3 de mayo
LLevamos cuatro días en París y, aunque nadie quiere aventurar cuándo partiremos hacia México, se cree que será dentro de una o dos semanas. Se desconoce incluso el puerto. Hablan de Le Havre. Estamos en un compás de espera.
¿Qué papel les enseñó Lechner a los inspectores del tren? Cuando se lo pregunto, me responde, tú déjame a mí, y se ríe de una manera enigmática.
En cuanto llegamos a París nos hemos alojado en un hotel modesto de la rue des Capucines, que es donde nos encontramos ahora. Tiene seis habitaciones, una por piso, a las que se sube por una escalera de caracol tan pina y mareante como dar vueltas sobre los talones. La dueña es una mujer de un parecido asombroso con Madame Barbizon. Es chistoso lo mucho que se parecen las dos en lo físico, pero esta, al contrarío que aquella, es alegre. Tiene siempre en la entrada de la casa un vaso con dos o tres margaritas pequeñas, que arranca del parque. Ocupa una habitación que se comunica con la recepción a través de una puerta medio camuflada. Vive con un hombre diez años más joven que ella por lo menos. Él suele exhibirse en camiseta, con los hombros cubiertos de un vello ensortijado y selvático, muy activo, con llaves y herramientas en los bolsillos, haciendo de cristalero, de plomero, de fumista; a ella la oímos cantar todo el día, y se acicala, perfuma y adorna como si tuviese veinte años, litoral este que ella ha dejado de avistar hace por lo menos otros treinta.
Ahora hacemos dos comidas al día, la de mediodía en un bistró de la calle Racine y la cena en un café de la calle Saint Jacques. El dinero nos da para hacer incluso dispendios. Hemos contactado con la gente del SERE, que son los que gestionan los papeles con la inmigración mexicana. Mañana nos entrevistaremos con los funcionarios mexicanos.
Fuera de estos momentos, tenemos todo el día para nosotros. Yo me lo paso callejeando, con Lechner casi siempre, pero también solo, cuando este desaparece. No me harto de ver calles y calles, y comercios y escaparates. Las mujeres son las más elegantes del mundo.
Me gusta mucho esto y disfruto, tanto, que a veces yo mismo me extraño y me reprocho haberme olvidado de la razón por la cual hemos venido a parar aquí, como si me culpara por distraerme; me digo: ¿Qué pasa? ¿No te acuerdas ya de aquello, de casa, de tu padre? Voy por una calle o me siento en una terraza a ver pasar las muchachas o me llega el aroma de un café recién hecho y que perfuma el aire fresco de la mañana; en ese momento me golpea con fuerza el pecho, como un puñetazo de la conciencia, y me viene a la cabeza lo que hemos dejado atrás, y no sé si me despierto de un sueño o si, por el contrario, acabo de dormirme de nuevo para entrar en la pesadilla.
Nuestro aspecto ha mejorado mucho. No estamos a salvo, pero me da gusto pasearme al lado de los gendarmes, sin que estos reparen en mí como refugiado, aunque también se pasan fundados momentos de zozobra.
Lo peor, si se quiere, es la soledad. En los cafés del Barrio Latino hay una gran cantidad de artistas, hombres y mujeres de todo el mundo. Se pasan el día hablando. Entre las mujeres las hay que parecen niñas, son como musas. Ayer me pasé la tarde entera en uno. Había un grupo de jóvenes. Hablaron de todo, discutieron, se rieron y no dejaron de beber. Había con ellos también tres o cuatro mujeres jóvenes y bonitas. Me hubiera gustado mezclarme con ellos, por el trato, para no estar solo, pero soy tímido. Esto tampoco es como España. Nadie se te acerca y te pregunta.
Se nota día a día que empieza a hacer bueno y que la primavera, que aquí llega mucho más tarde, está en camino. Allí ahora están casi en San Isidro…
No quiero pensar en España. Incluso se diría que no quiero pensar en mi madre ni en mis hermanas. Ni siquiera quiero pensar en mi padre. Pienso en ellos, desde luego, pero como si no fuesen nada mío, de la misma manera que no querría que ellos pensaran en mí, para que no sufriesen. Algún día vendrá en que podamos reunirnos, y volverán las cosas a ser como antes, pero ahora, ¿para qué? Cuando tengo pensamientos de España o de la familia, como que se deshacen, pero no como se deshace el terrón de azúcar en el café recién hecho, sino como si me quedaran en la lengua unos posos amargos y serrinosos, que he de escupir.
De todo París lo que más me distrae es el río. Después de verlo da vergüenza seguir llamando río al Manzanares…, y lo más chusco es que yo no lo cambiaría por el Sena ni por ningún otro río.
Bajo a los muelles y me quedo junto a los pescadores y a los mendigos horas enteras. Llevo cuatro días aquí y parece que lleve cuatro años, de tanto como he corrido de un lado para otro. El tiempo tarda en pasar, es el doble de largo que en cualquier otro lugar, más que lo que yo he conocido hasta el presente.
Apenas he visto a Lechner estos días. Me ha prometido que en cuanto resuelva unos cuantos compromisos se ocupará de mí. Ha vivido aquí, me ha dicho, pero responde cosas muy vagas cuando se le pregunta más de la cuenta. Si quiere contármelo, me lo contará, y si no, por mucho que le pregunte, no va a hacerlo.
Esta mañana Lechner me ha llevado a la rue Saint Lazare, donde está el SERE. Hemos de volver mañana, pero nos han atendido de una forma exquisita. Trabajan durante dieciocho horas, sin descanso, expidiendo cédulas de identificación, preparando expedientes, atendiendo la masiva correspondencia… Se reciben al día más de dos mil cartas y en todas les piden algo. Resulta imposible atenderles a todos, y mucho menos socorrerles en algo.
