Sentido: 1. Que incluye o explica con sinceridad un sentimiento. 2. Se dice de la persona que se ofende con facilidad. 3. Cada una de las facultades que tienen el hombre y los animales para percibir las impresiones del mundo exterior. 4. Capacidad para apreciar alguna cosa. 5. Conciencia, percepción del mundo exterior. 6. Entendimiento, inteligencia. 7. Modo particular de entender una cosa, juicio que se hace sobre ella. 8. Razón de ser o finalidad. 9. Significado, cada una de las acepciones de las palabras. 10. Cada una de las interpretaciones que puede admitir un escrito, comentario, etc. 11. Cada una de las dos formas opuestas en que puede orientarse una línea, una dirección u otra cosa.

El sol del mediodía deshacía rápidamente la niebla otoñal amenazando con otra jornada de verano caliente. En la ría, entre la bruma, se entreveían las bateas alineadas como una escuadra de barcos fantasma.

El inspector Caldas, hundido en el asiento del copiloto, mantenía los ojos cerrados. El sonido estridente de su teléfono móvil le devolvió a la realidad.

—Dos cosas, ¿está contigo el animal de tu ayudante? —el comisario Soto, al otro lado de la línea, no parecía de muy buen humor.

—Sí —contestó Leo secamente.

—¿Sabes lo que hizo ayer por la noche?

Caldas prefería que fuese el comisario quien se lo contara.

—¿Ayer por la noche?

—Leo, si lo sabes no te hagas el tonto —ordenó—. No estoy para monsergas.

—Ni idea, comisario.

—Pues anduvo de cacería.

—¿De qué? —preguntó Caldas, como si no hubiera entendido.

—De cacería —repitió—. Tu ayudante entró en un bar de gays del Arenal, se colocó en posturas insinuantes para provocarles y pateó al primero que se le acercó. Por lo visto, debió de darle coces hasta hacerse daño en un pie, porque después se descalzó y, zapato en mano, continuó estampándole el tacón en la nariz. Parece ser que el muy maníaco amenazaba al resto de la clientela del bar con su pistola para impedir que se le acercasen y poder rematar así la faena a conciencia.

Como siempre que se trataba de Estévez, recapacitó Caldas, había algo de verdad y otro tanto de novela.

—Hace menos de media hora que se han ido dos abogados de una coordinadora de ésas —continuó su alterado relato el comisario Soto—. Quieren interponernos hoy mismo una demanda por lesiones.

—No entiendo una palabra de lo que me está contando, comisario —mintió el inspector—. ¿No cabe la posibilidad de que confundieran al agente con otra persona? Puede que no fuera él.

—¡Me da lo mismo que fuera o no fuera él! —atronó en el auricular la voz de Soto—. Estévez es un bárbaro. Acumula catorce denuncias en pocos meses. ¿Te parece normal? —Caldas guardó un prudente silencio y el comisario continuó vociferando—. Pues a mí no, Leo. Somos la policía, ¿nunca has leído lo que pone en tu placa? La po-li-cí-a, los buenos, los que persiguen a los delincuentes. Somos los encargados de mantener el orden. Para eso nos pagan, no para lanzar a las calles psicópatas agresivos de dos metros equipados con esposas y pistola reglamentaria. ¿No lo puedes controlar, o qué demonios te ocurre?

Caldas intuyó que no era el momento de explicarle que no.

—¿Está seguro de lo que dice, comisario? Yo estuve con Rafael toda la noche y no le vi apalear a nadie. Un momento, aprovechando que está a mi lado le voy a preguntar —apartó el auricular de la boca y se dirigió a su ayudante—. ¿Rafa, estuviste ayer en un bar de homosexuales dando una paliza a alguien?

Estévez le miró con la boca abierta y Leo Caldas tuvo que señalarle la carretera para no finalizar la excursión en la cuneta.

—Dice que no, comisario. Me parece que en esta ocasión va a tratarse de un error.

—Leo, espero que por el bien de todos no sepas nada del tema —el comisario hizo una pausa para tranquilizarse—. El otro motivo de mi llamada era contarte que ha aparecido el coche de Reigosa.

—¿Dónde? —preguntó Caldas, que odiaba la costumbre de su superior de dejar las buenas nuevas para el final.

