empujándoles al mar, aquellos picachos escarpados y verdes. Al rato se corrió la voz por el pueblo de que éramos refugiados, y venían a curiosear. Así que nos pasamos la tarde en el barco, purgando nuestra cuarentena republicana.

En el barco se han organizado partidas de todas clases. Yo he jugado estos tres días a la brisca, pero para mí las cartas se han acabado y me fastidian. ¿Cómo puede ser eso, cuando me gustaban tanto?

A medida que pasa el tiempo, es como si nos acordáramos de dónde venimos y hacia dónde van nuestras vidas. Lo digo también por mí mismo, a lo primero era como si estuvieses aturdido, subir a un barco, ver dónde te acomodabas, inspeccionar las cubiertas, salir de Francia, la alegría de dejar atrás un país tan odioso, la ilusión de llegar a otro país donde dicen que todos van a acogernos con los brazos abiertos… Pero las horas en un barco son muchas, los días largos, y uno tiene mucho tiempo para pensar.

Hoy, al pasar junto a los botes de salvamento, detrás de uno de ellos, como ocultándose para la confidencia, oía hablar a dos mujeres. No sé qué se contaban, pero lloraban. Eso está a la orden del día. La gente necesita contar cosas. Vas por cubierta, en un rincón, en el comedor, en un salón, te encuentras a la gente hablando, de dos, de tres en tres. Este es un barco que parece grande, pero subes y es pequeño, todo el mundo te estorba y en las bandas no puedes quedarte hablando, porque si viene alguien tienes que hacerte a un lado como en el pasillo de los trenes. Todos se cuentan sus desgracias, en voz baja, por respeto hacia las historias de los demás. Aquí nadie ha sufrido más que nadie. Todos están al límite de sus fuerzas. Algunos se pasan el día acostados, en la cama, sin hablar con nadie, como en un manicomio. Es el caso de mi vecino el de San Fernando, que era tan obsequioso, y que no paraba de hablar. Fue ver Cádiz, Cáiz, como él le dice, y ha caído en una postración completa.

29 de mayo

En comparación con la mayoría, Lechner y yo vamos vestidos como príncipes. La gente no tiene nada, como nos pasaba a nosotros. Han venido aquí con lo mejor que tenían, que es pobretería y vergüenza. No tienen repuesto. Lo vemos por las mujeres, van vestidas todos los días igual. La mayoría de ellas se sientan en compañía y se ponen a repasar, a zurcir, a hacer arreglos en las escasas ropillas que tienen. Se entienden mejor que los hombres. Estos tienen cada cual sus ideas, unos somos de un partido o de otro, discutimos, hemos discutido siempre. Las mujeres primero son mujeres, y eso es una gran ventaja, porque nunca olvidan lo que son. Están con ellas los niños. Las mujeres se pasan el día juntas, y los hombres, por su lado, también juntos. Sólo se mezclan a algunas horas, los que son jóvenes desaparecen a veces en algunos camarotes, y están más tranquilos. La mayor parte de estas parejas llevaban separadas cuatro, cinco, seis meses, y algunas hasta un año…

Se habla el día entero de la guerra, todos quieren contar la suya particular, cómo la hicieron, con quién, en qué gestas participaron, dónde les dieron bien para el pelo a los fascistas… En fin. Escuchando estas conversaciones, cuesta creer que se haya perdido, o si se ha perdido, parece que nunca ha sido por esos que la cuentan, sino por todos los demás. Hoy hubo una discusión sobre Prieto y Largo Caballero en la que intervinieron algunos compañeros y algunos comunistas. Se lanzaron acusaciones muy fuertes. Me pasa con la política lo que me ha pasado con la baraja. Mientras viva seré socialista, pero no quiero volver a oír hablar de algunos asuntos en mucho tiempo.

Las mujeres en cambio no consienten perder el tiempo oyendo hazañas bélicas. Las atajan sin misericordia. Piensan en el futuro.

En el barco me he encontrado con algunos conocidos más, pero lo que no esperaba era encontrarme con uno de los valencianos que iban con Barreno. El que le robó la canadiense. Cabrón. ¿Cómo habrá conseguido meterse en el barco? En cuanto me vio, me reconoció, se dio la vuelta y salió huyendo. El muy canalla. No pienso decirle nada a Lechner, porque es capaz de tirarle al mar. Yo he decidido olvidar, olvidarlo todo. ¿Qué podía hacerle? ¿Matarle? ¿Conseguiría algo? ¿Le devolvería la cazadora? Pues eso.

Al mediodía, antes del primer turno, nos avisaron por los altavoces que el capitán quería hablarnos. A lo primero nos asustamos, pues nos pareció extraño que quisiera hacerlo, de no haberlo hecho ya el día del embarque, como era lógico. Después del latrocinio de las sábanas y los víveres, no es una persona respetada entre nosotros.

Estas quejas han llegado a la señora Ulloa y a nuestro Comité, pero una vez oídas no han querido escucharlas. Al principio a la gente no le importó que nos hubieran robado todas estas cosas. Dormimos sobre un jergón maloliente y nos tapamos con una manta. La mayoría dijo para consolarse: ¿no dormimos peor durante la guerra, no dormíamos peor en los campos? Y la gente asentía. Lo mismo dijo de la comida: ¿no lo teníamos todo racionado en la guerra? Esto no será peor.

Pero el barco ha empezado a navegar, los víveres escasean y el agua potable la han racionado. Los casos de disentería van en aumento, y algunos niños empiezan a caer con fiebre. Son los únicos que se atreven a admitirlo. Si alguien cae enfermo, lo niega por temor a que no le dejen desembarcar. Hay no pocos enfermos. ¿Por qué, si no, mi vecino de San Fernando no sale nunca de su litera? Está con fiebre y diarrea, pero lo negaría. La gente se traga sus propias toses antes que levantar sospechas. ¿No me negué yo mismo a declararme enfermo cuando salí de Saint Cyprien? Tampoco hay medicinas. Lo de la ropa, lo de los equipos que nos habían comprado las damas inglesas, a todo el mundo le da igual, pero haberse quedado con las medicinas es un acto criminal. Voy a contar un solo caso.

Ayer me confesó Lechner que uno de los dos niños de «SU» mujer está enfermo, el mayor, Joaquín, al que le castañeteaban los dientes, de la calentura, no de miedo. La mujer debió de temer decirlo, por si no la dejaban subir. Y ahora también lo negaría. Me ha contado Lechner que se pasa el día a su lado, creyendo que de ese modo le bajará la fiebre. No quiere que nadie lo vea, para que nadie se entere de ello. El pequeño, que llaman Nito, de Honorito, se ha hecho célebre, es saladísimo, vivo como una lagartija, todo el día corriendo de un lado para otro, tiene unas pestañas que las mueve y parece que te abanican. Las mujeres del barco se lo rifan, porque todas quieren tomarle en brazos, o que se quede con ellas para hacerles reír con su media lengua de trapo. Si a eso se une que tiene la cabeza pelada como una nuez, consecuencia de las represalias contra los piojos, su aspecto es inconfundible. Pues a lo que iba, desde que su hermano cayó enfermo tiene prohibido salir del camarote, ya que su madre teme lo vaya contando.

Por esa razón el aviso del capitán por los altavoces llenó de angustia a mucha gente, y se temió pudiese haber algo anómalo, a causa de los enfermos, de las leyes sanitarias, de las autoridades, qué sé yo.

Estaban a su lado la Sra. Ulloa y los del Comité, Traba y Quiterio, y el viejo que el otro día nos echó el discurso cuando pasábamos frente a Gibraltar, y otros que no conozco, las fuerzas vivas, como quien dice. Todos sonrientes. Parece que hubiera dos mundos diferentes. Uno, el que ellos creen que es, y otro opuesto, el nuestro. Traba y Quiterio, por ejemplo, se pasaron toda la guerra en París. No han oído un solo tiro, no saben de la guerra más que por los periódicos y el telégrafo.

Al final lo del capitán resultó una arenga inaceptable, por lo insultante. Nos daba la bienvenida, ¡después de cuatro días!

Es un hombre de pequeña estatura, de espaldas anchas y manos peludas, recio, seco, de unos cincuenta años, con cara de pocos amigos. Tiene un bigote mal cortado, en tipo mostacho, parece siempre que está sin afeitar, pues su barba es cerrada, de color azul. Tiene una mirada oblicua y una mancha blanca en uno de los ojos, como si le hubiese saltado una esquirla de algo. El vozarrón que tiene impone, es de bajo, con gran volumen. Se mueve con arrogancia, defendido por dos marineros que lo escoltan permanentemente y cuando alguien le habla, siempre mira a otra parte.

En la revistilla que hacen cada día nos han contado la historia de este barco. Era un buque mixto, de mercancías y viajeros, que se especializó en viajeros cuando su armador se convenció de que en según qué viajeros había un negocio más rentable que en según qué mercancías, y más cuando podía convertir a los viajeros, porque eran según qué viajeros, en algo más seguro que las mercancías, sin necesidad de tratarles mejor que a mercancías, como es nuestro caso. Ha transportado miles de peregrinos musulmanes a La Meca y sacado rusos blancos de la URSS. Eso explica el deterioro en el que se encuentra, las puertas no cierran bien y se mete el aire por todas partes, las cañerías son un concierto de regurgitaciones y borborigmos, las maderas están acribilladas a punta de navaja y el óxido ha devorado la mayor parte de tornillos y remaches…

En cuanto a los marineros semejan una partida de asesinos. La mitad son franceses, y la otra mitad, negros de las colonias. No se mezclan nunca. Los blancos van por su lado, y los negros por el suyo. A los negros es imposible acercarse, y mucho menos hablar con ellos, pues son esquivos y desconfían del blanco por instinto.

Cada día que pasa las raciones son menores, y ha empezado a racionarse el agua.

La alocución del capitán fue de antología. Habló en francés y le traducía la Sra. Ulloa. Dijo, por ejemplo: «Imparcialmente esta es la tercera expedición más limpia que hemos tenido». Pero lo bueno fue cuando confesó que en Marsella, antes de salir, le habían dicho que éramos unos asesinos, unos bandidos, unos forajidos… y unos ladrones, pero que había comprobado que éramos perfectamente «normales».

El resumen del discurso lo han copiado en la revista, y todo son alabanzas repulsivas para el capitán, hechas seguramente por la Sra. Ulloa, demasiado débil para llevar la responsabilidad de todo esto. ¿Dónde se ha visto que un hombre pueda decir a otro que es la tercera persona más limpia que ha conocido, o la tercera más decente, y no romperle la cara? ¿O cómo se le puede tolerar a alguien que nos diga: «Vaya alegría, no es usted un sinvergüenza, como sospechaba»?

Cuando se vaciaron las cubiertas, después del mitin del capitán, me encontré a Almada sentado en la popa. Se tapaba las piernas con una chaqueta, pese a que hace más de veinte grados. Viene muy enfermo, y los médicos no saben a ciencia cierta lo que tiene. Le he devuelto las cartas.