El piso donde funciona el SERE está lleno de habitaciones de las que entran y salen hombres y mujeres laboriosos como las abejas de una colmena. La gente espera pacientemente durante horas, y se marcha, a veces sin que hayan podido resolver ni una sola de sus demandas, de modo que vuelven al día siguiente, y al otro, y al otro.
A Lechner le veo por la noche sobre todo. Lleva aquí una vida misteriosa. Le digo, ¿no serás espía ruso? He llegado a pensarlo, pero a él le hace una gracia loca la suposición. Vale que el dinero lo haya conseguido como lo ha conseguido, pero ¿y todas esas entradas y salidas?
En su favor tengo que decir que en Toulouse llegué a pensar que aquello de monsieur Bouchon y que le daba víveres era mentira, creí que lo sacaba de las chicas de La Marseillaise, y luego resultó que era verdad lo suyo y falsas mis suposiciones. La soledad tiene esto, o acaba contigo o te lleva a la vida de los demás de la peor manera, el chisme.
Hoy es un gran día.
Hasta los franceses dicen que el tiempo que está haciendo no es normal. Es ya completa la primavera. Ha venido en dos días. Los árboles que crecen junto al Sena se han llenado de botones y hojas. Los del parque del Luxemburgo lo mismo. Las mujeres han dejado en casa los gabanes y los abrigos, y se diría que debajo de sus vestidos sobresalen también los botones de sus pechos. En el ambiente se respira un clima de sensualidad pegajosa. Por todas partes huele como a vainilla, y ese no sé por qué razón se me antoja un aroma comprometedor y peligroso.
Para mí, como he dicho, es uno de los días más felices de mi vida, primavera completa. Iré a México, dejaré Francia.
Cuando me levanté, Lechner se había ido, y me había dejado la misma nota que todos estos días. Comeré algo por mi cuenta, donde me pille. Hemos quedado citados para después. En las oficinas del SERE, adonde he acudido solo también, había esta mañana una gran afluencia de refugiados. La guerra parece un asunto ya muy lejano. Todos miramos hacia adelante, hacia el futuro. Las colas son de tres y cuatro horas, y por eso a veces no se consigue que avancen.
Lechner gestionará su visado la semana que viene. Parece como si no le preocupara salir de Francia o como si lo diera por seguro.
He hablado con los del Comité. No me han preguntado nada, se han limitado a leer la instancia memorial que les envié desde Toulouse y lo han apuñalado con dos o tres golpes de estampilla, volvieron a meterlo en una carpeta de color amarillo, después de anunciarme que estaba admitido. Cuando participan una orden de estas, los hombres también se alegran, son en eso como los médicos, después de tener que dar tan pésimas noticias a todo el mundo a lo largo del día. La semana que viene nos comunican la fecha de partida y el lugar de concentración.
A continuación, y como un trámite, me pasaron al despacho del delegado mexicano, un tal Ulloa, que estaba junto a su mujer. Tenía cara de indio, de tez morena y con un bigote de los que están sobre el labio como un tejadillo. Hablaba él, pero se veía que quien mandaba era ella. Tendrá unos treinta años, es elegante, con ropa llamativa, bajo el vestido sobresalían los pechos de manera ofensiva, como pequeños obuses, separados y en punta. Cada vez que se movía, la habitación se saturaba de un perfume denso, tropical, a magnolias. Se ve que a estas alturas uno tiene la sangre alterada por el buen tiempo y las expectativas.
Los mexicanos, al contrario que los del SERE, me hicieron mil preguntas, políticas, personales y profesionales. A las primeras contesté de una manera vaga, a las segundas de una manera concreta, y a las terceras de una manera enfática, pues les aseguré que no sólo era mecánico, sino perito en impresoras planas de dos tintas. A la salida me hicieron pasar por caja, para entregarme mil francos. A las mujeres y a los que no han servido en la guerra les dan quinientos. Con este dinero y con el que Lechner me ha proporcionado, vivo como un rajá, aunque mil francos no dan para mucho. Las chaquetas que nos compramos el otro día costaban trescientos cada una, y el bistró nos cuesta cuatro francos con veinticinco céntimos, con postre, pan y vino.
Me encuentro en el café donde el otro día estaba el grupo de artistas. Hoy son los mismos. No aparto los ojos de una de las muchachas, una morena, pero es curioso comprobar hasta qué punto somos insignificantes, porque ella, que no aparta los ojos de uno de los que lleva la voz cantante, un chico alto, espigado, con el cuello largo y una nuez picuda y móvil, ni siquiera se ha dado cuenta de que dos mesas más allá la está mirando un pobre español, refugiado, que la encuentra preciosa y que le gustaría intercambiar con ella un par de palabras o pasearse un rato a la orilla del Sena, porque está ya cansado de vagar solo por la ciudad, sin hablar con nadie.
