Refugio: 1. Asilo, acogida o amparo. 2. Lugar adecuado para refugiarse. 3. Hermandad dedicada al servicio y socorro de los pobres. 4. Edificio situado en determinados lugares de montaña para acoger a viajeros y excursionistas. 5. Zona situada dentro de la calzada, reservada para los peatones y convenientemente protegida del tránsito rodado.
Leo Caldas entró en el edificio de la plaza de la Alameda, saludó al conserje, subió apresuradamente la escalera y empujó la puerta del primer piso. Acompañado por la música que Onda Vigo emitía en esos instantes, se dirigió por el largo pasillo de la emisora hasta el control de sonido.
—Hola, inspector —le saludó el técnico sentado ante la mesa de edición al verlo entrar.
—Buenas tardes.
Leo Caldas, plantado bajo el frescor del chorro de aire acondicionado, comprobó que ya eran las siete y cinco, y leyó en el termómetro que la temperatura era de treinta y dos grados en la calle. Se acordaba de la camisa de pana empapada en sudor de Rafael Estévez y se figuró lo mucho que hubiera agradecido poder encontrarse allí dentro. Rebeca y Santiago Losada hablaban tras el cristal, dentro del estudio. El locutor, con los auriculares alrededor del cuello, parecía alterado por aquello que la encargada de producción le contaba.
Caldas golpeó el cristal con los nudillos y las dos cabezas se alzaron a un tiempo. Rebeca sonrió al verlo y Losada señaló airadamente el reloj digital, indicándole con aspavientos que entrara en el estudio. En la puerta insonorizada coincidió con Rebeca.
—¿Dónde te has metido, Leo? Llevo más de una hora llamándote al móvil.
—Trabajo —contestó Caldas secamente.
—¿Y no has oído mis mensajes en el contestador? Leo, eres una calamidad.
—He debido de quedarme sin batería —mintió el inspector, que había apagado el teléfono en el restaurante tras hablar con Ramón Ríos.
—Será mejor que entres. Al líder mediático no le ha dado un infarto de milagro al ver que no aparecías. Ya sabes, él puede hacer lo que quiera, pero el resto…
Leo Caldas se deslizó dentro del estudio y tomó asiento en su sitio de siempre, ante el micrófono más próximo al mirador.
—Llegas tarde —fue el simpático saludo que le dedicó Losada.
—Ya.
Rebeca habló por línea interna.
—Santiago, ¿comenzamos directamente con la patrulla o quieres que busque otra canción?
—Déjate de canciones. Vamos con las llamadas —le apremió Losada.
—Por cierto, Leo —prosiguió Rebeca—, el comisario debe de querer que te pongas en contacto con él urgentemente. Ha llamado veinte veces esta tarde preguntando por ti. Por lo visto tampoco él ha podido localizarte en el móvil.
«Con ese fin lo apagué», dijo Leo para sí mismo.
—Gracias, Rebeca.
El inspector conocía aquella conversación futura con el comisario Soto como si hubiese desarrollado capacidades proféticas, y no tenía el menor interés en escuchar sus gritos anatematizadores sin haber recabado argumentos con los que justificar su acoso al doctor. Lo peor era que no estaba seguro de poder conseguirlos a tiempo. Zuriaga era demasiado poderoso y se movería rápido. Además, la pequeña esperanza que suponía Orestes se había disuelto como azúcar en un vaso de leche caliente. Necesitaban al pinchadiscos, y aunque Rafael Estévez haría todo lo que estuviera en sus manos para encontrarle, el zaragozano no era precisamente un hombre discreto y todavía estaba lejos de conocer los entresijos de la ciudad. Orestes percibiría su llegada con suficiente antelación y desaparecería dejándolos desnudos, indefensos frente a las acciones que el doctor quisiera emprender contra ellos.
Santiago Losada alzó la mano y la sintonía del programa inundó el estudio. Caldas vio, a través del ventanal, a las madres que hablaban en la Alameda. Habían buscado la sombra de los árboles para su tertulia cotidiana. Los niños ignoraban el calor y corrían tras las palomas, espantándolas en su sesión de caza diaria. Los pájaros esperaban al último momento para echar a volar.
Caldas pensó en Alba. Ella también había volado, había huido cuando más cerca la tenía.
Santiago bajó el brazo, y con él descendió el volumen de la melodía y se encendió en el estudio la luz roja que advertía a los que se encontraban en su interior que estaban en el aire.
—Queridos oyentes, con vosotros… Patrulla en las ondas. El espacio donde la voz de la ciudadanía se cruza con la del orden público con un solo fin: mejorar la convivencia en nuestra querida ciudad —Santiago Losada detuvo la presentación con una de sus pausas dramáticas.
Leo Caldas se volvió hacia la mesa y sostuvo los incómodos auriculares, esperando que la primera llamada estuviese en antena para ajustárselos.
El locutor prosiguió la introducción del inspector como si fuera el speaker de un combate de boxeo presentando a un púgil.
—Está con nosotros el terror de la delincuencia, el defensor implacable del buen ciudadano, el guardián temible de nuestras calles, el patrullero, el inspector Leo Caldas. Buenas tardes, inspector.
«Por poco tiempo», pensaba el inspector.
—Buenas tardes.