30 de mayo

Llevamos más de veinticuatro horas con el mar movido. Hasta hoy no se había notado lo del mareo, pero ahora resulta desagradable, pues es como llevar encima a todas horas unas náuseas ubicuas, incluso cuando te adormilas.

Cada hora que pasa se me hacen más y más insoportables las actividades con las que tratan de animarnos y a las que nos arrastran. Lo hacen con la mejor voluntad, pero son de todo punto inoportunas. Que nos dejen en paz, la mayoría no quiere verbenas ni concursos de chotis, no queremos hacer juegos florales para recitar versos en catalán ni en murciano ni en andaluz, no queremos campeonatos de brisca ni de ajedrez.

Es como si trataran de disolver la pez de los recuerdos. Pero ¿tenemos algo más valioso que nuestros recuerdos? Nunca como ahora se ha demostrado aquella verdad: cualquier tiempo pasado fue mejor. Cuántos desearíamos no haber salido de España. La guerra fue una agonía, pero mientras duró, había esperanza. Íbamos a alguna parte, hacia adelante, hacia atrás. Ahora sólo caemos, nos hundimos en la tierra, como las piedras, como los muertos…

Y el que no ha muerto se ha vuelto loco. En Saint Cyprien se volvieron locos cientos, miles. Los hay por todas partes, se nos quedan mirando, son pozos mudos. Por la noche, cuando salgo a cubierta, me tropiezo a muchos. Uno ha tomado la manía de inclinarse sobre la barandilla. Se balancea todo el tiempo, como un bausán de feria, uno de aquellos tentetiesos oscilantes. Se diría que está jugando. Hasta ahora ha quedado de la parte del barco, pero en algún momento se dejará caer. Cuando le veamos arrojarse por la borda no acudiremos en su ayuda, no le socorreremos, porque sabemos que eso es lo que quería. Le vemos bascularse peligrosamente sobre el pasamanos y pensamos, es como nosotros mismos, sólo piensa en el momento menos doloroso para hacerlo.

Otros son menos lesivos. Se pasan el día contando los pasos que dan por cubierta, arriba y abajo, sin distraerse, con una seriedad increíble. Llevan la cuenta al centímetro. Dicen, de estribor a babor tantos pasos, la toldilla, tantos otros, el comedor de la cubierta A, tantos, tantos escalones, tantos portillos, tantas puertas… Llevan de todo un estadillo riguroso. Los hay que roban la comida, las mudas, los zapatos, roban cualquier cosa, merodean por las cocinas, acechan cuando no corren peligro de ser sorprendidos, y entonces roban lo que se presente, un bote para comer, una cuchara, un tenedor. No hay que culparles de nada, ¿cómo culpar al que roba un bote viejo y sucio de hojalata? Y están los que son el reverso de estos, los que no piensan en todo el día sino en esconder de la mirada y avidez de las urracas todo lo que pueda atraer a estas, de modo que se pasan como los avaros abriendo y cerrando su maleta, por ver si echan en falta algo; estás hablando con ellos tranquilamente, y te dejan con la palabra en la boca porque les ha acometido la sospecha de que en ese momento estén desvalijándoles las piltrafas, y salen corriendo, asustados, como si fuesen a perderlo todo, ellos, a quienes ya no les queda nada, absolutamente nada. Bajas a las bodegas y te encuentras siempre al menos a quince o veinte hombres que han abierto su maleta y hacen pormenorizado recuento de sus pertenencias, que no son sino catálogo de mermas o de pérdidas.

A mí me han robado una camisa y unos calcetines. Sé más o menos quién puede ser, y cuándo opera. Podría montar guardia y pillarle con las manos en la masa, pero es mejor que no, porque si lo descubriera tendría que hacer algo, y qué podría hacer, ¿pegarle?, ¿tirarlo al mar también?, ¿llevárselo al capitán? Seguro que este lo contrataría. De modo que he metido mi maleta debajo de la litera donde se está todo el día echado el de San Fernando. ¿Qué podrían robarme? Como dice Lechner, no es más que ropa.

Mientras escribía, hace una hora, vino a verme Almada. No encontramos un solo sitio libre donde pudiera hablarse tranquilamente, porque era el turno primero y el segundo de las comidas, y toda la gente deja los camarotes y anda desesperada por el barco, con hambre. Hemos quedado para esta noche.

Son las ocho de la tarde. A las once y media he quedado en la cubierta de popa, detrás del puente. Ahora no se puede estar allí, por la verbena. Me he venido a proa, delante del castillo. Nos dejan circular por cualquier parte, menos por los camarotes que ocupan los oficiales y el capitán. Deben de ser buenos camarotes, es donde están también los del SERE y el de la Sra. Ulloa.

Me he vuelto a encontrar tres veces al valenciano. No está con su primo. Yo diría que me sigue por todo el barco, para tenerme vigilado y estar al tanto por si se me ocurre ajustarle las cuentas, como debiera. Cuánto odio en su mirada. Si pudiera, sería él quien me quitara de en medio. De esto no tengo la menor duda. También le veo con la Sra. Ulloa. Es uno de los que mangonea. Se ha metido en el comité. Lechner o no lo ha visto o no se ha dado cuenta o no lo ha reconocido, porque ahora se ha decorado con un traje nuevo que también habrá robado a alguien.

Han empezado a circular algunas infamias referidas a la Sra. Ulloa. El barco es como un inmenso zoco, abigarrado y caótico. Desde que le han visto hacer tan buenas migas con el capitán, tampoco goza de buena prensa entre muchos de los refugiados. Al día de hoy soy de la opinión de que el elemento refugiado de esta expedición no simpatiza con la Sra. Ulloa. Es una mujer joven. Resulta vistosa, morena, con una gran mata de pelo negro y los ojos negros. Le asoman los genes indígenas en los ojos, troneros y chinosos, defendidos por pestañas fuertes y largas, quizá postizas. Le es menos simpática a las mujeres que a los hombres. Cuando habla con un grupo donde se encuentran mujeres y hombres, sólo mira a los hombres. Es, en mi opinión, una de esas mujeres a las que les habría gustado nacer hombres, razón por la cual evitan en lo posible a las mujeres.

A estas alturas algunos sospechan que el robo de todo lo entregado por las damas inglesas sólo ha podido ser llevado a cabo con su consentimiento. Quién sabe. Yo creo que está demasiado ocupada en flirtear como para ocuparse de hacer una fechoría de ese calibre.

Cada día da una charla en uno de los comedores. Se llena lo menos con doscientas o trescientas personas. Habla muy bien y tiene una voz de terciopelo, que le nace de lo profundo de la garganta, una voz más de hombre que de mujer. Yo estuve en una de esas conferencias. Son charlas sobre México y sobre Cárdenas. Es una propagandista. Sus charlas se llenan de bote en bote, en cambio las que dan otras personas, con oratoria tan buena como la suya, de gente preparada que viene con nosotros, catedráticos de Universidad, médicos, intelectuales, esas están vacías.

Aquí todos aseguran que México es un país maravilloso, pero lo cierto es que nadie lo conoce, y, sin embargo, yo no querría haber salido de España. Pienso a todas horas en Madrid. A alguien chistoso se le ha ocurrido dividir el barco en barrios, debe de ser el mismo que se le ocurrió poner en Saint Cyprien a la avenida principal Avenida de la Libertad. No sabe uno si lo hacen con sarcasmo o con candor. Aquí no va uno a la cubierta B, de la banda de babor, en realidad está en la Gran Vía; si estás en la cubierta de estribor, te encuentras en la calle de Alcalá. Al puente A, donde toca la banda, le llaman el paseo de Rosales. Yo ahora estoy en el puente de proa, que se le llama avenida de los Suspiros, aunque yo ese nombre se lo hubiera puesto al de popa. La gente que viene a proa no va nunca a popa, lo tengo comprobado, son dos maneras de mirar la vida, el que mira hacia adelante, y el que echa la vista atrás. El que se pone en la proa, hincha el pecho, levanta la cabeza, respira por la nariz y la boca al mismo tiempo, todo el oxígeno le parece poco; el partidario de la popa, por el contrario, se queda sentado, con las piernas cruzadas y el pecho hundido. A proa van los enamorados y los jóvenes; a la popa, los viejos y los enfermos.

Yo soy, irremediablemente, de los que echa la vista atrás, y aunque evito el lamentarme, pienso de veras que mejor antes, mil veces. Se es triste o alegre, sin poder evitarlo, como se tiene pelo o se es calvo. Eso no se puede elegir. Como tampoco pudo uno elegir la bala que lo mataría. Las balas te eligen a ti, y también la vida, hagas lo que hagas. Ha sido un error ponerle esos nombres al barco. Son mucho más bonitos los suyos. Si lo que querían era que la gente pensara en México, han conseguido que sigan pensando en España, aunque seguramente a los que no son de Madrid una palabra como Lavapiés no les diga nada, pero a los que somos gatos… Dios mío, noto por dentro cómo se ensancha todo y se me encoge, al mismo tiempo…

Hace un momento anunciaron por los altavoces que había nacido un niño a bordo. Es una noticia bonita. A ese niño no se le olvidará de dónde viene mientras viva. Es, como todos nosotros, un niño de ninguna parte. Pero nadie habla en cambio de los niños que están enfermos, sin ir más lejos, «el hijo» de Lechner está hoy mucho peor que ayer. Lo han visto los médicos. Aquí lo que sobran son galenos. Le han diagnosticado, según me ha confesado Lechner en el mayor de los secretos (incluso me ha obligado a jurarle que no diría nada de esto a nadie), una meningitis aguda, lo cual les ha llenado de zozobra, porque una epidemia de meningitis podría ser funesta para la misión del Sinaia. A la madre ni le han dado esperanzas ni se las han quitado. Sólo le dicen que es cosa grave.

La Sra. Ulloa le ha prohibido también a la pobre mujer que diga a nadie lo del chico. Lo han aislado, de modo que lo primero fue alejar al pequeño del foco infeccioso. Pensaron llevarlo al sollado de las mujeres, pero lo desecharon porque allí hay otros niños a los que podría contagiar, en el caso de que él haya incubado el mal, así que está al cuidado de la mujer de Traba, quien, a falta de hijos propios, está feliz de hacerse cargo de una preciosidad como Honorito.

La madre, separada del menor y con el mayor tan enfermo, está desesperada. Lechner ayuda en cuanto puede. Hace un rato, por distraer a Honorito, lo he llevado por ahí y le he subido a los botes de salvamento. Es muy gracioso contando cosas. Vienen de Talavera. De Talavera a Madrid, de Madrid a Valencia, de Valencia a Barcelona, de Barcelona a los campos, siempre siguiendo a su padre, que murió en Argelès. Van a México, porque la mujer tiene allí un hermano de su padre, que emigró antes de la guerra. Confía en que los recoja. El muchacho cuenta y no para.

