A la memoria de Thomas Lechner,
cercano, inalcanzable, como nuestras propias sombras
Ayer hizo mucho frío, más que nunca. Tan pronto nieva como se pone a llover, en los dos casos nieve fina y lluvia fina. De lejos debemos parecer una banda de forajidos, porque nos tapamos todos como podemos, con las mantas, con los capotes, con los verdugos y encerados, con los tabardos, con lo que sea. Algunos han practicado con la navaja un agujero en la manta y meten por ahí la cabeza, y la manta queda como una anguarina. Semejamos la horda. Seguimos caminos y veredas que parece que han dibujado las luciérnagas. Pichón, que es muy chistoso, dijo que el camino tenía más vueltas que una cuerda en el bolsillo. Es albañil. No sabíamos dónde estábamos. Venimos de la parte de Santa Coloma. Este es un país pobre, insuficiente y feo. Tiene mucha fama, pero no es para tanto, porque las montañas no son montañas, sino lomas chuecas y cerros viejos, pelados y secos, para las cabras. De cuando en cuando se ve una casita de piedra, majada o cortijo. Nos acercamos por si encontramos algo de ganado, para aprovisionarnos, pero lo han esquilmado todo, no queda nada. Tampoco había asomos de población ninguna.
Yo creo que el capitán no sabe dónde nos lleva, pero le seguimos.
Para ser militar de carrera, a mí me parece un buen hombre. Algunos aseguran que su estado actual de ánimo se debe a una mujer que conoció en un permiso en Barcelona. A veces le vemos escribir unas cartas largas, mientras los demás jugamos a la baraja o echamos un cigarro. Nadie sabe para qué las escribe ni las guarda, porque desde hace más de dos meses no hemos topado con nadie de la retaguardia y en los pueblos en los que hemos aportado no había posta, para desesperación general, pues es bien sabido que las guerras las gana un diligente servicio de correos, y que la carta de una chavala o de alguien de casa da más ánimo para el combate que una botella de coñac o todas las esperanzas de una medalla.
Ya no me molestan las botas, que me cosió uno que llamamos Chirlo con un clavo que sirvió de lezna y una torcida que enceramos con la cera de una vela. Encontramos esta en una ermita que habían saqueado lo menos hace dos años. Por donde pasamos parece que la gente sale en fuga desesperada. Esto debería hacernos reflexionar.
Sí, tenemos aspecto de bandidos. Desde hace semanas vamos mal barbados, estamos hambrientos y es raro el que no lleva las botas rotas, yo por lo menos he tenido la fortuna de aviarlas, pero otros ya no pueden componerlas, porque se les caen a pedazos, aunque nadie se queja ni, a estas alturas de la guerra, nadie le culpa a nadie de que vayamos a perderla. Yo creo que los únicos culpables de no ganarla han sido las circunstancias, que como insinuó Azaña en un discurso que pronunció en Valencia, son innúmeras, aunque para mí se podrían resumir en una sola: mala suerte. Es como si te dan malas cartas, o las tienes buenas, pero te hacen trampas. Creo que nosotros las hemos jugado bastante bien, pero no ha servido para ganar la partida, sino para que durara un poco más. Ahora veo bien claro que la guerra la teníamos perdida desde el primer momento. No obstante, resulta ya demasiado tarde para principiar el capítulo de los reproches, y mucho menos el de las lamentaciones. En mi caso no me arrepiento de nada, aunque no estoy orgulloso de muchas de las cosas que he tenido que hacer ni de otras que hice creyendo que obraba bien.
Casi siempre caminamos en silencio, Lo que tenemos que saber unos de otros lo sabemos desde hace ya mucho, de dónde somos, nuestro pueblo, dónde hemos servido en la guerra, el que tiene novia, el que no, lo que haríamos de haber ganado, lo que tendremos que hacer cuando la perdamos, en fin, no son demasiadas las cosas que un hombre necesita saber de otro para ser su amigo. Así que estas dos últimas semanas, sobre todo después de lo del Ebro, cada cual se dedica a pensar cosas íntimas o, como yo, a anotarlas en este libro. Lo encontré tirado hace un mes en la calle, frente a un estanco que habían saqueado también. Es lo primero que se busca, porque la falta de tabaco es grande, y lo que dice Pichón, una cosa es que falte de comer y otra más grave, que falte de fumar. El cuaderno está casi nuevo y tiene las pastas de color negro con las puntas de tela roja, con una etiqueta pegada en la que dice «Mayor». Es un cuaderno de contabilidad, como puede verse, en una página tiene escrita con letra gótica la palabra «debe», en rojo, y en la de enfrente la palabra «haber», también con letra gótica, pero en azul, lo cual no sé para qué lo cuento, porque al abrirse es lo primero que se ve.
Hace un par de años intenté escribir en uno parecido. No era de contabilidad, sino un listín para anotar teléfonos, con las pastas muy vistosas, por una cara se veía el mapa de España, en colores, y en cada región una mujer vestida con el traje típico de aquella tierra; y por la otra cara una marca de chocolates, de propaganda. Las hojas tenían a la derecha como unas muescas, para poner las letras del alfabeto, una negra, una roja, una negra, una roja, de la a a la z. Anoté en él algunas cosas, ya no me acuerdo sobre qué, pero no tuve constancia y acabó mi sección usándolo para otras necesidades, ya se supone.
Hace un rato los camaradas, que me conocían la afición, se rieron de mí y me preguntaron, al verme escribir en él, si me había vuelto a dar la vena de poeta.
Lo dicen porque siempre que puedo me engancho a leer en un libro, me da igual el que sea, todo lo que cae en mis manos. La cultura es lo más grande que hay, y si hubiéramos tenido un pueblo instruido como Dios manda, la guerra no la perdemos. Creo que todos los que la hemos hecho tenemos algo de poeta, por eso la vamos a perder, aunque yo, la verdad, no me siento poeta, nunca se me ocurren cosas bonitas de las cosas. Un pájaro, por ejemplo, lo veo y pienso, es un pájaro muy bonito, y me quedo como lelo mirándolo, pero no se me ocurriría decir de él nada, ni que es una llama ni que es un ramo, lo mismo que cuando hacemos un fuego y me quedo con los ojos fijos en las llamas no se me ocurre pensar que son como los pájaros.
Me llevo bien con todo el mundo, aunque soy tirando a tímido, y a los demás les gusta hablarme, y me lo cuentan todo, y a mí me gusta que lo hagan, porque es una manera de distinguirme. Yo, la verdad, lo agradezco, y trato de corresponderles a mi manera.
He estado escribiendo las cartas por lo menos de seis muchachos que no sabían escribir, y leyéndoles las que les escribían a ellos.
A lo primero siempre hay alguien que me ve tan callado que piensa que soy tonto, o que me puede mandar como a un perrito, pero a ese le pongo en su sitio y si es preciso dejarlo claro a mamporros, se deja, y ya no hay más cuestiones. Me pasó una vez con un cabo de tanques, que era el pobre un retrasado. Llegamos a las manos, pero cuando le aclararon que se había confundido conmigo, me dejó en paz.
Cuando me han dicho sí era poeta, les he contestado que no, pero que voy a apuntar aquí las fechorías y pifias de cada uno, para que cuando llegue el momento les tiren de las orejas y les ajusten las cuentas por desgraciados y por trotskistas.
Algunos se han reído de buenas, pero Saturnino y dos o tres más arrugaron el morro y se aborrascaron, porque no se pueden gastar bromas con según qué cosas, y me han mirado de mala manera. A mí, a estas alturas, me da lo mismo. ¿Qué me pueden hacer? ¿Pegarme un tiro, como han hecho en otros sitios?
Lo que no le he dicho a nadie es que voy a escribirlo para dejar algo, porque vamos a morir todos, y es triste irse y que no quede ni una sombra de uno. Puede que alguien se salve, pero no yo. He hecho toda la guerra en primera línea y jamás he tenido miedo, ni en la Sierra en julio, ni luego cuando nos mandaron a Brunete ni más tarde en todo lo que hubo por el Segre. Nunca hasta ahora pensaba que iba a morir. Sólo ahora. Todo lo contrario, casi siempre he sabido quién moriría y quién no. Es como un sexto sentido que tengo.
El 20 de abril del 37 estábamos cerca de Singra. Nos mandaron tomar la cota 1028 a la Compañía 168. Era una locura querer tomar aquella loma, en primer lugar porque estaba muy bien defendida, y en segundo porque no tenía ningún valor. Yo entonces era muy amigo de uno de Vallecas, con el que estuve desde el principio. Siempre juntos. Se llamaba Faustino, pero le llamábamos Fausto. Le dije que era un disparate y que iban a matarnos a todos, que Podía olerlo, a todos menos a cuatro. Él me preguntó, en broma, qué cuatro. Y se lo dije, fulano, fulano, fulano y yo. Se enfadó conmigo porque no me había acordado de él. Yo sabía que a él también lo matarían, pero para darle ánimos le dije que no le había mencionado porque se me había pasado, pero que a él tampoco le sucedería nada. Saltamos de la trinchera y mucho antes de acercarnos siquiera fueron cayendo todos. Al final tuvimos que retirarnos y se quedó un campo de centeno, bien crecido que estaba ya, cuajado de muertos. Nos salvamos seis, entre ellos los que yo decía y Faustino, pero no sirvió de nada, porque la loma no se tomó y al día siguiente los fascistas la abandonaron, pues se convencieron de que no tenía ningún valor. Esa es otra. Vamos a dejar ahora el asunto de los que nos han mandado, como aquel día en La Almunia. Hablaba de la muerte. Es verdad que el pobre Faustino se libró ese día. No se separó un momento de mí. Quizá fue eso. Pero a los ocho días al chaval lo mataron en Tejares del Duque, a cuatro kilómetros de La Almunia. Era carpintero y trabajaba en una carpintería de la calle San Mateo, cerca de donde nací y donde he vivido hasta que empezó todo esto, en una casa a donde tampoco volveré. Aunque no tiene que ver, Fausto y yo, cuando nos parábamos a pensar, decíamos, las cosas raras que tiene la vida, pues llevaba trabajando en la carpintería desde los trece años, o sea, siete, y en todo ese tiempo no nos habíamos visto ni una sola vez, con estar mi casa de su carpintería a menos de veinte metros. En Tejares además no tenía por qué morir; fue a por un poco de vino al pueblo y le mató una bala perdida, que lo mismo era nuestra que de ellos.
Si lo pienso bien, creo que no tengo ningún miedo a morir. He vivido unos momentos importantísimos para la Humanidad y he luchado por lo que he creído justo, por la justicia, por la Libertad, por el Hombre. Cada vez que se piense en la justicia, en la Libertad y en el Hombre no tendrán más remedio las naciones del mundo que acordarse de nosotros. Por otro lado, he visto morir a tantos, que me da la impresión de que estaremos entre amigos. No es lo mismo morir joven tú solo, que diñarlas cuando ya lo han hecho tantos de tus amigos. En cambio, me entristece no haberme despedido de mi madre ni de mis hermanas ni de mi padre. ¿Qué será de mi viejo? No quiero pensar en él ahora, porque bastante tenemos con estar metidos en este sitio.
Cuando el mes pasado vi el libro tirado en medio de la calle, no lo pensé dos veces, y eso es ya algo.
Estuve en varias ocasiones tentado de empezarlo, pero me daba cosa, viéndole tan blanco, como si fuese a estropearlo. Pero ahora qué más da que se eche a perder. Más echados a perder estamos nosotros. Luego supe que iba a morir. Todo en la vida viene encadenado, sólo hay que estar atento. No he hablado de esto con nadie, por lo mismo que aquella vez le mentí a Faustino.
En la primera página he escrito bien claro: «En caso de pérdida, entregar a Concepción Valle García, calle de Luchana 9, bajo. Madrid». Es mi madre. Figura su nombre, y no el de mi padre, porque la última vez que lo vi estaba muy enfermo en el hospital y allí me despedí de él. Al hombre se le saltaban las lágrimas. Es penoso ver llorar a un padre tanto como no haber visto llorar nunca a una madre. Ha sido siempre de Pablo Iglesias. En casa tenemos un recorte de un periódico en el que se nombra a mi padre y a Pablo Iglesias y a otros que habían subido a la tribuna en un mitin que dieron en la plaza de toros de Vista Alegre. Yo no conocí a Pablo Iglesias, pero lo imagino como mi padre, un hombre honrado, que le gusta llevar la camisa limpia y las uñas cortas y limpias también, aunque fuese pobre. Un buen hombre, aunque un poco ingenuo desde mi punto de vista, lo mismo que mi padre, que son de los que creen que las cosas llegará un momento en que se transformen solas.
Dudo si añadir debajo del nombre de mi madre Concha la de Florentino, que es como se llama mi padre, por que por Concepción Valle no la va a conocer nadie. Y también he puesto «pérdida», y no muerte, conscientemente, por si alguno de aquí lee esa primera página no piense que tengo miedo y que esto es ya como un testamento, que no lo es, porque no le dejo nada a nadie, ya que no tengo nada. Tengo la vida, pero por poco tiempo. Aunque si perdemos la guerra y cae Madrid, me pregunto cómo le harán llegar a mi madre este libro.
Ayer no comimos, salvo al que le quedara una raspa en las costuras del macuto. Hoy en cambio descubrimos una haza llena de nabos. La mayor parte estaban helados. Los limpiamos, los cortamos en trozos y los pusimos a cocer más de tres horas en un perol. Luego los mezclamos con un poco de salvado que escamoteamos hace tres días a unos de caballería. Por suerte nadie recordó que es una comida de cerdos. Además, pudimos echarle sal. Los del grupo de Saturnino tenían un poco de sebo y lo añadieron al rancho a escondidas, para no tener que compartirlo, como buenos comunistas que son. De los soldados, unos están de buen humor, otros, al contrario, están serios y sombríos; unos cuentan chistes, otros, en cambio, se alejan para no tener que oír bromas que les sumen más en la desesperación.
Acabamos de dejar atrás las últimas tierras del Ebro y ahora avanzamos paralelamente a los Pirineos, dirección Levante, sin decidirnos ni por el Sur, lo que equivaldría a marchar otra vez sobre Barcelona, cosa que a nadie se le pasa ni por la imaginación, ni por el Norte, que significaría la claudicación definitiva, solución que, aunque sabemos inevitable, nadie está dispuesto todavía a aceptar, así que podemos decir que, después de habernos quedado descolgados del ejército del Este, tras las escaramuzas de Balaguer, vamos sin norte, completamente perdidos, lo cual, aunque parezca mentira, nos conviene, pues de otra manera tendríamos que dirigirnos definitivamente hacia el nordeste, cruzar la frontera y acabar cuanto antes con esto, como parece que están ordenando hacer a todas las unidades.
Hoy se ha tirado el día lloviendo. Ayer también. Y el otro, y el otro. Lleva lloviendo desde hace quince días, sin parar, día y noche. El paisaje es el mismo, todo está pelado, los árboles sin hojas, no se encuentra un lugar que digas, qué alhaja, los pueblos son míseros y funerales, y las casas, o derruidas o voladas por las bombas, inhóspitas. Si bajara la temperatura, se cuajaría en nieve. No sé yo qué sería peor. A los agrarios esta lluvia no les afecta lo mismo que a los que somos de ciudad. Dicen: le viene bien al campo, después de la sementera. Dan un poco de lástima, pero no lo dicen con mala intención. Parecen idiotas. No se dan cuenta de que para ellos el campo se acabó, y las sementeras. Que nos hemos quedado sin nada. No lo entienden. Que sería mucho mejor para hacer la guerra que al menos no lloviera. Pero no. Por encima de todo son campesinos, les gusta que llueva, porque piensan que la lluvia traerá riqueza. Pero ¿a quién? Pues a los terratenientes y a los propietarios. Pero en el fondo prefieren que el trigo se lo lleven los terratenientes a que se quede sin nacer. En ese aspecto son en su ingenuidad, desde mi punto de vista, dignos de lástima.
Ahora se la oye caer ahí fuera, baja por las canales del tejado. Suena como una flauta rota llena de sonidos oscuros y quejumbrosos que a la mayoría le ha producido sueño. También suena de una manera especial al caer sobre los árboles desnudos, como las tripas de un gato. Es un sonido que se te va metiendo en el alma y consigue cerrarte los ojos sin llegar a dormirte, todo para que pienses las cosas más fúnebres e inicuas.
Debe de quedar todavía media hora para que se haga de noche. Aquí, en las montañas, cae la noche en un plis plas, lo mismo que tarda en salir el sol mucho más que en otras partes.
Estos montes tienen la cumbre como la joroba del dromedario de la Casa de Fieras de Madrid, de color gris y pelada.
A veces la lluvia quiere hacerse nieve, pero sin conseguirlo. Ahora que lo pienso sería mejor la nieve que la lluvia, pero los de pueblo insisten diciendo que allá se andan, que son buenas las dos. Aunque la mayoría de nosotros no querríamos que nevara, porque nos acordamos del invierno pasado, cuando se perdió Teruel, y murieron tantos sólo de congelación y pulmonías.
De los nuestros vamos más o menos bien todos. Sólo hay tres un poco tocados. Uno tose de continuo, otro tiene unas cuartanas y cada cuatro días, fiebre, como un reloj, y al otro le metieron un poco de metralla en la nalga propiamente. Lo que le dijo el sargento, eso sería por huir. Tendría gracia si la herida no se le hubiera infectado al chico. Todos los días tienen que sacarle el pus y no puede sentarse más que de medio lado, y dormir de refilón, pero para la marcha no le es impedimento. Cada día uno que hace de enfermero, un estudiante de medicina al que llamamos Miguelet, de Valencia, le practica las curas con bizmas de espliego. Para el muchacho, de un pueblo de Toledo, es una gran humillación y pide siempre que se lo haga un poco apartado de todos, pero a veces, como hoy, que estamos en esta majada, no puede ser, porque es angosta y en otra parte se mojaría, porque está lloviendo.
El capitán ordenó encender una hoguera, pero, como no encontramos leña seca por ninguna parte, hemos desmontado alguno de los palos y tablas del tejado, y con eso vamos tirando. Se gasta uno y quemamos otro, pero tenemos que obrar con prudencia, porque cuantos más quitemos, menos espacio nos queda a nosotros para guarecernos.
Dentro de lo que cabe estamos superior. Nos hemos encontrado peor otras veces. Algunos han puesto a secar las mantas y el olor que desprenden con el olor del estiércol mojado es nauseabundo, pero a los de pueblo les gusta. Fue entrar aquí y uno, también de la provincia de Toledo, respirando todo lo hondo que pudo, dijo con un deje lastimero que esto, el olor, la majada, todo le recordaba a un cortijo de Tembleque, porque él es de allí. Como si oliera a rosas. Ya digo, son medio tontos, aunque sin maldad.
Esta mañana hacia las nueve pasamos por un pueblo bastante grande del que ni siquiera sabíamos el nombre.
Iban delante Jacinto, uno de Albacete, y ese al que llamamos Pichón. Ahora que caigo no sé por qué le dieron ese nombre. Vieron a una vieja con una pelerina negra por encima de la cabeza. Llevaba puestos unos zapatos llenos de barro. Eran zapatos como de hombre, grandes y anchos. La vieja era una pintura, caminaba encorvada y arrastraba los pies. Cuando nos vio, debimos de parecerle cualquier cosa, pero como estábamos todavía lejos se quedó mirándonos, con mucha insolencia, yo creo.
Sin detenerse, el capitán Almada tuvo que gritar para hacerse oír. Quería preguntarle algunas cosas, qué pueblo era aquel, si había algún lugar donde comprar comida, si había visto soldados y dónde y cuándo…
Cada vez que grita se pone en evidencia, y quizá por eso no suele hacerlo nunca. Es un hombre tímido, que habla más bien con la voz baja, porque la tiene de pito. Con esas características, no se entiende por qué eligió hacerse militar.