—El inspector Caldas se acerca a los micrófonos de Onda Vigo para ponerse a tu disposición, querido oyente, en esta Patrulla en las ondas que hemos creado pensando en ti.
Rebeca mostró un letrero y Losada dio paso a la llamada.
—Inés es la primera en acudir hoy en busca del amparo de la ley. Buenas tardes —la saludó, mientras el inspector se encajaba sacrificadamente los cascos sobre las orejas.
Tras la cortesía, la oyente refirió el asunto que la había inducido a llamar a la radio. Era una cuestión de tráfico que relató de modo impreciso. En cualquier caso, la responsabilidad correspondía a la policía municipal.
Caldas tomó nota: «Uno a cero».
Pasada media hora, el cuaderno de tapas negras exhibía el deprimente marcador de «municipales siete, Leo cero». Rebeca, desde la sala de control, levantó la pizarra con otro nombre: Carlos.
—Llamo para manifestar nuestra más enérgica repulsa por la agresión sufrida ayer, día 13 de mayo, por un miembro de nuestro colectivo que estaba disfrutando de su ocio en un local de la ciudad —el oyente había hablado sin hacer pausas para respirar. Se notaba que estaba leyendo un escrito.
—¿Desea denunciar el hecho en cuestión al inspector Leo Caldas? —preguntó Losada.
—No hace falta —la voz del tal Carlos adquiría una mayor afectación al dejar la lectura—. El inspector estaba en el mismo local tomando una cerveza y pudo ver todo lo que aconteció con sus propios ojos.
Leo apartó la boca del micrófono buscando refugio mental en la vista soleada de la Alameda.
—¡Mierda! Lo que faltaba —murmuró.
—De hecho —continuó el oyente—, fue el propio inspector Caldas quien socorrió al agredido y redujo al homófobo expulsándolo del local.
—¿Ah, sí?
El retintín de la exclamación de Losada invitó al oyente a continuar, y éste se explayó con una descripción pormenorizada de los acontecimientos sucedidos en la noche precedente, tras la que profirió una crítica enérgica a las instituciones por consentir que animales como el agresor formaran parte de sus cuerpos de seguridad, y terminó exigiendo las responsabilidades oportunas. El apasionado Carlos no omitió un agradecimiento explícito al inspector por lo que consideró «un comportamiento heroico a favor de nuestra total integración».
Durante toda la intervención, Leo Caldas estuvo moviendo repetidamente en el aire los dedos índice y medio a modo de tijeras, pidiendo a Losada que cortara la comunicación. Sin embargo, en un gesto democrático sorprendente, Santiago Losada permitió al exaltado oyente completar su alegato.
El inspector aprovechó la publicidad posterior a la llamada para pedir explicaciones.
—¿Por qué le has dejado hablar? Se supone que la finalidad de esta historia no es suscitar el miedo a la policía, sino todo lo contrario.
—Lo primero es la libertad de expresión —se justificó Santiago Losada.
—¿Libertad? No sabía que conocieses esa palabra.
—Leo, estás enfurruñado porque ha revelado en el aire tu presencia en ese bar tan especial —dijo Losada, con una entonación deliberadamente impertinente—. Pero no pasa nada, la sociedad de hoy está madura, admite cualquier orientación.
—Santiago, hazme un favor: vete al carallo.
Caldas miró al locutor con desprecio y se colocó en la boca un cigarrillo al que acercó la llama de su encendedor.
—Nuria, buenas tardes. Está usted en contacto con la Patrulla en las ondas, el espacio del incorruptible inspector Leo Caldas —saludó Losada, que miraba al inspector con una mueca insolente en el rostro.
La novena oyente de la tarde les hizo partícipes del pavor que sentía por las noches, pues unos facinerosos llevaban dos semanas durmiendo en el interior de su portal.
El allanamiento de morada era competencia suya, y el inspector asió el bolígrafo para registrar el siete a uno en su cuaderno.
Pese a los auriculares, percibió un sonido sordo sobre la voz aguda de la oyente. Levantó los ojos y vio a Rafael Estévez en la sala contigua, golpeando el cristal con los puños en el punto más próximo a él. Rebeca y el técnico de sonido le dejaban hacer, observándole tan temerosos como perplejos. El agente, mediante ademanes efusivos, reclamaba al inspector que saliese a su encuentro de inmediato.
En el momento en que la oyente requería una solución al conflicto con los intrusos, Leo Caldas abandonaba el estudio sin que Santiago Losada se percatara de ello.
—¿Y bien, inspector? —preguntó el locutor, mirando estúpidamente al asiento vacío de su derecha.
—Lo han despachado, jefe, ése ya no cuenta nada —soltó Estévez, que le esperaba en el control con el rostro congestionado.
—¿Qué?
—Encontré al pinchadiscos en su casa. Está muerto —explicó el agente—. Llevo una hora intentando localizarle, inspector. ¿Tiene el móvil apagado?
—Sí. ¿Quién sabe esto? —preguntó Caldas.
—Usted y yo.
—Pues vamos —dijo, y salieron buscando la calle.
Por el altavoz del corredor oyeron cómo Losada, al borde de una crisis histérica, fingía un corte en la línea telefónica y daba paso a una canción absurda.