Por la noche estaba leyendo en la cubierta de popa. Es el momento más tranquilo del día. Dejan allí una pequeña bombillita encendida. Vino Lechner a avisarme. El chico está peor, entre otras razones, porque en el barco no quedan medicinas. También las han robado.

Nos habían dicho que uno de los marineros vendía algunas de estraperlo. Fuimos Lechner y yo a buscarle.

Cuando este le preguntó si era el que vendía las medicinas, se nos quedó mirando con desconfianza. Nos dijo que él no era exactamente el responsable, nos dejó allí, y vino al rato con otros dos, uno alto y pelirrojo, y otro viejo, sucio y gordo. Fuimos los cinco al comedor de marineros, que estaba vacío. Le explicó Lechner al primero lo que necesitábamos. Dijo él, de acuerdo, son mil quinientos francos. Lechner pidió ver la medicina, y el viejo, que parecía el jefe, soltó una carcajada teatral. Luego, razonó que una cosa era vender fruta o leche condensada, y otra muy diferente sulfamidas, que escaseaban.

Salimos de allí con el acuerdo de traerle por la mañana el dinero. Se podrían obtener mil quinientos francos haciendo una colecta, pero no se puede hacer una colecta, ya que oficialmente no existe tifus en el barco ni meningitis ni nada, vamos todos sanos, y aunque se pudiera promover, no se podrían comprar las sulfamidas, pues cuando hemos ido a contarle a la Sra. Ulloa la escena con los marineros, nos ha replicado que ella no se puede meter en esos asuntos, y que sí esos marineros tienen sulfamidas y las quieren vender, no es de su incumbencia, lo mismo que no se metería si alguno de nosotros quisiéramos vender nuestros zapatos, todo lo cual lo ha dicho furiosa con nosotros, por haberla importunado. Lo mismo que cuando soltó, «bastante tengo ya con los refugiados como para ocuparme de la marinería».

Hemos pasado la tarde con el chico. La madre no se separa de su lado, le llena de besos las manecitas, le limpia la frente de sudor con un trapo blanco, le abanica la cara para que no sienta sofoco, le arregla la cama cada cinco minutos… De vez en cuando la fiebre le hace decir cosas muy graciosas, como cuando empezó a contarnos que había descubierto en la calle Gaztambide, en la zona desocupada por los bombardeos, un alijo de alimentos que estaban todos para chuparse los dedos, y que vendidos en el mercado negro, le permitirían comprarle a su padre un par de botas nuevas que llevarse al frente. Todo lo que contaba tenía una gran lógica de hombre de negocios.

Yo he tenido que salir a respirar un poco de aire fresco, porque el de aquel camarote huele a orín exudado y oxidante. Lechner me ha asegurado que conseguirá el dinero. Ni siquiera he tenido ganas de bromear. Podría haberle sugerido que lo robara, pues que se ha convertido en un ladrón de categoría. Me ha pedido que me quede aquí. Viene a recogerme dentro de una hora. Me ha confesado también que intentará algunas gestiones.

Por cierto, se me había olvidado contar que ayer, a la cita que tenía con Almada no acudió él, sino Clara. Me dijo que su marido se encontraba muy cansado, y que ya nos veríamos hoy.

Estuvimos ella y yo hablando un rato, mientras oíamos la música de la verbena. Es una muchacha agradable. Quiere hacerse la seria, pero no lo consigue, como si todo esto, o sea, estar con un hombre casado, la guerra, los campos y ahora lo de marchar al exilio, la hubiesen puesto un poco de mal humor, contra el que trata de luchar. ¿Cómo? Mostrándose serena.

Conmigo lo estuvo. Nos sentamos en una de las tumbonas de la banda de babor, cerca de donde está el camarote de «los» Lechner.

Es preciosa. Me gusta mucho, pero me pongo nervioso cuando la veo. Se ve a la legua que no está en su ambiente. Es una mujer fina, estilizada, tiene algo de egipcio, quizá el cuello tan largo y las facciones muy dulces y pulidas. Su padre fue un pez gordo en la guerra, y ahora tiene un cargo en el gobierno. Es reservada también. En eso son almas gemelas Almada y ella, aunque recuerdo que la noche de Camprodón estuvo más comunicativa. Cuando se terminó la verbena, apagaron las pocas luces que permanecían encendidas, pero nos quedamos un rato más. Sólo se veía la brasa de mi cigarrillo, como otra estrella, vagando en la inmensidad de la noche.

Yo me enamoraría de ella si no fuese porque se ve que no es una mujer para mí. O mejor dicho, uno no es para ella, por muchas razones evidentes. No se me ocurre con quién compararla, se parece a muchas actrices del cine, quizá a Lilian Galway, tiene el pelo de la Bertini, y lo mueve igual, pero a quien más se parece es a la Garbo, con ese cuello y la espalda que no se sabe si la lleva derecha o torcida, como el tallo de una flor. Trae el pelo corto, en una melenita que hace que el cuello le destaque, porque es muy largo, blanco y fino. El pelo es negro, tirando a castaño, y el pequeño lunar encima del labio la elegantiza de misterio, como si fuese una luna negra para ella sola, con su leyenda oriental. El aire del mar le echa de continuo el pelo sobre la cara, y tiene que apartárselo de los ojos. Lleva faldas de una tela que le pasa lo mismo que a la melena, que el aire del mar se la mueve de un lado para otro como si fuese una campanilla, y se la enreda entre las piernas. Anteayer, al pasar por el puente, donde se forman siempre corrientes de aire, la falda se le subió y le dejó al descubierto los muslos, el vello se le doró de golpe, parecían como piernas de una diosa de oro. Por las mañanas da clases a los niños. No es maestra, pero le gustan los niños. Iba para concertista de piano. Yo le dije que podía tocar para nosotros alguna vez. Me confesó que no tocaba desde hacía un año, y que no creía que volviese a hacerlo nunca jamás. Le ha debido pasar a ella con el piano lo que a mí con la baraja.

Estábamos hablando de todo esto cuando salió Lechner de su camarote. Eran ya cerca de las dos de la madrugada. Se fue a buscar otra tumbona. La puso al lado de la de Clara, que se quedó en medio de nosotros dos.

Al rato pasaron por delante dos o tres parejas de novios o matrimonios. Van a donde los botes de salvamento. Como están en dormitorios separados, hacen el amor allí, se oyen chirriar los pescantes, como los somieres de las pensiones tristes, y luego se vuelve cada uno a dormir a sus sollados respectivos, los hombres con los hombres, y las mujeres con las mujeres.

Lechner, al pasar una de las parejas, les dijo, tortolicos, lo dijo de una manera simpática, sin indiscreción, resultó algo limpio, poético incluso. Ellos, que venían abrazados, se juntaron un poco más, y él respondió riéndose, también limpiamente, con simpatía, dijo, envidia, y la que era su novia o su mujer, un poco avergonzada, escondió la cabeza en su pecho, dejó escapar una risa nerviosa, y apretó el paso para que no la viésemos.

Después de eso me fui a dormir, aunque no tenía sueño, y les dejé solos.

1 de junio

Vino a buscarme Lechner temprano, a las siete de la mañana.

El estado del chico se ha agravado. A la madre hay que subirle la comida, que apenas prueba, pues no consiente en separarse de él ni un solo minuto. Los médicos, que le hacen la visita, aseguran que acaso se salvaría si hubiera medicinas.

El contramaestre, el viejo con el que estuvimos ayer, tampoco admite joyas. Estuvimos hablando con él otra vez hace un rato. Le llevábamos mi reloj, por si ahora podía sacarnos de un apuro, y nos respondió que él no es un prestamista que se queda alhajas en prenda, y que la medicina es de su propiedad, que lleva siempre consigo, por si tiene la desgracia de caer enfermo. Exige francos, libras o marcos. Pero nadie puede reunir una cantidad tan abultada como esa, y si alguien la tiene, nosotros no lo conocemos.

Después de eso subimos a cubierta. Como hacía bueno, nos anunciaron que los que prefiriesen desayunar arriba podían hacerlo, pero se levantó viento. Empezaron a servir el café, por llamarlo con un nombre conocido, pero sin aviso venía una ráfaga y se lo llevaba, manchando a unos cuantos. Eso produjo un efecto cómico indiscutible. La gente tan pronto se ríe como que cae abatida en depresiones que le duran días. La persona que ha estado sumida en un pozo negro de angustia, lo mismo rompe a reír, porque ve los gestos que hace alguien para vomitar sobre la borda, o se pone él mismo a vomitar a continuación. Lo del café no era más que una charlotada, pero el sol, la alegría de ver el agua de las mangueras que baldeaban la cubierta, no sé, estaba todo el mundo de muy buen humor. Me acordé de los últimos días de la guerra, cuando nos daba por reírnos de cualquier cosa, las mayores bobadas eran las que nos causaban más risas.

De lo del chiquillo hemos hablado. La cosa se lleva en el mayor secreto. El capitán conoce a la perfección esta falta de medicinas, pero en la enfermería no quedan más que aspirinas, y ha tenido el cuajo de decirnos que cuando empezó este viaje no sabía que esto se convertiría en un barco hospital, echándonos la culpa de que estemos enfermos. Las robaríamos si supiéramos dónde las guarda el contramaestre. Lo más probable es que el niño se muera.

Ayer me encontré a la madre, es una mujer que da miedo. No había vuelto a verla desde que nos embarcamos, tan poco sale de su camarote. Está toda ella amarilla, un amarillo sucio, un amarillo negro, delgada, los ojos se le han hundido lo indecible y alrededor le han florecido unas ojeras acusadísimas. Lleva a la cabeza un pañuelo negro, y eso le da un aspecto de vieja prematura.

Por la mañana una de las zonas más tranquilas es la banda de babor, junto a los sollados de la marinería, ya que hace frío todavía y no da el sol hasta pasadas las doce.

Estaba allí cuando vi venir a Lechner. Empezó a hablar de Clara. No sabía dónde quería ir a parar, hasta que me lo contó todo.

