Leyenda: 1. Relación de sucesos imaginarios o maravillosos. 2. Composición literaria en que se narran estos sucesos. 3. Inscripción de monedas, escudos, lápidas, etc. 4. Ídolo, persona cuyas hazañas se consideran irrepetibles e inalcanzables. 5. Texto que acompaña un dibujo, lámina, mapa, foto, etc., y que explica su contenido.
—¿Quieren que les facilite una lista con las personas que tienen acceso al formol? —preguntó Ana Solla, jefa de anatomía patológica del Hospital General.
—Si puede ser…
—Inspector, no estamos hablando de un mórfico. El formaldehído no es un producto que por sí mismo exija un control específico. No está sometido a medidas de seguridad particulares. Ni siquiera lo mantenemos guardado bajo llave.
—¿No es muy tóxico? —insistió Leo.
—¿Tiene usted guardada la lejía bajo llave en su casa, inspector? Esto es un hospital, y se supone que la manipulación de los productos se hace por parte de personal cualificado. Tenemos que ser prácticos. Si para utilizar un producto como el formol tuviéramos que rellenar un formulario nos pasaríamos el día escribiendo en lugar de ejerciendo de médicos, que es lo que somos.
—Entonces puede venir cualquiera y llevárselo sin dejarles sus datos.
—Sí, aquí no preguntamos.
—Pues deben de ser los únicos —murmuró Rafael Estévez, que permanecía detrás del inspector.
—¿Puede hablarme de los hombres que componen su equipo médico, doctora? —le pidió Leo Caldas, tratando de buscar un flanco endeble en la defensa de la doctora.
—¿Hablarle?
Sabía que dentro del centro médico estaba prohibido fumar, pero Caldas buscó instintivamente el paquete de tabaco que guardaba en el bolsillo. Alba solía reprocharle su costumbre de encender un cigarrillo al entablar una conversación, que se protegiese de su timidez tras un escudo de humo.
—Sí, me interesan sobre todo los médicos, enfermeros…, cualquiera que tenga un buen conocimiento del formol y libre el acceso.
—¿Cómo que un buen conocimiento del formol? —la doctora le miró con desdén—. ¿Usted sabe qué es el formaldehído, inspector?
—Vagamente —admitió Caldas, sin soltar los cigarros dentro del bolsillo.
—Estamos hablando de un agente conservante cuya utilización no precisa de excesivos conocimientos médicos —la doctora tomó un vaso de una mesa para acompañar su explicación con mímica—. La solución, que no hay ni que preparar puesto que se nos envía el formol ya diluido desde el laboratorio, se vierte en un frasco como éste —dijo, levantando el vaso—. A continuación, se introduce en el liquido el tejido a conservar…, y el tejido en cuestión se mantiene inalterable sin que haya que manipularlo más. ¿Piensa que precisaría mucho conocimiento del producto para repetir esta operación?
Caldas no contestó. Le crispaba la manera de hablar de la doctora. De niño había sufrido a un profesor que, en lugar de explicar a sus alumnos las cosas que desconocían, hacía burla pública de su ignorancia. El maestro hacía repetir en voz alta a los chicos las respuestas incorrectas y reía mostrando una hilera de dientes amarillos. Las inflexiones de la voz de la doctora le recordaban demasiado a las de su viejo profesor.
—¿Está usted seguro de lo que busca, inspector? —preguntó nuevamente la médico—. No me da esa impresión.
—No, no estoy seguro de nada, doctora. Pero tengo un crimen en el que se ha usado formol al treinta y siete por ciento, exactamente el mismo que guarda usted aquí, para intoxicar a la víctima.
—¿Envenenamiento por formaldehído?
—Más o menos —contestó Caldas con la sensación de que la doctora, como su maestro, iba a pedirle que lo repitiera en voz alta.
—¿Puede decirme qué espera que yo le diga?
—Tenemos la convicción de que ese criminal posee un cierto conocimiento de la toxicidad del formol, pues de otro modo sería difícil que hubiera utilizado ese producto en el homicidio.
—¿Me está usted señalando, inspector Caldas?
El inspector negó con la cabeza.
—Creemos que el asesino es un hombre. Estamos buscando aquéllos que se ajusten al perfil.
—¿Y pretende que le cuente cómo son los hombres que trabajan conmigo por si alguno de ellos se ajustase al perfil de su asesino?
A Caldas le exasperaba el tono burlón con que se expresaba, y tuvo que contenerse para no gritarle.
—Exactamente, doctora —dijo, esforzándose por aparentar serenidad—. Eso es precisamente a lo que aspiramos.