Las voces la asustaron. A lo primero se tapó la boca con la mano y luego salió escapada. Al correr movía las caderas como las bielas de los trenes, como fuera de eje. Esto les hizo una gracia loca a unos cuantos. Estamos a punto de perder la guerra, vamos a morir de hambre o de frío en cualquier momento, o de una armoniosa combinación de las dos cosas, y aquello nos hizo reír violentamente. Jacinto y Pichón salieron detrás de ella a la carrera, para darle caza, como si se tratara de un juego. A Pichón le golpeaba con fuerza la cadera una liebre, que llevaba colgada, como los cazadores. Más que albañil, parece pastor. Lleva la honda siempre en el bolsillo. A lo mejor se acordó por eso el otro día de comparar la carretera con una cuerda. Es muy ocurrente. La cazó ayer, y pese al hambre, dijo que era mejor esperar a hoy, porque ayer no se habría podido comer del sabor montuno que tendría. Lanza granadas con la honda como nadie, y ha cobrado mucha caza de ese modo, pero hay que saber dónde se tira la granada, advierte, porque si no, no queda ni un pelo de la liebre. En eso nadie se le puede comparar.
Al cabo de un rato les vimos aparecer de nuevo. Nos hacían señales con la mano y nos gritaban para que nos diéramos prisa.
Eran voces alegres después de todo. La vieja se había esfumado, pero habían encontrado a un hombre muerto.
Estaba tirado como un pelele contra una pared de pizarra, Lo rodeamos con curiosidad, lo cual era absurdo, porque estamos todos hartos de ver muertos con los que no tenemos la menor relación, que no significan nada para nosotros y que olvidarnos a los pocos minutos de tropezarnos con ellos.
Aquel tenía la cabeza vencida sobre el hombro y la boca torcida hacia abajo, en una mueca grotesca. Le habían quitado los zapatos y tenía los pies desnudos, con uñas grandes y amarillas. Yo creo que fue la vieja quien le quitó los zapatos, y por eso salió huyendo. La lluvia del tejado le caía sobre la cara y le abrochaba un mechón de pelo sobre la frente. Pueden haberlo matado por muchas razones, porque era un fascista, porque había tratado de huir, porque sólo era un republicano tibio, porque era rico, porque no era tan rico como para poder robarle mucho, porque… Es curioso, en una guerra lucha uno por una sola idea, pero le pueden matar por muchas razones. Así que no quisimos hacer más averiguaciones y nos apartamos un poco de allí, pues el olor a amoníaco y putrefacción era insoportable.
El capitán nos concedió entonces un cuarto de hora de descanso. Buscarnos al alcalde o a alguna autoridad, pero habían huido ya todos. Sólo quedaban viejos. Han escapado hasta las mujeres y los niños, para reunirse con sus hombres, aunque tampoco saben dónde estarán estos. Luego, seguirnos. Algunos aprovecharon para entrar en dos o tres casas en busca de comida. Yo escribí algo, lo que he contado antes de padre y de madre.
Jamás he participado en un saqueo, y, sin embargo, me he beneficiado de algunos. Este libro, ya lo he dicho, procede de un estanco que habían saqueado… Miento. Una vez, al principio de la guerra, en Tarancón… (Ahora no puedo seguir, porque necesitan a uno para echar unas manos. Luego sigo).
Se ve que uno olvida las cosas con las que no puede vivir. Hablo de lo de Tarancón. Se trataba de la casa de un cacique, uno de esos caserones viejos, sólidos, importantes, con dos o tres escudos sobre la puerta y dos o tres patios también, bodega, molino de aceite, incluso una fragua propia para herrar las bestias y aviar los aperos. Lo habían matado los anarquistas a él y a su mujer el día en que llegamos nosotros, en un pueblo de al lado, cuando trataban de escapar. La gente en el pueblo les odiaba. Según nos dijeron, él era un avaro al que le cegaba la codicia, y ella una beata que se pasaba el día en la iglesia, con los curas. Cuando llegarnos a Tarancón, algunos estaban celebrando su muerte, eran en su mayor parte criados y criadas que habían trabajado en la casa, casi todos anarquistas. Habían entrado en la bodega y se habían repartido los jamones, los levantaban al aire como si fuesen guitarras y se colgaban del cuello, como collares, las corras de longaniza, bailaban de contento y bebían vino, muchos estaban borrachos, las mujeres se habían echado encima las ropas de la señora e imitaban, caricaturizándolos, ademanes que reputaban aristocráticos, los hombres habían embutido sus andrajos en los gabanes y levitas del difunto, algunos llevaban incluso sus chisteras, y marchaban por el pueblo como unos mamarrachos. El UHP era el santo y seña de los grupos que recorrían las calles y se reconocían. Aquello parecía el carnaval, era un espectáculo repulsivo. Nosotros íbamos a Valencia desplazados, paramos a dormir esa noche allí y nos llevaron a esa casa. En ella todavía entraba y salía gente, rebuscando por los rincones lo que no se habían llevado ya otros, y en uno de los patios quemaban todas las cosas pías de la dueña, cuadros, libros, casullas y todo lo que encontraron en la capilla.
Esa noche me acosté temprano. Hasta la madrugada se oyeron los pasacalles de los que bajaban y subían celebrando aquellas dos muertes. Por el ruido y la algarabía, se habría asegurado que en Tarancón, con la desaparición del cacique, había acabado la guerra. Al meterme en la cama, mí codo tropezó con un pequeño objeto duro que se hallaba debajo de las sábanas. Sospeché que tenía que ser cosa buena como para que lo hubiesen guardado en el colchón, quizá unos duros de plata o unas alfonsinas de oro. Lo rajé y apareció el reloj. Busqué por si había joyas o dinero, pero no encontré más. Nunca había tenido nada parecido. Desde luego ni se me pasó por la cabeza que aquello no me perteneciera. Lo había encontrado yo, y era mío. Ahora pienso que mi padre no se lo habría llevado. Dice siempre: no cojas lo que no es tuyo, pero lo que es tuyo, no te lo dejes arrebatar, y si lo han hecho, recupéralo aunque sea con las armas. Cuando nos fuimos de la casa dejé el mío, que era de latón, en la mesilla. Pensado en frío, es una tontería, pero entonces me pareció que de ese modo, más que un saqueo o un robo, podía considerarse una permuta. Fue una estupidez. De no habérmelo llevado yo, se lo habría llevado otro. Todavía lo tengo. Es el que llevo puesto. Ha venido conmigo durante toda la guerra. Es un reloj muy bueno, de la marca Casal, un relojero de la calle Carretas, en Madrid, pero hecho a imitación de los suizos, con veinticuatro rubíes y la pulsera elástica también de oro, que por eso llama tantísimo la atención, porque no suelen encontrarse de ese modelo. A veces la gente me lo ve y me dice que es precioso, y que no han visto jamás uno parecido ni tan bonito en ninguna parte. Un joyero de Valencia quiso darme por él dos mil pesetas. Le dije que no necesitaba dos mil pesetas. ¿Para qué quieres el dinero cuando a lo mejor te matan esa misma tarde? En cierta ocasión se lo regalé a una de la vida, en Barcelona. Le dije, no tengo dinero. Ella me preguntó, ¿qué tienes entonces? Le enseñé el reloj. Dame el reloj. Yo le dije que no se ofendiera por lo que iba a decirle, pero que valía bastante más el reloj. A ella eso le hizo una gracia enorme. Otra me habría arañado la cara. Bueno, me dijo, según tú, ¿para cuántas veces da un reloj como ese? Yo entonces me di cuenta de que había metido la pata, y por ser cortés respondí que dos, aunque sabía que podía valer también para veinte y para treinta, y con una como ella, sin faltarle, para cincuenta o sesenta. Ella aceptó, me dijo, de acuerdo, vamos, y vuelves otra vez cuando quieras, siempre estoy aquí. Se la encontraba en un café que estaba en las Ramblas. Después de eso marchamos destinados al Maestrazgo y cuando volví fui a verla otra vez, le había pasado algo, porque ya no era la misma de antes, era una chica triste, como si estuviese enferma, y fue ella quien me lo regaló a mí, dijo que quería que lo llevara siempre para que me acordara de ella, pues no tenía nada de valor que regalarme. Razón de más, le dije yo, para que te lo quedes, por si podía sacarle de un apuro. Y ella, que no, que no., que quería que me lo quedara yo, que nadie la había tratado nunca como una señora, y que eso es lo que yo había hecho. Era bastante fea, con un lunar del tamaño de un garbanzo junto a la nariz, aunque tenía un cuerpo muy bien hecho. Estuve con ella tres o cuatro veces más, y ya no quiso cobrarme nunca. Un día fui a buscarla como siempre, y una amiga me informó que la había quitado de la calle un hombre que la quería bien y que tenía pensamiento de casarse con ella… Todo esto venía por lo del reloj. Así que ahora lo llevo con cierta legitimidad, como si en todos esos avatares el reloj hubiera lavado su pasado… Ella no supo jamás que era robado. La inocencia es redentora, y cuando miro la hora no me avergüenzo. Al contrario, alguna vez hace que me acuerde de aquella pobre chica, del cuerpo tan blanco que tenía, tan hospitalario siempre… Fue de las pocas personas en las que encontré amor durante estos años y la única en mi vida que me ha regalado algo, dejando a la familia, que no cuenta. Y cosa curiosa, gracias a ella no volví a pensar en su antiguo dueño, ni en aquella casa de Tarancón, como no sea ahora, al hilo de los saqueos. Desde entonces, si he podido, me he quitado de en medio cuando se producen, aunque estén justificados, como el de hoy. Hoy en realidad íbamos de intendencia…
Nadie encontró nada. Sólo Pichón salió de una de las casas con un plumero y unos zorros haciendo charlotadas, aunque no es mala persona en absoluto. Tenía que ser él. Le gusta ver a la gente contenta, hacernos reír, incluso que se rían de él no le importa. Metió el mango del plumero en el cañón del fusil y entre las piernas los zorros, para que estos le quedasen a la altura del trasero, y empezó a fingirse como la vieja cuando esta salió despavorida. Nos desternillamos a modo, incluso el capitán, que casi nunca se ríe por nada, soltó una carcajada.
Cuando nos convencimos de que en aquel pueblo no íbamos a sacar gran cosa, seguimos nuestra marcha y vivaqueamos en un paraje pobre y pelado, sin defensa posible ni interés estratégico, desguarnecido por completo, a media falda del monte, junto a un manantial en el que aprovechamos para beber. Estaba al pie de un olmo como una catedral de grande, y hacía tanto frío que el agua parecía que salía caliente, porque desprendía unos vahos tenues y perezosos. Sabía a hierro, olía como a huevos podridos, y Benigno, el sargento, que fue el primero en beber, tuvo que escupirla. Y otra vez más nos entró la risa y hubo carcajada general. Entonces Canigó, que también se sorprendió riéndose en medio de tanta desolación, concluyó que era mejor reír que llorar, a lo que otro, no recuerdo quién, dijo que mientras hay vida hay esperanza, y Pichón para parecer que no siempre es un hombre superficial, añadió, aunque sin venir a cuento, que aquello era ley de vida, sin que nadie, ni él mismo, supiera seguramente a qué se estaba refiriendo. La guerra nos ha vuelto a todos viejos, hablamos como los viejos, con sentencias que no son más que frases vulgares y estúpidas.
Pichón morirá, Benigno también, el de Tembleque, Miguelet, el enfermero, el de la metralla, no le servirán de nada las curas, yo mismo, moriremos todos. Lo siento aquí, justo sobre el estómago. El capitán no. Agustín tampoco, Julito tampoco, Portales tampoco, Lechner tampoco, los dos hermanos Escudero tampoco… El resto morirá, los demás no tenemos mucho tiempo de vida.
A veces el capitán se nos queda mirando, como si se compadeciera de sí mismo. Él sobrevivirá, pero nos mira a veces como si quisiera morirse.
Manda esta compañía desde hace año y medio. Es militar de carrera, pero poco marcial, creo que ya lo he dicho. Usa gafas redondas, de concha, demasiado pequeñas, eso le da una mirada de sueño, de chupatintas municipal, pero es enérgico y más valiente que ninguno. Alto, con la cara alargada, es feo, tiene los ojos abultados, parecen dos huevos, y los cristales de culo de botella se los hacen más grandes todavía, y un cuerpo de coloso, pero sin osamenta. Es de los que lleva la correa de los pantalones siempre por encima del ombligo. Es también un hombre triste y de malas pulgas.
A mí me contó Faustino una historia. Este fue el único, que yo sepa, que logró intimar con él, quizá porque a los dos les gustaba discutir de toros, pero con el resto se ha mantenido siempre más bien al margen. Los militares no son como los demás, piensan que valen más que el resto. Está casado con una de Salamanca, hija también de militar. Yo creo que no ha ascendido más porque no acaban de fiarse de él, pero lo lógico es que a estas alturas fuera coronel, lo mínimo; siempre ha dicho que el militar es apolítico, y no ha habido manera de que se afiliara a ningún partido. Los comunistas lo tienen enfilado. Estalló la guerra, y le sucedió lo que a tantos, unos en una zona y otros en otra por el veraneo. Al pobre Fausto le dijo que él, al principio, quería a su mujer, pero en Barcelona, lo que pasa, conoció a una chica, y se enamoró de ella, como en los folletines.
Mi opinión es que el capitán se salvará. A lo mejor se entiende con su querida. Al principio tenía fama de fascista, porque los militares, con eso de la disciplina, tienen esa manía. Pero este no creo. Podría haberse pasado muchas veces las líneas, como todos nosotros, y no lo ha hecho. Nunca volverá a Salamanca. ¿A qué iba a volver a allí? Seguramente su suegro, que a estas horas debe de ser ya general, lo mandaría fusilar.
Mañana continuaré escribiendo. Ahora se está haciendo de noche, aunque, quieras que no, los días se emperezan y son algo más largos. Pichón cuenta chistes. Son viejos, pero nos hacen reír igual, lo que aprovecha Canigó para repetir, compungido, que es mejor reír que llorar, como si le pareciera un sacrilegio reírse en una guerra que tenemos perdida. Parece un disco rayado. Es la primera noche después de doce días en que vamos a dormir bajo cubierto. Es un decir, porque se trata de un tendejón que da a un corralejo. Pero al menos no nos mojamos. Hace un rato se puso a cantar muy cerca de donde estamos un pájaro. No era un canto. Parecía el viento. El de Tembleque se levantó y le tiró uno de los tizones, para que se fuera de allí. Dijo que era un mochuelo, y que siempre cantaban cerca de alguien que se iba a morir. Pero otro de pueblo le preguntó que cuándo se había visto que en las montañas y en invierno críen los mochuelos. No se pusieron de acuerdo, pero seguía empeñado en lo del mochuelo. Entonces al que le tiramos los tizones fue a él, y le mandamos callar. Pero él ha sentido lo mismo que yo he sentido hace dos días, aquí, por dentro. Yo creo que la muerte no es tan fiera como la pintan, y seguramente hace una visita a todo el que piensa llevarse. Sólo hay que estar atento. Cuando vas a morir, y lo sabes, no duele tanto.
Ayer fue un día calamitoso, de los más tristes para mí desde que empezó la guerra. Nadie podía imaginarse que sucedería nada parecido, y mira que hemos visto de todo. El comisario político, un asturiano que se llama Saturnino, nos dijo que estas cosas no tienen que salir de aquí y que no debemos comentarlas, y que la guerra exigía estos sacrificios, pero no ha convencido a nadie, más que a los que ya lo estuvieran, porque no hace falta convencerles, pues aceptan las consignas como si se las dijera un obispo. Todo lo que viene de Rusia es sagrado, porque allí atan los perros con longaniza, y no digo yo que Rusia no sea el paraíso, pero habrá de todo, como en todas partes, digo.
A mí mismo me advirtió que no se me ocurriera apuntarlo en mi cuaderno, porque me la jugaba. Tenía que haberle dicho que no se metiera donde no le llaman, pero me callé, incluso hizo que me pusiera encarnado, porque lo comentó delante de los compañeros. Le hacen parecer a uno un cobarde. No tiene uno miedo de los fascistas, y en cambio sí del que está contigo en el mismo bando… Será un tío cabrón… ¿Y qué, si me quita el cuaderno y lo lee? ¿Me vas a pegar un tiro a mí también por pensar lo que me da la gana de ti y de cualquiera, como hicisteis en mayo del 37 con los trotskistas? Ahora las cosas no son como antes. Ahora perdemos, pero todos, al mismo tiempo. Yo no le caigo bien, eso es cosa indubitable. Es de los que ve trotskistas por todas partes. Hace un año me indicó que me anduviera con ojo, porque yo era amigo de uno del POUM. Un día este no se presentó, y desde entonces no volvimos a saber nada, y mejor, como nos advirtieron, no preguntar. Yo pregunté, y me dijo que sí le estaba acusando de algo o qué. Aquel día llegamos a las manos. Tuvieron que separarnos. Yo creo que soy pacífico, pero si alguien me busca las vueltas…, y ese día, de no separarnos, le habría estrangulado. Desde entonces sé que va a por mí, pero me da igual, porque ni siquiera le dirijo la palabra. Es un hombre poderoso, con muchos contactos aquí y allá, por el Partido, y es de los que te puede dar un disgusto.
Lo de ayer ocurrió como sigue. El capitán ordenó tres guardias para la noche, de dos horas cada una. Todos creemos que no sirven para nada, pero el capitán es un militar y le gusta hacer las cosas a su manera, y además nos ha metido a todos el miedo en el cuerpo, porque sabemos que los fascistas vienen pisándonos los talones. De caer prisioneros lo pasaríamos mal, pues es cosa sabida que se los están dejando a los moros, los cuales cometen toda clase de atropellos e ignominias con ellos, como cortarles las orejas antes de matarlos, asarlas ante sus ojos y comérselas, y bueno está si sólo son las orejas.
En la segunda de estas guardias, el que la hacía, un chico muy callado a quien llamamos Andresito, de Madrid, oyó ruidos. Trabajaba de camarero en Jai-Alai. Me acuerdo de haberle visto allí. En un primer momento receló fuesen los fascistas, por la sugestión. Dio el alto, pero los otros hicieron como que no oían y siguieron andando. Llovía más incluso que por la mañana, y no se veía nada. Andresito volvió al ¿quién va?, y de no haber soltado un tiro, no le habrían hecho caso. Tampoco podían salir corriendo porque, como digo, estaba todo a oscuras. Después supusimos que habían elegido la segunda guardia porque la hacía Andresito y no contaban que fuese a darles el alto, y menos a disparar, si les descubría, porque es un alfeñique. Parece poca cosa; de presencia, me refiero. Con el tiro nos despertamos todos. Algunos se pusieron nerviosos, temieron que fuesen los fascistas, y a los dos minutos vimos a Andresito que traía delante con los brazos levantados a Pichón y a otro, uno que se llama José González, y que llamamos Pepón, un retaco renegrido y feo que tiene pelo por todas partes. Parece un jabalí. A los dos los traía al hilo Andresito diciendo que como se le desmandara alguno le soltaba un tiro que lo dejaba seco. Sí, ¡poca cosa!…
Iban a pasarse. Hay que ser morral. En primer lugar, porque nadie sabe dónde está el frente, y en segundo, porque ya hemos perdido, ¿y para qué van a querer en la otra zona a los desertores, como no sea para fusilarlos? Yo creo que los pobres se demenciaron, como cuando la gente está desesperada, que comete locuras, o los náufragos o los condenados a muerte…
Nos extrañó sobre todo que uno fuese Pichón. Ya no bromeaba. A lo primero trató de decir que en absoluto huían, pero cuando se comprobó que habían robado la mochila con el botiquín, en el que había también un poco de coñac, no tuvo escapatoria, y no le quedó otra que admitirlo. El capitán les preguntó por qué lo habían hecho, pero sacudían la cabeza, como atontados, y guardaban silencio, avergonzados de lo que acababan de hacer, que ellos mismos tuvieron que darse cuenta de que había sido una calaverada.
