Brusco: 1. Áspero, desapacible. 2. Rápido, repentino. 3. Arbusto liliáceo de color verde oscuro, con cladodios ovales similares a hojas terminados en una espina de cuyo centro salen las flores blanquecinas o verdosas. 4. Lo que se desperdicia en las cosechas por muy menudo.

Al salir del Grial, tardaron media hora larga en recorrer cuatrocientos metros. Estévez se detuvo en todos los bancos de la Alameda quejándose de su pie. En cada una de las paradas, el policía juraba una cosa diferente.

A pesar de ser día laborable, en los pubs del Arenal se apiñaba bastante gente. A medida que avanzaba por la concurrida acera, Caldas recordaba a la oyente del programa que se había quejado del alboroto que les impedía conciliar el sueño por las noches. Le extrañaba no recibir muchas más llamadas con la misma reclamación.

Quedaban pocos minutos para la una de la noche cuando llegaron a la puerta del Idílico. Un cordón de terciopelo rojo cortaba el paso.

—Buenas noches —dijo Leo.

Un portero vestido con una camiseta de tirantes retiró un extremo del cordón.

—Buenas noches.

—¿Pero semejante excursión era sólo para tomar una copa, inspector? —se quejó Estévez, al comprobar el destino de su dolorosa caminata.

Caldas había intentado, por dos veces, contar a su ayudante que se dirigían al bar de ambiente gay del que era asiduo Reigosa. Rafael le había interrumpido en todas las ocasiones quejándose del dolor que le producía en el pie la picadura del pez.

—¿Tú qué crees?

—Yo qué sé —y Estévez añadió por lo bajo—, ya me imaginaba que obtener un sí o un no era mucho pedir.

—No —le espetó Caldas harto de oírle cuchichear.

Entraron en el pub, oscuro y con la música electrónica sonando un decibelio por encima de lo soportable. Doce o quince jóvenes bailaban en la pista, y otros cinco se apostaban en la barra del local.

Estévez fue a sentarse en uno de los sillones ubicados alrededor de la pista. Acercó una mesa y apoyó en ella su pie herido, manteniéndolo en alto. Leo le pidió que le esperase y se dirigió a la barra. Pensó que la camiseta del camarero que acudió a tomarle nota iba a estallar.

—¿Qué va a ser?

—¿Qué vino tenéis? —preguntó Caldas.

—Vino en la tasca, meu sol —contestó el camarero con ligera afectación.

—Dame una cerveza, entonces —rectificó el inspector.

El de la camiseta apretada miró a Estévez:

—¿Y el grandullón?

—Ponle otra.

Cuando el camarero volvió con las bebidas, Leo sacó del bolsillo interior de su chaqueta la fotografía de Luis Reigosa. La colocó sobre el mostrador, girándola para que el camarero pudiera examinarla con claridad.

—¿Conoces a este tipo? —preguntó.

—Aquí no conocemos a nadie, es norma de la casa —le espetó el joven, sin siquiera hacer ademán de mirar el retrato.

Caldas colocó un billete de cincuenta euros sobre la foto.

—Eso sólo cubre una de las cervezas —apostilló el camarero del Idílico al ver el dinero.

Cuando el inspector dejó otro billete idéntico al primero, el joven se recuperó del proceso amnésico que había sufrido hasta entonces.

—A las birras os invito yo —dijo, guardándose los cien euros en el bolsillo posterior de su vaquero—. Al de la foto le llaman Ojitos, es amigo de Orestes.

—¿De quién?

El de la camiseta ceñida señaló hacia arriba.

—De Orestes —repitió.

Leo Caldas se volvió en la dirección que el dedo del camarero indicaba, por encima de la pista. Una urna de vidrio suspendida del techo por gruesos cables de acero contenía la cabina del discjockey. Dentro de ella se encontraba un chico muy delgado que manipulaba la mesa de mezclas. Unos auriculares demasiado grandes ocultaban parte de su cabeza rapada al cero.

Por el bien del joven, Caldas esperaba que aquellos cascos fueran más cómodos que los que él utilizaba en la emisora. Se había preguntado en muchas ocasiones si los de Santiago Losada serían tan molestos como los suyos. Tenía el presentimiento de que el locutor se encargaba personalmente de proporcionarle los más rígidos para mortificarle.

Caldas recogió las bebidas y volvió a reunirse con Rafael Estévez. El ayudante, que mantenía el pie sobre la mesa, le indicó con un ademán que se acercara.