La doctora estuvo pensando unos segundos.
—Sólo quiere los nombres de los varones, ¿no es así?
—Por ahora —le confirmó Caldas.
—En este servicio sólo trabaja un doctor: el doctor Alonso.
—¿Y auxiliares? —preguntó Caldas.
—¿Auxiliares hombres? —la jefa de servicio rió su desprecio entre dientes—. Ninguno. Y las enfermeras también son todas mujeres. Aquí no hay enfermos que acarrear. Nos hace más falta la maña que la fuerza.
Leo no había ido allí a escuchar ironías, para eso se habría pasado por la emisora.
—¿El doctor Alonso está casado?
—Creo que sí.
—¿Tiene hijos?
—Inspector, está usted entrando en cuestiones personales, estas preguntas se refieren a la estricta intimidad del doctor Alonso —se quejó la anatomopatóloga.
Caldas se mordió la lengua para no contestarle que la pregunta que hubiera deseado formular, mucho más personal, era si conocía la orientación sexual de su compañero.
—Quiero descartarlo sin tener necesidad de citarlo en un interrogatorio, doctora —dijo, en cambio—. Ya imaginará que no sería agradable ni para el doctor Alonso, ni para este servicio, ni para el hospital verse relacionados con un caso de asesinato. No sabe lo hostigadora que puede llegar a resultar la prensa ante determinados escándalos.
—El doctor Alonso tiene tres o cuatro hijos —contestó secamente la doctora—, no lo sé con seguridad. Si quiere podemos preguntar a su secretaria —dijo, señalando al teléfono.
—Preferiría hablar con él personalmente —replicó Leo Caldas.
—Me temo que es imposible. El doctor está en un congreso en las islas Canarias.
—¿Desde cuándo está fuera?
—¿Tiene eso importancia?
La doctora rebuscó de mala gana en varios cajones de su escritorio hasta encontrar un programa.
—El congreso comenzó el día 7 —leyó, colocándolo sobre la mesa—. El doctor se marchó la víspera, si no recuerdo mal.
Aquel congreso descartaba al doctor Alonso. Le situaba a una distancia de varias horas de avión en el momento del crimen.
—Puede pasarse por aquí a partir del miércoles o el jueves próximo, inspector. El doctor ya estará entonces de vuelta.
—No, no va ser necesario.
Leo Caldas y Rafael Estévez se pusieron en pie para despedirse.
—Una última cosa, doctora —dijo Caldas—. ¿Hay otras especialidades que trabajen con formol?
La médico volvió a mirarle como acostumbraba hacer su profesor de dentadura amarilla.
—Por supuesto, inspector. Se emplea formaldehído en los quirófanos. Necesitan conservar tejidos en muchas intervenciones, como en las biopsias, por darle un ejemplo sencillo que usted entienda. Sin embargo, ya le he explicado que no estamos hablando de cianuro. Cualquiera que necesite formol, sea médico, enfermera o auxiliar, puede venir y tomar la cantidad que precise sin que nadie le pida por ello explicaciones.
El 14 de mayo había amanecido otoño. El manto triste de niebla que se había colado de noche por la embocadura de la ría amenazaba con pasar la mañana sobre ella, como una boina.
Después de la visita al Hospital General, los policías habían acudido al Policlínico en busca de su sospechoso con éxito similar. La jefa de servicio que les había atendido tampoco había podido proporcionarles un nombre cercano al formol con las características que Caldas internamente atribuía al asesino de Luis Reigosa. El listado de personal masculino de los quirófanos excedía los doscientos cincuenta profesionales sólo en aquellos dos hospitales. Leo prefería, por una razón de economía de fuerzas, centrar los primeros esfuerzos en los servicios anatomopatológicos, los verdaderos especialistas. Como había apuntado Guzmán Barrio en la sala de autopsias, había que estar muy especializado para inyectar formol en los genitales de alguien.
Les restaba por visitar, de la relación que en Riofarma les había facilitado Isidro Freire, la Fundación Zuriaga, pero Leo Caldas tampoco esperaba gran cosa de esa otra visita. Venía comprobando que el de la sanidad era un sector enormemente corporativista, muy distinto de otros gremios en los que los chismes de unos para perjudicar la fama de otros eran cosa frecuente. Sin duda, la avalancha de causas abiertas por negligencia en tiempos recientes había obligado a los profesionales sanitarios a procurarse protección recíproca. No le parecía extraño, pues algo semejante había ocurrido en el ámbito policial.
Se montaron en el coche y Caldas indicó a su ayudante que se dirigiese a la Fundación Zuriaga, situada en el monte del Castro.