Me digo que es absurdo soñar nada. Me iré dentro de unos días de París, de Francia, de Europa, quizá para toda la vida. ¿Qué sentido tiene que me acercara a la chica de los cabellos negros y le dijese, mira, soy un refugiado español, acabamos de perder una guerra de una manera muy romántica y gloriosa en defensa de la libertad, soy pobre, vivo en un hotel, estaré en París unos días, no puedo hacerte ningún regalo, salvo un reloj, quieres venir conmigo a pasear poéticamente junto al Sena y luego a hacer el amor al hotel, si acaso mi compañero de habitación quiere dejarnos el cuarto para nosotros un rato? El camino de las ilusiones es largo, cierto, porque no se detiene en el Sena, sino que sigue, callejeando, y llega al hotel de la rue des Capucines… Al día siguiente nos despertamos a media mañana, emperezados y optimistas, y nos reímos de lo que hemos hecho, y empezamos a prometernos las cosas imposibles que se prometen cuando uno está enamorado. El camino de las ilusiones empieza en este café, pero da la vuelta al mundo vertiginosamente. Pienso, ahora girará la cabeza y me verá, le pareceré interesante, un poeta, un hombre de genio que está escribiendo en este café una obra inmortal. ¿Por qué no? A París se viene a eso, a escribir obras inmortales. Para vivir historias de amor, uno se queda en su pueblo. Pero lo cierto es que escribo en este cuaderno impresiones sin brillo, sin aristas, como las viejas casas de adobe de mi país, que las primeras lluvias echan abajo…
Los del SERE, que lo llevan mayormente Negrín y los comunistas, nos han dicho que no nos ocupemos de nada, que el barco está equipado por una organización humanitaria inglesa, al frente de la cual está, cómo no, una punta de aristócratas británicas, en fin, Dios se lo pague, dicho de todo corazón.
Hoy, como está a la vista, estreno nuevo cuaderno, no es de contabilidad, sino de hule negro, y bastante más pequeño, que me cabe en el bolsillo de la chaqueta. Me parece mentira que haya terminado el otro. Pero así es. Las cosas tienen todas un final, más pronto de lo que creemos.
He escrito a casa desde aquí, para darles la nueva dirección. Si han mandando alguna carta a casa de Madame Barbizon, como para reclamarla, porque hicimos lo que habíamos pensado, marcharnos debiéndole una semana y media de pupilaje. Que se joda por bruja.
El día en que nos fuimos de Toulouse me citó Lechner a las siete en La Marseillaise. De las chicas faltaba sólo Amélie, que se había marchado con uno. Se alegraron de verme. No habíamos vuelto a juntarnos desde el día en que nos atendieron por primera vez, cuando nos llevaron a los baños y después a su casa, donde nos dieron de cenar.
Yo, por encargo de Lechner, había comprado una especie de empanada, que aquí llaman de otro modo, unos pasteles de liebre, dulces y media docena de botellas de vino y dos botellas de licor, porque pensábamos hacer una despedida en toda regla.
A las ocho de la tarde apareció Lechner. Venía de buen humor. Él traía otras dos botellas de coñac. El dueño de La Marseillaise, el forzudo con aspecto circense, quiso sumarse a la fiesta, convidó a todos los que estaban en el cafetucho en ese momento a la copa que bebían, y prometió cerrarlo a las once de la noche para nosotros y los de confianza.
Se bebió, se cantó y se bailó. Las chicas estuvieron divertidas, bailaron, se rieron, nos invitaban a bailar a nosotros y se portaron en todo momento como unas buenas amigas. Yo estaba muy contento. El de ver París no puede decirse que fuese un deseo tan violento como el de conocer el mar, pero sí quitó fastidio a las últimas horas en Toulouse. Al final las chicas derramaron sus lagrimitas, sobre todo una, que no hacía más que llorar. Su novio incluso tuvo que decirle que le iba a dar una guantada como no dejase de jorobarle con tanto lloro, y se volvió al buen ambiente.
Lechner en cambio estuvo toda la noche serio, con la frente abrumada, pensando en otras cosas. Marie, Amélie y las otras lo querían mucho… Con las mujeres es único.
Hacia las once, Lechner me dijo que tenía que despedirse de dos amigos nuestros, y salió, pero a la media hora estaba de vuelta, y la cosa duró en La Marseillaise hasta las tres o las cuatro de la mañana.
Al día siguiente, en cuanto sentimos que Madame Barbizon dejaba la casa, salimos nosotros. Lo que siento es no habernos despedido de madame Blanche y de su marido. Desde hace tres años nuestra vida es una perpetua despedida. No hacemos otra cosa que decir adiós, a menudo definitivamente, a gentes a las que apenas conocemos y a las que la vida nos ha unido con lazos indestructibles de gratitud y afecto.
Tomamos un tren nocturno. Fue cuando los policías nos pidieron los papeles. Llegamos a París a las diez de la mañana. Cerca de la estación de Midi había una tienda de confecciones. Entramos. Lechner se probó chaquetas, pantalones, camisas, y reservó lo que le convino. Me quedé atónito viéndole disponer de tanto dinero. Bromeamos sobre su aspecto. Iba hecho un pincel. Era como otro Lechner, pues hasta ese momento llevaba aquel viejo traje que le dieron en Ogassa, cuando el Barreno le pegó un tiro al nieto de la pobre vieja. Pero lo más chistoso vino después. Hizo que me probara yo también chaquetas, pantalones, camisas. Pagó y salimos de allí llevando cada uno en un paquete su ropa vieja, parte de la cual la dejamos sobre un banco de un parque por si la encuentra alguien y le sirve.
Era la hora del almuerzo. Me llevó a un restaurante de lujo. Apenas nos acomodó el mozo, Lechner se me quedó mirando a los ojos. Le brillaban de una manera diabólica. Sacó del bolsillo algo envuelto en papel de periódico y me lo ofreció. La sorpresa mía, cuando reconocí el reloj de oro, fue mayúscula. No hizo falta ni siquiera que lo mirase, porque lo conozco de lejos. Me confesó que lo había encontrado en el escaparate de una casa de empeño y de compraventa de oro, una que había en el boulevard de Strasbourg, en Toulouse, lo que es prueba inequívoca de que los gendarmes se han quedado con todo para su beneficio personal.
Le pregunté cuánto le había costado. Titubeó un poco y me respondió que cien francos. No puede ser, pensé. Creí que me mentía, para que yo no pensara que se había gastado una fortuna. Entonces, como la cosa más normal del mundo, me confesó que su madre, que vive en París, le había mandado dinero suficiente como para venir a París, comprar el reloj y equiparse.