Yo creo también que ambos eran conscientes de que merecían un castigo, pero no lo que se les vino encima. A todos nos daban lástima. El capitán, aunque desprecia a los desertores como cualquiera, ha comprendido que no podemos hacer nada para ganar la guerra, ni él ni nadie. En cierto modo ni siquiera podríamos llamarles desertores, porque la guerra está perdida, así lo dijo él en su defensa; trató de echar tierra sobre el asunto y sugirió que nos marcháramos de allí en cuanto amaneciera. Pero en eso saltó Saturnino, el que me dijo hace un rato que ni se me ocurriera copiar aquí lo que ha pasado.
Saturnino no le cae bien a casi nadie. Es un hombre que impone, mide bien los dos metros, con un ojo remellado y manos grandes y fuertes, con venas gordas como las de los caballos. Siempre lleva ocho o diez al retortero, que son como su guardia pretoriana, van juntos a todas partes, tienen reuniones para hablar de Rusia y de política, y desconfían de todo. Para ellos las cosas jamás son lo que parecen, siempre hay una causa oculta. Por lo demás no suelen meterse con nadie si no te cruzas en su camino. En ese caso, él y los suyos son peligrosos. Yo creo que en el fondo desprecian a todos los que no tienen sus ideas, que no siempre son malas, hay que decir en honor de la verdad.
El caso es que fueron inflexibles y dijeron que a los desertores había que fusilarlos, como ordenan las leyes de guerra. El capitán protestó hecho un basilisco y dijo que a él no le venía nadie a explicar lo que se dice en el código militar para los tiempos de guerra, y que mientras él estuviera al mando no se fusilaría a nadie por una bobada como esa.
Discutieron delante de todos nosotros. Saturnino amenazó con matar allí mismo a quien le desobedeciera y dijo que la misión de un comisario político era precisamente hacer cumplir las leyes. El capitán no se dio por vencido y volvió a repetir que aquello ya no era una guerra. Saturnino tiró de pistola y dijo que el arma de los quintacolumnistas era precisamente la del derrotismo. Detrás de él esperaban sus hombres, todos con el arma montada. El capitán fue cediendo terreno. Es lo que peor tiene. Resulta un hombre débil, debería haberse impuesto. No sé por qué se habrá hecho militar. Y los demás, ¿qué íbamos a hacer? ¿Enfrentarnos a Saturnino? Pichón y el otro asistían inermes a aquel consejo de guerra que se parecía más a un regateo entre trajinantes. Cuando al fin se les dijo que se les iba a fusilar, no daban crédito ni ellos ni nosotros. Estaban los dos con los capotes por encima de las mochilas y los brazos caídos, que parecían peleles con chepa.
Entre unas cosas y otras, pasó una hora. Estaba amaneciendo.
A Pepón se le había caído la cabeza sobre el pecho y se estudiaba las botas en silencio, sólo levantaba la vista del suelo para observar a Pichón. Daba pena mirarle, con tanto pelo como tenía, negro, rebultado, con la barba cerrada, un bandido parecía, pero los ojos le brillaban como a un niño con fiebre. Y Pichón, que al principio yo creo que llegó a pensar, como él era tan chistoso, que se trataba de una broma nuestra, comenzó a llorar, pidió clemencia y se arrojó de rodillas delante del capitán. El capitán murmuró algo entre dientes y se apartó, molesto, con un gesto de repugnancia. En cambio Pepón aguantó muy terne, aunque poco a poco se le puso cara de idiota, se le desencajaron las mandíbulas y se hizo sangre en los labios, de mordérselos para aguantarse el miedo.
Pichón siguió suplicando clemencia a voces, por Dios, por la República, por la Revolución, por mi madre que se está muriendo, dijo también, por lo más sagrado. No sabía qué era lo más sagrado. Juntó las manos como si fuese a elevar una plegaria. Entonces Saturnino dijo de muy mal humor, como si todo eso le contrariara a él más que a ninguno, dijo, atadle las manos. Uno de los partidarios suyos le quitó a Pichón la correa de los pantalones y le ató con ella las manos. Al quedarse sin correa, los pantalones se le cayeron, y eso hizo que algunos, al verle los calzones, no pudieran contener la risa, como si aquello fuese cosa de risa. Luego le ataron las manos al compañero. Vino a continuación un detalle que no estuvo bien. Fueron a ponerles junto a la pared de la majada, donde habíamos pasado la noche, pero los que formaron el pelotón, del grupo de Saturnino, al tomar distancia, se salieron al patio. Seguía lloviendo a cántaros, de manera que dijeron que lo iban a hacer al revés, en vez de afuera hacia adentro, de adentro hacia afuera, ellos bajo el cobertizo y los otros dos en medio del patio, porque a Pichón y a Pepón, al fin y al cabo, dijeron, les tenía que dar igual mojarse un poco más o un poco menos, para lo que les quedaba. A Pichón no le sostenían las piernas y juntaba las rodillas para que los pantalones no se le cayesen y se le viesen otra vez los calzones. Toda su preocupación parecía que fuese que no nos riésemos de él. Creo que fue la única vez en su vida que no quiso que se rieran de él.
Después de eso, el día ha sido tristísimo para todos y el grupo como que se ha dividido en dos, los que nos hemos quedado con el capitán y aquellos otros sobre los que Saturnino tiene influencia. Así durante todo el día. Avanzábamos muy despacio, porque a veces no podíamos seguir, por la lluvia y el frío, hasta que, camino de Ripoll, llegamos a San Joan de les Abadesses, donde nos tropezamos con lo que veníamos buscando desde hacía semanas: el grueso del ejército del Este, que subía, desde el sur, en franca retirada.
Era una interminable y sinuosa columna de hombres, bestias y vehículos de toda clase que se dirigían al pueblo, serpenteando entre las montañas. Los milicianos arrastraban como podían cañones, cureñas y morteros. Resultaba un espectáculo triste y grandioso. ¿Cuántos hombres? ¿Diez mil, doce mil? ¿Cuántos mulos? ¿Cuántos camiones? Yo creo que más de quinientos, sin contar los coches, los cañones y el armamento pesado. Y los mulos, tres o cuatro reatas de más de cien bestias cada una, que llevaban a lomos las baterías desmontadas, la munición y las ametralladoras. Lo más raro es que siendo tantos no se oyese nada, nadie hablaba, algunos coches y camiones hacían sonar sus bocinas, porque tenían más prisa que nadie por llegar, pero tampoco puede decirse que se oyesen, eran sonidos que nacían muertos en medio de aquella devastación. Todo resultaba irreal, parte de una pesadilla que duraba ya demasiado tiempo. Avanzaban con lentitud desesperante. La verdad, parecíamos todo menos un ejército, y los que venían del este, más todavía, los hombres agotados, arrecidos de frío, muchos heridos, con vendajes sucios y sanguinolentos, envueltos en mantas empapadas en barro, con gorros de todas clases, los heridos se apoyaban en muletas de palo y otros venían en medio de dos camaradas, sosteniéndose en ellos, todos en columna de a dos, los heridos fuera de la formación, porque marchaban más despacio, algunos con una maleta en la mano y el mosquetón en la otra, qué raro ver a los soldados con una maleta… Era como para pintar un cuadro.
Creo que ninguno de nosotros, que formamos lo que queda de la 45 Compañía de la 31 División del Décimo Cuerpo de Ejército, había visto nada parecido, y creo también que fue entonces, al presenciar aquel espectáculo, cuando acabamos de comprender la magnitud del desastre: al ver la del desastre de los demás. Aquellos somos nosotros, pensamos, y la angustia que producen es la que causamos nosotros mismos.
Ahora va a empezar nuestra verdadera derrota. Mientras luchábamos éramos un ejército. A partir de aquí no somos nada. Menos aún que nada. ¿Dónde posaremos los ojos que no sintamos la pesadilla de la derrota? Pero esto, ¿qué puede preocuparme, además? En el fondo soy ya como el Pichón y Pepón, y a un muerto, ¿de qué le sirve que le hablen de victorias o de derrotas?
Llevo tres días sin escribir, en parte por la diarrea. Más de la mitad de los hombres anda con esa flojera humillante. Sería chusco que me fuese a morir de una cagalera, aunque si te vas a morir, digo yo que dará lo mismo de lo que te mueras, ¿o no? Pero unas cosas llevan a otras, y de no ser por ese rebaje del vientre, no me hubiera enterado de lo que sigue.
Yo estaba ensuciando detrás de una encina y un poco más allá se encontraba Saturnino con cuatro o cinco de los suyos. Saturnino les decía que había hablado con el capitán y que estaba todo arreglado, y que no dijera nada de lo de Pichón y Pepón, por las consecuencias. Menuda estupidez. Consecuencias, a estas alturas. El caso es que alguien dijo entonces que no se fiaba y que lo mejor era meterle cuatro balas al capitán y tirarle por un barranco. Yo hice ruido y me descubrieron. No sé por qué pensaron que les espiaba. Vino contra mí Saturnino como un perro rabioso. Una vez más, se puso faltoso conmigo. Le pregunté con soma si es que no podía hacer uno las necesidades. Me levanté los pantalones, y otra vez casi llegamos a las manos. Lo llamé fascista y de todo, y le dije que me dejara en paz. Y entonces me contestó que eso le gustaría, dejarme en paz. Lo dijo con segundas. Y que menos pasarme el día escribiendo, y que si me creía algo. Al capitán le conté lo que decían de él. Se encogió de hombros. A mí el episodio me dejó mal cuerpo, y ya no escribí nada en estos tres días, lo cual me enfurecía, porque era como si me hubiese achantado después de lo que me dijo.
La Plana Mayor ha tratado de dar a la huida la apariencia de un repliegue estratégico, preparatorio de una nueva ofensiva, pero el Estado Mayor no tiene ni puñetera idea ni autoridad sobre nadie. Lo nuestro con el capitán Almada, con todos sus defectos, es excepcional, pues vemos que, aunque débil, es un hombre valiente y honrado, que jamás ha dado una orden que no estuviera dispuesto él mismo a cumplir personalmente. Y por eso está donde está. A alguien con su valía tenían que haberlo nombrado lo menos coronel. Lo he dicho ya otra vez. Saben muy bien a quiénes dan las estrellas. Por esa razón la orden absurda de volver hacia Olot, de donde vienen huyendo del avance de las fuerzas del Ejército del Maestrazgo, ni siquiera la hemos tenido en cuenta, y eso que son muchos, sobre todo los comunistas como Saturnino, los de la opinión contraria, lo mismo que el capitán, es decir, que hay que resistir a toda costa, con la esperanza de que la guerra en Europa, que según ellos es inminente, estalle pronto y arrastre a las naciones contra Italia y Alemania.
Eso puede que sea así o que no, ¿quién lo sabe? Lo que sí tratan de hacer, al menos los comunistas, es retrasar en lo posible el paso de la frontera. Y me parece bien. Por eso decía que no se puede estar en desacuerdo con ellos en todo.
La noche en que alcanzamos el grueso de lo que queda del Ejército del Este la pasamos junto al río, con el resto de las fuerzas. Por suerte dejó de llover, pero eso mismo hizo que bajaran mucho las temperaturas y todo el terreno estaba mojado. Uno de Palencia, de Barruelo, dijo un refrán: helada sobre blandura, nieve segura, y tuvo razón, porque amaneció queriendo nevar. Como consecuencia de las lluvias, los ríos llevan tres veces su caudal, y regatos que no eran nada, en unas horas parecen el Ebro en cuanto caen tres gotas. Los paisanos de estos pueblos aseguran que no conocen un invierno como este en lo que llevan de vida. Aunque el del año pasado tampoco fue manco.
El frío ahora es glacial. Duelen hasta las sienes, y nos han salido a todos sabañones en las manos, que ni lavar nos podemos, así que hasta me da lástima mirármelas, porque están hinchadas y enrojecidas, llenas de grietas y sobre todo sucias, con mugre de dos meses. Cada hora que pasa hace más frío. Algunos dicen que es bueno orinarse en los sabañones, que al tiempo que se curan, favorece la circulación, entran en calor las manos y se evita que salgan más. Los que son de campo lo hacen. Yo mismo lo he practicado una vez, pero es repugnante. Cuando atravesamos algunos de los bosques de abedules, que abundan, desnudos, sin hojas, el frío se hace tan húmedo que duelen los huesos y las articulaciones. El tiempo es el protagonista de nuestras vidas. Hablamos todo el rato de él, si dejará de llover, si nevará, si crecerán los ríos más todavía y podremos cruzarlos (hasta el momento hemos visto ya tres puentes que habían volado los artilleros), si los caminos estarán tan impracticables que no podrán perseguirnos las unidades motorizadas…
Esto fue ayer. El 4 de febrero nuestra Compañía y las demás siguieron el curso del río Ter. Algunos incluso albergan la esperanza de que los gendarmes franceses nos nieguen la entrada, para poder combatirlos también a ellos y hacerles pagar lo que ha sido una actitud criminal del gobierno Daladier para con la República, y en parte, si perdemos, será por Francia e Inglaterra. Pero eso también son ganas de hablar, de hacerse los valientes, porque no hemos sabido combatir a un puñado de fascistas africanos y vamos a meternos ahora con los franceses. Hacemos reír, francamente.
El mismo día 4, a mediodía, se nos sumaron otras cinco Divisiones diezmadas procedentes del Undécimo Cuerpo y unidades dispersas del Ejército del Ebro, mandado por Modesto, así como lo que queda del Regimiento de Caballería número 7, uno de los mejores que ha habido en esta guerra, que aportó a la comitiva un numerosísimo contingente de mulos y burros, en número por encima de los trescientos. Iban ellos mucho mejor que nosotros, y desde luego no les falta de comer, y aguantan bien las inclemencias. Estuve junto a Modesto, al lado mismo, que le podía tocar. Llevaba una barba como un capuchino, y no se le conocía. Estaba discutiendo furioso con sus oficiales. No se ponían de acuerdo. Todos dicen que es una buena persona, y lo declara el hecho de que siga con nosotros.
Dos horas después llegó un enlace hasta donde nos encontrábamos agrupados los de la 45 Compañía. Convocaban al capitán Almada a una junta de oficiales, que se formalizó inmediatamente como Junta del Ejército del Este para la Ofensiva Final de la Guerra de España, justo cuando estamos a punto de perder ambas, la guerra y España. Yo creo que podríamos, a estas alturas, apear el énfasis y aceptar las cosas como están viniendo: es mentira que exista un Ejército del Este, es imposible una ofensiva y la España que queda tiene muy poco que ver con la que queríamos hace tres años, cuando empezamos la guerra.
El capitán no nos reveló de qué habían hablado, pero debieron de ser muy acaloradas las discusiones, que se celebraron en el edificio consistorial de San Joan de les Abadesses, porque duraron toda la tarde. Al final vino y dijo que nos quedaríamos de momento en este pueblo, que para cuando él regresó ya nos lo habíamos repartido.
En San Joan hemos permanecido durante la tarde del 4 y los días 5 y 6 completos, tranquilos. Todo el mundo habla del enemigo, que parece encontrarse muy cerca, pero nadie lo ha visto, y las órdenes son tan contradictorias, vagas e inadmisibles, que ningún oficial se digna ni a considerarlas definitivas ni, por supuesto, a acatarlas.
En esos días el capitán se muestra más taciturno que de costumbre; desde lo del día en que se fusiló a Pichón y al otro infeliz le ha cambiado el humor. ¿Cómo podrá dormir tranquilo Saturnino con ese crimen? Una cosa es disparar en la trinchera, en el frente, en la barricada. Si das a alguien, no lo ves, y siempre te queda la duda de que has podido ser tú o la esperanza de que haya sido tu compañero. Gracias a eso la guerra se le hace tolerable a la mayoría. Sólo así, con esa duda, con esa esperanza, puedes conciliar el sueño, y no que te empiecen los muertos a rondar por la cabeza y a apoderarse de ti. Los muertos son como los microbios, nos dijo un farmacéutico que estuvo con nosotros en Lérida, un capitán. O acaban contigo o te haces inmune. Incluso en defensa propia puedes matar. Te encuentras frente a un fascista, y antes de que te mate él a ti, le matas tú a él. Eso entra dentro de lo razonable. Pero fusilar a uno que ha estado contigo jugándose la vida por lo mismo que te la has jugado tú… Vamos. Es una vergüenza. No tienen ninguna piedad para con nadie. Son implacables. Dicen que tenemos que serlo para ganar la guerra, y que si hemos perdido tanto ha sido por el desgobierno con el que se han hecho las cosas. Es posible que tengan razón. Pero ¿a Pichón y al otro? ¿Qué mal nos habían hecho? ¿En qué hemos notado que los fusilaran? ¿Vamos a ganar la guerra por eso? La gente está harta, quiere acabar cuanto antes. Hemos perdido, y sanseacabó. No hay que darle más vueltas. Alguna vez, tarde o temprano, habrá que aceptarlo. Mientras no se comprenda una cosa tan simple, estaremos perdiendo el tiempo. Pichón y Pepón en realidad es como si hubiesen desertado, y ¿quién se acuerda ya de ellos? ¿Y quién, aparte de un loco, puede pensar en desertar ahora?
Todos, incluido yo mismo, hemos ido a consultarle al capitán. No tenemos a nadie más del que fiarnos. Nos dijo que cada cual obre en conciencia, y que ya no hay órdenes que valgan ni ideales ni nada. Se nos queda mirando con su cara de reno, larga, grande, con esos ojos que parecen también como de una vaca detrás de los cristales de las gafas, y te dice, a mí qué me dices, estoy igual que tú. Yo creo que da tanta confianza Almada por los ojos; le miras y te producen sueño, te dan mucha tranquilidad.
Algunos de la Compañía están pensando pasar a Francia para poder volver a España. Nadie lo habla a las claras, pero por lo bajo te lo dicen, y no lo comentan abiertamente porque como llegara a oídos de Saturnino y los suyos, esos son capaces de todo para evitar que nadie vuelva con Franco. Pero tú vas viendo quién quiere volverse y quién no.
Yo también fui a hablar con Almada para este particular, no porque tenga pensamiento de quedarme, si todos salen. Más bien fui a preguntarle si sabía algo de las unidades que se estaban formando para emboscarse en los Pirineos, en partidas de guerrilleros, como sabemos que hay en Asturias, en Galicia, en Teruel, en Andalucía, en Extremadura, y si pensaba que eso tendría algún sentido y serviría de algo, pues, sabiendo que lo más seguro es que vaya a morir pronto, deseo hacerlo por lo menos luchando. Antes de la guerra no pensaba nunca en la muerte. Ahora pienso tan a menudo en ella porque, si se mira bien, todos vamos a vivir mucho más como muertos que como vivos. Y no me da miedo. Me digo, me encontraré con el Fausto. Parece una bobada, pero eso me tranquiliza. Era un buen amigo. Si voy a donde va él, no será un mal sitio.
Lo que me dijo Almada no me ha servido de mucho. Me aseguró que él jamás se integraría en una partida de aventureros. Dice que es un militar y no un guerrillero ni un forajido. Intentará resistir todo lo posible y desaprueba las órdenes de sus jefes de replegarse y cerrar la guerra en el cuadrante nororiental.