Las cosas que me contó me han dolido. ¿No es absurdo? ¿Celos? Qué más da. También para mí resulta difícil explicarme lo que ha sucedido. ¿No es ahora la compañera de un camarada? Si el hombre no ve un resquicio por el que colarse, ni siquiera lo intenta. El instinto me dijo desde el primer momento que las cosas entre Almada y ella no van bien. Es bellísima, su manera de ser, la mirada de inteligencia que tienen sus ojos, el modo de estar tan natural… ¿De qué color son tus Ojos? ¿Del color de la espera? ¿Del color del adiós? ¿Del color del nunca? Mi amor de un día, mi espuma de mar, mi ola partida en dos por la espada de hierro, sirena de este buque, ¿en qué rincón del alma cobraste más forma que una sombra? ¿Cómo fuiste metiéndote en mis venas y agitando mi pulso sin que yo te notase? ¿O acaso fue mi amor quién franqueó la puerta a esta sorda locura? Ni siquiera sabía lo que ahora no querría saber. De un golpe todo lo que en mi mente iba de un lado a otro, sin forma, sin música, sin palabras, ha cobrado una imagen, y es la tuya, un timbre, el de tu voz, unas palabras, estas. Mi Clara oscura, mi Clara negra, mi Clara silvestre, en la pradera del mar, en los pétalos del agua, en la oscura bodega donde yo sin saber, en estas noches, iba dándote forma. Cómo te he soñado sin saber que tú eras el sueño. Te he acariciado, sin que me hubiese atrevido a rozarte. Te he dicho mil palabras de amor, y nadie puede decir que mis labios se hayan despegado. Tantos años esperando a sentir el amor, y ahora el amor, universal y único, ha venido a mi casa y nada puede hacer por mí, más que mostrarme sus manos desnudas. Te he conocido porque otro te me ha llevado de mi lado. Te conozco cuando te pierdo. ¿Te pierdo? Nunca te tuve. Pero eres mía. El amor es cosa de uno. Dos se estorban. Sólo cuando se ha alejado, he visto que estaba dentro, ella, que jamás ha estado cerca. Clara… Mi Clara oscura…

Lechner en realidad no me ha hablado de ella. Sólo quería preguntarme por Almada.

Le conté lo de las cartas, que Lechner no sabía. Él le aprecia también, le parece una buena persona, y valiente, no sólo por lo que demostró en la guerra, sino por lo que ha hecho con su vida.

Hoy el día ha sido tranquilo. Han aparecido tres barajas más, ya son nueve las que hay en todo el barco, y se ha organizado un campeonato de mus y otro de brisca. Yo no me he apuntado a ninguno de los dos, ni siquiera para distraerme y no pensar a todas horas en ella, porque ya me lo he confesado: me he enamorado.

Es patético, porque, sabiendo que no tengo la menor posibilidad, paseo por la parte adonde dan las escalas de la bodega en la que van las mujeres, he cambiado de turno de comidas, por coincidir con ellos, hago guardias en la toldilla, adonde suele venir ella a quedarse un rato sola…

En la toldilla estoy ahora. Hace un rato pasaron más de veinte niños corriendo por delante. Acaban de anunciar por los altavoces que se les va a repartir caramelos. Sus risas son lo único que da un poco de alegría al barco, porque ellos se ríen de verdad, para ellos esto es una aventura en toda regla. Ahora, ¿para nosotros? A veces en un grupo de gente alguien cuenta algo gracioso y la risa estalla en medio como una granada, pero esas risas no sólo no son benefactoras, sino que hacen daño, pues de pronto piensas que no tienes derecho a reírte. Eso es la angustia. Cuando no puedes reírte, y cuando al reírte no puedes ser feliz.

Las autoridades del barco, me refiero a la delegación del SERE y los representantes políticos, están empeñadas, sin embargo, en lo contrario, y algunos sostienen que los recuerdos son reaccionarios y contrarrevolucionarios. Ayer un compañero nos echó una arenga antes de empezar a comer. Sostuvo que los recuerdos eran burgueses y fascistas por naturaleza, según había dicho ya Stalin, y que la historia exigía de nosotros miradas hacia delante, no hacia atrás. Que había que recordar a España para no olvidar nuestra cita con ella, pero que pensar en la vida que dejamos atrás no nos va ayudar. Que hemos de pensar en España para la reconquista. O sea, no hemos acabado de perder una guerra y quieren que perdamos otra.

Qué sabrá nadie lo que a cada uno le ayudará o no. Yo cada día sueño con mi padre. Es cosa extraña. Me duermo pensando en Clara, y, sin embargo, es padre el que acaba saliendo por uno u otro de los escotillones del sueño. Siempre de la misma manera, abre una puerta, entra, se sienta junto a una mesa, deja sobre ella el brazo y tamborilea un poco el tablero con los dedos, como solía hacer. Mira hacia donde estoy. En el sueño no aparecemos juntos nunca, pero sé que estoy junto a él. Me mira, pero no me habla. Estos sueños me gusta tenerlos, porque le quería. Ha sido una suerte que se haya muerto antes, incluso aunque haya sido en la cárcel. Pienso en madre, pienso en las hermanas. ¿En quién o en qué voy a pensar? ¿En Franco?

4 de junio

Ayer fue un día tristísimo. Han prohibido a la madre decir nada. Su hijo ha muerto.

En cuanto se supo que había muerto, se llevaron al chico envuelto en mantas a uno de los sollados, cerca de las carboneras. La madre estaba como alelada. Le contaron que era mejor velarlo abajo, donde hacía menos calor, cosa que es exactamente al revés, pero se lo creyó. Se guardó su cuerpo durante unas horas, para evitar que nadie lo viese. En el vientre del buque el calor sofocante y húmedo no puede soportarse, y el olor a amoníaco y a pescado podrido es tan fuerte que parece vaya a romperte el cerebro y sacarte el estómago por la boca. Cuando se encontró sola, preguntó por Honorito. Se lo trajeron, que estaba en lo de los caramelos. Este traía también caramelos para su hermano, y no se ha dado cuenta bien de lo que pueda ser la muerte cuando le han dicho que dejara el caramelo bajo la almohada de la cama vacía. Preguntó dónde se le habían llevado, y Lechner le respondió que a la enfermería, para que se ponga mejor y pueda dormir su madre.

Oficialmente de esta muerte no se ha hablado nada. Pero a estas alturas ya sabe todo el mundo que ha muerto un chico, porque he oído hace un rato cómo lo comentaban en un corrillo unos hombres. La inquietud se ha apoderado del pasaje, pues todos temen la epidemia y, sobre todo, la cuarentena.

Quedaba el problema de deshacerse del cuerpo del chico. Vinieron el capitán y la señora Ulloa, que hizo de intérprete, a hablar con la madre y anunciarle la botadura del cadáver al mar, en cuanto llegara la noche. No querían hacerlo durante el día para evitar el espectáculo ni añadir dramatismo a nuestra expedición. El chico venía al parecer ya muy enfermo de los campos.

Cuando la madre se enteró de que en el mar se arrojan los cadáveres al agua, perdió los nervios. Hasta ese momento estaba como dormida, sin saber lo que sucedía a su lado. La noticia de que tirarían el cuerpo de su hijo al mar parece que la sacó de sí, y gritó que por nada del mundo permitiría que eso sucediera y que le enterraría como a todo el mundo en tierra, en cuanto tocaran puerto, y le pedía a Lechner que hiciese algo, que impidiese lo que iban a hacerle al muchacho. Lechner y yo hablamos con el capitán para saber si sería posible esperar a llegar a Puerto Rico. Pero no, que con el calor que hace el cuerpo se descompondría antes.

La botadura se llevó a cabo ayer por la noche, a las dos.

Vi a la mujer. Temblaba y sacudía la cabeza, como si estuviera epiléptica, y no soltaba la mano de su pequeño. Estuvo sin salir del sollado en todo el día. El cuerpo, como advirtió el capitán, empezó muy pronto a corromperse. Yo me hice cargo de Honorito, porque la mujer de Traba se portó como de la familia, y no se separó de la pobre viuda ni para comer. Estuve con el chico toda la tarde. Me le llevé lejos de allí, subimos a cubierta y traté de que se distrajera. Va vestido con unos pantaloncitos negros, torpemente cosidos, de los que salen, de la misma tela, dos tirantes que se cruzan sobre su pecho, para que no se le caigan, y una camisa blanca de una tela tan liviana que se le ven a través las costillas. Está muy delgado. Se le marcan las rodillas. Es donde se nota si un hombre está o no delgado, en las rodillas y en los codos. Tiene el pelo tan negro como los ojos. Su padre debía de ser muy guapo, o su madre lo fue, hace ya años, antes de la guerra.

Tiene ideas someras del mundo, es muy chico todavía para saber qué hacemos en este barco, y las razones que nos han traído a él. Son de Talavera, ya lo escribí, creo. En el barco van más de Talavera. Asegura, lleno de ilusión, que su padre les está esperando en México, quizá porque eso es lo que la madre les cuenta. No sabe que su padre ha muerto.

Por la noche lo llevé a su camarote, y cuando se durmió, salí. Estuvimos esperando un rato largo. Primero a que terminara de tocar la banda. Se nos hacía raro oír aquella música, la gente bailando y divirtiéndose, y dos pisos más abajo, la muerte en su expresión más tosca y feroz.

Al entierro, si se puede llamar así, vinieron uno de la delegación británica, la Sra. Ulloa, uno del SERE, el capitán, dos marineros franceses que fueron los que subieron el cadáver del chiquillo, la madre, Lechner y yo. La Sra. Ulloa llevaba del brazo a la pobre mujer, que ya casi ni lloraba, estaba como en trance, con los ojos en blanco y no hacía más que repetir, hijo, hijo. Le partía a uno el corazón. Habían envuelto su cuerpecillo en una bandera republicana. Fuimos a la cubierta de popa, junto a la toldilla, en uno de los costados. A alguien se le había olvidado recoger los atriles de la música, que parecían aves zancudas. Nos tropezamos con dos noctámbulos, a quienes la ceremonia les sorprendió mucho, y una pareja de novios, que salió de detrás de un bote. Cuando vieron el cortejo fúnebre conducirse con tanto sigilo, no supieron lo que estaba ocurriendo, y si era mejor marcharse de allí o, si por el contrario, en vista de lo parco del duelo, había que quedarse, para hacer bulto. Al final no se decidieron ni por una cosa ni por otra, ni se fueron ni se acercaron; se quedaron donde estaban, de pie, serios, esperando que la ceremonia que había venido a interrumpir sus abrazos se acabara y pudiera permitirles a ellos seguir consolándose de no haber muerto todavía.

El capitán miró a la Sra. Ulloa, por si quería decir unas palabras, pero no. Tenía cara de fastidio y ganas de que aquello se terminara cuanto antes. Fue horrible. Las religiones se han inventado para los entierros, para poder decir algunas oraciones. Allí nadie dijo nada, pero tampoco nadie contribuyó a que la ceremonia se abreviara. La madre estaba como encogida. Llevaba puesto el mismo vestido negro, un luto sobre otro luto, y no se había quitado el pañuelo de la cabeza. Permanecía de pie, con el pecho hundido, como un pájaro. Apenas fue capaz de ahogar un sollozo cuando vio cómo el cadáver se deslizaba por la tabla y caía al mar. Su primer impulso fue ir detrás de él. Lechner la sujetó por los hombros, y a continuación nos marchamos todos de allí, en silencio. Debían de ser cerca ya de las dos y cuarto.

Oficialmente Lechner es su marido, aunque a estas alturas todos saben que no. Volvió con ella.

5 de junio

Después de la muerte del chiquillo el día fue más tranquilo. Me encontré con Almada cuando salía él del primer turno y entraba yo en el segundo. Hizo como que no me veía, pero al final era absurdo hacerse el despistado, porque teníamos que pasar uno al lado del otro, rozándonos el codo como quien dice.