No sé por qué yo creía que su madre vivía en Barcelona, con su padre. Pues no.
Lechner y yo somos muy distintos. Yo le he contado cosas de mi vida y de mi familia; sin embargo, cuando hemos entrado en las confidencias, él las ataja, dice, algún día te contaré, y se ríe, pero luego no suelta prenda.
Lo que sé es esto: al estallar la guerra, se vino de Francia y se fue al frente. Luego lo llevaron a Rusia, allí aprendió a manejar aviones. Después le destinaron a Valencia, en la aviación, hasta que a su avión, averiado y viejo, no se le pudo reparar por falta de suministro en las piezas de recambio. Fue cuando pidió que le destinasen al frente.
No tiene más hermanos. Su padre es médico en Barcelona, y su madre no es francesa, sino rusa.
Faustino era mi amigo, nos contábamos las cosas, teníamos la misma edad. Con Lechner no, es mayor, él no me cuenta nada, y a mí contarle yo, tampoco me gusta. En Toulouse le pregunté por qué se ocupaba de mí. Era cuando no teníamos dinero ni él ni yo. Me respondió que todo el mundo adquiere unas obligaciones con lo que tiene delante, pero que si yo me moría, se olvidaría al día siguiente de mí. Sé que lo dijo en broma, pero hay algo de verdad en eso. Lechner es como un astro, va en su propia órbita, gira sobre sí mismo, no molesta a nadie, no le pide a nadie que sea su satélite. Al contrario, le molesta.
Uno en la guerra ha visto a muchos solitarios de muchas clases. Se podría hacer con ellos tres grandes categorías. Está el que siempre se encuentra solo porque los de más no lo quieren tener al lado. Estos dan un poco de lástima, pero la mayoría de estos se lo tiene merecido por cenizos. Luego, están los tímidos, que les cuesta arrimarse a los demás; a muchos de estos si se les busca, se dejan atraer, pero otros prefieren quedarse solos, son los que llamamos raros, sin juntarse con nadie, mirándonos a los demás como esos perrillos de los gitanos, asustadizos y nerviosos, sin atreverse a salir de debajo del carro, por si alguien les va a saltar un ojo de una pedrada. Y, por último, están los que son como Lechner, que andan solos porque no necesitan de nadie. No son tímidos, tampoco son raros. Son simpáticos incluso si se lo proponen, pero arrastran una historia dramática que no le confiesan a nadie. En el caso de Lechner esa historia existe, de eso no hay duda. ¿Cuál será? No lo sé.
Al pasar junto a mí la muchacha del pelo negro me ha rozado sin querer con la manga y me ha pedido disculpas. Cuando he levantado de este cuaderno los ojos ni siquiera la he visto, porque seguía su camino hacia la puerta. Así que ya no tengo mucho que hacer en este café. Tampoco tengo más ganas de escribir. Me iré al hotel. Antes me asomaré al río. Eso me gusta. A veces me pongo al lado de los pescadores de caña, que nunca pescan nada. Me gusta verles. Pasan las gabarras con su cargamento de piedras, de arena, de carbón. Cuando se ha hecho de noche, me vuelvo al hotel. Si está Lechner, salimos a darnos un paseo. Si no, escribo un poco, y me duermo.
Desde el punto de vista del refugiado, París está mucho mejor que Toulouse, qué duda cabe. Allí veíamos a exiliados constantemente. Aquí los ves si quieres. Si no, no. Y el hecho de no pasar todo el día con españoles te libera de la opresión que sentíamos allí. Aquí, en París, el aire es más limpio. Ojos que no ven… Es triste, pero es así.
Al contrario que pasó con los franceses del Sur, los parisienses, si por casualidad llegan a saber que eres un exiliado español, se encogen de hombros. En realidad se encogen de hombros por cualquier cosa. Te puedes estar muriendo, que eso les da lo mismo. Llevan doscientos años viendo que aquí les llegan los desesperados de toda Europa, unos salen adelante, pero la mayoría se tira al Sena; entonces los parisienses lo más que llegan a decir, cuando los sacan del río los buzos, es, oui, c’est la vie, mon ami! Son perfectamente idiotas. Algún día se escribirá la verdadera historia de los franceses, y cómo se han portado con el elemento refugiado, cómo nos han mentido, engañado, injuriado, vilipendiado y maltratado, antes, durante y después de la guerra.
Tres días sin escribir en este cuaderno. ¿En qué se ha pasado este tiempo? He ido dos veces al SERE, para estar al tanto de nuestro embarque, he paseado, he visto a algunos compañeros, en fin, en la sala de espera.
Lechner me ha pedido que le acompañe esta noche a cenar a casa de su madre.
Me parece bien, porque quiero darle personalmente las gracias por las atenciones que ha tenido con nosotros, ya que sin su dinero no hubiésemos podido salir de Toulouse ni vivir ahora en París, y quién sabe si hubiésemos conseguido el pasaje para México…
No doy crédito a lo que he visto.
La madre de Lechner es bellísima, más que una madre parece una madrastra.
Mientras íbamos a su casa me contó que ella se había separado de su padre para irse a vivir con el dueño de la casa donde estuvimos, un tal Rémy, del que se habló mucho, pero que no apareció, no sé si porque no estaba en París o porque sencillamente hizo un discreto mutis.
La casa es, que diría mi hermana, de no te menees. Había salones uno detrás de otro y alfombras tan grandes como los salones. Con los cuadros, espejos y tapices se podrían llenar diez museos y de los techos colgaban lámparas como las que hay en los teatros; en cuanto a los muebles, había tantos por todas partes y tan suntuosos que daba miedo incluso acercarte a ellos, por si podías arañarlos.