La comida es un problema serio. Hoy encontramos muerto un mulo, lo había matado una bomba, porque tenía todo el cuarto trasero hecho picadillo por la metralla. Lo que pensamos todos, ya que tenemos tantos mulos, podíamos matar alguno para dar de comer a la tropa. Pues no. Dicen que son bienes del Estado, como el material de guerra, y que no nos comemos las ametralladoras. Como dijo uno, porque no son comestibles. Hoy ya no, porque les perdimos de vista y a saber dónde se encuentran ya esas reatas. El caso es que algunos metieron la bayoneta en el mulo muerto y prepararon un fuego. El olor de la carne quemándose ya era repugnante. Los que se la comían decían que lo mismo daba aquella carne que otra cualquiera. Otros les respondían, ¿pero sabéis cuántos días lleva muerto? Y bien porque les diera asco y les entrara miedo de envenenarse, bien porque la carne no estuviera buena, el caso es que la dejaron, y seguimos. A mí aún me quedan tres sardinas, de una lata que abrí el viernes, pero sólo de pensar en ellas me entran ganas de vomitar.
Después de comer un poco, el capitán me ha llamado aparte. A lo primero no sabía yo para qué. Buscó en su macuto y extrajo de él un mazo de cartas, todas las que ha estado escribiendo en estos tres últimos meses, y me ha pedido que si le pasaba algo buscara el modo de hacérselas llegar a la destinataria.
Me confesó que no tenía amigos, que no conocía a nadie de quien fiarse y que en todo caso aquella mujer era especial. No llego a entender la razón por la que me buscan para contarme cosas tan íntimas. Visto por el otro lado, yo estoy en las mismas, que no tengo amigos para las confidencias, pero en realidad le dije que la razón por la cual yo no quería quedarme con las cartas es porque yo ya he muerto.
Hizo un gesto con la cabeza, la sacudió para atrás, como si no hubiera oído bien.
Pero le conté lo que me había ocurrido en Singra, cuando él mismo nos mandó a tomar aquella loma, y cómo se habían salvado sólo los que yo había dicho que se salvarían y cómo también Faustino tenía que haber muerto aquel día, aunque al final no fue así, pero que a la semana cayó en Tejar del Duque. Y que en este caso, él se salvaría, como Agustín, Lechner, los hermanos Escudero y alguno más. Pero no yo.
El capitán es un hombre respetuoso que no se mete con las creencias de nadie. Él mismamente tiene una cadenita con una medalla, se la hemos visto todos cuando se afeita, y nadie le ha dicho nada. Así que me escuchó con atención, aunque comprendí por su expresión que pensaba que me había trastornado. La guerra ha tenido esto, que ha vuelto loca a mucha gente. Pero al final hizo así, se dio unos golpecitos con las cartas en la palma de la mano y me las tendió mientras hacía una mueca de indiferencia. Cuando me las entrega es porque piensa seguramente que le va a pasar algo, porque si no, no se desprendería de ellas, y a mí qué, lo mismo me da guardárselas.
Todos los sobres están cerrados. Cuando nos separamos me preguntó si me hacía falta dinero o algo. Eso, en cambio, me molestó. ¿Por qué razón me ofreció dinero? Los favores no se cobran, y si no son favores, ¿para qué los pides?
A partir del día 5 han empezado a llegar más fuerzas rezagadas, en una lenta destilación de los diversos frentes aragoneses. Muchos aseguraban haber frenado el avance de las divisiones de Moscardó y de García Valiño, y hablan de combates especialmente sangrientos en Solsona, en Cardona y en Naves. Puede ser, pero ellos están ahora aquí, y no en Solsona o en Cardona o en Naves. Es lo de siempre, las guerras se pierden porque los partes de guerra los redactan los Estados Mayores, y no en el mismo frente. De ese modo todo se va perdiendo sin que nadie se dé cuenta.
Vienen relatando historias aún más apocalípticas. Sabíamos que los fascistas son unos asesinos que no se han parado en barras, pero ni siquiera respetan su palabra de militares. Mandan por delante a los falangistas, a los requetés y a los moros: los falangistas fusilan a todos los que eran republicanos, los requetés a los que no iban a misa, y los moros violan sistemáticamente a las mujeres que acaban de quedarse viudas o huérfanas.
Ayer levantamos el campamento y nos mandaron que nos dirigiéramos hacia San Pablo de Seguríes y Camprodón, pero allí, de modo imprevisto, ordenaron que nos detuviéramos en un lugar llamado El Grau.
Las casas que nos encontramos, muchas de ellas de veraneantes, están abandonadas y saqueadas.
El país es tranquilo, lleno de prados y laderas que mueren dulcemente en la orilla de los arroyos, pero es triste y pelado. Al que le guste esto, bien, pero al que no, le gustará poco.
Son las nuevas disposiciones quedarse aquí. Sentimos todos una gran decepción, porque, ahora sí, están alargando inútilmente esta agonía. ¿De dónde ha salido una orden como esa? ¿Qué es lo que puede salvarse a estas alturas? ¿La honra? No estamos aquí para pronunciar discursos. Nadie quiere oírlos ya. La dignidad es lo primero que se pierde en una guerra. Ahora alguien del Estado Mayor, sin conocer la situación, desde un cómodo despacho de Madrid, ha ordenado que continuemos en la brecha y estabilicemos un frente que tampoco podremos mantener muchos días, pues carecemos ya de provisiones y el armamento pesado ha sido en su mayor parte abandonado o destruido en la huida, para hacerla más ligera. En cuanto a la falta de medicinas para los heridos y para los enfermos, mejor ni hablar, porque a veces tiene uno la sensación de que somos un hospital itinerante, y envueltos en lamentos desgarradores los enfermos deliran de fiebre, amenazados por la negra guadaña.
Las casas resultaron insuficientes para acogernos a todos, de modo que la mayoría acampamos a las afueras de San Pablo y en una iglesia, y nos hemos fortificado como hemos podido, mal, junto a una tenería que llena estos arrabales de un aire hediondo. Esto fue la madrugada del 7, aunque no estoy seguro, pues los días ya hace mucho tiempo que han dejado de tener sentido para nosotros, y nadie sabe a ciencia cierta si estamos en lunes o viernes, 15 o 30, diciembre o febrero, en 1938 o en 1939.
Hace un par de días el coronel Peret en persona, que es el coronel en jefe del Ejército del Este, mandó llamar a nuestro capitán y le ordenó desplazarse con la 45 Compañía, o sea, nosotros, a Ripoll. Allí se nos haría entrega de unos prisioneros que estaban siendo una rémora para la 3.ª División del Decimoctavo Cuerpo, con orden de estabilizar el frente precisamente en Berga. Eso significaba en parte desandar lo andado. Almada encontró absurda esta orden, pero no dijo ni mus, y en parte yo le entiendo, porque es preferible desgajarse de este amasijo de ejércitos en retirada, y reconquistar la movilidad que siempre nos ha favorecido. Ese fue el argumento que utilizó para convencernos, pues hemos llegado a un punto en el que cada cual puede hacer lo que quiera, y nadie respeta ya ni órdenes ni graduaciones, y como la confianza que tenemos en él es muy grande y todos somos ya hombres curtidos, aportamos en Ripoll para hacernos cargo de los prisioneros.
En Ripoll no queda ya ni el apuntador. La comisión municipal se ha puesto en fuga también, y el pueblo, que es grande y aparente, está vacío, lo mismo que las fábricas que hay a la orilla del río. En la plaza principal, mientras el pueblo estaba en la retaguardia, han fabricado un refugio antiaéreo por esa ilusión que sienten los de la retaguardia de creerse que son el frente. Luego, cuando se convierten de verdad en frente, o sea, en víctimas verdaderas, huyen todos sin acordarse de la retórica.
Nos encontramos con doscientos soldados capturados en la batalla del Ebro y en Teruel, y con ellos y con otros cuarenta, desertores en su mayor parte, regresamos a San Pablo. Ni siquiera nos dieron tiempo para quedarnos en el pueblo y descansar y tratar de aprovisionarnos, porque esto último o lo hace cada uno por su cuenta o no puede esperar que lo hagan por él.
Los prisioneros venían hambrientos y andrajosos. Las barbas sin afeitar y los pelos apelmazados y sucios les daban aspecto de gran ferocidad, pero en realidad son como nosotros, aunque en general vienen mejor pertrechados, con ropa de mejor calidad. A muchos les han despojado de sus botas, y caminan en alpargatas completamente empapadas de agua y barro, con los pies ensangrentados y envueltos en harapos, porque han tenido que cortarse los dedos de los pies para evitar gangrenas.
Es curioso lo que uno siente cuando tiene enfrente a un enemigo al que ha estado combatiendo durante tres años y no lo ha visto sino de lejos, en las trincheras, en el campo, siempre a distancia. Muchos de nosotros es la primera vez que nos hemos rozado con ellos, incluso habríamos podido hablar con ellos si hubiéramos querido. Pero nadie tiene ganas de locutorios, ni ellos ni nosotros. La mayoría mira de una manera humilde y no levanta la vista del suelo, pero en los ojos de otros brilla un odio fiero y una arrogancia ridícula y decorativa, porque aquí no tienen que hacerse los héroes ni hincharse, y se ve que si pudieran, de puro fascistas que son, caerían sobre nosotros y nos degollarían. A mí me produjo una impresión extraña tenerlos tan cerca, porque me parecía mentira que perdiéramos la guerra por unos hombres como aquellos. Me sucedió como una vez que tuvieron que sacarme una muela, el verano pasado. Me había estado doliendo durante dos meses. Fue un tormento. No podía dormir y la cara se me hinchó de tal modo que la gente al verme no sabía si echarse las manos a la cabeza o romper a reír. Estábamos cerca de Sigüenza y me dijeron que en ese pueblo había un dentista. No podía soportar un minuto más de dolor. Creí que iba a enloquecer. Quien no haya padecido un dolor de muelas, no sabe lo que es malo. El hombre, que no era médico ni nada, se comprometió a sacarme la muela, pero no garantizó que no fuese a hacerme daño, porque no podía anestesiármela con nada. Lo dijo para curarse en salud, pues en el pueblo de al lado, al comienzo de la guerra, habían matado a un colega suyo que había osado hacerle daño a un anarquista en un trance parecido. Lo único que quería yo era que acabase cuanto antes. Así lo hizo, pero con tan mala suerte que al querer sacarla la muela se partió en dos y una de las raíces tuvo que extraerla aparte. Me hizo una verdadera escabechina, pero el dolor no me importaba, porque no podía ser mayor que el que ya tenía. El caso es que cuando terminó me puso en la mano aquellos dos minúsculos huesos llenos de sangre. Eran insignificantes, dos guijarros. Me quedé observándolos unos segundos, no comprendía que aquello tan pequeño me hubiera podido hacer tanto daño. Mientras me dolía soñaba con el momento en que alguien pudiera arrancármela, e imaginaba que pondría aquella muela sobre una piedra para golpearla con otra hasta destruirla y convertirla en polvo. Aquel pensamiento me consolaba de mi tortura. Pero en cuanto tuve los dos pequeños huesos en la mano, no sentí ya gana ninguna de machacarlos, no sentía nada, así que los lancé lejos, por la ventana, y salí de allí y jamás he vuelto a acordarme de ellos, ni siquiera cuando noto en la encía el gran agujero que me dejó. Algo parecido puede decirse que me pasa con los fascistas. Muchas veces a lo largo de la guerra me preguntaba cómo serían, qué pensarían, hasta qué punto de maldad llegarían para habernos metido a todos en algo tan horrible, y pensaba que si los tuviera delante yo mismo los degollaría con mis propias manos, pensaba que les dispararía en la nuca o que les clavaría la bayoneta, pero cuando los tienes delante ni siquiera te atreves a mirarles a los ojos. No es por miedo a ellos, sino por miedo a ti mismo, por si te encuentras parecido. Nosotros hicimos lo que teníamos que hacer, que era defendernos, ¿pero ellos? Y a ellos les pasa lo mismo, no se atreven a mirarnos a los ojos, de modo que todo por dentro es un odio y una sed de venganza que nos aniquila a los unos y a los otros, la cual no se puede llevar a efecto a poco bien nacido que se sea.
Vinimos juntos andando desde Ripoll, nosotros a su lado, sin decirnos nada. Si por mí fuera, los empujaría a un barranco, donde no pudiera verlos, no me gastaría ni una bala en ninguno. Ahora España para nosotros no va a ser más que un hueco siniestro, como el de la muela en mi encía, sólo que en el alma, algo de donde ya no nacerá nada. Y ese agujero es mucho más hondo y oscuro que el de las tumbas en las que merecían caer.
Cuando llegamos a San Pablo nos esperaba una luz sucia y triste. Todo el mundo había encendido fuegos para calentarse, incluso en las calles, ya que las casas no podían acoger a todos. Las hogueras, desparramadas por los alrededores, causaban una impresión misteriosa y sugestiva, y hacían que los montes de los alrededores, moles parduscas y pesadas, temblasen de modo tenebroso con aquellas fogatas. Los árboles sin hojas dan también una impresión penosa, pues parecen raspas de sardinas puestas de pie. Cuando llegamos no se oía nada, y nuestros hombres hablaban en voz baja. A los de ciudad creo que es lo que más nos impresiona, el silencio de las noches en el campo. Tres años de guerra, y no acaba uno de acostumbrarse. Es un silencio que no es humano, que tiene mucho de una cripta vacía, saqueada. A lo lejos, uno que debía de ser de Andalucía empezó a cantar una copla de su tierra. Al mismo tiempo se oía el quejumbroso lamento de un pájaro raro, quizá la mochuela de la que hablaban la otra tarde, una canción de una monotonía fúnebre, como si alguien estuviera clavando un ataúd, y yo, que sé que ya estoy muerto, me sugestioné pensando que ese cajón era para mí… Acabo de lavarme las manos en el regato, y he estado pidiendo por ahí si alguien tiene un pedazo de jabón, y ahora escribo, pero ese pájaro no sólo no se ha callado, sino que sigue cantando, y tengo que hacer como que no lo oigo.
Creo que es de los lugares más tristes donde hemos estado nunca.
Frente a la fábrica de curtidos, un poco apartada de ella, está el pequeño cementerio del pueblo. Todo me lleva a la misma idea de muerte y disolución. El dolor depende para dolerte, me digo, de otro dolor mayor, por lo mismo que un clavo saca otro clavo.
Metimos en el cementerio a los prisioneros. No tiene árboles, porque un ciprés que había estaba tronchado por la mitad, de un rayo o de una granada; al romperse había caído y roto algunas lápidas, que allí estaban volteadas, como si hubiese un gran trasiego de muertos en los últimos días. Aunque el cementerio era pequeño, prisioneros y desertores se mantuvieron separados, unos al lado de una pared llena de nichos y los otros entre unas tumbas, sin mezclarse. Resulta repugnante y patético ver a algunos de los nuestros dar coba a los fascistas… Pero estos les tratan con desprecio y con esa clase de frases vejatorias que se reservan para los lacayos. Hasta en el cementerio otra guerra civil. Otros, en cambio, yo diría que la mayoría, están convencidos de que han llegado al final, y lo terrible es que a muchos de ellos ya no les importa. Unos pocos fascistas parecía como si no temieran por sus vidas y nos miraban retadoramente, sabiendo que los suyos vienen pisándonos los talones. En cambio, los desertores, como conocen el paño, es que ni a levantar los ojos del suelo se atrevían. La impresión que causaban entre las tumbas unos y otros era deplorable y poco tranquilizadora.
En cuanto entramos en el pueblo se corrió la voz de que había llegado la columna de prisioneros, y acudieron a verlos. Ellos también están muertos, lo llevan escrito en la cara. Pero son prisioneros de un ejército victorioso, y a nosotros no nos sirve ya de nada ser libres, puesto que estamos huyendo. A unos la victoria no les va a librar de la muerte, y la vida para nosotros, si perdemos la guerra, ¿de qué nos va a valer? Como se ve, esto no tiene ningún sentido.
Es el paso del Rubicón, dijo el capitán. No sé a qué se ha referido. Luego, recordó también lo de las naves de Cortés, que las había quemado, y que gracias a eso conquistamos América.
Por la mañana habíamos discutido. Algunos creen que los prisioneros son valiosos, porque podremos canjearlos por prisioneros nuestros; en cambio, son muchos los que dicen que es una vergüenza que tengamos que repartir nuestra comida con ellos, siendo que ni siquiera tenemos víveres, y que habría que fusilarlos a todos. Los del grupo de Saturnino son de esta opinión. Al resto, que somos mayoría, nos preocupan ahora otros asuntos, y la suerte de esos desgraciados nos es indiferente, y puede decirse que nos da igual que los maten, que los liberen, que los canjeen o que les condecoren. ¿En qué cambiaría la suerte de ellos la nuestra propia? En nada. ¿Entonces? Hay que ser prácticos. Yo, desde luego, tenía claro que no iba a gastar una bala en ninguno, ni nadie me hubiera obligado.
Les habrán ejecutado ya, supongo. Nosotros no lo sabemos porque no nos quedamos allí para enterarnos y al marcharnos oímos a nuestras espaldas varias descargas de fusilería, y desde luego el frente no está allí.
Ayer por la noche dormimos en la fábrica de curtidos. Al principio el olor era insoportable, como de carne que se estuviera pudriendo. Pero al final uno se acostumbra a todo. Quisimos incluso hacer un fuego con las pieles que encontramos empacadas, pero no pudimos, pues el olor era todavía más pestilente, como a cuerno quemado, y no ardían bien.
Por la mañana vino Almada y nos reunió a todos. Nos explicó que él pensaba volverse a Ripoll con los hombres que quisieran seguirle. Nos dejó a todos helados. De modo que esa era la decisión que traía rumiada de la última semana.
Eso explica también lo de las cartas, que me las haya dado. Para mi que es como un suicidio.
Nos llevó a un lugar apartado, donde estábamos a salvo de la indiscreción de otros Regimientos. No es un hombre al que le gusten los gestos. Nos dijo que habíamos hecho la guerra juntos durante estos tres años y que para él éramos los mejores soldados que nadie podría mandar jamás, pero que esto se acaba y que ha llegado el momento de las despedidas y que, hagamos lo que hagamos, lo mismo si volvemos a España después de la guerra, o lo que sea, querría darnos las gracias en nombre de la República y en nombre de España y en el suyo propio, y que ojalá podamos volver pronto a reconquistar la patria. Terminó con un viva a España y otro a la República. Estaba emocionado y a muchos, como a mí, se nos hizo un nudo en la garganta, con todo lo hombres que somos. Los que salgan de esta siempre podrán volver al oficio que tenían antes de la guerra, pero ¿él? Él, que era militar, ¿qué va a hacer?
Después nos informó que todavía quedaban algunas unidades del Ejército Republicano más abajo de Ripoll a las que pensaba unirse, y que luego ya se vería, pero que en cualquier caso era mucho mejor resistir que darlo todo por perdido. Y fue cuando habló de Cortés y lo otro, que no entendí.
Más de la mitad de los compañeros ha permanecido en San Joan a la espera de que les abran la frontera; unos se han quedado porque tienen familia, otros porque están cansados, otros porque están enfermos. No creo que nadie se haya echado atrás por miedo. A la gente se le desgarra el alma como si la descuartizaran, primero un brazo, luego otro, así, hasta no dejar con vida más que el corazón.
El grupo de Saturnino ha venido al completo. Lo llamamos así porque son nueve o diez hombres que lo tienen a él por jefe. Todas y cada una de las órdenes que reciben, aunque sean del capitán, no las cumplen hasta que no miran a Saturnino y este mueve la cabeza con el no o con el sí.