Esta mañana, al amanecer, me levanté como de costumbre y subí a cubierta. Miro baldear a los marineros, es un momento precioso, en el que parece que el barco está desierto. No se oye otro ruido que el de las olas contra el casco y la proa y el de los marineros trabajando en silencio. Luego se levantan otros marineros que van a los comedores. En realidad es como una ciudad, cuando se riegan las calles, se abren las tahonas y las tabernas y el aire se llena de hilvanes de café recién hecho. Me gusta tanto el mar, que es como si lo tuviese para mí solo. Es quizá la hora en que tengo los recuerdos más limpios de Madrid. Es un Madrid de antes de la guerra. Tomo el doce, me subo en él y llego hasta Sol por Alcalá. La gente a uno y otro lado, saliendo de los cafés, del teatro. Me voy acordando de las casas, las tiendas, mucho mejor que si viviera allí. Otro día me voy con la imaginación a Las Vistillas, a una taberna que se llama La Pera, donde daban unas torrijas muy buenas. Puedo pensar a mis anchas. No me molesta nadie, si acaso los cuatro noctámbulos e insomnes. Nos saludamos siempre, pero no hablamos nunca. Uno es de un pueblo de Córdoba, viene solo, otro es de Murcia, joven también. Viene a veces un viejo, el que nos echó el discurso en Gibraltar, que cumplió el otro día los ochenta años. Anda con bastón y no se quita jamás el sombrero. Al vernos nos saluda muy ceremonioso, se lleva la mano al sombrero, pero no se lo llega a quitar, únicamente roza el ala con sus dedos, y se va a la silla que es la suya, y que nosotros dejamos siempre libre por si él se levanta temprano. Quizá piensen también en Madrid, como lo hago yo mismo. No hay tampoco más luces encendidas que las del puente y los fanales que se quedan prendidos para que la gente no tropiece. Se produce un fenómeno curioso cuando amanece, porque las luces empiezan a temblar, como si fuesen candelas. A continuación su fuerza se debilita, y pasan de amarillas a blancas, hasta que desaparecen por completo. No sé cómo explicarlo, cuando una vela se apaga en medio de la noche las sombras se apoderan de todo. En el barco, hacia las cinco menos diez de la mañana, es todo lo contrario, porque esas bombillas entreclaras se van apagando a medida que se hace la luz por todas partes.

Nuestro sollado queda lejos del que usan las mujeres. Esta mañana, cuando subí a cubierta, me encontré a Clara, que bajaba al suyo. Me saludó de forma atropellada. Creo que le molestó que la sorprendiera despierta a esa horas, como si hubiera descubierto un gran secreto. Luego me encontré a Lechner acodado en cubierta, fumando. No hacía falta ser un lince para saber lo que pasaba. Se me puso el corazón a latir como un loco, todo nervioso, lleno de presentimientos. Subimos a la toldilla de popa para no molestar a la gente que dormía. Me contó que ayer estuvo haciendo compañía a la viuda. Me quedé de piedra. Hubiera jurado que me iba a hablar de Clara. Pues no. Es el estado en el que yo estoy, seguro. Habló sólo de la viuda. Lo del hijo la ha aniquilado. No quiere separarse del pequeño, que es lo único que le importa. Es una mujer de una timidez enfermiza, y sólo sabemos de ella lo que me ha contado a mí Nito. No habla con nadie y apenas prueba bocado. Las raras veces que sale del camarote para acudir a la letrina es como un alma en pena, una sombra cuyo paso parece arrastrar tras de sí más sombra todavía.

Hoy, al mediodía, a la hora de más calor, cuando volvía de mi turno, me tropecé con Almada. Charlamos. Con él las cosas suceden siempre de un modo imprevisto.

Me preguntó qué pensaba hacer en México, si tenía planes. Yo por lo menos podré buscar un trabajo en mi oficio, pero él… Como militar se ha quedado sin patria y sin oficio.

Luego, me preguntó por Lechner. Le conté algunas cosas, otras no, cómo me había cuidado en Toulouse, el viaje a París, su familia. Del robo y de nuestra huida de Francia no he contado nada, cuanto menos se sepa, mejor. Entonces, sin que me lo pudiese esperar, va y me pregunta a bocajarro: ¿Te ha contado Lechner que fue novio de Clara, en Barcelona?

Me quedé de una pieza, pero al mismo tiempo fue como si me ratificaran algo que yo sabía desde… el principio, cuando no sabía nada. No supe qué decir, me notaba mareado y con náuseas. Fue Lechner quien pidió le destinasen al mismo frente, con el propósito de reunirse con él y hablar de Clara y de su futuro. Lo encontró, pero jamás hablaron de ella. ¿Lo han hecho ahora? No quiero saberlo.

Es curioso, cuatro personas que vamos juntas en este barco sufrimos en secreto por causas comunes, y, sin embargo, ninguna de las cuatro conoce con exactitud la secuencia completa. ¿Qué pensaría Lechner si conociese mi amor por Clara? ¿Cómo podría imaginarse Almada, cuando me habla de Lechner con preocupación, como una cerrada nube negra en el horizonte de su vida, que su mujer, que ahora teme perder, es de quién yo me he enamorado absurdamente? ¿Y Clara? Sólo ella tiene en sus manos hacer feliz a Almada o a Lechner, o desdichados a los dos, pero jamás llegará a saber que estos días, en el barco, procuraba tropezarme con ella, porque era lo único que me alegraba el día. Cuántos momentos le dedico, cierro los ojos y la veo apoyada en la toldilla, con la mirada perdida en la estela del barco, o en los raros instantes en los que la he visto reírse, se echa la cabeza hacia atrás, se lleva la mano a la frente para apartarse el pelo y estalla en una risa que la devuelve a otra edad, la de la infancia tal vez, la de la juventud sin guerra ni presagios. Nunca sabrá lo que han significado para mí esas risas. Las palabras se las dedicamos a uno o a otro, pero las risas son para todos. Mi pobre Clara… Mi pobre Justo.

Por la tarde estuve en el concierto que ofreció la Agrupación Musical Española. Había gran concurrencia. No tocan mal. La música es un analgésico. Mientras la oyes no te acuerdas de nada más, si de verdad logras oírla, porque si no, es como un suplicio.

La vida en el barco empieza a hacerse enojosamente rutinaria. Hay que formar cola para todo. Hoy tuve que hacer una de tres cuartos de hora para tomar una ducha de agua salada. En el primer turno del desayuno esperé otros veinte minutos. Para entrar en la letrina esperé más de media hora y en un reparto que han hecho de aspirinas otra media. Pero está luego la otra monotonía, la que es sólo del mar, la monotonía de norte, de sur, de este y de oeste, como el descomunal bostezo del mundo. El barco desde luego navega, pero parece estar siempre en una misma hora, en el vértice de un punto de mar y cielo. El mar desde aquí es como un gran reloj sin agujas, sin números, sin minutero, en el centro nosotros siempre, miremos hacia la parte que miremos. Así vivimos, en la noche, en el día, una hora siempre la misma, que es una hora sin hora. Gira el sol también como un reloj vacío y todas las olas mueren delante de nuestros ojos. Lo peor es que el centro del mundo somos ahora nosotros, que el centro se desplaza a donde quiera que vayamos, y que allí donde quisiéramos escondernos nos seguirá.

6 de junio

La noticia de hoy es que fondearemos en la ensenada de Puerto Rico y bajaremos a tierra. Nos esperan allí los antifascistas y partidarios de la República, que han enviado ya radiogramas de adhesión, y después darán todo el día libre, antes de seguir viaje hacia México. Eso ha levantado los ánimos, y aires de euforia recorren el barco.

Ayer, a última hora, tuve un encuentro desagradable con uno de uno de los comités que se han formado abordo para preparar nuestra llegada. Nos han dividido por profesiones y oficios, los campesinos juntos, los maestros, los médicos, los artistas, los ferroviarios. La comisión de tipógrafos y artes gráficas lleva reuniéndose desde el día 2 de junio. Las reuniones se hacen por la mañana. Anteayer ya, cuando iban a reunirse, me encontraron en la borda de estribor, sentado, sin hacer nada, mirando el mar. Uno, que trabajó en Ribadeneyra con mi padre, me dijo si iba con ellos, y le respondí que me uniría a ellos un poco más tarde. Dije eso porque no me gusta ser grosero con nadie, pero el caso es que no pensaba ir. No quiero más reuniones, estoy cansado de hablarlo todo, de discutirlo, de trabajar por el futuro, como dicen los del Comité. Me parece bien que ellos se reúnan, pero tendrían que tener una consideración para los que no queremos otra cosa que nos dejen en nuestro rincón rascándonos nuestra derrota y nuestra roña. Para mí la guerra ha terminado. No sé qué va a ser de mí, no sé si volveré a ver a mi madre, a mis hermanas. La única persona que podría hacer que me volviese a ilusionar por algo está tan lejos de mí, que cuando está a mi lado ni siquiera me ve. Eso es lo único que me preocupa. Lo demás me da igual.

Hoy otra vez volvieron a buscarme. Tampoco fui, pero por la noche, cuando estaba en la toldilla, el de Ribadeneyra y otro, que no conozco, catalán, me echaron una buena. Yo no les decía nada. Les dejaba hablar. Que si la República exigía de nosotros tal y tal cosa, que si el gobierno del general Cárdenas estaba siendo generoso con nosotros como nadie lo había sido, que si teníamos que estar una vez más a la cabeza del sacrificio… Hasta aquí hemos llegado, les atajé yo. No quiero oír una palabra más de sacrificio. ¿Os parece, les dije, poco sacrificio tener que estar en este barco, rumbo a América? ¿El futuro? ¿Qué futuro? Es la palabra que más he llegado a detestar, porque en estos tiempos es la que menos vale. De modo que no les dije nada más, les dije, dejadme tranquilo, por favor.

Hemos llegado a Puerto Rico y fondeado en la bahía, como estaba previsto, aunque no nos han dejado desembarcar. Ese es el futuro que nos espera.

Antes de que supiésemos que no nos iban a dejar desembarcar, me tropecé con Clara. Se hizo la encontradiza. Me puse nervioso. Siempre me pongo nervioso cuando estoy con ella, creo que me va a notar algo, y, sin embargo, qué lejos está ni siquiera de sospechar cuáles son mis verdaderos sentimientos.

Había subido todo el mundo para ver la entrada del barco en Puerto Rico. La gente estaba volcada sobre las barandillas, en la toldilla, en la proa, en la banda de estribor, como en los palcos de un teatro, mirando cómo se acercaba la costa. A nuestro lado había algunas barcas de pescadores, que faenaban con unas nasas de madera, como jaulas de canario, que tiraban al mar y sacaban constantemente, sin reposo, las tiraban vacías y las sacaban vacías. En ese momento vino ella.