—Inspector, los dos tipos que estaban detrás de usted en la barra se están besando —le dijo al oído.

—Ya —repuso escueto Caldas.

Estévez miró a su alrededor.

—No crea que tengo nada contra ellos, jefe —concentrado en su pie dolorido, no había reparado hasta entonces en que se hallaban en un bar de ambiente gay—. Cada uno se acuesta con quien quiere.

—Céntrate en la cerveza y vigílame la mía un momento —le pidió, dejando los vasos sobre la mesa, junto al pie herido de su ayudante—. Regreso enseguida.

El inspector cruzó el bar y se acercó a la escalerilla que llevaba a la cabina en la que operaba el tal Orestes. Le disgustaba la idea de trepar por una estructura de metal tan liviana, pero no encontraba otro modo de llamar la atención del pinchadiscos. Al llegar arriba buscó en su chaqueta el retrato de Reigosa y golpeó el cristal. El ruido estruendoso que exhalaban los dos bafles colocados a ambos lados de la cabina obligó a Caldas a incrementar la intensidad de los golpes, que ya se habían convertido en verdaderos porrazos cuando el joven se percató de la presencia del policía y abrió la puerta.

—Estoy trabajando —gritó.

—¿Eres Orestes?

El pinchadiscos movió la cabeza pelada aseverando, y el inspector le mostró la fotografía.

—No —sonrió Orestes, aproximando los labios a la oreja del inspector—. Ojitos hace días que no viene. Tendrás que conformarte con otro.

Caldas no estaba dispuesto a perder el tiempo.

—Necesito que me cuentes algunas cosas. Soy policía.

—¿Eres qué? —el joven frunció el ceño llenando de arrugas su frente despoblada.

Caldas exhibió su placa.

—Inspector Leo Caldas —aulló.

—¿El de la radio?

No podía ser.

—Sí, el de la radio. ¿Puedes bajar eso? —le instó, señalando uno de los atronadores altavoces.

—Esto es un pub, inspector Caldas, se supone que debe haber música.

—Pues vamos a otro lado —gritó Leo.

—Estoy trabajando, inspector.

Leo extendió los cinco dedos de su mano derecha.

—Sólo te entretendré cinco minutos.

Orestes afirmó con la cabeza y el inspector descendió por la fragilidad de la escalera sin mirar hacia abajo.

Mientras esperaba al chico junto a la pista de baile del Idílico, echó un vistazo al lugar en que había dejado a Rafael Estévez. Sonrió al comprobar que su ayudante se había descalzado, sacado el calcetín y apoyado el pie desnudo sobre la mesa sin el menor recato.

Cuando el pinchadiscos se reunió con él, Caldas le preguntó si existía algún lugar donde pudiesen hablar con más tranquilidad. Orestes le condujo al desorden del almacén de las bebidas, cuya puerta ahogaba ligeramente el estruendo.

—¿Qué quiere, inspector? Sea breve, debo regresar a la cabina en dos canciones.

Leo encendió un cigarrillo, ofreció otro al joven rapado y volvió a enseñarle la fotografía.

—Es músico, se llama Luis —apuntó Orestes.

—Sí, Luis Reigosa, eso ya lo sé. ¿Qué más sabes de él?

—No lo conozco tanto, inspector. Ni es cliente fijo ni está mucho tiempo los días que viene por aquí. Algunas veces hemos charlado, pero poco rato. Creo que la atmósfera de este bar no es lo que más le agrada.

—¿Cuándo lo viste por última vez? —inquirió.

—A decir verdad, hace tiempo que no veo a Ojitos. Ya le he explicado que no es de los habituales, inspector Caldas. Sólo viene hasta que encuentra a alguien, luego se marcha. Ya sabe.

—No, no sé.

—Si liga con alguien se va pronto, no es de los que se quedan a matar el tiempo.

Escuchando la música estridente que sonaba detrás de la puerta del almacén, a Caldas no le extrañó que Reigosa intentara permanecer allí dentro el menor tiempo posible. No era la primera vez que el inspector acudía a un bar de clientela gay, y las otras veces, como aquélla, había tenido la sensación de que buena parte de los que allí se congregaban carecían de cualquier otra afinidad que no fuese su orientación sexual.

—¿Tenía novio?

—¿Ojitos? No… que yo sepa. ¿Por qué pregunta en pasado?

—Porque está muerto —dijo fríamente Caldas.

—¿Cómo? —Orestes parecía no haber comprendido la respuesta del inspector.