—En un monte, al otro lado de la ría.

—¿Ya ha mandado para allá a la UIDC?

—Sí, he enviado a Ferro, aunque no sé si le va merecer la pena el viaje. Prendieron fuego al coche antes de abandonarlo y está completamente calcinado. O mucho me equivoco o puedes ir apartándote de esa línea de investigación.

—Una menos —musitó el inspector antes de cortar la comunicación.

Un muro alto de piedra rodeaba la casa. Por encima de la tapia asomaban las ramas frondosas de un tejo centenario. Estévez detuvo el automóvil ante la entrada. Leo se bajó del coche, pulsó el timbre y se anunció a la sirvienta que le respondió. Tuvo que insistir asegurando que tan sólo molestarían al doctor unos minutos.

El mecanismo electrónico hizo que la enorme puerta de madera se deslizara hacia un lado abriendo ante ellos una vía asfaltada. Pronto, el coche de los policías se vio rodeado por los árboles que habían poblado las fragas del litoral gallego antes de la invasión de los eucaliptos. Avanzaron entre tejos y pinos, robles gruesos, abedules altivos, dos enormes castaños de tronco retorcido y algún que otro sauce llorando sus ramas.

El camino adoptaba más adelante la silueta de una llave. Llegaba en círculo hasta la puerta principal de la casa, de modo que los vehículos se aproximaban al pie de la regia escalinata en el sentido contrario a las agujas del reloj, y continuaban en la misma dirección para alejarse de ella y volver a salir de la finca. Camelios y rododendros permitían que el pequeño terreno circundado por el camino de asfalto rebosara de flores durante todo el año. Caldas recordaba haber visto una entrada así, aunque de mayor tamaño, en un castillo que había visitado con Alba en un viaje al valle del Loira.

La doncella ataviada con mandil y cofia que les esperaba en la entrada les invitó a seguirla dando un rodeo a la casa. Caminaron junto a las ventanas abiertas que ventilaban un comedor inmenso y una biblioteca con las paredes revestidas de madera atiborradas de libros. También pudieron contemplar la escalera de piedra que, imponente, ascendía al piso superior.

La empleada del doctor les condujo hasta un soportal en la fachada posterior.

—Pueden sentarse aquí —dijo escuetamente, señalando las sillas de mimbre que rodeaban la mesa rústica del porche. Sobre las tejas antiguas de arcilla que lo cubrían, sobresalía el púrpura voluptuoso de una buganvilla.

En contraste con el bosque de la parte anterior de la casa, ante ellos se desplegaba ahora una espesa alfombra de césped, una península verde que se adentraba en la ría. Por todos lados el jardín moría en rocas contra las que la mar batía levantando espuma. En el embarcadero de piedra, amparado del oleaje por una escollera, había un barco de vela amarrado. Un sendero atravesaba como una cicatriz la hierba en pendiente, pasaba junto al viejo estanque de piedra reconvertido en piscina y descendía entre azaleas hasta el muelle. Caldas calculó que la finca debía de tener casi un kilómetro de ribera.

El viejo adagio decía: «Capilla, palomar y ciprés: pazo es». Caldas no sabía si allí habría palomar ni oratorio, pero a la casa de Zuriaga le sobraba hidalguía.

—¡Menuda choza, jefe! —exclamó Estévez cuando la doncella los dejó solos—. ¿Este tipo qué es, un maharajá?

—En cierto modo —contestó el inspector.

Si bien no había alcanzado el rango de maharajá, el doctor Zuriaga era un personaje de gran relevancia, y la fundación que presidía iba más allá de una institución sanitaria corriente.

Continuando la línea esbozada por su padre, don Gonzalo Zuriaga, quien había destinado una sala de la planta baja de la maternidad a exponer su colección de pintura gallega, Dimas Zuriaga había profundizado en el mecenazgo artístico de la fundación hasta hacer de ella el principal impulsor cultural de la ciudad. Por la modernísima sala de exposiciones, inaugurada en el centro de Vigo para albergar la colección permanente, desfilaban las figuras más vanguardistas del arte europeo. Con frecuencia se encontraban referencias a sus muestras en los semanarios dominicales y suplementos culturales de los más prestigiosos diarios, proporcionando a la Fundación Zuriaga una distinguida notoriedad. Junto a la fama de la actividad artística crecía la reputación del centro sanitario, que en los últimos años había multiplicado los ingresos de la fundación.