Estuvimos más de media hora mirando cómo se acercaba el barco primero a la costa y cómo se quedaba parado, sin saber por qué no seguía hasta llegar al puerto.

Nos fuimos a la otra banda, que se había quedado vacía. Daba el sol de pleno. Hacía mucho calor, lo hace ya a todas horas. No cambia nunca la temperatura, pero sobre todo lo que se nota es un aire asfixiante, que resulta insuficiente, además de pesado.

Sabía que aquel encuentro no era casual, así que sólo esperaba que empezase a hablar. Al principio me preguntó lo mismo que Almada, si conocía desde hacía mucho a Lechner. Todos quieren saber cosas de Lechner. Lo que yo no sabía era si ella sabía que Almada me había contado lo suyo con Lechner. Le conté a Clara algunas cosas de los Pirineos, de los campos y cómo me salvó en Toulouse. Tampoco le dije nada de lo del robo. Si quiere, que se lo cuente él. Yo lo estaba pasando mal hablando de cosas que a mí me hacían daño, porque no quería hablar de otros hombres. No sé si me hubiera gustado hablarle de mí, pero no me gustaba hablarle de ellos, y habría sido feliz si ella me hubiese hablado de sí misma. Pero no que hablase de Lechner, cómo le conoció, dónde… Cuando le conoció ya salía con Almada.

No sé para qué quería Clara hablar conmigo. Porque soy amigo de Lechner, supongo, porque conozco bien a Almada. Me repitió cien veces que está hecha un lío, y cuando me lo confesaba, se echó a llorar. Le pregunté si quería que le dijese algo a Lechner. Me respondió, no, no, eso no.

Tiene un fondo triste o se ha teñido de la tristeza de Almada. Pudiera ser. Pero cuando alguien se tiñe de algo es porque tiene una predisposición a ello, y en todo lo de ella, en sus palabras, en sus silencios, en su mirada se descubre como un horizonte melancólico y crepuscular. Lechner es lo contrario, es la acción pura, mira hacia adelante aunque lleve los ojos vendados, es un hombre de la mañana. Clara es una criatura lunar.

Estuvo llorando un buen rato. Por otro lado, eso no llama la atención en el barco. Porque todo el mundo tiene razones poderosas para hacerlo.

Fue Clara la que vino a nuestro sector, con el deseo de reencontrar a estos dos hombres, a uno lo encontró en Argelès, a otro en el barco. Entiendo ahora la razón por la cual Lechner, que ha quemado todas las naves que le hubieran permitido quedarse en París, quiso embarcarse en este buque. ¿Sabía que venían Almada y Clara? Seguramente. De él dice: es una buena persona, y lo repite otra vez, no porque no lo crea, sino para que no se le olviden no sé qué deudas de gratitud, qué lealtades.

Estábamos en silencio cuando oímos el himno de la República sonar en la otra banda y aplausos. No teníamos mucho más que hablar, se levantó y me pidió que fuésemos a donde sonaba la música. Cuando llegamos habían tirado una escala, con pasamanos, por la que subía un hombre vestido de blanco, con un canotier, blanco también. A lo primero no lo reconocí, hasta que unos que estaban a mi lado gritaron: ¡Viva Negrín!

No se parece demasiado a las fotografías. Una vez vi a Azaña de cerca y era igual que como sale en los periódicos. Negrín no. Llamaba la atención el traje, tan blanco, de tan buena calidad, recién planchado. Al verle, no sé, me pareció que esa escena ya la había vivido, como si lo hubiese soñado antes, todo igual.

Le saludaron el capitán, el comité mexicano, el comité inglés y las autoridades del SERE. A continuación le llevaron a la toldilla y allí improvisó un discurso. Resultó un discurso frío, protocolario, que si España iba en aquel barco bien representada, que nosotros llevaríamos el nombre de España a las más altas cotas, que si la sangre vertida de nuestros hermanos daría su fruto, que el sueño de la razón por fin no engendraría monstruos, sino hombres libres… En fin, todo hueco y sin alma.

A mí me causó una mala impresión el traje. La gente en el barco va vestida con sus ropas sucias y viejas. Algunos no han podido lavarlas en meses. Parece más la ropa de unos vagabundos. La mitad va en alpargatas. El olor a sudor recuerda el de unas cuadras, un olor equino y penetrante. Y él allí, como un pollo de teatro, perfumado, con el traje de hilo, el canotier y los zapatos de dos colores relucientes. Tú puedes echar un discurso sobre las libertades y la democracia, pero si vas vestido como un señorito, eso es lo que se ve antes que nada. Los zapatos eran nuevos, crujían al andar. Los zapatos del elemento refugiado, rotos, sucios, deformados, viejos, comidos por el salitre de estos días, observaron los zapatos de Negrín y sacaron sus propias conclusiones. Parecía él el presidente de México, más que el presidente de un Consejo que está en la bancarrota.

La gente aplaudió el discurso, pero sin entusiasmo. Muchos, entre los que me incluyo, pensamos que no dirigió bien el último año de guerra, y en parte por él la hemos perdido y estamos ahora destruidos. Pero de esto no se puede hablar. Después se mezcló con la gente, estrechando manos. Cuando llegó a donde yo estaba, me retiré, porque no quería saludarle. No sé si se daría cuenta. No lo hice porque quisiera que notase mi antipatía, pero no quería saludarle, y así procedí. Toda la curiosidad que había producido su llegada se convirtió en indiferencia cuando se fue.

La decepción de no poder bajar a tierra fue grande. Hubo protestas airadas. Luego, se supo que fue, como sospechábamos, por razones políticas, no sanitarias, aunque nos dejaron atracar para abastecernos de agua.

Nos tuvimos que conformar con asistir a los discursos que nos echaban desde el muelle las organizaciones obreras. Habló un negro. Habló bien, aunque nos distrajimos todos, porque salió no sé de dónde un monito, que se soltó, y que empezó a escalar por una de las estachas que iban a tierra, subía corriendo, colgado hacia abajo, pero al llegar arriba los niños del barco, que querían cogerlo, lo asustaban, y el tití vuelta a bajar, pero en cuanto veía a su amo, otra vez estacha arriba, así como tres o cuatro veces. El negro hablando del sacrificio y de la patria, y todos pendientes del mono, Los oradores se sucedieron, todo eran palabras de aliento para la República, y hablaban de reconquista. Era emocionante, pero yo aguanté poco, y me bajé a nuestra bodega para dormir, porque ayer no pegué ojo. Me encontré al de San Fernando, a pesar de que eran las cuatro de la tarde, metido en la cama y llorando. Tuve que consolarle. No hace otra cosa que llorar. Se acuerda de Cáiz, y de Cáiz no hay quien le saque.

Hacia las dos de la madrugada, después de llenar los tanques, se pusieron en marcha de nuevo los motores y dejamos atrás Puerto Rico como un racimo de luces que picoteaban las aves nocturnas.

A pesar de lo avanzado de la hora, hasta hace un rato había mucha gente vagando por el barco. La decepción de no poder bajar a tierra les había desvelado. En el puerto quedaron también algunos grupos de trabajadores portorriqueños simpatizantes de nuestra causa, con las pancartas de solidaridad. No hacían nada, esperaban a vernos marchar. Ellos no podían subir a bordo, nosotros no podíamos bajar. Era una situación cómica, aunque estaban llenos de la mejor voluntad. Luego, cuando el barco se puso en movimiento, volvieron a enarbolar las pancartas y agitaron en el aire las banderas, casi todas republicanas. Salió de nuevo la gente a cubierta, nos aplaudimos todos unos a otros, y los vimos alejarse de nosotros. Algunas mujeres lloraban en silencio. Algunos hombres, viejos sobre todo, también. Lloramos ya por cualquier cosa. Basta que veamos llorar a alguien a nuestro lado para que nos contagie. Llora cada cual por sí mismo, el amado muerto que siempre viene con nosotros.

En el aire quedan las palabras de Negrín, tan vacías: «Amigos y enemigos nos miran con ansiedad: para los primeros somos bandera y esperanza, para los segundos, testimonio y acusación de su infame subasta del solar patrio…». Ruidos de olla.

8 de junio

Han hablado de fundar en México un casino o casa de la cultura que se llame España Peregrina, adonde ir para tener reuniones y nuestros conciertos y nuestras actividades, y un periódico que se llamará de la misma manera. Me he apuntado, por si necesitaran un tipógrafo. Pero, desde aquí lo digo, no pienso ir, a menos que me den ese trabajo.

A última hora se procedió al reparto de los donativos que nos entregaron en Puerto Rico, ropa, fruta, alimentos de toda clase. Mucha gente fue a ver, yo vi la cola y desistí. Tocábamos a un mango para cada cuatro, a dos calcetines para cada seis, a una aspirina para cada ocho, a una muda limpia para cada diez, y así con todo lo demás.

Domingo, 10 de junio

No cesan las desgracias. Valentina se ha tirado al mar con su hijo Nito, y han desaparecido. La noticia ha causado consternación y, aunque no se ha hecho oficial, como tampoco se hizo oficial la muerte de su hijo, ha corrido de boca en boca como la pólvora. El hecho de que se haya arrojado con Nito, que todos conocían y querían, ha sumado dramatismo a la desgracia.

Según Lechner, la noche en que desapareció, anteayer, Valentina durmió en el camarote, con Honorito a su lado. El barco ya había zarpado de Puerto Rico. Hacia las tres y media de la madrugada Valentina seguía durmiendo, o al menos echada en la cama, al igual que su hijo, porque a esa hora Lechner se despertó y les vio en la cama. Cuando volvió a despertarse, hacia las cinco, no estaban en el camarote. No le extrañó su ausencia, pues sabía que el niño sufría una colitis desde hacía dos o tres días, con fuertes dolores de barriga, y pensó que la madre lo habría llevado a la letrina.

A la hora de la siesta, Lechner se metió en el camarote, y ahí, dice, fue cuando empezó a pensar que sucedía algo extraño, porque no había vuelto a ver ni a la madre ni al niño, y al entrar en el camarote se encontró los camastros revueltos. Valentina, en cuanto se levantaba, era lo primero que hacía, las camas.

Registramos el barco de arriba abajo, pero no aparecieron. La Sra. Ulloa y los del SERE, a los que fuimos a informar, nos pidieron que guardáramos silencio, mientras ellos iban a buscar al capitán.

El capitán, con un tono de impertinencia insufrible, nos dijo que si no éramos capaces de velar por la seguridad de los nuestros, él desde luego tampoco, y añadió con toda la pachorra que no se extrañaba tampoco de nada, porque a él en cada travesía se le suicidaban uno o dos, y a continuación se fue de allí con muy mal humor, como si le hubiésemos hecho perder el tiempo.

La hipótesis es que Valentina salió con su hijo a medianoche y se arrojó al mar con él. No hay otra explicación. O bien que Nito se cayó al mar y que su madre saltó detrás para salvarle, pero esto no parece verosímil. Otro detalle que nos hace sospechar que Valentina tenía la determinación de arrojarse es que se había quitado el camisón que solía ponerse para dormir y se puso su vestido nuevo.