Como éramos pocos, Saturnino se personó esta mañana en el cementerio y escogió entre los desertores a unos cuantos. Al principio algunos manifestaron que no se moverían de allí si no se les decía adónde se les llevaba, y un patoso dijo que exigía ser considerado prisionero de guerra. La verdad es que en eso nos dio la risa a todos, por no decir que le entraron a uno ganas de acogotarlos allí mismo por cobardes y por fascistas. ¡Prisioneros de guerra! Saturnino respondió que podían hacer dos cosas, venirse con nosotros o no, y en este caso él mismo les pegaría un tiro y no habría ni siquiera que darles el paseo, porque ya estaban en un cementerio.
A Saturnino no se le puede negar que tiene las dotes de mando. Muchas más que el capitán. El capitán no sabe mandar, pero en cambio de la guerra entiende mucho más que Saturnino, y sabe cómo hay que hacer las cosas, y es muy raro que se equivoque. Saturnino es lo contrario.
La noticia de que unos cuántos nos volvíamos a Ripoll se extendió rápido por el pueblo. Iniciamos la marcha en sentido contrario. La gente acudió a vernos marchar. En total no éramos más que treinta y ocho. No se lo podían creer. Nosotros tampoco nos lo creemos todavía. Decían, estáis locos, volved, y a algunos, viéndonos partir, se les saltaban las lágrimas y nos daban la mano para despedirnos, y dos o tres a los que quedaba algo de tabaco nos lo dieron, como si fuésemos condenados a muerte.
Seguramente es lo que somos, pues está claro que vamos a morir, pero para morir en Francia preferimos todos hacerlo en nuestra patria, y que nos entierren aquí.
Antes de salir de San Joan, me acordé de las cartas del capitán. Le pregunté qué quería que hiciese con ellas. Ahora que vamos a morir juntos es absurdo que yo las tenga. Si me hubiese pasado a Francia, todavía. Dijo que se las diese, Las saqué del macuto y se las tendí, pero cuando las tenía otra vez en la mano, se quedó pensativo, se golpeó la palma con ellas como la otra vez y volvió a entregármelas, porque aseguró que a mí no me iba a pasar nada. Lo dijo para darme ánimos.
Hemos encontrado el pueblo de Ripoll vacío. Arden algunas casas y otras parecen haberse venido abajo como consecuencia de los bombardeos de la aviación, esta misma mañana, lo mismo que las fábricas del río, también bombardeadas y en ruinas. No reconocimos el pueblo. Ha huido todo el mundo. Las calles vacías, las casas cerradas, los comercios saqueados y abandonados. Las autoridades políticas han huido también. En estos pueblos, mientras fueron la retaguardia, salieron todos muy patriotas. Ven asomar las orejas al lobo, y no queda uno en treinta kilómetros. Los pasquines y carteles pegados en la pared, llamando a la revolución, a la solidaridad, a la victoria final, vistos ahora, producen el efecto contrario, son recordatorio permanente de nuestra derrota y causa de nuestra desmoralización.
Esto daría lugar a algunas reflexiones que no tengo tiempo ni humor de hacer.
Es una espera muy tensa. Llevamos así once horas. Mano sobre mano. Tememos que aparezcan de un momento a otro. Ni siquiera somos capaces de descabezar un sueño, lo que repararía nuestras fuerzas diezmadas. Almada nos ha colocado cerca de la estación, a la entrada del pueblo, y mandó que nos parapetáramos lo mejor que pudiésemos.
Algunos insinuaron que como la vía férrea ha debido caer ya toda en manos de los fascistas, estos serían muy capaces de sorprendernos llegando en tren.
Saturnino, al que no le convencieron las órdenes de Almada, se ha marchado un poco más abajo, donde cree que se defenderá mejor en cuanto asomen los fascistas, aunque todos deseamos que aparezcan antes las unidades desgajadas del Ejército del Este de las que habló el capitán.
Saturnino ha puesto delante a los desertores, en la primera fila, y les ha amenazado con matarles por la espalda al menor amago de retroceder. Saben que lo haría, y no le pierden de vista, ni a él ni al temible naranjero que enarbola de vez en cuando para recordarles su amenaza.
Para la defensa de la plaza hemos arrastrado dos carros y una vieja trilladora, que encontramos abandonados en unas eras, y antes del anochecer había levantadas tres barricadas, dos en la entrada propiamente, y otra un poco más atrás, en la calle Mosén Tocino, que ya es nombre para un cura. Todo está vacío, es la viva imagen de la desolación, lo mismo que una casa que hay frente a la estación de tres pisos, que debía de ser la vivienda de los ingenieros o del jefe de estación, produce un gran efecto, porque parece una mansión apropiada para los fantasmas. Los bombardeos de los últimos días han causado notorios destrozos en las vías y algunos vagones están panza arriba, fuera de los raíles.
Para conseguir comida hemos practicado dos o tres requisas por el pueblo, que está vacío. Las requisas han resultado infructuosas. Las pocas personas a las que hemos encontrado aseguran que llevan pasando hambre aquí más de seis meses, porque ha sido una plaza donde se ha concentrado mucho personal militar. Desconfiamos de ellos y de lo que nos dicen, pues pensamos que si se han quedado aquí es porque simpatizarán con los fascistas, pero no podemos hacer otra cosa. Aseguran que no hay comida, la buscamos por todos los rincones, y no la encontramos. Hay algunas buenas casas, pero nadie tiene qué comer. Pero de algo vivirán, digo yo. Sólo descubrimos mujeres, viejos y niños. Hombres ya no hay.
Es ya otro día. He dormido tres horas y hecho la guardia de las tres. La espera está siendo larga. No tenemos ni siquiera ganas de hablar, porque entre nosotros, de lo viejo, ya lo tenemos todo hablado, y de lo nuevo es inútil hacerlo, porque todo redunda en la quimera, y eso no es bueno. Si por la noche no han venido, a lo mejor buscamos unas casas y dormimos en blando, que falta nos hace, pero tampoco queremos, no vaya a ser que nos pillen en calzoncillos.
Gabriel, al que llamamos Corneta, ha preguntado al capitán si es posible que los fascistas puedan haber dejado de lado Ripoll. Es una manera indirecta de saber si corremos el peligro de quedar embolsados. Almada contestó de manera lacónica en una sola frase, a él le gusta eso, una frase como de la academia militar: «Posible, si, pero no probable», dijo. Uno le contestó y le dijo que parecía un político. Pero nadie se rio esta vez.
Disponemos de armamento ligero y munición en abundancia, dos morteros y una cureña, porque recogimos lo que ya no necesitan los que tratan de pasar a Francia, incluso un camión al que han vestido con una extravagante carrocería de chapas de hierro soldadas, para blindarlo torpemente, lo cual le da un parecido asombroso con un camello al que se le hubiese querido camuflar bajo una manta. Todavía lleva pintadas, ya desvaídas y maltratadas por el tiempo, las siglas de la UHP, y en el otro lado una frase que a estas alturas da risa, «Hermanos, no tirar»; lo que quiere decir que lleva en esta guerra lo mismo que nosotros, tres años, cuando el entusiasmo estaba repartido por igual, y todos hablábamos de Unidad, de Hermandad y de Proletariado. De esas tres cosas, la única que sigue como al principio es la última, y para peor.
Lo que han cambiado las cosas, y lo que pueden cambiar en dos minutos. Yo eso lo he pensado muchas veces, ahora no, porque ahora estamos para eso, para morir. Pero incluso ahora, si me muriera, ¿cuántas cosas no dejaría a medio hacer?
A mediodía Almada me llamó a mí, a uno que se llama Lechner y a otros dos que llamamos los valencianos, dos que son primos, y nos ordenó que fuésemos a por comida. Yo protesté, y dije que ya hemos ido tres veces y que prefería que mandase a otro. Pero no se refería a que buscásemos en Ripoll, sino que saliéramos a algún pueblo cerca, pero Yo protesté igualmente porque sé qué significa eso: es desagradable, empieza en una compra, sigue por una requisa y acaba siendo un saqueo, y Yo desde lo de Tarancón me he dicho que no quiero saber nada más de saqueos.
El capitán me soltó que no tenía ganas de discutir. Saturnino debió de enterarse de que como ni venían los fascistas ni nos moríamos, íbamos a marcharnos (Pichón hubiese hecho un chiste, seguro, hubiese dicho: ni cenamos ni se muere padre), pues eso, como se enteró de la requisa, y como es un hombre desconfiado, mandó que viniese con nosotros uno de su grupo, que es como su lugarteniente, un minero asturiano al que decimos Barreno, no sé si por mote o porque se apellida así, que salió de Gijón por barco cuando cayó Gijón, como lo ha contado él más de cien veces. El capitán dijo que le daba igual, y que no le importaba cómo consiguiéramos la comida, y dio algo de dinero a Lechner. Eso son formulismos absurdos, porque sabemos que es un dinero que ya no vale absolutamente nada y que nadie lo quiere cursar en ninguna parte.
Ahora sé que eligiéndonos a nosotros, Almada quería apartarnos del peligro, de eso no tengo la menor duda, al menos a mí, porque llevo sus cartas o por lo que sea. ¿De qué, si no?
Los primos son gente rara, siempre están solos, todo se lo parten entre ellos, parecen más que hermanos. Vinieron a nuestro regimiento hace un mes, después de lo del Ebro. De Lechner conocemos todos menos todavía. Llegó después. Ha sido aviador toda la guerra, pero perdió su avión. Es prácticamente todo lo que conocemos de él, y ni siquiera esto lo sabemos de su boca, porque es un hombre que no habla con nadie. Se llama Thomas Lecner o Lechner, que de las dos maneras he visto que se lo escriben. Es de Barcelona, aunque con ese apellido muchos creen que es un extranjero de las Brigadas Internacionales; si lo es, habla igual que nosotros.
En el momento en que íbamos a irnos se oyó el ronroneo de unos aviones, todavía lejanos, entre las nubes. Todos miramos a Lechner.
Saturnino, que es bastante bocazas, dijo, con esa arrogancia que le caracteriza y para decorarse, que se trataba de dos stukas alemanes y que venían en dirección nuestra.
Lechner le corrigió y dijo que no eran stukas, que se trataba de una escuadrilla de savoias italiana, que se dirigían hacia Barcelona, presumiblemente desde San Sebastián, pues volaban desde el oeste y no había ningún aeródromo cerca, y que tampoco creía que viniesen esta vez a soltar bombas, porque volaban muy alto para ese cometido. Saturnino porfió con él, porque no hay cosa que le enfurezca más que le contradigan delante de sus hombres, y siguió sosteniendo que se trataba de aviones alemanes, pero mientras lo decía asomaron, muy altos, entre las nubes, en perfecta formación, tres savoias. Entonces, le pareció suficiente que Lechner se hubiese equivocado en el número, y con una sonrisa inquietante y amarga dijo para humillarle, no son una escuadrilla, sino tres. Eso lo consideró un triunfo.
Lechner se desentendió y nos ordenó a los que teníamos que ir a por la comida, vamos, y cuando se estaba subiendo al camión salió de entre las nubes un cuarto savoia, que llegaba rezagado. Lechner ni se molestó en mirarlo, tampoco le dijo nada a Saturnino, pero los demás sí, sobre todo a los que Saturnino nos cae mal, menuda rechifla. Este, desairado, se dio media vuelta sin pronunciar una palabra, y se fue, pero Barreno, que venía con nosotros y es la voz de su amo, lanzó una mirada asesina a Lechner, como si pensara cobrarse aquella humillación deliberada a su jefe y amigo. Eso tendría que haberme puesto sobre aviso para lo que iba a ocurrir dos horas después. Pero no creo que Lechner se apercibiese tampoco de esa mirada, porque estaba intentando poner en marcha aquel viejo cacharro.
Estuvimos en algunos lugares del mismo Ripoll, en un almacén de grano y en otro de aguardientes, en uno de coloniales y en una taberna. En ninguno había nada. Los dueños relataban consternados que se habían llevado lo último hacía meses. Así que decidimos acercarnos a un lugar llamado Ogassa, donde hay una gran fábrica de cemento, por si encontrábamos algo.
Para ir a Ogassa no hay sino que seguir el arroyo Malatosca. Nos dijeron que hasta hacía muy poco funcionaba un trenecito de vagonetas que traía el cemento desde la fábrica hasta Ripoll, pero ese ya no debe de funcionar. El camino es de tierra, y está lleno de barro a causa de tantas lluvias como están cayendo, y es poco menos que impracticable. La marcha, montados en esa camioneta expectorante y convulsa, fue penosísima, porque además las bombas lo han llenado de boquetes.
Conducía Lechner. Apenas llevábamos recorrido un kilómetro sufrimos el primer percance con el pinchazo de una rueda. Cuando pudimos repararlo y continuar la marcha eran más de las tres.
Sólo Lechner y yo mostramos tener prisa por estar de vuelta cuanto antes. Los demás parecían haberse desentendido de todo. Incluso Barreno. Cuando vi que durante el pinchazo ni siquiera nos asistía para poner la rueda, le insinué que podía ayudar a darnos prisa, porque no sería raro que los savoias que habíamos visto pasar de largo fuesen la avanzadilla de las tropas de tierra que vienen detrás, pero respondió que me callara la boca, porque aquí yo era el último mono. Los valencianos le rieron la gracia, pero yo no les hice caso. En cambio, cuando Lechner le ordenó que calzara el camión, lo hizo sin chistar, porque con él no se atreve.
Antes de llegar al caserío de Ogassa, a unos quinientos metros, el camino se dobla bruscamente y avistamos, en la falda de un monte, no lejos de donde tuvimos la avería, dos masías, una al lado de la otra, una grande de piedra, en buen estado, y la otra ruinosa, más pequeña. Dejamos el camión en la carretera y subimos por la vereda, que estaba también llena de barro.
El aspecto del país ya digo que es tristísimo. No sabe uno cómo la gente puede vivir en estos parajes, solos todo el año. Por lo menos tienen luz, que enganchan de la línea que va a la fábrica, pero nada más. A lo mejor en verano esto es más bonito, con los árboles vestidos de hojas, pero lo que es ahora resulta deprimente y fúnebre.
La masía más vieja mostraba un aspecto desangelado y sombrío. Tenía delante un huerto abandonado que vigilaba un espantapájaros con los hombros caídos y sin cabeza. Un huerto de nada, del tamaño de un libro abierto por la mitad, cuatro porquerías plantadas, unos nabos, berzas, nada, miseria.
Buscamos también en una casa grande, al lado de la vía. La habían abandonado. Echamos abajo la puerta. Al principio supusimos que habría gente, pero no respondió nadie a nuestras voces.
Por dentro la casa también tenía aquel aspecto inhóspito, con pocos muebles y los muros desnudos y sucios. Dentro olía a heno seco y a leña verde y húmeda. No nos resultó extraño que estuviese vacía, porque la gente de estos pueblos huye a refugiarse en cuanto sabe que venimos nosotros, como sí fuésemos bandidos, y no los soldados que vamos a defenderles del fascismo. Es probable que sus dueños hubieran corrido a esconderse en el campo, como a veces suelen hacer, se van a cabañas que tienen en el monte para guardar el ganado, por no tener que tratar con nosotros, aunque los suelos estaban sembrados de cagarrutas de ratones, O sea, que seguramente estaba abandonada. En muchos pueblos nos temen. Los mismos que al comienzo de la guerra nos saludaban como a libertadores, ahora huyen para esconderse, por temor a las tropelías y saqueos. Barreno dijo que si no hubieran sido fascistas, no tendrían por qué haber huido, y esa frase hizo que uno de los valencianos metiera la culata de su fusil en la fotografía de dos viejos, enmarcada con un marquito negro y colgada de la pared. ¿Se comprende por qué no me gusta entrar en las casas de la gente? ¿Qué daño le habían hecho aquellos dos viejos de la fotografía? Podían haber sido sus viejos, o los míos.
Al primo, que tiene una cabeza gorda y llena de bultos y unos dientes grandes y amarillos de burro, eso le hizo una gracia enorme y les metió el tacón de la bota a aquellas dos caras que le miraban desde el suelo. Es un poco menguado. Dijo, qué feos sois, condenados, y entonces se rieron los dos, y el ruido de los cristales rotos les excitó aún más, porque empezaron a tirarlo todo al suelo, vasos, jarras, sillas y cántaras, lo poco que había, y en aquellos ruidos de los cristales y la loza se me hizo que sonaba el eco de todas las revoluciones fracasadas.
Viendo que no íbamos a encontrar nada, Lechner propuso marcharse de allí directamente a la fábrica, pero nadie le hizo caso. Los otros tres se habían ido a curiosear por las habitaciones. El mayor de los primos encontró un reloj despertador, nos lo mostró eufórico, como un trofeo. Le dio cuerda y se lo acercó a la oreja. Comprobar que funcionaba le causó una gran alegría, y lo metió en el macuto. Ni siquiera sabía para qué le iba a ser útil a él un despertador cuando va a morir en las próximas horas, si acaso no ha muerto ya.
Cuando nos cansamos de estar allí, aportamos en la fábrica. No nos esperábamos que fuese tan, no sé cómo decirlo, tan catedralicia. El humero solo debe medir lo menos treinta metros. Es como un coloso que retara a las montañas que se le vienen encima. ¿A quién se le habrá ocurrido poner una fábrica en un lugar angosto como ese, encajada entre los montes?
La encontramos cerrada. Había un gran portalón, llamamos, pero no respondió nadie. Pasamos dentro, incluso con el camión. Aquello era más grande que El Escorial, naves, arcadas, depósitos, molinos, calderas, y todo cubierto de polvo blanco. Allí no encontramos ni cemento, estaba todo pelado, así que volvimos a la masía grande que vimos a la ida, también en la falda de un monte, con un huerto delante, como la otra. Llamamos, pero no acudió nadie, aunque salía humo de la chimenea.
Entramos y hallamos a los dueños dentro. Él estaba en el rincón más oscuro de una cocina con las paredes tiznadas de hollín. La luz de un ventanuco le daba de lado, y llenaba su rostro de sombras que lo desfiguraban. Ella iba, nerviosa, de un lado para otro de la cocina. Colgado de una cadena y sobre la lumbre, en un puchero de hierro lleno de tizne, borboteaba un potaje que saturaba el aire de olores ingratos de coles. La campana de la chimenea es amplia y volada, en forma de tiara, y podría caber debajo de ella muy bien media docena de personas. Es donde estoy ahora escribiendo.
Se trata de dos viejos vestidos con ropas misérrimas, llenas de remiendos, dos seres paralizados por el miedo, sentados en una banca de madera. Él, corpulento y de tórax ancho, tiene la cabeza grande y amelonada y la sacude constantemente, como si tuviera el baile de San Vito. Un azacán de aspecto humilde. Tiene los ojos rojos, llenos de venillas de sangre y le lloran sin cesar. Más que ojos parecen vísceras, como criadillas de cordero. Ella, en cambio, es diminuta, fibrosa y avellanada, y tiene el rostro surcado de profundas arrugas entre las que brilla una mirada astuta, en constante acecho, ojos de acero. Es pequeña, afilada y dura, en nervioso movimiento, de un lado para otro, como un huso.
En cuanto llegamos, Lechner les puso al corriente de lo que queríamos.
El viejo se echó la boina hacia la nuca, una boina raída, llena de agujeros por los que cabría un dedo, y medio blanca de puro vieja que es. Al principio creímos que iba a decir algo, pero permaneció callado. Le temblaban las manos lo mismo que la cabeza. También se babeaba un poco, entonces la vieja le quitaba un pañuelo que tenía en la mano y se lo fregoteaba por la cara, para limpiarle.
Habló sólo la vieja. Dijo secamente, tenemos poco, lo justo para ir tirando nosotros dos.
Barreno hizo como que no había oído y preguntó dónde escondían el oro, las joyas y todo lo que tuvieran de valor.