Cuando llegamos, un mayordomo vestido como un académico nos pasó a un saloncito, con unos sillones grandes en los que te hundías tanto que sólo te veías las rodillas. Al cabo de un rato apareció ella. Es una mujer alta, casi tanto como su hijo. Llevaba un vestido hasta los pies, negro, a juego también con el piano y con el mayordomo. Era escotado por todas partes, por detrás moría en la misma rabadilla y por delante le formaba como un arco gótico sobre los pechos. A mí, francamente, siendo la madre de Lechner, me puso en un compromiso, pues no sabía dónde mirarle. Conmigo fue más bien fría, me tendió la mano amorfa, y apenas se rozó con la mía la retiró. Trató con más cortesía a su mayordomo que a mí.
Me preguntó si me gustaba París, si me divertía, en fin, ni de la guerra ni de la desgracia que nos ha pasado, algo, qué sé yo, sólo por educación…
Ella habla perfectamente español, como yo. Nos sentamos a cenar, y la conversación, que giró sobre el hecho de que Lechner se hubiese ido a la guerra, se fue caldeando, así que antes de que ninguno se diera cuenta, madre e hijo estaban hablando en francés, quizá porque les daba vergüenza de que yo me enterara de las cosas que se decían, que no debían de ser, sin embargo, tan graves como cuando se las empezaron a gritar en… ¡ruso!
Después de eso la cena se convirtió en un funeral. La despedida resultó de una asombrosa simetría con la llegada. Ladeó su mejilla para que su hijo se la besase, me tendió la mano, más para que no me aproximase a su persona que para despedirme, y pidió a su mayordomo que nos acompañara hasta la puerta. Ni siquiera cuando le di las gracias, de una manera nerviosa, por todo cuanto había hecho por nosotros descompuso el semblante regio que adoptó durante toda la velada, al contrario, frunció los labios, para que abreviara el trámite.
Bajamos por los Campos Elíseos en silencio. No teníamos ganas de volver al hotel. Cruzamos el río. Estaba lleno de luces que se extinguían como lamparillas tenebrosas, ojos de peces sombríos que hubieran subido a la superficie asfixiados por las tinieblas. Entramos en un café del Barrio Latino, vacío y angosto, con una docena de veladores de mármol atendidos por un camarero viejo que esperaba sentado en uno de ellos.
Lechner me contó que también salimos de Saint Cyprien gracias a su madre. Para mí eso fue una sorpresa, porque hasta ayer yo creía que lo habíamos hecho gracias a las damas inglesas. Pero no. Entonces le pregunté cómo es que sabiendo que su madre podía haberle sacado mucho antes, aguantó tanto. Me respondió que no se llevaba bien con ella y que no le quería dar ese gusto, de verle tan derrotado, tan necesitado de ayuda, como consecuencia de algo que había llevado a cabo contra su parecer.
Este ha sido el día. A mi lado Lechner lee en la cama. No quiere hablar. El encuentro con su madre le ha puesto de mal humor. A mí sólo me ha dado sueño.
Hoy, al levantarnos y recordar la cena de ayer, Lechner me ha contado algunas cosas más.
Su padre, alemán, médico, dobla en edad a su madre. Esta no había cumplido todavía los dieciséis años cuando se casó con él. De joven parece que era una belleza legendaria, y lo creo, a juzgar por lo que he visto ayer. El médico la conoció y se enamoró de ella perdidamente. A las cuatro semanas estaba hablando con el padre de la muchacha, conde Alexandre Krupoy, para pedirle su mano, pero este, que ya era viejo, estaba enfermo de cuidado, y tuvo que tratar con la madre, Paulina.
La familia vivía en París, desde que la publicación de unos libelos en los que se sumaba a la corriente reformista de la propiedad rural, le habían ocasionado trastornos y discusiones con otros propietarios y parte de la nobleza.
Cuando la familia llegó a París, en 1901, la madre de Lechner tenía doce años, y a los dos o tres el viejo conde se muere, y se queda la Krupovna con sus cinco hijas, la menor de las cuales es Marie, la madre de Lechner.
Paulina Krupov, que todavía vive en París, es, según Lechner, todo lo contrario que su abuelo, el viejo conde. Es ignorante, terca, preocupada únicamente por las cosas materiales. Un detalle: al morir su marido, rompió todas las cartas que le dirigió a este Tolstoi, del que era amigo y correligionario, y moteja al escritor en público de mujeriego, iluso y egoísta, y disfruta divulgando mil chismes que conoce del gran escritor, como si le culpara de haber corrompido a su marido con unas ideas que echaron al traste una carrera prometedora junto al zar. Cuando llegó la revolución rusa, en cambio, y supo cómo pasaban a degüello a tantos nobles y vio a tantos que llegaban arruinados a París, ni siquiera se acordó de bendecir el nombre de su marido, gracias al cual habían sacado de Rusia la mayor parte de sus bienes.
En fin. El doctor Lechner pidió la mano a Paulina Krupoy, y esta accedió, a pesar de que el pretendiente doblara en edad a la novia y no fuese más que un medicucho judío, como le llamó y le sigue llamando todavía. ¿Por qué? Porque ella y su hija no podían soportarse un minuto más bajo el mismo techo.
Sin embargo, el doctor Lechner era todo menos un medicucho. Mucho antes de conocer a su madre había desarrollado ya una técnica de neumotórax más eficaz que la que se conocía, no siempre satisfactoria, y así se lo había reconocido la ciudad de París, que le hizo famoso y rico.