La muerte de Valentina y Nito nos ha sumido a todos en un estado lúgubre y sombrío. Lechner hizo un paquete con las cosas de la mujer y de sus dos hijos, y se las ha entregado al Comité, para que las reparta entre la gente necesitada. A última hora de la tarde me trasladé del sollado donde he dormido estos días al camarote con Lechner, y duermo en la cama donde dormía Valentina.

Pobre mujer. ¿Por qué aquella determinación en subir al barco? Si le hubieran dicho en Sète que iba a ocurrir todo lo ocurrido, ¿habría subido? En diez días ha desaparecido toda una familia. Es como si la guerra no hubiera terminado aún, sigue a nuestro lado la muerte y el absurdo.

Lechner y yo hemos vuelto a pasar la mayor parte del día juntos. No nos gusta permanecer en el camarote. Subimos a cubierta y nos quedamos mirando el mar horas y horas, adivinando detrás del aire calimoso una costa que nunca acaba de aparecer.

Yo suelo escribir. Él se ha traído dos o tres libros franceses, que lee.

Por sacar el tema de conversación, le dije que había estado hablando el martes con Clara, pero apenas levantó los ojos de la página que leía.

Lunes, 11 de junio

Han venido esta noche dos a pedirnos unas medicinas para otro niño; les han asegurado que nosotros habíamos conseguido de uno de los marineros medicinas para el chico de Valentina.

No nos habíamos dormido todavía. Dentro del camarote estábamos a oscuras, porque el capitán da orden de que se corte la luz, no se sabe por qué razón, porque las turbinas del barco funcionan todo el día.

Es chocante, porque el chico murió entre otras razones porque no conseguimos las medicinas, y eso lo saben los médicos, que son, al parecer, quienes nos los han enviado.

Bajamos al sollado, donde estaba el muchacho, el más angosto y hundido de todos, el de las mujeres, en el que duermen al menos sesenta, con sus hijos pequeños. Lo habían puesto al lado de una de las bombillas de emergencia, para que se viera algo. Estaban levantadas tres o cuatro, que acompañaban a la madre, velándole. El médico había recomendado que se le hicieran unas friegas de alcohol. A falta de alcohol, se las estaban haciendo con agua. El chico presentaba idéntico aspecto que el otro, sudaba, tenía los labios abrasados por la fiebre y deliraba, lo mismo llamaba a su madre, que estaba a su lado, como le preguntaba a su padre si le iba a traer unos churros para desayunar por la mañana.

Los médicos les han dicho que podían ser unas fiebres tifoideas, pero Lechner y yo, sin ser médicos, hemos visto que eso tiene todo el aspecto de una meningitis, como la otra, pero no hemos dicho nada.

Le informamos al padre quién tenía medicinas y lo que cobraba por ellas. Habían juntado unos cuatrocientos francos. Así que con los cuatrocientos francos subimos el padre, Lechner y yo al sollado de la marinería, donde duermen los coys y los marineros. Despertamos al capataz. Había estado bebiendo y le apestaba el aliento a cerveza rancia. Salimos al puente de oficiales, al aire libre. Preguntó si traíamos dinero, lo tomó cuando el padre se lo dio, y nos dejó allí, diciendo que volvería al rato.

A los diez minutos, sin embargo, quien vino fue otro marinero con el encargo de decirnos que el contramaestre nos esperaba en una de las camaretas de oficiales. Habían puesto dos botellas de suero sobre una mesa. Cuando las fue a retirar el padre del chiquillo enfermo, el contramaestre, con un movimiento rápido, las quitó de su alcance. Cuatrocientos francos, dijo, es lo que vale una.

Cuando nosotros quisimos una, nos la vendía a mil quinientos. El viaje toca a su fin. Disminuye la demanda, disminuye el precio.

Le dijimos que nos llevaríamos una de todos modos a cuatrocientos francos. Con una hábil maniobra, el contramaestre se interpuso entre nosotros y las botellas: no se vendían por separado, arguyó con cinismo. El padre le confesó que no disponía de más dinero ni tenía a quién pedírselo prestado. Una vez más ofrecí mi reloj, pero en ese punto las normas no han variado nada; no admitía oro ni joyas, sólo dinero, para evitar las denuncias, supongo.

Fue entonces cuando Lechner confesó que él tenía esos cuatrocientos francos y que salía a buscarlos.

Yo sabía que no los tenía. A los dos minutos estaba de vuelta. Llevaba una pistola. Los franceses se quedaron planchados y yo lo mismo, porque imaginaba que se había deshecho de la pistola mucho antes de embarcarnos, en París o en Marsella. Sin mediar palabra, le arrebató al contramestre los cuatrocientos francos, se los devolvió al padre y le ordenó a este que se llevara las botellas. A continuación amenazó al contramaestre y al capataz con denunciarles al capitán por traficar en el barco con medicinas si decían una sola palabra de lo sucedido, y nos replegamos para salir.

Todo habría salido bien si el contramaestre se hubiese resignado a perder sus dos botellas de suero, pero ese hombre gordo, con la cara congestionada y los ojos inyectados en sangre, renco de los dos remos, sacó un cuchillo, como los piratas de las novelas, y se lanzó contra Lechner. Este ni se inmutó y le disparó a bocajarro, luego se apartó a un lado, para que el cuerpo de aquel gordinflón no le cayera encima. El disparo dejó en el aire el eco de su interrogación. El capataz trató de salir huyendo. Lechner le advirtió que si se movía le metía también a él una bala en la cabeza y le ordenó que nos llevase de inmediato donde guardaban el alijo de las medicinas, porque iba a coger todas las que considerara necesario. A lo primero el capataz negó con obstinación que supiese nada de todo eso, pero en cuanto vio que Lechner le amenazaba con la pistola, buscó en el cuerpo tendido del contramaestre un manojo de llaves y dijo que le siguiéramos.

Al lado mismo de las camaretas de oficiales, a menos de cuatro metros de donde estábamos, hay una puerta con un volante. Metió la llave, giró el volante y entramos en una cámara de unos quince o veinte metros cuadrados. Había en ella estantes llenos de gasas, botellas de alcohol, instrumental quirúrgico, agujas, jeringuillas y toda clase de medicinas etiquetadas y precintadas. Era una verdadera farmacia. Pero no paraba ahí la cosa, porque desde esa cámara se pasaba a otra, más espaciosa, donde descubrimos conservas, víveres y equipos de ropa suficientes como para alimentar y proveer a medio Sinaia. Todo el matalotaje.

Lechner me ordenó que corriese a buscar a la Sra. Ulloa y a los del SERE. Desperté y acompañé a estos a donde estaba Lechner, y luego fui a buscar a la Sra. Ulloa.

No abrió del todo la puerta, como una persona que oculta algo o a alguien, y a través de la rendija me preguntó con un tono desagradable qué es lo que pasaba tan grave para que se la despertase a esas horas. Cerró la puerta y salió a los dos minutos, vestida con una bata.

Más que guapa, es elegante, ya he dicho que todos los días lleva un vestido diferente y zapatos distintos. Está en el tipo de mujer artistizante. Me han dicho que su marido es artista pintor. Quizá le venga de eso. Le gusta estar rodeada de hombres. Se peina y se pinta los labios como una artista del cine. Con el pelo sin peinar, recién levantada de la cama, parecía una leona furiosa. Dijo de una manera seca, llévame a donde tú dices que hay tantos víveres.

Nos encontramos a Lechner tranquilo, apuntando con la pistola al marinero francés y fumándose un cigarrillo, con la espalda apoyada en la pared. Los del SERE, Traba y uno que se llama Severo, no decían nada tampoco. Cuando entró la Sra. Ulloa, Lechner ni siquiera la saludó. Luego, ordenó al capataz que relatase lo sucedido, sin omitir detalle. ¿Dónde está el contramaestre?, preguntó la Sra. Ulloa con un tono autoritario, de quien ya quería tomar las riendas del asunto. Entonces Lechner le preguntó de una manera brusca si no le decía nada todo aquello, y le señaló el pañol de las medicinas y la puerta del fondo donde estaba la comida y los equipos, la ropa nueva…

La Sra. Ulloa le trató de usted, por primera vez. Le dijo, ¿a qué se refiere usted? Nunca lo hace con nadie, y menos con un hombre joven. Lechner le respondió sin inmutarse, también de usted. Le dijo, usted sabe perfectamente que los víveres, medicinas y ropa comprados por el Comité británico desaparecieron antes de zarpar. Al Comité del SERE se le dijo que ni siquiera lo habían cargado a bordo. Hemos estado comiendo en botes y platos viejos que traía la gente consigo porque no teníamos platos, y ahí dentro hay más de quinientas gavetas nuevas. No teníamos medicinas, se dijo que se habían acabado apenas zarpamos, porque el barco está lleno de enfermos, y nos encontramos que hay aquí medicinas como para todo el ejército; los que venían directamente de los campos no traían ropa, y se nos aseguró que la ropa enviada desde Inglaterra ni siquiera había llegado a Francia. A cada uno de nosotros se nos entregaría al subir al barco un juego de sábanas limpias, pero la mayoría estamos durmiendo sobre jergones pestilentes y viejos llenos de pulgas.

En un primer momento la Sra. Ulloa dio incluso dos o tres voces, alegando que ella no sabía nada de todo aquello, que qué estaba Lechner insinuando, y a continuación se puso a llorar, en una crisis nerviosa. Son las conocidas armas de la mujer.

Hay que llamar al capitán, sugirió Traba. Lechner se sumó a esa iniciativa. Cuando iba a ganar la puerta, para salir a llamarle, a la Sra. Ulloa se le pasó la llantina como por ensalmo, y dijo, casi gritó, no, es a mí a quien compete avisar al capitán.

Y salió de allí a escape.