El doctor Dimas Zuriaga planeaba sobre estas actividades como una sombra. Hacía tiempo que había abandonado su trabajo como cirujano para consagrarse enteramente a la institución que presidía.

El hombre que había transformado la pequeña maternidad familiar en uno de los motores económicos y culturales de Galicia no concedía entrevistas y rehusaba aparecer en actos públicos. Aducía, para sustentar su falta de protagonismo, que la Fundación Zuriaga no era el fruto de una misión personal sino la responsabilidad de todo un equipo de trabajo.

Años atrás, el anhelo desmesurado del doctor por pasar desapercibido había producido en la prensa el efecto contrario, proliferando las alusiones y conjeturas concernientes a su escurridiza personalidad. Con el tiempo, los medios habían terminado por acostumbrarse a la conducta del personaje y sólo de forma esporádica aludían a sus modos discretos.

—Jefe, aún no me ha contado a qué hemos venido aquí —comentó Rafael Estévez mirando a su superior.

—No, todavía no.

Sentado en una de las sillas del soportal, Leo Caldas guardaba silencio. No tenía una contestación que dar a su ayudante, no una suficientemente sólida. Le podía contar que había decidido visitar al doctor Zuriaga porque tenía el cabello cano, o tratar de explicarle que había sentido una extraña sensación al ver el retrato del viejo Gonzalo Zuriaga. También podía decirle que hacía dos días que el doctor se ausentaba de la fundación y que aquéllas eran exactamente las jornadas transcurridas desde el homicidio de Luis Reigosa, y comentarle que desde hacía mucho tiempo no creía en las casualidades. Pero el inspector callaba.

Era consciente de la exigua base de cualquiera de aquellos argumentos, y no deseaba oír a Estévez recordándoselo con su franqueza habitual. Si lo pensaba bien, ni siquiera tenía motivos para ir tras un hombre de pelo cano. La única razón real para ello era que en el cementerio le había llamado la atención el resplandor del sol en una cabeza, y que los músicos no habían sabido decirle de quién se trataba. Nada más. No era un motivo con demasiado fundamento.

Por otra parte, no había logrado ver el rostro de aquel hombre en el camposanto, por lo que era muy improbable, por no decir imposible, que pudiera reconocerlo si volvía a encontrarse frente a él. Era verdad que aquel cabello era de una blancura extrema, pero hombres con canas los había a cientos en la ciudad, y no era una casualidad tan extraordinaria el toparse con un pelo excesivamente blanco en alguno de los hospitales que habían visitado. Con seguridad, otros habrían pasado ante él sin ser merecedores de su atención. No necesitaba acudir a visitarlo para confirmar que el paso de los años había teñido de nieve la cabeza del doctor Zuriaga. Su sobrina se lo había asegurado media hora antes sin necesidad de preguntárselo.

Además, lo único que podía sacar en claro en el caso de que Dimas Zuriaga fuera el hombre del cementerio era que el ilustre doctor conocía al difunto. Pero mucha gente lo conocía, y eso no los convertía a todos ellos en sospechosos del crimen.

El inspector era consciente de no haber profundizado suficientemente en la investigación y de que aquella visita era prematura. Todavía no se había entrevistado con la madre del muerto ni se había presentado en el conservatorio donde Reigosa impartía clases como profesor suplente. Aquel hombre de cabello singular podía ser un familiar, un amigo de la infancia de Reigosa o un compañero del claustro. Incluso podía tratarse del profesor titular al que el músico sustituía en las clases de saxofón.

También sabía que no tenía demasiado que obtener de la conversación con el médico, y que un tropiezo con un hombre tan relevante como el doctor Zuriaga podría acarrearle consecuencias irreversibles, sobre todo porque el caso incluía un componente sexual que resultaría escandaloso en el círculo del doctor y no tardaría en ser divulgado por la prensa más ávida de carroña. Aun así, decidió seguir adelante y atender a su primer impulso, aquél que rara vez le fallaba, si bien se propuso hacerlo con la máxima cautela, la que el personaje exigía.

No había llegado el tiempo de dar un paso en falso, todavía no.