En cuanto se casaron, los Lechner buscaron una ciudad donde asentarse lo más lejos de París, lo más lejos de Paulina Krupov. Vivieron un año en Grenoble, donde nació Lechner, tres en Ginebra y otro más en Mónaco, antes de instalarse definitivamente en Barcelona. El doctor Lechner compró una casa a las afueras de la ciudad, donde los aires parecían salutíferos, la adaptó como clínica, y en unos pocos años se labró una reputación como especialista en enfermedades de pulmón. A Lechner le pusieron el nombre de Thomas por su padre, que se llama de la misma manera. El matrimonio, sin embargo, no fue feliz. Cuando él tenía trece años, un verano, en París, adonde iban de cuando en cuando a visitar a la abuela Paulina, su madre conoció al tal Rémy, un aristócrata viudo, inmensamente rico, más viejo incluso que su marido, quien la sedujo, o se dejó seducir. Jamás volvió a España, que detesta. Ni siquiera se tomó la molestia de mandar recoger sus vestidos. Lechner volvió con su padre, y a su tiempo empezó la carrera de medicina, que abandonó a los seis meses, al comprender que no tenía el menor interés ni por las bacterias ni por los pacientes. Eso fue origen de un grave conflicto con el padre, y Lechner se volvió a París, donde acabó la carrera de químico. Al terminarla Rémy le consiguió un buen trabajo en una compañía minera. La guerra de España le sorprendió en París, y decidió volverse, lo que ocasionó una violenta ruptura con su madre.
No me lo ha dicho, pero creo que después de salir de Saint Cyprien habría podido venirse a París; si se quedó fue en parte por mí, porque yo estaba enfermo, pero también por no tener que volver a verla. De su padre no ha vuelto a saber nada desde 1936, en que aquel salió de Barcelona para Ginebra, donde tenía amigos médicos. Cree que sigue allí.
Lechner me ha llevado a ver a unos amigos suyos, de ambientes intelectuales. Me dieron dos o tres lecciones de política, y me han explicado lo que pasó en la guerra de España. No quisieron ayudarnos contra el fascismo, y hablan de que se van a merendar a Hitler en cuanto estalle la guerra.
He quedado citado aquí, en una tabernita de la plaza de los Vosgos con Lechner, que, si llega, lo hará ya con veinte minutos de retraso.
Ahora le comprendo mejor. En el frente de Aragón, cuando se incorporó a nuestro regimiento, se veía que no era como nosotros, y, aunque haya luchado por las mismas cosas, lo ha hecho por razones diferentes.
Mírale, viene por allí, alto, delgado, con los ojos claros y hundidos, fumando, trae la chaqueta abierta, con una mano en el bolsillo del pantalón, el sombrero un poco ladeado, nadie adivinaría que es un hombre que sufre. Camina despacio y seguro y mira las cosas con zumbona curiosidad. Es grande, pero saberse insignificante le hace sonreír, porque la misma piedad que siente hacia todo y hacia todos, la siente hacia sí mismo. Lo han derrotado, pero no vencido. Es lo mejor de este tiempo y en otra época menos podrida alguien habría encontrado un pedazo de mármol para su idea de la vida.
He recibido carta de casa. Padre ha muerto en la enfermería de Porlier. Ha sido como una puñalada en el corazón. Noto aún la hoja de torvo acero clavada aquí. Padre mío…
Allí, como un perro, en la enfermería de una cárcel, tú, que jamás hiciste daño a nadie, al contrario, que dedicaste tu vida a los demás. No me queda una sola lágrima. Recuerdo cuando me llevaba al Retiro, la primera vez que me metió en el museo del Prado, porque decía que la cultura era lo más importante, cuando nos íbamos en verano a los merenderos de San Antonio, a la orilla del río, cuando me acompañó a los talleres de Ribadeneyra, donde me metió de aprendiz, cuando le acompañé a un mitin de la UGT en Tetuán de las Victorias, cuando… Todo el día yo solo, recordando. Murió el 3, el día que llegamos a París, pero la suerte quiere que me haya enterado precisamente hoy, el de mi cumpleaños. Es significativo, como si me hubiese estado esperando todos estos días. Del 3 a hoy, 13, para mí estaba vivo todavía, y ahora, cuando yo nazco a un nuevo año, ha querido morírseme él. La vida, a poco que se estudie y observe, está llena de estas coincidencias significativas. Lechner lleva dos días fuera de París. Lo prefiero así, esta soledad. Así, padre, he podido darte todos mis pensamientos. Cierro los ojos y te veo, me sonríes, recién afeitado, como en aquellas mañanas de domingo, con el aliento limpio y la camisa blanca que te ponía madre recién planchada, y tú leyendo el periódico, sentado en la salita, junto a la ventana, comentándonos a todos en voz alta las noticias, leyéndonos los discursos de las Cortes… Al levantar la mano, hacías que germinara el aire, y las semillas del amor se nos reventaban a los de casa hechas ya fruto, por la mañana era semilla y por la noche las cosechábamos, así durante todos y cada uno de los días de estos mis veintidós años plenos, sin faltarle ninguno… Cierro los ojos y te vislumbro el último en que nos vimos, en Madrid, cuando ya estaba en Alcañiz. El 23 de septiembre del 38. Que me dijiste, al despedirnos, a por ellos, justo, que no quede ni uno, y que quisiste sonreír, pero que no lo conseguiste del todo, y que yo, cuando vi que se te desbordaba una lágrima, me volví como si no me hubiera dado cuenta y salí como si tal cosa, pero sabiendo que no te volvería a ver, que aquella iba a ser la última vez, y cuando madre me abrazó en el pasillo se echó a llorar, lloraba a mares, lo mismo que Conchita y Consuelo, pero madre hablaba en voz alta, tragándose las lágrimas, se forzaba en hablar en voz alta para hacerte creer que a unos pasos de donde estabas enfermo no pasaba nada, cuando en realidad teníamos el corazón roto.