—Es el monte de ahí arriba, ¿no? —Caldas se lo confirmó.
—Hay que subir como si fuéramos al parque. Luego te indico yo.
El Castro era el monte desde el que Vigo descendía hacia la mar. En la cumbre había un castillo y un parque con un mirador. La panorámica de la ciudad con su ría era visita obligada para los turistas, a los que los guías contaban leyendas de combates navales y tesoros hundidos. El monte debía su nombre a un importante yacimiento arqueológico descubierto en él años atrás. En el siglo I a. C., los celtas habían levantado un castro aprovechando que el escarpado y fragoso desnivel no hacía necesario alzar una fortificación alrededor del poblado.
No habrían comprendido los celtas que en las laderas de aquella montaña abrupta se pudiera construir una ciudad. Muchos siglos después, los nuevos pobladores seguían sin comprenderlo.
Caldas se aproximó al mostrador. El vestíbulo amplio combinaba cristal y granito pulido, como las otras cinco plantas del edificio actual. La pequeña maternidad Zuriaga, fundada siete décadas atrás, había sufrido transformaciones sucesivas hasta convertirse en el hospital privado más importante de la ciudad. Seguía trayendo al mundo los niños con mejor prosapia de Vigo, pero hacía años que se había convertido en fundación diversificando su actividad. Caldas había contado, en el rótulo de bienvenida, dieciséis especialidades médicas.
La segunda de ellas, por orden alfabético, era anatomía patológica. El inspector se interesó por el jefe de servicio.
—La jefa de anatomía patológica es una doctora —le corrigió la recepcionista, dándole el nombre y señalando los ascensores—. Tercera planta.
«Tercera planta y tercera mujer», pensó Caldas esperando que ésta le tratara mejor que la jefa de servicio del Hospital General.
La doctora escuchó con atención al inspector antes de hablar.
—Efectivamente, nosotros trabajamos con formaldehído. Lo almacenamos aquí al lado. Hagan el favor de acompañarme.
La doctora les mostró varias cajas apiladas en una habitación contigua a su despacho. Caldas comprobó por sí mismo que tampoco en la Fundación Zuriaga contemplaban medidas de seguridad específicas con respecto al formol.
—La mayor parte lo utilizamos en nuestro servicio. El resto se emplea en los quirófanos.
—Ya, para las biopsias —Caldas no necesitaba otra lección—. ¿Hay algún hombre que trabaje en su servicio? ¿Algún médico o enfermero?
—No, en anatomía patológica somos dos doctoras y tres enfermeras.
—Era de suponer —dijo Caldas lacónico, comprendiendo que debería conformarse de nuevo con obtener de la visita una relación del personal que entraba en quirófano. Hubiera deseado encontrar algún especialista varón y, a poder ser, homosexual, pero se iba haciendo a la idea de tener que trabajar sobre un listado que incluiría los datos de varios cientos de personas.
—¿Podría indicarme dónde se encuentra la gerencia de la fundación? —preguntó, dispuesto a recoger la relación y marcharse tan pronto como pudiera.
El inspector Caldas y el agente Estévez entraron en las oficinas del piso superior. A través de la pared de vidrio se contemplaba la parte más occidental de la ría, que permanecía cubierta de bruma. El inspector intuía que, de no ser por la niebla, se podrían divisar las veinte plantas de la torre de Toralla.
Frente a los ascensores, en la pared de granito pulido, colgaba el inmenso retrato al óleo de un viejo de cabello blanco y gran nariz. Al pie del lienzo figuraban un nombre, una fecha y una leyenda: «La felicidad radica en la salud. Gonzalo Zuriaga, 1976».
Pidieron el listado, datos personales incluidos, del cuadro de quirófanos a la joven que les atendió desde el otro lado del mostrador.
—Voy a tener que consultarlo —dudó—, esperen un momento.
La chica buscó la intimidad de un despacho posterior para llamar por teléfono. Había una docena de personas trabajando en las otras oficinas, pero no se veía a nadie más en las destinadas a la gerencia.
Estévez preguntó a su jefe por la táctica a emplear cuando tuvieran en su poder la relación del personal con acceso a los quirófanos.
—¿Qué vamos a hacer, inspector, llamar uno a uno a todos los matasanos de la lista y mirarles el chasis para ver si pierden aceite?
—Pensaba encerrarlos un par de horas contigo y detener al que te diera un masaje en los pies.
—Hablaba en serio, inspector.
—¿Se te ocurre algo mejor?
La joven, que había dejado el auricular descolgado sobre una mesa, se aproximó a ellos.