Lechner se puso furioso y le recordó que no habíamos venido buscando oro, sino comida. Es lo que yo decía antes, las requisas terminan todas en saqueos. Barreno arguyó que las armas se compraban con oro y que la República estaba necesitada de oro tanto como de patatas, así que volvió a preguntarle a la vieja lo mismo. Ya ves tú para lo que le va a servir el oro ahora a la República, y sobre todo el oro que pudieran tener dos viejos. Como no fuese el de las muelas o el de los anillos…
La vieja negó con la cabeza. El viejo no dijo nada ni hizo otra cosa que menear la suya de un lado al otro continuamente como un lelo y también la mano izquierda, sobre el regazo, la que sostenía el pañuelo, la agitaba como si estuviera tocando la bandurria.
Lechner no quiso discutir con Barreno y le dio a entender que por él podría hacer lo que se le antojase, pero que trataría de encontrar comida, si no allí, en otra parte, y que en cuanto la encontrase, él se volvía a Ripoll.
Las aclaraciones que nos dio la vieja al principio fueron vagas, se expresaba mal en castellano, titubeaba y se contradecía. En el fondo la única preocupación de los viejos, como vimos a los pocos minutos, es que no descubriéramos una trampilla que desde la misma cocina donde estábamos daba acceso a la bodega.
Dijo Lechner entonces que no tenían nada que temer y que los víveres, en caso de que nos los proporcionaran, se le pagarían. Se metió la mano en el bolsillo y les mostró el dinero que Almada nos había dado.
La vieja siguió en sus trece. No tenían pan. El pan, malo y negro, lo compraban una vez por semana en Ripoll, si lo había, porque hacía más de tres meses que las dos tahonas del pueblo no amasaban por falta de harina ni los molinos molían por falta de trigo ni los campos se sembraban por falta de hombres. Al igual que con el aceite. Tampoco tenían leche. Sus vacas habían sido requisadas por el Ejército Popular hacía más de dos años. No tenían otra provisión que un poco de grano, que les había quedado de una siembra antigua, y algunas almendras, así como unas pocas patatas y las coles que habíamos visto en el huerto, antes de entrar en la casa. Y unas gallinas, detrás, en un corralillo, pastoreadas por un gallo viejo. Ese fue el inventario que nos hizo.
Nos habíamos quedado con los viejos Lechner, Barreno y yo, porque los valencianos, que disfrutaban con el pillaje, habían salido y estaban recorriendo la casa. Nosotros permanecimos de pie, sin saber qué hacer, porque sospechábamos que nos mentían. Todos mienten en una guerra.
En eso entró en la cocina uno de los valencianos. Había decidido empezar el saqueo por su cuenta. Entró con el fusil en bandolera y levantaba en cada mano, por las patas, dos gallinas coloradas, que agitaban las alas tratando de soltarse y cacareaban como unas condenadas. Las convulsiones de las aves le producían una especial felicidad parecía que en esos momentos el problema de la guerra fuese nada comparado con la proeza de haber capturado a aquellas dos gallinas, y pidió a su primo y a Barreno que le echaran una mano para atarlas.
Yo no quiero parecer ahora mejor que los demás, pero puedo asegurar que tanto a Lechner como a mí nos desagradaba estar en aquel lugar, interrogando a dos viejos estúpidos y haciendo de rateros de corral, así que Lechner dijo que él se volvía a Ripoll. Yo añadí que me iba con él. Entonces fue cuando intervino Barreno.
Sacó la pistola, se la puso en la cabeza al viejo y dijo que ahora quería todo, las joyas, el oro y la comida, y que quería que aparecieran antes de contar tres, porque si no, se le iba a escapar un tiro.
La vieja, que vio cómo atacaban a su marido, no sólo no se arredró, sino que se tiró al minero como una fiera alimaña, pero los valencianos lograron apartarla de él. Lo insultó e increpó, mientras le amenazaba con un dedo que parecía un gancho. A Barreno le hizo gracia que la vieja no le tuviera miedo, y como ocurre a menudo a los matones, aquel gesto de valentía hizo que la vieja le cayera simpática, pero no por ello dejó que la situación se le escapara de las manos, y soltó un tiro al suelo.
Nos asustó a todos.
La vieja no se inmutó, se quitó la alianza de oro de la mano y dos zarcillos de las orejas. No nos tenía miedo. Luego despojó de la alianza al viejo, y puso todo sobre la mesa, como diciendo a Barreno, no eres más que un ladrón, cosa que leyó perfectamente el minero, porque este se tiró contra el viejo, lo cogió de la camisa, lo acogotó contra la pared y volvió a ponerle la pistola en la cabeza y gritó, cuento hasta tres, y quiero las joyas, el oro y toda la comida.
El viejo le miraba como atontado y nosotros lo mismo porque sabíamos que lo mataría, pero de pronto sucedió algo imprevisto. Ante nuestros ojos, empezó a abrirse una trampillla del suelo, y salió de lo más hondo como una voz débil y quebradiza que dijo, no le hagan nada al abuelo, está enfermo.
Nos quedamos todos admirados.
Asomó primero la cabeza. Barreno soltó al viejo y apuntó a la trampilla y le ordenó a voces, muy nervioso, que pusiese los brazos en alto, pero fueron ganas de darse importancia porque el muchacho salía ya con las dos manos pegadas a la cabeza. Parecía un niño, era delgado, rubianco, y la luz le hizo daño en los ojos, lo que le hizo esconder la cabeza debajo del brazo. No era más que otro de los cientos de chicos que se camuflan estos últimos meses para no ir al frente.
A la bodega se descendía por una escalera de palo. Estaba a oscuras y no tenía ninguna ventilación. Pedimos un cabo de vela y Barreno dijo que bajara alguien. Como yo era el que estaba más cerca, fue a mí a quien me tocó inspeccionar aquello.
Me costó bajar, porque no quería hacerlo de espaldas, por si dentro había alguien y podía atacarme.
El descubrimiento que hicimos fue portentoso. Dentro olía a arcilla y a setas. Cosa rara: allí hacia más calor que arriba. La luz de la vela, insuficiente y temblorosa, proyectaba mi sombra sobre las paredes. Tuve que avanzar atentando las paredes. Luego, bajaron los valencianos. Había muchos víveres, algunos embutidos de diverso calibre, ahorcados en una larga vara sujeta al techo mediante ganchos de hierro, patatas, contra la pared del fondo, tarros de cristal y botellas de vidrio verde con conservas caseras, y un costal de garbanzos y un fardel de lentejas, además de trigo, cebada y avena sobrantes de la siembra, tres sacos de almendras y otro de algarrobas dulces, así como dos o tres botellas de aguardiente, y un caldero con jabón fundido y troceado.
Salimos de nuevo a la cocina. Lechner no había querido bajar, y de la requisa nos ocupamos los valencianos y yo.
Trasladamos entre todos los víveres al camión. Cuando ya no quedaba nada que cargar, Lechner se acercó a la vieja y justo donde había dejado ella las dos alianzas de oro que se quedó Barreno, puso sin decir nada el dinero que el capitán nos había dado para pagar la comida.
Ya nos disponíamos a marchar cuando Barreno dijo que el chico se venía con nosotros, porque era un desertor. La abuela gritó que allí nadie se llevaba a su nieto, que ella ya había dado dos hijos a la República.
Nosotros sabíamos que Barreno decía eso para meterle el miedo en el cuerpo y hacerle pasar un mal rato, porque, ¿para qué nos iba a servir un mocoso de diecisiete años, cuando ya todo el mundo se pasa a Francia?
Habíamos salido de la casa y Barreno, después de empujar a la vieja a un lado, arrastraba de un brazo al chico. Frente a la casa había un majuelo de almendros, y el chico, que debió de tomarse en serio que lo íbamos a llevar, se soltó de un tirón del brazo de Barreno, saltó por encima de unas bardas y huyó entre los surcos del huerto, en dirección a la fábrica y la cantera.
Corría como una liebre, a saltos, de un lado a otro, para evitar los árboles. Uno de los valencianos, que venía del camión, salió corriendo detrás de él, sin saber ni siquiera por qué corría el otro. Pero no hizo falta. Sonó un disparo, el chico se trabó las piernas y cayó de bruces. Ahí se terminó la fuga.
Se hizo un gran silencio, los pájaros, asustados, dejaron de cantar y yo habría dicho que hasta el viento que movía las briznas de hierba y las hojas secas que aún quedaban en los árboles se detuvo. Fue como si la naturaleza hubiese contenido la respiración durante unos segundos, paralizada por aquel acto de barbarie.
El grito desgarrador de la abuela fue la señal de que la vida continuaba, los pájaros volvieron tímidamente a entonar sus cánticos y el viento de nuevo movió las ramas desnudas de aquellos árboles viejos y gastados.
Lechner se lanzó contra Barreno, le golpeó en la cara y lo derribó. Luego se enzarzaron en una pelea. Yo no sabía qué hacer. Vinieron los valencianos y los separaron, en realidad sujetaron a Lechner y Barreno le dio dos fuertes golpes en la barriga y lo tumbó. Cuando yo quise intervenir, sacó la pistola y dijo que me pegaría un tiro si daba un paso más.
Luego, dijo para justificarse que quién le había mandado al chico salir huyendo y que si huía sería porque no era trigo limpio, y que los viejos no eran más que fascistas, como probaba el hecho de que lo escondieran allí y nos hubieran mentido con lo de la comida.
Lechner se quiso levantar, pero uno de los valencianos le dio una patada con toda la saña, y Lechner se dobló de nuevo, como una oruga a la que se pisa. Entonces Barreno les dijo a los valencianos, vamos. Antes de marcharse, uno de los valencianos dijo, venga, la canadiense. Se refería a la cazadora de Lechner, nueva, de piel, con el borrego blanco en el cuello y dos alas de plata en la solapa. Lechner no se movió. Lo pusieron de pie, uno lo sujetó y el otro le arrancó la cazadora, que, se ve, codiciaba desde hacía tiempo, porque la verdad, era preciosa. Luego le empujaron a un lado, y el que se la quitó la examinaba con verdadera atención. Luego se montaron en el camión, conducido por el mismo Barreno, nos dejaron a los dos allí y ellos se perdieron a lo lejos.
A Lechner le sangraba la nariz, que empezó a hinchársele. Hemos visto muchas cosas atroces en esta guerra, pero ninguna como aquella. Lo del otro día de Pichón y el otro es una salvajada, de acuerdo, pero al fin y al cabo querían desertar y habían robado el botiquín de la Compañía. Pero ¿qué necesidad tenía de disparar contra aquel chico? No era más que un niño.
Yo estaba en medio sin saber qué hacer. Lechner, lleno de barro y con las ropas empapadas y ensangrentadas, parecía todavía aturdido. No es un hombre de gestos ni de palabras tampoco, y cuando vio que el camión se alejaba, se quedó mirándolo, y guardó silencio, aunque podía leerse en sus ojos una oscura determinación.
Mientras tanto, la vieja trataba de arrastrar al chico hasta la casa, sin conseguirlo. Entre Lechner y yo lo llevamos dentro. No estaba muerto, pero tenía una herida en la espalda, a un lado, en la cadera. Lechner dijo que había que llevarlo a un hospital, porque de lo contrario podría morirse. La abuela respondió que en Ripoll había habido de siempre dos médicos, uno joven y otro viejo, pero que ya no quedaba ninguno de los dos, y a Olot, ¿quién iba a llevarlo a Olot y cómo?
El muchacho respiraba con dificultad, pero estaba consciente, y la bala lo mismo le ha dañado los riñones que el hígado, como no haberle tocado nada. Lo metimos en la cocina. La abuela ordenó al viejo que encandelara la lumbre, que se había venido abajo, y este obedeció con la cabeza gacha. Pusimos al chico sobre la mesa. Allí la vieja le sacó el pantalón y le lavó. Se veía el orificio de entrada, negro. Ya no sangraba. Le curó con una pomada que llenó la cocina de olor a azufre, como si fuese para las mataduras de las caballerías. Le ayudamos a continuación a cambiarle las ropas y después nos indicó que le lleváramos a una de las habitaciones del piso de arriba. Hace en ese cuarto tanto o más frío que a la intemperie. La casa es una nevera. La vieja echó sobre la cama cuatro o cinco mantas. Yo le puse la mano sobre la frente y ardía por la fiebre, pero no parecía que le doliese. De allí a un rato, se durmió, y dormido sigue.
Se está haciendo de noche. En esta casa no hay luz eléctrica, hay tendido, pero desde hace más de tres meses, dice la vieja, llevan sin suministro, desde que cerró la fábrica por falta de obreros. Lechner se ha quitado la ropa y la ha puesto a secar cerca de las llamas. De vez en cuando la vieja desaparece y vuelve a entrar al cabo de unos minutos, sin decirnos nada. Es una mujer fea, que camina encorvada, pero enérgica y seca. Las manos suyas son como garras, deformadas por la artrosis, negras del hollín, y despliega una actividad y una determinación inauditas.
La lluvia ha arrecido, es desesperante oírla sin interrupción ahí fuera, y la noche lo ha llenado todo de sombras.
El resplandor de las llamas pone en nuestros rostros un poco de animación y de vida, pero es una vida triste y llena de calamidades.
A un lado del fuego ha quedado el puchero con el agujero en la panza, de la bala que le tiró Barreno. De la bala para arriba el perol se había vaciado y apagado la lumbre. De la bala para abajo aún quedaba algo de caldo. La vieja lo cambió de puchero, lo calentó y nos lo ha dado, con dos trozos de pan duro y negro. Estaba bueno.
Para nosotros ha sido muy difícil decir nada. Le pedimos perdón por lo que había ocurrido y le dijimos que Barreno era una mala persona y un loco. Ella no replicó ni hizo el menor gesto. Si pudiera, nos mataría.
Lechner es de la opinión de que, mañana, al llegar al cruce de la carretera, yo tire hacia Francia y me olvide del asunto, pero él va a volver a Ripoll.
Hemos discutido y me ha convencido, porque yo ya no tengo mi arma. En cambio él conserva su pistola. Cometí la tontería, mientras estábamos bajando los víveres al camión, de dejar mi fusil allí.
Acordamos eso.
A Francia son casi cuarenta kilómetros. En un día pueden hacerse, si todo va bien, y no hay nieve ni hielo en los caminos. Si no, habrá que hacerlo en dos. Lo que el capitán buscaba. Pero tendremos que quedarnos en la masía hasta que se haga de día, aunque, ¿y si los fascistas llegan antes a Ripoll?
La vieja nos ha traído un montón de ropa limpia y seca. Es de su otro hijo. A lo primero nos dejó sin habla. Después del perjuicio causado, ese gesto. ¿Quién lo iba a decir de la vieja? Es verdad que ha tenido dos hijos luchando con la República, el mayor, el padre de ese chico, y el menor, soltero. La ropa es del soltero. Y lo de siempre, una historia. Todo son historias ahora, en la guerra. Al mayor lo mataron en el Ebro hace dos meses, y el hijo de este es el que está arriba en la habitación, con una bala en los riñones. Su nuera, que vive en Olot, lo había mandado aquí, a Ogassa, hace dos meses, para que los abuelos lo escondiesen. El viejo, que ya estaba mal, cuando se enteró hace un par de meses de lo del hijo mayor perdió por completo la cabeza. Nos ha confesado la vieja que de haber sabido que veníamos por la comida y no buscando al chico, le habría guardado a este en otra parte y habría dejado que nos llevásemos la comida, cosa que no tenemos por qué creerle, porque si nos la hubiera entregado con tantas facilidades, ¿para qué han construido esa cueva para esconderla? Es una mujer fuerte, no ha soltado una lágrima en todo este tiempo. No sabemos cómo disculparnos por todo lo que ha pasado.
Lechner es el que se ha puesto la ropa, más que yo. A mí sólo me han valido unos pantalones. Mejor dejo los míos, tan remendados. Con el traje Lechner tiene un aspecto serio y triste, como uno de esos novios que van a retratarse al fotógrafo después de la boda. Se le ha hinchado del todo la nariz y tiene un ojo negro, se conoce que Barrero le acertó bien. Cuando el viejo le ha visto vestido con el traje de su hijo, se le ha quedado mirando sin comprender y se ha puesto a llorar, lo que quiere decir que de algunas cosas sí se da cuenta el pobre hombre. La escena fue un trago, nos hizo sentirnos salteadores de tumbas. La vieja vino y le calmó, le dijo, deja de llorar, y se lo llevó de allí. Se lo dijo de una manera desagradable, como un gruñido.
La verdad es que nunca sabes cómo es la gente. Estos, ¿qué necesidad tenían de ampararnos? Al fin y al cabo, por nuestra culpa su nieto se puede morir. ¿Y cómo nos pagan? Teniéndonos en casa, nos han dado de comer, incluso nos han regalado la ropa de su hijo.
Ahora estamos junto al fuego. No tengo ganas ya de escribir nada. Llevo más de tres horas, para hacer un poco de tiempo. Lechner pidió si tenían una baraja, por hacer solitarios. No tienen. Creo que Lechner va a volver a Ripoll a pegarle un tiro a Barreno. Yo mismo lo haría si tuviera un arma.
El chico no ha mejorado nada, pero tampoco está peor. Duerme más o menos apaciblemente, siempre con fiebre alta. Lo de esta casa es deprimente. Uno no comprende cómo la gente puede vivir en los sitios en los que vive, cómo no querrán salir y tener más horizontes en la vida. La casa entera es como una sepultura, está igual de oscura y helada. Voy a dejarlo. Me ha entrado sueño y hemos dicho que nos iremos antes de que amanezca.
Un poco antes de que amaneciera Lechner me despertó. La vieja había preparado un poco de café, que era de recuelo y estaba amargo.
Cuando íbamos a marcharnos nos entregó una manta a cada uno y nosotros le dejamos las nuestras, mojadas todavía, que seguían echando vapor junto al fuego, donde se quedaron puestas a secar. Lo siento por la mía, salgo perdiendo, que era una manta navarra que le quité a un carlista en La Almunia. En una servilleta nos puso a los dos algo de merienda. En mi vida he visto a nadie tan generoso, porque no creo que les quedase mucho más para ellos. A lo mejor pensó asesinarnos en cuanto nos quedáramos dormidos.
El aire puro y frío del campo nos sentó bien. Estaba amaneciendo, pero las nubes eran negras, y todo aparecía manchado y ceniciento. Estos montes tienen la piel seca y pelada, y hasta los árboles parecen estropeados. Seguía lloviendo. Nunca desde que el mundo es mundo ha llovido tanto, sin parar, noche y día. Y cuando deja de llover, empieza a nevar.
Bajamos el monte para tomar el camino de Ripoll, siguiendo las vías del trenecito. Caminamos sobre las traviesas, y por lo menos nos ahorramos los charcos. Además ese es el camino más corto que nos llevaría a la estación. Cuando íbamos a ganar la vía, oímos que la vieja nos llamaba. En realidad ni siquiera nos llamaba por el nombre porque ni lo dijimos ni nos lo preguntó, lo mismo que nosotros a ellos. Nos gritaba desde la casa, vosotros, esperad. La vimos venir con un paraguas, un viejo paraguas negro, lleno de abolladuras y con el varillaje averiado. Nos lo entregó, dijo que no nos mojaríamos, y luego salió corriendo otra vez hacía la casa, envuelta en su mantilla de lana negra, como una sombra, toda encogida, como la vieja que vimos el día aquel, cuando Pichón todavía vivía. Ahora que lo pienso, yo creo que la vieja debía de estar también idiota, transtornada por lo del viento, porque no es normal tampoco no tener nada y darlo todo.
Al llegar al cruce, Lechner dio por hecho que yo tiraba hacia el norte y él hacia el sur, o sea, hacia Ripoll, pero le dije que no. Lo había estado pensando. ¿Y si me sorprendía alguien vestido de miliciano y sin mi arma? ¿No pensarían que yo era también un desertor? Quia. Me iba con él.