París, que ayer me gustaba tanto, hoy me ha parecido una ciudad inhóspita. No he sabido dónde ir. No he comido en todo el día. No tengo hambre. He tomado dos cafés. ¿Y cuando te regalé, con mi primer sueldo, una edición encuadernada de los Episodios Nacionales, que tanto te gustaban, y tú, emocionado, me confesaste que eso le llenaba más de orgullo que de gratitud, y mandaste a Consuelo que trajera de la tienda aceitunas, unas lonchas de mojama, que sólo comíamos por Navidad, y pastas, y Conchita bajó a por una botella de vino a la bodega, y un cuartillo de mistela para madre y las chicas, y fue un pequeño banquete?
Lo pienso, y creo que todos mis recuerdos de ti son buenos. Es una suerte. Hemos discutido, porque a esta vida se viene a discutir, pero ni una sola discusión empañó nunca el respeto que te tuve. Hasta hoy creía que lo que yo sentía por ti era respeto, pero, ya empecé a sentirlo con la guerra y lo confirmo ahora, era un amor más grande de lo que pude suponer jamás, valías más de lo que yo valgo y de lo que pueda llegar a valer, y más que la mayoría de los hombres a los que he tratado, y he tratado estos últimos años a gentes extraordinarias.
Siento como una mano de hierro que me quisiera arrancar las entrañas. Pienso en madre, en Consuelo, en Conchita. Es Conchita la que me ha escrito. Pego aquí la carta, para que nunca se me olvide este día.
«Año de la Victoria». Muy malas noticias, justo. Padre se nos ha muerto y a nosotras es como si nos faltara el aire para respirar. Han sido días tristísimos, en que nos acordamos de ti a todas horas, los más penosos desde que empezó todo, y aunque nosotros nos temíamos que pasara lo que ha pasado, no es lo mismo, y el golpe ha sido mortal en casa. Se murió el 3 del corriente, a las 10 de la mañana, pero no nos dejaron sacar su cuerpo hasta el día siguiente, y nos obligaron a sacarlo de madrugada, porque de no ser así no nos lo hubieran entregado tampoco, pues no quieren que se vea que sacan cada mañana los muertos de la cárcel. La gente allí se está muriendo de hambre y de enfermedades, sin contar los que sacan cada día para fusilarlos en el patio y luego los cargan en un camión y nadie los reclama, que no sabemos dónde los echan. No sé las cosas que nos deja poner la censura militar y las que no. Lo que cuento es la pura verdad. A mí me da igual que lo quiten. Qué escarnio. Si padre viviera. Dentro de lo malo, para que te consueles algo, padre estaba enfermo, y ha sido mejor que se muriese él a que lo fusilaran. Eso habría sido una infamia muy grandísima. Nos ayudó Albano, que se portó en todo como de la familia. Lo enterramos en el cementerio del Este, donde padre y madre llevaban pagando una sepultura desde que se casaron. ¿Tú sabías esto? La peor ahora es madre, a quien no dejamos ni a sol ni a sombra. La mujer se ha resignado, y es muy fuerte, pero tememos se nos derrumbe en cualquier momento o enferme de los nervios, se pasa el día llorando, dice que se acuerda de ti, para que no la riñamos por llorar por padre y darle vueltas a lo que ya no tiene remedio. Tú no te preocupes por ella, que está bien atendida por nosotras. Cuídate mucho, justo, y llévanos en el pensamiento, como te llevamos nosotras siempre. Tenemos lo preciso para ir tirando, pero si te falta algo, dilo, malo sería que no te pudiésemos ayudar en nada. Yo he encontrado trabajo. Necesitaban una mecanógrafa en una empresa de carbones, nos presentamos sesenta y dos, la necesidad y la penuria en Madrid son ahora mucho mayores que cuando la guerra, pero por suerte me cogieron a mí. El primer mes fue de prueba y no me pagaron, y ahora el sueldo es pequeño de momento, pero me han asegurado que me lo subirán dentro de un año, y Consuelo cose en casa. Con eso vamos tirando las tres, dentro de que no hay mucho, todo el mundo lo está pasando mal. Escribe pronto. Muchos besos de tu madre y tus hermanas Conchita y Consuelo, que no te olvidan.
El día que padre murió yo estaba en París. Estaba feliz, deslumbrado por los bulevares, por el Sena, por las casas. ¡Quién me iba a decir que a la misma hora se había muerto él!
Yo digo lo mismo que Conchita. Por lo menos ha muerto en la enfermería. Peor hubiera sido que lo hubieran juzgado.
He estado paseando por ahí, sin rumbo fijo, he subido hasta el Arco del Triunfo, he bajado, he ido a la Torre Eiffel, me he metido por calles y pasajes en los que no había estado, crucé el río tres, cuatro veces, sólo para aturdirme, pero con cualquier cosa que viese me acordaba de mi padre, de madre, de Consuelo, de Conchita, de España, de Madrid.
¿Dónde está el límite del sufrimiento, quién o qué podría ponerle coto? Puñales por dentro, desgarrándome, puñales por fuera, deteniéndome.
Al volver, encontré a Lechner en el hotel. Se lo he contado. Si se muriese su padre o su madre no sentiría él lo que siento yo, pero es que los suyos no se pueden comparar con los míos.
Correría sin detenerme, hasta caer muerto, si supiera en qué dirección.
Ahora que no lo voy a tener, es cuando más me duele. Una vez una granada le arrancó a uno de Ciudad Real la pierna, hasta la rodilla. Logramos que se salvara, pero los primeros días le dio por decir que le dolía el pie, y de ahí no salía, que le dolía el pie. Pues eso es lo que me pasa a mí, ahora que no se lo puedo decir, me duele mi padre a todas horas.