—¿Pueden enseñarme una identificación, si son tan amables?
—Por supuesto, soy el inspector Caldas —dijo, mostrándole su placa.
—¿El inspector Leo Caldas? ¿Es usted el inspector Leo Caldas… el de la radio?
—Sí, el de la radio —la confirmación de Leo Caldas sonaba a lamento—. Y éste es el agente Rafael Estévez.
—Ya verá como ahora todo son facilidades —susurró Estévez cuando la mujer fue a transmitir sus datos al interlocutor que aguardaba al otro lado de la línea telefónica.
—Seguro —contestó Caldas sucintamente.
Cuando la joven volvió, la expresión de su rostro parecía más distendida.
—El doctor Zuriaga me ruega que les facilite todo aquello que puedan necesitar —anunció—. También dice que siente no poder atenderle personalmente, inspector Caldas, pero desde hace un par de días está algo flojo de salud y guarda reposo en su casa. Me ha parecido entender que deseaban un listado con los datos del personal de quirófano, ¿es así?
Estévez sonrió al comprobar el cambio que la averiguación de la identidad de su jefe había producido en la actitud de la chica.
—¿Es posible? —preguntó Leo Caldas.
—¿Sirve si imprimo la relación completa de médicos y les marco los cirujanos?
—Eso sería perfecto —confirmó el inspector—, pero también necesitamos la identidad tanto de los enfermeros como del resto de personal auxiliar que pueda acceder a los quirófanos.
—Sólo los hombres —matizó Rafael Estévez.
La chica fue a sentarse ante un ordenador próximo.
—El sistema informático no distingue los sexos —les explicó—. Lo mejor va ser sacar el listado con el cuadro completo de personal y luego seleccionamos los hombres.
Cuando la joven pulsó una tecla, una impresora de agujas cargó ruidosamente la primera hoja de papel en el otro extremo de la oficina.
—Qué gusto da el encontrar gente amable —agregó Rafael Estévez guiñando un ojo a la chica, quien le devolvió la sonrisa al levantarse a recoger las páginas impresas.
Leo Caldas no reconocía a su ayudante en aquel adulador de mirada beatífica. Pensaba que una inclinación natural a la barbarie le mantenía apartado de los caminos del amor.
—¿Rafa, intentas ligar? —le preguntó en voz baja.
Estévez aproximó sus labios al oído de su superior.
—Ahora comprendo que haya llegado tan pronto a inspector —susurró—. Es usted un lince.
Caldas no le contestó. Su absurda pregunta tenía bien merecida la respuesta burlona de Estévez.
La joven tomó un rotulador fluorescente de una mesa y regresó al mostrador con las hojas que había arrojado la impresora.
—Éste es el listado. Estamos todos, del primero al último en orden alfabético. Yo soy ésta, ¿ven? —anunció alegremente, apoyando el rotulador en el papel—. Pero me temo que no soy un hombre.
Los policías leyeron, junto al reluciente puntito amarillo, el nombre de la muchacha: Diana Alonso Zuriaga.
No podía ser casualidad que se apellidase así.
—¿Es familiar suyo? —preguntó el inspector señalando la pintura inmensa de la pared.
—Era mi abuelo, el padre de mi madre —contestó la joven.
—Pues menos mal que no has heredado su nariz —bromeó Rafael Estévez, mirando el retrato de don Gonzalo Zuriaga.
—Me salvé por poco —dijo Diana, jovial—. La nariz le tocó a mi tío Dimas.
—¿Dimas Zuriaga? —preguntó Caldas, que había escuchado aquel nombre en muchas ocasiones.
—Sí —dijo ella—, el doctor Zuriaga es mi tío. Heredó la nariz y el cabello del abuelo.
«Y el sanatorio», pensaba Caldas contemplando el lienzo. El cabello del viejo Gonzalo Zuriaga era tan blanco como la bata con la que había posado para el retrato. El inspector, por primera vez en dos días, tenía la sensación de tomar el camino correcto.
Estévez tuvo otra ocurrencia con respecto a la herencia y la joven Diana Zuriaga la festejó con una carcajada. Leo Caldas no recordaba la última vez que un comentario suyo había producido una risa espontánea en una mujer.
—Si quieren voy subrayando con esto los nombres de los que acceden de forma habitual a los quirófanos —se ofreció la muchacha, moviendo el rotulador fluorescente en el aire.
—Muy bien —convino Caldas, sosteniendo la última página—. Sólo déjeme ver una cosa.
Cuando comprobó que figuraba en ella el nombre que buscaba, devolvió la hoja a la muchacha.