Lechner esbozó un gesto impreciso con las cejas y dijo que por mí hiciera lo que me diera la gana. Podía haberle confesado que iba a reunirme con mi destino, que es el de morir, pero me callé porque no tengo con él ninguna confianza.
Ayer y hoy hemos hablado algo, poco, lo preciso. Me ha contado algunas cosas de su vida. Es una vida curiosa. Yo no lo hubiera adivinado. Se conoce que representamos todos una cosa y luego somos otra bien diferente.
Va muy elegante con su traje. Está nuevo. Es de color marrón, a la moda americana, con las solapas muy levantas y picudas. Trató de quitarse un brazalete negro que tenía cosido a la manga, pero no fue capaz. El brazalete seguramente era por el luto del hermano.
No teníamos, y seguimos sin tenerlo, un aspecto muy militar que digamos, él con su traje, la manta enrollada y cruzada sobre el pecho, y yo sin arma y con un paraguas abollado, caminando por una carretera llena de socavones.
Lo del ojo se le puso amarillo y morado, y la nariz se le desinfló algo.
Antes de llegar a Ripoll, Lechner sacó la pistola de su funda y se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Al hacerlo su mano se tropezó con unos papeles. Se trataba de la célula personal y un permiso que se le concedía a un tal comisario Esteve, firmado a tal y tal por el teniente coronel, etcétera. Seguramente fue el último permiso de que disfrutó el hijo de los viejos.
Era tarde para desandar el camino y devolverle la documentación a sus padres, así que Lechner se los guardó de nuevo. Se le ocurrió ponérselos en el correo a sus padres, pero ¿desde dónde, cuándo y para qué? Lo más seguro es que ese chico necesite a estas alturas de esos papeles como yo de mi abuelo. Por si acaso, Lechner los ha guardado.
Al avistar las primeras casas de Ripoll empezaron a oírse algunas explosiones de morteros, bastante lejos todavía. Apresuramos el paso. Nuestra única preocupación era no quedar aislados, embolsados y copados, y era, además, una preocupación razonable.
Es evidente que hemos salido vivos de lo de Ripoll, pero estuvimos a punto de que nos mataran, ellos o los nuestros, cualquiera habría podido hacerlo. Hemos podido huir, pero nuestra situación no ha mejorado. Al contrario, va a peor. La muerte será mucho más cruel con nosotros. Hace cuatro días no podíamos imaginar que la vida un día después fuese diez veces más áspera, y ayer mismo no hubiéramos dado crédito a quien hubiese puesto delante de nuestros ojos la realidad que ahora, veinte horas después, tengo frente a mí.
¿Dónde están los demás? ¿Habrán muerto? ¿Por qué yo, aquí, solo? Yo pensaba que iba a morir, y a lo mejor soy el único que ha sobrevivido. Malos tiempos cuando los dos sentimientos, el de la muerte y el de la vida, se confunden y pueden parecer el mismo.
Encontramos el pueblo desierto, como lo dejamos, pero más si cabe, ocupado por la muerte y ese silencio que baja con los muertos a la tierra. La estación de Ripoll queda al final de una calle ancha en la que hay algunos comercios. La mayoría habían sido saqueados, en concreto dos sastrerías. Estaban una enfrente de la otra, una se llamaba La Elegancia, y la otra Leandro Confecciones, y tenían las puertas como si las hubieran abierto con un hacha, y dentro, en los estantes, no quedaba ni un carrete de hilo.
Es un terreno llano, difícil de defender. De haber tenido nosotros el armamento adecuado, nos habríamos subido al monte y desde allí se hubiera podido cubrir la estación, que tendríamos a los pies, pero desde abajo era una temeridad.
A lo primero no encontramos a nadie de los nuestros. Llegamos a temer que se hubieran marchado. Las barricadas levantadas por nosotros ayer habían sido abandonadas, y daban al entorno el aspecto de una batalla que se hubiera perdido sin haberse siquiera librado.
De pronto empezaron a oírse cerca unos tiros. Las balas nos pasaban por encima e iban a estrellarse en los muelles de embarque de la estación. Encontramos al capitán Almada con la mitad de los hombres allí, parapetándose entre los vagones muertos. No les veíamos porque estaban detrás. Disparaban contra un enemigo que nosotros, desde donde nos encontrábamos, no podíamos distinguir tampoco, pero que lo teníamos encima, fortificado en unos almacenes, de la parte de acá del río. En medio había unas casas muy ferroviarias y coquetas, seguramente fondas y cosas así.
Para llegar hasta los nuestros teníamos que recorrer unos cincuenta metros, pero eran precisamente los que estaban batidos por el fuego de una ametralladora. Yo no sabía qué hacer con el paraguas. Era todo lo que tenía para defenderme. Es como para echarse a llorar. Reír para no llorar, que decía el tonto de Canigó. Lechner corrió a guardarse en un silo y desde allí me hizo señas de que me reuniera con él. Era, desde luego, un lugar bastante seguro, si no nos descubrían. Subimos a un tejadillo que nos permitió observar sin ser vistos: los nuestros estaban en dos grupos, uno con el capitán Almada, a un lado, y a unos veinte metros, mandando el otro, Saturnino, con más de diez hombres.
En ninguno de los dos grupos vimos ni a Barreno ni a los valencianos, lo cual me escamó mucho.
Arreciaron los disparos. El ataque, pese a estar esperándolo, les sorprendió a los nuestros por la inusitada violencia con la que empezó. Lechner dijo, ha empezado a tocar la banda. Se parecía bastante a eso, como esas marchas militares cuyo primer acorde no es superado en fuerza ni ímpetu por ningún otro de los que le siguen. Nosotros, allí quietos, no podíamos intervenir.
En menos de un cuarto de hora perdimos a varios hombres, e hirieron a algunos más.
Ahora no me quita nadie de la cabeza que aquello fue un suicidio planeado por el capitán. Se comportaba de una manera temeraria. Había elegido ese escenario para que lo mataran. Tenía una voz picuda y de flauta, no parecía un militar, pero era un hombre valiente, y como hombre valiente habrá muerto. También Lechner se dio cuenta. Dijo, los van a matar a todos como no salgan de ese agujero.
Transcurrió la mañana sin una tregua, era un trabajo que ambas partes desarrollábamos ordenada y concienzudamente. Estábamos convencidos todos de que era cuestión de saber esperar para que los fascistas cedieran al fin, y nos permitieran al menos la retirada. Nosotros permanecimos en el mismo lugar, a resguardo incluso de la lluvia, tapados por un voladizo, pero no podíamos hacer otra cosa que aguardar.
Hacia la una del mediodía dejamos de disparar unos y otros; es un decir, porque yo con el paraguas, a ver. Lechner salió descubierto de donde estábamos y dejándose ver un tanto, lanzó dos o tres piedras para advertirles dónde nos encontrábamos.
Una de las piedras le dio al capitán en la espalda. Se volvió y al vernos preguntó furioso qué había pasado, por qué habíamos tardado tanto, y si al menos habíamos traído los víveres.
Preguntamos por Barreno. Nos dijo que tenía que estar con nosotros. Comprendimos al momento lo que habría ocurrido. A continuación le expuse a Lechner que era absurdo permanecer en aquel lugar, porque terminarían copándonos también a nosotros o, lo que aún era más peligroso, metiéndonos en un fuego cruzado, y que ya sólo podíamos retirarnos de allí, y abandonarlo, como se abandonan en alta mar unos náufragos. O ellos o nosotros. Lechner me dio la razón, y me dijo que yo tenía que marcharme porque sin fusil y sin armas poco podía estar haciendo allí, pero que él se quedaba.
Fue lo que hice, me di la media vuelta y me marché. Pensé que ya no podía hacer nada por nadie ni nadie podía hacerlo por mí. No me remuerde la conciencia. Todo menos caer prisionero. Ellos estarán muertos, y yo moriré dentro de poco, ¿qué diferencia habrá?
Cuando salí del pueblo, pasé por la plaza. Incluso me quedé allí un rato, por si venía alguien más. Todos los comercios estaban cerrados, menos una taberna, en la que no había nadie, ni el tabernero, enfrente del ayuntamiento y junto a la iglesia. Lo del refugio antiaéreo da risa. La iglesia es grande, alta, de piedra negra, como una fortaleza. Es fea como ella sola y al lado hay un reloj de sol con unas palabras en latín, escritas muy grandes en la pared, Volat irreparabile tempus, que se entienden bien; y sobre todo en mis circunstancias.
Cuando alcancé la carretera de San Joan, por la que habíamos venido, vi a dos moros, con el fez de color rojo y las chilabas unas encima de otras. Parecían dos percheros llenos de abrigos. Iban cargados de cananas, cartucheras y escopetas y cuchillos finos y curvos como guindillas colgados del cinto, entre las telas; parecían de una zarzuela. Nunca los había visto tan cerca. Son como los dibujos que ponían de ellos en las revistas. Al verme, se asustaron y desaparecieron en una calleja como fantasmas de un teatrillo.
Antes de dejar el pueblo aún me ocurrió algo absurdo. De pronto se abrió la puerta de una de aquellas casas que parecían cerradas a cal y canto, y saltó a la calle una mujer corpulenta. Tendría unos cincuenta años, con un vestido negro lleno de lunares blancos. Si no pesaba cien kilos, no pesaba ninguno, y lo menos era tan alta como yo. Se había puesto en el pecho un escapulario de tela blanca, grande como una hostia, me saludó brazo en alto y empezó a seguirme dando vivas a España, a Franco y al ejército nacional. Me volví para arrearle con el paraguas, se asustó y corrió a meterse de nuevo en su madriguera.
Tengo que caminar hacia el norte. Esa es toda mi preocupación. Dejé la carretera de San Joan, porque esa es la carretera por donde vendrán los fascistas en cuanto desborden a los de Ripoll. Antes me pareció oír ruido de motores de vehículos pesados, camiones. Así que tomé de nuevo por la de Ogassa, menos transitada, y porque en Ogassa y en la fábrica muere.
Creo que fue una estupidez tomar el camino de la fábrica. Hubiera tomado el otro, y no habría pasado nada y ahora estaría a salvo. El exceso de precauciones es tan peligroso como la ausencia de ellas, y lo mismo te matan por valiente que por cobarde, por no tener miedo, que por tenerlo en demasía.
Para empezar, en cuanto subí a la cantera y tiré monte arriba, se metió mano a llover.
Cuando el camino de Ogassa finó, tomé otro de tierra estrecho que discurría entre pinos. Este se fue angostando a medida que subía, y acabó por desaparecer incluso como sendero de cabras. No vi ni siquiera un chozo de pastores. Tengo hambre. Quizá me vaya a morir de hambre en estas soledades. Insisto, no tengo miedo a morir. Hablo de ello como hablaría del tiempo si estuviese en un balneario. Dicen que es una muerte dulce, como morir de congelación. Tengo frío también. Puede que muera de las dos cosas.
Ahora ya no sé dónde estoy. He venido a refugiarme dentro de un árbol viejo. No sé de qué clase es. No lo había visto antes. Hay aquí árboles de esa clase como para llenar de madera toda España. Me he metido en el tronco de uno que estaba hueco y en el que se podría hacer una casa, y he encendido un poco de fuego, con hojas secas y ramas que escamondé aquí y allá. Tampoco tengo muchos fósforos, me quedan cuatro, por suerte secos. Espero que no arda todo el árbol conmigo dentro. La muerte por fuego, en cambio, tiene que ser horrible. Creo que podré dormir. Por dentro está lleno de migas de madera, virutas secas y mullidas. Diría que es un lugar confortable si no fuese porque tengo que estar encogido, en posición fetal. No ha anochecido aún. Con los últimos y fríos rescoldos del día, tan lloviznoso, escribo estas páginas. De lápiz lo que me queda no es más largo que una cerilla, y me duelen las puntas de los dedos, que tengo enteleridos. No puedo dar un paso más. Me es indiferente que me capturen o que no. A lo mejor estaría bien que me cogieran. Nunca iba a estar peor de lo que estoy ahora. Creo que me he perdido. Francia no tiene que estar lejos, pero se ha metido a nevar y los caminos se han borrado todos. Lo mismo estoy ya en Francia y no me he dado cuenta. Una vez leí una novela de Salgari en la que los expedicionarios estaban dando vueltas y vueltas a un campamento, hasta que murieron sin encontrarlo. Lo tenían a menos de dos kilómetros, en el Polo Norte. Dicen también que si te mueres de congelación, se te estiran los músculos risorios de la cara y parece que te estás riendo, lo mismo que si te ahorcan, te empalmas. Estos pensamientos ni siquiera logran distraerme. Estoy tan cansado, que no consigo dormirme, y me gustaría que me durmiera, que el frío me fuera durmiendo, pero no, señal de que todavía estoy lejos de morir. Cuando no sienta nada, sabré que ha llegado la hora.
Me acaba de despertar un gallo. Deben de ser las siete de la mañana. No lo sé a ciencia fija, porque ayer se me olvidó darle cuerda al reloj, y la puse a bulto. No hay luz todavía. He encendido una hoguerilla. No sé qué hacer. Creo que escribo para no tener que pensar ni sentir el miedo. El canto de un gallo sólo quiere decir una cosa: estoy cerca de alguna casa o de algún pueblo. Si los gallos hablasen idiomas, podría saber si este que ahora oigo cantar es un gallo francés o un gallo español. Este me parece un gallo catalán, porque ha cantado sólo una vez. Me conozco: cuando empiezo con este humor sombrío, malo. Creo que lo mejor es escapar de aquí y averiguar de dónde sale ese cántico. Vamos allá, a lo que sea.
Sigo en pie, me muevo, escribo esto, pero ¿acaso no son las palabras de un muerto? Las cosas que he visto son las mismas que se ven cuando se ha muerto y se ha bajado al infierno. Apenas tuve que andar diez minutos. El canto del gallo me llevó hasta una casa de pizarra, pequeña, en un recuesto, con el tejado negro y de escamas también de pizarra. Estaba al lado de un arroyo que metía mucho ruido, por lo que deduje que se trataría de algún molino, como así fue.
Estaba todo nevado, blanco; hacía daño a los ojos. Los montes se velan envueltos en un sudario. Daba dolor mirarlos, yertos, tendidos. Los árboles de los valles, sin hojas, pero con la nieve en las ramas desnudas, tenían el aspecto de esqueletos de fantasmas que se bañaran en el río. Y la nieve, las sábanas que se ponen por encima.
Me acerqué a la casucha con cautela, porque tenía que marchar descubierto. Todo lo que llevo para defenderme es el paraguas. Oí voces, y me escondí detrás de unos helechos, sobre la nieve, que me mojé todo. Tenía la casa a unos veinte metros. Entonces salieron unos hombres. Al principio creí que se trataba de moros, como los dos de Ripoll, pero no, sino que eran bien españoles, seguramente del tabor de Regulares, a los que acompañaban otros tres, vestidos de infantería. Cinco en total. Salieron apresuradamente. Se iban riendo. Hablaban en voz baja y uno soltó un tiro en el aire. Con la nieve, retumbó todo, de monte en monte. Los otros, para divertirse, también soltaron tiros al aire y al barranco, para ver el efecto que causaba. Les divertía el asunto. Eso quería decir también que las fuerzas de ellos estaban por allí cerca.
En la puerta había un perro atado a una estaca y tendido en medio de un charco de sangre, un perro pequeño, con los ojos medio abiertos, cristalizados y amarillos, y la boca cerrada. La sangre y la nieve causaban una impresión más lastimosa que si estuviese sobre la tierra sólo.
Supe desde el primer momento que era una casa llena de muertos. Otra de tantas. Todos los que hemos empezado esta guerra la terminamos habiendo aprendido a oler la muerte. La muerte huele de una manera especial, como a cerrado, aunque se esté al aire libre, y en aquella casa la muerte estaba por todas partes.
En uno de los cuartos de la parte de abajo, según se entraba a mano derecha, junto a una puerta de maderas negras, se encontraba una mujer joven tirada en el suelo, desnuda. La habían degollado y rebanado los senos, uno de los cuales lo habían estampado contra la pared encalada y el otro lo habían espetado a uno de los barrotes de la cama de hierro, dos trozos informes de grasa blancuzca aprisionados en una malla de venillas rojas. Creo que casi no me impresionó. Era como si no fuese yo el que lo estaba viendo, tan horrible era; tanto, que en esos casos uno llega a hacerse la ilusión de que va a despertarse en cualquier momento, pero al pronto comprende uno que no puede pasarle nada, porque quien es testigo de cosas como esa ya está muerto, no quiere pertenecer al género humano, y eso me pasó a mí, estaba muerto, y dejé de sentir miedo y asco, dejé de sentir lástima por mí mismo, dejé de sentir odio por quienes habían cometido aquellos crímenes, no sentía ya otra cosa que impaciencia por conocer hasta cuándo me quedaría allí. Ahora lo pienso y no puedo saber cómo fui pasando de una a otra habitación. No me costaba moverme, en realidad era un fantasma ya.
En la habitación contigua se hallaba otra mujer, de bruces contra las rojas baldosas. Era evidente que también a ella la habían violado. Le habían subido las sayas y se veían unas nalgas descomunales, lechosas y abultadas, en las que alguien se había limpiado las manos de sangre, un zarpazo sangriento de la bestia humana.
En ese momento oí unos ruidos, y me asusté. No fue miedo lo que sentí, sino prevención, como cuando los leprosos, al divisar a un extraño, corren a esconderse en su cueva. O como los muertos que regresan del reino de los muertos con la sola condición de no dejarse ver. Pensé, son los regulares, que vuelven. Pero eso era absurdo, porque, ¿a qué iban a volver? Me dije, van a decir que lo he hecho yo. Todo al mismo tiempo. Cuando se tiene miedo las cosas que se piensan son transparentes, y se superponen unas a otras, no se excluyen, pues el miedo es la ausencia de la lógica, sino que se hacen simultáneas, y por eso lo que sigue al miedo es el pánico, cada uno de estos temores aporta, como un arroyo, su caudal de irracionalidad, que acaba desbordándose y arrasándolo todo. Sin embargo, como muerto, yo no sentía miedo. Sencillamente no quería hacerme visible. Me escondí debajo de la cama. Tenía la cara de la vieja pegada a la mía. En eso supe que estaba muerto, porque la imagen que tenía a menos de un metro era horrible, una mujer que sangraba por los ojos, que le salía la sangre por la oreja que yo veía, me miraba llena de espanto, pero no sentí nada, porque era mi semejante. Permanecí en mi escondrijo lo menos un cuarto de hora, por si los regulares habían entrado otra vez y registraban la habitación. Al final, como no escuché nada más, salí, y volvieron a oírse aquellos pequeños ruidos.
Provenían del cuartucho donde habían matado a la mujer joven, y allí, en un cubículo angosto, separado de la habitación por un percal de flores, me encontré una cuna, en la que había un niño de pecho.
Celebró el encuentro agitando los brazos con movimientos desconcertados. Era una criatura muy peluda, fea, con las uñitas todas negras, y sonreía de una manera muy graciosa. Creo que de haberla descubierto los regulares, también la habrían matado.
No lo pensé, pero ahora creo que unas cosas traen a otras, y que de no haber encontrado a aquel niño yo no habría salido de aquellos montes.
No sé nada de recién nacidos, le fajé como pude, no sabía en realidad si era macho o hembra, le envolví en un capotillo y lo saqué de aquel cuarto.
El paraje era solitario, húmedo y sombrío, al pie de unas peñas que aplastaban la casa con una sombra perpetua. Yo creo que en aquel lugar no da nunca el sol.
Empezó a llover sobre la nieve, y esta se fue derritiendo, pero el frío era igualmente intenso. En las colladas, donde la nieve se recostaba, la lluvia hacía agujeros y la horadaba, como un queso.