Lo primero que dijo el capitán, al ver a Lechner, fue que le entregara la pistola, y que era un delito gravísimo llevar armas a bordo, y que podría ser acusado de sedición y no sé cuántas cosas más. Lechner preguntó con todo el cinismo que de qué pistola hablaba. La contestación de Lechner sacó de sus casillas al capitán, que empezó a insultarnos a todos, diciendo que ya sabía él que no tenía que haber aceptado llevar en su barco a una partida de asesinos y de ladrones… En menos de cinco minutos aquello se convirtió en una escena de comedia, en la que todos gritaban y todos se acusaban. Lechner les escuchaba en silencio. Hasta que se hartó, echó mano otra vez de la pistola, y apuntó con ella al capitán. Dijo, basta. Fue como un calmante. Al ver que Lechner les encañonaba, dejaron de gritar. Vamos a hacer lo siguiente, si le parece, capitán, le ordenó. Ahí al lado, en una de las camaretas de oficiales, está el cadáver del contramaestre, que era un ladrón y un sinvergüenza, pero no más que usted. Ha muerto porque además de ladrón era estúpido. Si usted no es estúpido, no le pasará nada. Así que vamos a ir a la camareta, sacaremos el cuerpo, lo tiraremos al mar y usted contará mañana a sus oficiales y a los marineros que el contramaestre, borracho, se cayó por la borda. Y se lo creerán, y si no se lo creen, tanto peor para ellos. Usted nombra otro contramaestre, y aquí no ha pasado nada. Y le voy a decir por qué lo va a hacer usted. Porque si no, al llegar a Veracruz, le denunciaré a usted y a la Sra. Ulloa de haber robado a la expedición de Refugiados, que es lo mismo que haber robado a la República española. Podrá decir que usted no sabía nada de esto, pero es usted el capitán y va a ser difícil que le crean cuando diga que no sabía que víveres, medicinas y ropa en cantidades tan considerables escaparon a su control. En cuanto a usted, Sra. Ulloa, no sé si es o no cómplice de este sinvergüenza…

Al llegar a este punto, la Sra. Ulloa, en una nueva crisis de nervios, rompió a llorar de la manera más desconsolada, lo que propició la intervención de Traba, que salió como un verdadero caballero español al quite, empeñando su palabra, la del Comité de Refugiados españoles y la de la mismísima República española, para sostener que aquella señora era una dama y que jamás la creerían capaz de una cosa tan ignominiosa como aquella…

Ya digo que no sé si es usted o no cómplice, repitió Lechner; pero no va a decir nada tampoco, porque lo más probable es que nadie la creyera, ya que su obligación en Francia era que tal cargamento llegara a sus manos y de sus manos pasara a las nuestras. Si le parece, podemos avisar a los del Comité británico…

Y aquí creo que Lechner estuvo genial. Fue un gran golpe, porque se dirigió a mí, como a un lugarteniente, y me ordenó ir a avisar a los ingleses. Se refería a los del Comité británico. Fue providencial. Saltó el capitán: no es necesario, por la paz del barco, no convienen los escándalos, que pondrían en serias dificultades un desembarco feliz en México. Todo sea, concedió, por el elemento refugiado.

La Sra. Ulloa se enjugó una lágrima, los del SERE miraron a Lechner, para saber qué es lo que tenían que hacer, el capataz y yo estábamos de comparsas, y el capitán jugó sus cartas con habilidad. Ha sido un viaje muy accidentado, empezó diciendo. Pueden creerme (y dio un par de cabezadas, una en dirección de los del SERE y otra para la Sra. Ulloa, que estaba a su lado), deben creerme, enfatizó, que todo esto sucedía completamente a mis espaldas. Ha sido, reconozcámoslo, una travesía desafortunada. Nos enfrentamos ahora a la posibilidad de que al llegar a Veracruz declaren el barco en cuarentena como consecuencia de los brotes de meningitis que hemos padecido, si llegáramos a informar a las autoridades sanitarias mexicanas, como sería nuestro deber…

El capitán, como en el mus, le insinuaba a la Sra. Ulloa, hasta usted, querida. Esta, ya repuesta de su crisis nerviosa, dijo que era para ella muy doloroso empañar el alto ejemplo de organización y civismo demostrado en la expedición con aquellos lamentables sucesos, pero que consideraba que por encima de ellos estaba el buen nombre de México y el buen nombre de España y…

Nos echó un discursito de diez minutos, porque para hablar bien no se pinta nadie mejor que ella, con su verbo florido y sus frases que se dan la vuelta como las pescadillas.

Antes de arrojar el cuerpo del contramaestre al mar, le atamos a los pies tres metros de una cadena de gruesos eslabones de hierro. A continuación Lechner, que había guardado la pistola en el cinto, la lanzó al agua.

No se dirá nada al Comité británico sobre el incidente. Sobre las medicinas, el capitán las pone en manos de los médicos españoles, que podrán hacer uso de ellas hasta que se llegue a Veracruz, y al llegar a este puerto, se desembarcarán, al igual que todo el cargamento, para ponerlo a disposición del Comité de Refugiados. Los del SERE, viendo los casos de extrema necesidad que se viven a bordo, sugerían hacer un reparto de ropas, pero se desestimó, porque muchos se preguntarían por qué razón el reparto se producía al término de la travesía, y no al principio.

Traba y los del SERE se quedaron hablando con Lechner y conmigo. Insistieron en que para ellos la Sra. Ulloa es una gran dirigente y una comunista ejemplar, y están convencidos de que ha sido su juventud y su inexperiencia las que han propiciado estos latrocinios.

Por la tarde ha venido el padre del chico enfermo a darnos las gracias. El chico está mejor. Nos dijo con gran secretismo que ya habían hablado con él los del SERE. Podíamos confiar en él, no dirá una palabra a nadie.

Ha habido otro alumbramiento. Es el cuarto niño que nace en el barco. A la niña que nació le han puesto el nombre de la Sra. Ulloa. No sé por qué ese tipo de gestos, un poco serviles, me parecen repulsivos. Me parece más bonito lo del otro día, que a la niña que nació le pusieron el nombre del barco. Este, desde mi punto de vista, tiene más sentido, aunque sea el del palacio de una reina, y nosotros seamos republicanos.

Por la noche se hizo una verbena. Subimos a la toldilla de popa. Había gran animación. La orquesta tocaba chotis, y bailaban los niños, los mozos, mucha gente. Era gracioso ver a los niños de cinco y seis años bailando entre ellos, con qué seriedad, mirando por el rabillo del ojo a los mayores.

En la toldilla nos encontramos con Clara, que bailaba con Almada. Bailaban muy agarrados y cariñosos. Lechner y yo les mirábamos apoyados en el pasamanos. A lo primero no nos vieron, y eso que el capitán ha dado permiso para encender todas las luces del barco, incluso las cadenetas verbeneras. Después de lo del alijo descubierto, está como un guante y ahora todo son mieles, dispendios, chirimías.

Cuando Clara nos descubrió, me pareció que hizo un movimiento brusco. A lo mejor esto son también suposiciones mías.

Almada, que es tan triste, se mostró alegre. Habló de proyectos. Clara es profesora de piano. Dará clases. Hablamos de México. Clara estaba muy pendiente de Almada. Quizá se hayan arreglado.

El que parecía mustio era Lechner. Empezó a tocar de nuevo la orquesta. La gente ahora está mucho más contenta que al principio. En la verbena se notaba. Eran las doce y media y nadie quería marcharse a dormir.

Incluso yo eché un baile con Clara. Me dijo, ven a bailar. Yo no quería, porque ese baile no significaba lo mismo para mí que para ella, pero dije que sí, porque sabía que lo hacía para sacar a continuación a Lechner. Mientras bailamos, no me preguntó nada ni yo hablé tampoco. Me rozaba apenas con el vestido. Ni siquiera me miraba, tenía los ojos puestos en el horizonte. Se dejaba llevar como una muñeca bailarina. Notaba su mano sobre la mía, y la mía se llenó de sudor y esto de qué modo me mortificó. En un momento únicamente me preocupé de esto, quería que cesara de sudar, toda mi atención estaba puesta en mi mano, quería que terminase aquel suplicio. Acabó ese baile, y sacó, como imaginaba, a Lechner. Me quedé al lado de Almada. Les vimos evolucionar en la pequeña pista. Tocó la orquesta un bolero que cantaba Leré Gaitán en el Maravillas. Conchita Madrid, que es la que ha cantado estos días, no es la Gaitán, pero tampoco canta tan mal como la gente ha dicho.

Fue la última pieza de la noche. El viento cálido y húmedo que había estado soplando durante la mañana y la tarde se remansó, y sólo dejó constancia de su presencia en las bombillas encendidas de las guirnaldas, que chocaban unas con otras produciendo unos delicados chasquidos, submarinos e irreales.

Cuando silenciosa

la noche misteriosa

envuelve con su manto la ciudad,

el eco de tu voz

lo escucho junto a mí

y siento que es mayor mí soledad.

Los niños correteaban de un lado para otro, las mujeres bailaban entre sí, hacían bromas, los hombres se mostraban toscamente caballerosos con ellas.

Clara y Lechner seguían bailando. Clara se había abrazado a su pareja. Lechner es un bailarín consumado. Almada, de repente, va y me dice, algunos hombres no seríamos nada sin una mujer. Lo decía por Clara, pero me pareció descubrir un fondo de tristeza y desilusión en esas palabras. ¿Tú sabes lo que me mantiene vivo todavía?, me preguntó. Clara. He perdido una guerra y he sobrevivido, pero si la perdiese a ella, me moriría.

La canción seguía su curso.

A mí mente acuden

recuerdos de otros tiempos

y todo se hace oscuro para mí,

me falla el corazón

y pierdo la razón

sintiendo ya la angustia de morir.

El pasado me atormenta,

imposible es olvidar,

quiero de mi mente alejar la visión,

pero más la vuelvo a recordar.

Los pasos de baile alejaron a la pareja hasta la borda contraria a donde estábamos sentados Almada y yo. Clara llevaba un vestido blanco, el suyo, con lunares azules, que fosforescían. En brazos de Lechner parecía que podía quebrarse. Almada se levantó y me dijo, vuelvo ahora. Clara se dio cuenta de la huida de Almada, se acercó a Lechner, le dijo unas confidencias pegando los labios a su oreja, y se abrazó a él. Siguieron bailando sin hablarse.

La canción volvía sobre sí misma con sus olas negras, deshaciéndose en una espuma triste y sombría. Olas silenciosas y muertas que llegaban al corazón como a una playa oscura.

El pasado me atormenta

imposible es olvidar

quiero de mi mente alejar la visión

pero más la vuelvo a recordar.

Cuando silenciosa

la noche misteriosa

envuelve con su manto la ciudad,

el eco de tu voz lo escucho junto a mí

y siento que es mayor mi soledad.

Clara buscó su pañuelo, sin dejar de bailar. Se enjugó con disimulo una lágrima. El eco de la palabra soledad quedó flotando sobre todos.

Llegaron hasta donde yo les aguardaba. Le expliqué a Clara que Almada iba a volver. No quiso esperarle, y se fue tras él.

12 de junio

Llegaremos mañana a Veracruz. Hoy a medianoche, nos han anunciado, se verá el faro de Veracruz. Con ese motivo se ha organizado otra verbena.

El pasado me atormenta, imposible es olvidar. Quiero de mi mente alejar la visión, pero más la vuelvo a recordar.

Lechner se ha despedido para siempre de Clara y esta se ha echado a llorar. Volverá con Almada.

Son las once y media y hace ya una hora nos avisaron que se veían las luces del faro de Veracruz. Han hecho sonar las sirenas. Ha subido todo el pasaje a cubierta. La gente está alegre. La orquesta toca desde las diez. Se distingue perfectamente el haz de luces, marcando el cielo tenebroso con un aspa.

(Fin del diario de Justo García)