Han salido las listas del embarque. Vamos a irnos en un barco que se llama Sinaia, que ha fletado el SERE, con la colaboración del gobierno mexicano. Es definitivo, pero el disgusto está en que en las listas no aparece Lechner. No se lo he podido decir, porque ha vuelto a escaparse de París dos días.
Al enterarse, se ha puesto furioso. De todos modos, si él quiere ir a México no tiene ningún problema, porque podría pagarse el pasaje que quisiera.
Mañana le acompañaré al SERE. Por la tarde quería llevarme al cine, para distraerme, pero quiero hacer el luto. Lo ha entendido. Le he pedido a madame Guillot, la del hotel, que me cosiera Un plastrón negro en las dos chaquetas. Al enterarse de lo de mi padre ha estado conmigo de lo más atenta, me ha hecho pasar a su casa y me ha ofrecido una taza de café, y creo que era sincera en sus sentimientos, pues, aunque no conociera de nada a mi padre y a mí me conozca de hace una semana y media, es de esas personas a quienes las desgracias les afectan de una manera singular, por remotas que parezcan. Basta que lleguen a su conocimiento de una u otra forma como para considerarlas propias, y madame Guillot se ha portado en todo como una madre comprensiva y cariñosa.
Por la noche nos esperaban en la casa de una prima suya, otra Krupoy, que estuvieron muy solícitos con nosotros, su marido y ella, y nos ofrecieron su ayuda, si podía servirnos, si bien no entendí la mitad de lo que hablaban.
Al volver del SERE, hace un rato, nos hemos cambiado de hotel. Nos hemos mudado al hotel Odeon, en la plaza del Odeon.
No está claro que lo de Lechner se pueda resolver, sobre todo después de lo que me ha contado.
Por el momento, dejémoslo aquí. Ya será tiempo de volver a ello.
No parece preocupado, sólo furioso.
Lechner ha venido, pero se ha vuelto a marchar, ha tenido que irse de nuevo al SERE.
También se ha pasado por la casa de su madre. Todo tranquilo.
Está pensando qué hacer. Está entre la espada y la pared. Le han dado un ultimátum. A lo primero sólo lo sabían los españoles. Ahora quién sabe quién más lo sabe.
Hemos tenido, claro, apoyos, pero son insuficientes, teniendo en cuenta que no le han cursado todavía el visado. La idea ha partido de un hombre llamado Timoteo Traba, que parece que le han puesto el apellido que ni a propósito…
Creo que uno de los errores de Lechner ha sido ir de buena fe y dar todos los detalles.
Ahora está ahí, en la cama de al lado, con las manos debajo de la nuca, con los ojos cerrados. Los ha abierto, me ha visto escribiendo en esta libreta y me ha preguntado si se me había ocurrido contarlo aquí. Le he dicho que no.
Todo arreglado.
Estamos camino de Marsella. Dejamos París hace dos horas. Estaremos metidos en el tren toda la noche.
Hace un rato pasó la policía de] tren pidiendo la documentación. Entregamos la nuestra y consultaron los nombres con una lista. Cuando se enteraron de que íbamos a tomar el barco que nos sacaría de Francia, nos la entregaron con toda clase de plácemes, bon suar mesiés, y dos cabezadas solemnes, como si fuésemos héroes de guerra.
Lechner está leyendo un periódico. A mi lado pasa deprisa el campo francés, tan verde, tan ordenado y próspero, con casas cercadas por rosales rojos. Lo cierto es que es un país hermoso, demasiado para que los hombres que viven en él no se vuelvan soberbios.
El embarque será dentro de tres días.
Marsella es como Barcelona, parecen ciudades gemelas. El tiempo es ya de verano. Lechner y yo paseamos por el día. Hemos discutido muy seriamente por el dinero. Lechner parece tener un agujero en cada mano, y en tres días se ha gastado todo lo que le quedaba. Estamos tirando del mío. ¿En qué lo ha gastado? Nos alojamos en el hotel d’Angleterre, que no es precisamente modesto, hemos comido y cenado en buenos restaurantes, y, como los días son largos, los pasamos sentados en uno u otro café, en la consumición perpetua. Para el verano se ha comprado también ropa, y quiso comprármela a mí también. Si hubiera sabido que eran sus últimos francos, me habría negado en redondo a tales dispendios. Todo el mundo habla de que será inevitable la guerra. Ojalá, porque podremos volver a España a combatir. En cambio, Lechner no quiere oír hablar de política. Dice que con una guerra que ha perdido es suficiente.
El barco no sale desde Toulon, como se dijo al principio, ni desde Port Vendres, sino desde un pueblecito vecino a los campos de refugiados. Nos hemos enterado de casualidad, al pasarnos por el consulado que aún mantiene la República en Marsella. Lo han hecho así las autoridades francesas porque no quieren que se organicen despedidas ni actos de solidaridad con el elemento refugiado, de modo que buscan echarnos del país como apestados y ladrones.
Otra vez en el tren. Gracias a que quedaba algo de mi dinero hemos podido comprar los billetes. Se lo he recalcado bien a Lechner, que ha vuelto a reírse. Una de sus frases preferidas es: «el dinero es sólo dinero». A mí esto me saca de quicio, porque me hace parecer como si fuese un avaro, y no lo soy.
Antes de zarpar, iremos a visitar a los amigos de Saint Cyprien, que pilla cerca. Lechner me ha confesado que él prefería quedarse fuera, esperando en el pueblo.
De cuando en cuando tengo que pararme a hacer recuento de todas las cosas que me han sucedido desde aquella mañana de Prats de Molló, de hace tres meses y doce días. Tres meses y doce días.
Me cuesta moverme, ir por las calles, porque el hombre nuevo que soy ha de arrastrar al hombre viejo que ya no dejaré de ser.