Tomé en dirección contraria por donde vi que se marchaban los regulares. En los Pirineos al sol le cuesta aparecer más que en otras partes, y hasta que asoma por encima de los montes han pasado tres o cuatro horas. Cuando salí de la casa, se veía bastante bien. Jamás hubiera adivinado que un paraguas iba a serme en una guerra mucho más útil que el fusil, porque al menos la criatura no se mojó. Quizá tendría que haberla abandonado, pero es seguro que se habría muerto allí, si nadie le daba de comer, y de frío. Caminé durante dos horas teniendo enfrente las montañas. Las montañas de esta parte no son como otras que hemos visto para la parte de Huesca. Aquí son montes viejos, negros, llenos de árboles sin hojas, lo que les da un aspecto mucho más triste todavía, lo mismo que los caminos llenos de barro y nieve helada.
Las nubes, encarbonadas también y bajas, se deshilachaban en las cumbres, completamente nevadas, y la niebla dejaba entre los árboles vedijas de lana sucia, como un rebaño.
Yo sólo buscaba un paso. Sabía que Francia estaba allí, al otro lado de estas montañas, pero tenía que descubrir una vereda. Me habría valido cualquiera. Pero no encontraba ninguna y tuve miedo de ascender, pues el tomo de nieve, cada vez más grande, nos habría atrapado como un cepo.
No se veía nada. Dejé a un lado un chozo sin trazas de vida y una gran masía a la que habían prendido fuego por todos los costados. Seguí durante tres horas un sendero que discurría junto a un torrente de caudal hipnótico. Luego, el torrente se perdió por trochas por las que yo no podía pasar y comencé la ascensión. A medida que subía, iba encontrando más y más nieve. Una de las botas empezó de nuevo a darme problemas, a punto de desencuadernarse por donde la habíamos cosido.
Lo del niño me ayudó a seguir; de no haber sido por él, me habría dejado morir en cualquier camino, entre dos peñas. Es curioso cómo un trocito de vida te arrastra a ti, es como un corcho que saca a flote a un ahogado. Pero pronto empezaron los remordimientos, porque me di cuenta de que no tenía nada que darle de comer. A media mañana busqué un lugar donde guarecerme de la lluvia, que no dejó de caer. Antes de abandonar la casa donde asesinaron a su madre y a su abuela, encontré en una olla un trozo de tocino, lo deshice entre los dedos, se hizo una pasta que traté de empujarle inútilmente dentro de la boca. La criatura la escupía y lloraba sin consuelo, pese a los esfuerzos por calmarla. Comprendí que se me iba a morir entre los brazos. En esos momentos, me entraron deseos de abandonarlo al pie de un árbol, y salir huyendo.
Cuando uno camina solo entre montañas desconocidas se pregunta si esa senda será buena o si será una vieja vereda de hace cien años, por la que no ha vuelto a pasar nadie. Anda uno una hora y piensa, seguiré unos kilómetros más, seguramente me llevará a alguna parte. Pero cuando quiere detenerse es ya tarde para dar la vuelta, así que se convence para seguir un poco más. Es como cuando se pierde en el juego. Uno espera que en la siguiente mano se resarcirá de las pérdidas, pero cada vez pierde más y más, y llega un momento en que uno se ve sin blanca, arruinado por completo. Mi temor era que fuese a parar a un punto en el que no pudiera dar ni un paso más, ni adelante ni atrás.
Hacia las dos o las tres, sin embargo, descubrí, entre unos árboles, una hebra de humo blanco. Tuve que meterme campo a través, lo que me llenó las botas de barro y me mojó los pantalones, pero valió la pena, porque al cabo, en una vaguada, divisé a un pastor que cuidaba un rebaño de ovejas. Lo milagroso de los milagros es que suceden, dicen. Fue milagroso que yo pudiera distinguir dos docenas de ovejas que pastaban en un prado medio cubierto por la nieve, allá en lo hondo, moviéndose con lentitud, mordisqueando hierbas secas y heladas.
Grité desde lo alto, pero el pastor no me oía. Desde donde estaba yo hasta donde estaba él tardé en llegar casi una hora, porque, con el niño en brazos, no siempre me resultaba fácil descender entre las peñas, era como hacerlo con las manos atadas a la espalda. Tuve que atravesar dos o tres regatos que bajaban con gran caudal, y en uno a punto estuve de perder pie.
Cuando llegué, sorprendí al pastor que estaba comiendo un trozo de chacina sobre una corteza de pan. Creo que todo eso era un pretexto para tener la navaja abierta, por si se presentaban mal dadas.
Era un hombre de unos cincuenta años, renegro como el mismo pan, enjuto, flaco y con los ojos hundidos, de loco. Tenía un tic que le hacía parpadear de continuo, lo que daba a su expresión un carácter montaraz y de viveza. Con su cabeza pequeña recordaba a un animal salvaje, tal vez al lince. Se cubría las piernas con pieles de oveja de grandes guedejas blancas, lo mismo que el pecho. Tenía todo el aspecto de un hombre primitivo, de las cavernas. Llevaba puestas unas abarcas de piel, sujetas a la pantorrilla por finas correas de cuero y del costado le colgaba un zurrón grande, como para meter en él un cordero.
Me vio llegar y me esperó con esa desconfianza natural en la gente del campo para con el forastero. No dio ni siquiera un paso, no cambió de postura, estaba apoyado sobre una pierna, y siguió así un buen rato, con la cabeza hacia atrás, listo para el salto, para el zarpazo, para la finta.
Mi intención era soltarle aquel niño y que me pasara a Francia, pero se negó con descaro, aduciendo que él no podía hacerse cargo de aquella criatura, y que tampoco iba a pasarme a Francia, porque no podía dejar el ganado sin que se lo cuidase nadie.
De acuerdo, le dije, te voy a pegar un tiro, y verás para lo que te sirven los borregos.
Se me quedó mirando, tratando de adivinar dónde llevaba la pistola.
El niño empezó a llorar, apenas tenía fuerzas, sólo gemía. Le pregunté, ¿tienes algo de leche? El pastor ordeñó una de las ovejas sobre un trapo sucio, una vez estuvo empapado trató de dársela así, haciendo que el niño chupara de él, pero escupió la leche entre muecas de repugnancia como había hecho con el tocino.
Según aseguró el pastor, nos encontrábamos a unos dieciocho o veinte kilómetros de Ripoll, a unos ocho del molino donde había encontrado al chico y a otros ocho de Molló y de la frontera. Bien, le dije, en marcha. El pobre idiota todavía se resistía. De haber sabido que no estaba armado, seguramente me habría sacado la navaja y me habría echado de aquellos prados, si acaso no me hubiese dado una cuchillada para robarme.
Tardamos más de tres horas en llegar a Molló. Él delante, con la criatura, que le entregué, y yo detrás, por veredas a menudo borradas por la nieve, entre breñas sombrías. Al caer la tarde, avistamos las primeras luces de un pueblo, pocas, siete u ocho, que empedraban el valle con destellos vacilantes y turbios. Dijo el pastor, hemos llegado. Fue todo lo que habló en el trayecto.
El pueblo era la viva imagen de la desolación. Quedaban en él los últimos flecos de nuestro ejército, unas docenas de militares, oficiales en su mayor parte, y algunos civiles, que habían llegado hasta allí en toda clase de vehículos, coches, sidecars, camiones, bicicletas, ciclomotores, camionetas blindadas, y que se aprestaban a buscar refugio bajo techado, porque se echaba la noche encima y empezaban a bajar las temperaturas. Los vehículos congestionaban las cuatro calles misérrimas. La mayoría se disponía a pasar la noche en ellos, envueltos en mantas, entre maletas y fardos. Nadie sabía nada, nadie sabía quién estaba al mando de aquello y ni siquiera si había alguien que lo estuviera. Alguien nos confirmó que había una especie de cuartel general en las escuelas.
Estas se hallaban a las afueras: un edificio de ladrillo rojo, pequeño, con altos ventanales y un balcón en el que habían izado la bandera de la República.
Dentro trabajaban unos oficiales jóvenes, con aspecto de universitarios, y tres o cuatro muchachas vestidas de manera inadecuada, chicas que habían llegado de Barcelona, con zapatos finos y vestidos alegres. Habían traído de alguna parte sus máquinas de escribir, grandes y pesadas como tortugas, y archivadores de persiana, incluso sillas y mesas de oficina, con lo que en realidad aquello, por la irrealidad de todo lo demás, no parecía sino el decorado de una obra de teatro que se estuviese representando para nadie.
Yo he visto que lo más absurdo de las guerras son las cosas que se llevan los civiles de un lado para otro. Los soldados cargan con su fusil, y eso les basta. Pero los civiles empiezan a mover mercancías, y se quedan solos.
Entramos. Salía en ese momento un hombre joven vestido de uniforme, con sus estrellas de capitán en la gorra y todos los correajes nuevos, relucientes, como si los acabara de lustrar, lo mismo que sus botas de caballería. No llevaba pistola. Era un hombre fino. El uniforme le sentaba bien, confirmaba la sospecha de que no era sino el personaje de una obra de teatro. Yo venía sucio, lleno de barro, la manta empapada, mojados los huesos, desfallecido, hambriento, con barba de dos semanas. Aquel otro, por el contrario, tenía las manos limpias, podía olerse el perfume que despidió al pasar junto al pastor y junto a mí. Ni siquiera se detuvo a contestarme cuando le pregunté cuál era la situación.
El pastor quería marcharse, pero le dije que no se iría hasta que no resolviera con quién dejar el niño. Pasamos más de una hora en un pasillo. Unos entraban, salían, volvían a entrar, habían instalado una centralita de teléfono que continuamente se averiaba, todo eran voces, órdenes, contraórdenes, más gentes que entraban y preguntaban desesperadas lo que había que hacer y cuándo nos marcharíamos a Francia… Nadie sabía nada, nadie obedecía a nadie, y lo más grave, nadie se tomaba ya ni siquiera la molestia de darle órdenes a nadie. Esta es la señal de que se ha perdido una guerra. Preguntábamos, y la gente se encogía de hombros, la situación era confusa, la evacuación de los pueblos del país era general, todos habían huido ya, no quedaba en pie ni autoridad civil ni militar, los fascistas habían entrado en Ripoll y se habían quedado allí, al día siguiente se temía llegaran hasta Molló y el Col d’Arés, para empujar hacia Francia a las últimas unidades. Eso era lo más probable. Aquello era una evacuación de urgencia, el sálvese quien pueda, proclamaron.
Dejé el niño en brazos del viejo y le ordené que se marchara. El viejo estúpido, que aseguraba que a esas horas ya habría perdido a todas sus ovejas, puso el grito en el cielo y le prendió una crisis de nervios, con protestas de que no le podía obligar nadie a quedarse con aquel niño, y que lo iba a dejar allí mismo y marcharse. A las voces del pastor, acudieron algunos oficiales y secretarias.
No le valieron de nada, y acabó desapareciendo con la criatura en brazos. Lo que haya hecho con ella es cosa que ni me incumbe ni me preocupa. Puede que lo haya tirado al rio, pero me inclino a suponer que conocía perfectamente de quién era, y ya encontrará los parientes. Y si no, a la inclusa. Los que mataron a su madre, que lo críen.
Cuando se marchó, una de las muchachas se compadeció de mí y me dijo, anda, ven, caliéntate ahí.
Me pasó al aula propiamente. Estaba encendida la estufa y quemaban en ella un buen montón de papeles y documentos. Les habían dado órdenes de quemarlo todo. Luego, se pasarían; antes no.
Lo hacían, me confesó también, porque de otro modo los franceses lo requisarían, y se lo entregarían a los fascistas otra vez.
La muchacha hizo que me descalzara y pusiera a secar botas y calcetines. A mí me dio vergüenza de que me viera los pies, al ser tan guapa ella, con la cara redonda, de porcelana, y los ojos negros.
Lo más triste de todo con una mujer, en mi opinión, es tener los pies o los calzones sucios. Permanecí junto a la chubesqui más de una hora. Había puesto los calcetines sobre el tubo. De ellos salía una nubecilla de vapor, lo mismo que de mi manta. Terminaron por secarse, no así las botas, que parecían de cartón mojado.
A la hora volvió a asomarse la muchacha y me preguntó si quería irme con ella y unos amigos, pero antes me pasó por un lugar donde guardaban un gran número de botes de leche condensada y otros de carne en conserva, mandados por Rusia, y me dio dos, uno de cada, como algo excepcional, porque se pagaría su peso en oro.
Salimos a continuación de las escuelas y me condujo a lo que era el ayuntamiento, un caserón de piedra. En las calles del pueblo no quedaba nadie. Había dos o tres bombillas en las esquinas, que daban al pueblo un aspecto mucho más sombrío y espectral. Los camiones, los coches, los vehículos negros, parados contra las paredes de las casas, parecían en la sombra toros recostados sobre las tablas, de pie, esperando la muerte. Me dijo, dormiremos allí, y en cuanto salga el sol, subimos el puerto y nos pasamos. Era una chica todo dulzura, muy seria, nada de coqueteos, natural, inteligente, sencilla.
En el ayuntamiento había mucha gente, familias enteras, niños, viejos, milicianos, todos tirados por el suelo, medio dormidos, parecían larvas moviéndose. Nadie hablaba. No había luz en todo el edificio y en la oscuridad se movían las brasas de algunos cigarros como quisquillas fosforescentes.
Pasamos entre ellos, con cuidado de no pisarles. La muchacha me condujo al piso de arriba, al salón consistorial.
Alguien había traído un gramófono y unos discos y había empujado las mesas y sillas contra la pared.
Vacía, aquella habitación parecía más grande de lo que era. No sé de dónde, pero también aparecieron dos o tres botellas de coñac, que era garrafón y resultó áspero, pero reconfortante. En la pizarra del encerado habían pintado, de una manera ingenua, con tizas de colores, una bandera de la República, tremolante y victoriosa, y debajo, cada letra en un color como el arco iris y en una letra escolástica y redonda: «Viva la República. No pasarán», y otras frases patrióticas: «Hasta la victoria final» y «Azaña presidente de todos los españoles leales a la República», bajo el torpe retrato de don Manuel, reconocible por las gafas y las mantecas del cuello.
Habría lo menos treinta personas, jóvenes en su mayoría, todos milicianos, los oficiales que había visto en la escuela y las muchachas de las oficinas. Sonaba la música, pero nadie se atrevía a bailar; fumaban en silencio, esperando algo. Allí dentro reinaba cualquier cosa menos la alegría.
Al rato, y de la parte de abajo, subieron dos o tres hombres a pedir un poco de respeto, diciendo que era una vergüenza que se montara aquella kermés, en las presentes circunstancias, habiendo muertos en el pueblo, y viudas y esposas de combatientes que esperaban para marchar al exilio, y que era una falta de seriedad política y humana poner aquella música.
Mientras nos amonestaban, alguien quitó el disco de la gramola, pero en cuanto la delegación de protesta se marchó, volvió a sonar la placa con dengues que recordaban mejores tiempos para todos.
La chica que me acompañó se llamaba Clara. Era muy popular, todo el mundo la saludó, conocía a todos.
La música rodaba cansina, con un carraspeo de afónica desgana. Del gramófono salía una canción sentimental que a mí me gusta mucho:
Olvido,
dime que no es verdad
que me quieres contigo
toda la eternidad.
Olvido es la mujer a la que está dedicada la canción, pero parece que se refiere al olvido, y eso, creo yo, la hace más sugerente.
Poco a poco se fue apagando la estufa. No quedaba leña. Cada vez hacía más frío. La luz de un candil vacilaba, con unas convulsiones de muerte.
En el gramófono irrumpieron aires del trópico.
Mamá, yo quiero marcharme al Congo
porque en el Congo calienta más…
Al Congo, al Congo, al Congo quiero ir…
Los que captaron la ironía, se rieron sin que sus risas se llegaran a materializar. Ni siquiera tenían ganas de reírse. Reírse para no llorar. Uno dijo eso, en el Congo teníamos que estar todos. Me acordé del tonto de Canigó, aunque no llegué a ver qué cara tenía su reencarnación.
Fue patético vernos allí, muertos de frío, destrozados, con la guerra perdida y a punto de salir de España.
Como en el Congo se suda tanto,
nada de ropa quiero llevar,
y los congosos después del baile
a todas horas toman coñá,
y como espero que los congosos
todos conmigo quieran bailar…
Mamá, yo quiero marcharme al Congo
porque en el Congo calienta más.
Al Congo, al Congo, al Congo quiero ir…
Dos o tres, con la mirada turbia y la lengua pastosa, corearon el estribillo. Se habían vuelto locos. En cualquier momento se hubieran echado a llorar desesperados como niños. Fue la forma en que la desesperación tomó cuerpo en ese instante. Podían haber salido también y haberse metido un tiro en la cabeza, o rebozarse desnudos sobre la nieve. Cantaban para acallar el miedo que sentían, un miedo superior que les hacía cometer aquella estupidez de cantar, como podían haber cometido otras, saltar de la trinchera, pasarse al enemigo, amputarse un dedo para escapar del frente, volar un polvorín enemigo con ellos dentro…
Los más sensatos lograron apagar aquel brote de histrionismo y amargura. No fue necesaria la autoridad ni la fuerza. Los borrachos, incluso en su embriaguez, en ningún momento habían perdido el sentido de la realidad. Las guerras son absurdas sobre todo en los detalles. Nunca son las cosas como parecen, ni llegan por el camino más corto. Otra vez sentí frío. Cuando el frío se te ha metido en el cuerpo como se me ha metido a mí, es difícil sacarlo de él. Se parece mucho a una mancha de humedad que le ha salido a una pared. Eso nace de dentro.
La canción sonaba sin fuerza. La cabaretera se divertía en la baquelita negra, como en la cueva del vicio, agasajada por un coro de boys que flanqueaban su voz gangosita. Al Congo, al Congo, al Congo quiero ir… Yo también. Sol, calor, un poco de calor, sólo eso, un poco de calor en los pies…
Muchos tratan de dormirse, envueltos como fantasmas en las mantas, tirados sobre el suelo. Otros, también sentados en el suelo, fuman. Se ha ido la luz de la única bombilla que quedaba. Nadie ha protestado. Se ve bailar en la oscuridad las rojas luciérnagas de las brasas. Por la ventana junto a la que estoy entra un poco de luz de otra bombilla. Puedo escribir. Sólo importa esto. A veces tengo la íntima impresión de que mientras pueda seguir escribiendo no me han vencido del todo.
No hay que juzgarles mal porque ninguno de ellos haya hecho la guerra como la hemos hecho tantos. Tampoco ellos han tenido la culpa, y las consecuencias, en cualquier caso, las van a pagar lo mismo. Además, ¿por qué no iba a sonar la música? Es la última que vamos a oír en mucho tiempo, me temo. Yo creo que la música ha sido como tomar un poco de morfina, para no sentir tan agudo el dolor, por lo menos esta noche. Iba a tener razón el tonto de Canigó, más vale reír que llorar.
Me acabo de despertar. Le he preguntado la hora a uno que está a mi lado, al que no conozco. Me ha dicho, duerme, compañero, todavía es pronto. ¡Dormir! ¡Quién pudiera dormir! En la sala consistorial todo son bultos sin forma, cuerpos derrotados, como muertos. Están muertos, pero no dormidos. Esperamos que se haga de día. La chica que se hizo cargo de mí me ha regalado dos lápices casi nuevos. Me dijo que si quería me podía llevar uno de los sellos de caucho del Estado Mayor. Me dijo, así podrás firmarte los permisos que quieras. Y nos reímos los dos. Por no llorar, aunque no he visto llorar a nadie. No nos quedan ni lágrimas.