—Que Ojitos, como tú le llamas, apareció ayer atado a su cama. Estaba muerto, lo habían asesinado. —Caldas fue intencionadamente brusco.

A Orestes la noticia le produjo un fuerte impacto, y Leo Caldas percibió la vibración de su labio inferior.

—¡Dios mío! ¿Está seguro? —exclamó.

—Completamente. Por eso estoy aquí. Creemos que es probable que lo liquidase un amante. Tal vez tú conozcas a alguno.

Orestes se frotó el cráneo pelado con las manos, como pensando la respuesta.

—Te estoy preguntando si conoces a algún amante de Reigosa —insistió el policía.

El chico le lanzó una mirada con ojos vidriosos.

—En este mundo no se tiene un amante, inspector Caldas. Se tiene pareja o se liga. Un tipo como Luis Reigosa no tenía ningún problema para acostarse con quien quisiera, calcule usted la cifra —dijo Orestes señalando la puerta que daba a la pista de baile del Idílico—. Así, en frío, no sé… Le he visto hablar con bastante gente, pero no estoy seguro de que fueran más que amigos. Tendría que pensar un poco. ¿No podríamos hablar en otro momento? Ahora tengo que volver a la cabina.

—¿Mañana?

Orestes dijo que sí tímidamente y el inspector preguntó:

—¿Antes de comer?

—Salgo de aquí a las siete de la mañana, inspector.

—¿A qué hora puedes? —Caldas intentaba acorralar al chico.

—No sé…, mejor por la tarde. ¿A las cinco?

—De acuerdo. ¿Te veo aquí?

—No, aquí no —se apresuró a corregir—. ¿Sabe dónde está el hotel México?

—¿Más arriba de la estación?

El pinchadiscos asintió.

—En la planta baja hay una cafetería. ¿Nos vemos allí a las cinco? Siento no poder ayudarlo ahora, inspector —se disculpó Orestes saliendo precipitadamente del almacén.

Leo tiró el cigarrillo al suelo, lo aplastó con la suela de su zapato y le siguió.

—Una cosa más —Caldas le sujetó por los hombros para asegurarse de que le mirara a la cara mientras hablaba—. ¿Conoces algún amigo de Reigosa con el cabello completamente cano?

Orestes no contestó.

—Un pelo muy blanco. Muy, muy blanco —insistió el inspector.

—¿Muy blanco? No, no sé quién puede ser —el labio no había dejado de temblar—. Lo siento, inspector, la canción está terminando… He de volver arriba.

Orestes subió las escaleras apresuradamente, y Caldas le vio introducirse en su urna de cristal con la sensación de que aquel chico ocultaba algo. Era posible que no le hubiese mentido, pues no había sonado falso, pero tenía el convencimiento de que de su boca no había salido toda la verdad. Le había impresionado demasiado la noticia de la muerte del músico, y Caldas sólo encontraba dos razones para explicar aquella reacción: o Reigosa no era solamente un conocido o el muchacho de la cabeza pelada tenía miedo. Tal vez fuese una combinación de ambas cosas. Sopesaba la posibilidad de que, en aquellas circunstancias, le pudiese beneficiar haberse citado al día siguiente. Era mucha la información que se podía recordar en una noche de insomnio. Eso, si no le daba por huir.

Caldas se dirigió en busca de su ayudante y su cerveza. Vio, al fondo, un tumulto en medio del cual destacaba Rafael Estévez alzándose un palmo sobre los demás. Blandía la pistola en una mano y el zapato en la otra, y bramaba encolerizado, totalmente fuera de sí. La distancia, el volumen de la música y el alboroto hicieron que Leo Caldas necesitase acercarse unos pasos para distinguir las palabras de su ayudante.

—¡Quien se acerque a menos de dos metros es hombre muerto!

Los policías se perdieron en el bullicio nocturno de la calle del Arenal.

—¿No eras tan tolerante con los gays?

—Es que me da igual lo que sean —contestó Rafael Estévez, que, rumiando entre dientes, avanzaba cojeando con la vista clavada en el frente—. A quién se le ocurre venir a sobarme el pie.

—¿Viste cómo le dejaste la nariz por una caricia? —le reprendió Caldas.

—Pues que las próximas rayas se las meta por las orejas —replicó Estévez sin el menor asomo de arrepentimiento.

—Rafa, esto no puede seguir así, ¿no hay modo de que controles tus reacciones?

—Si no llego a dominarlas le habría pegado dos tiros.

—Fue lo único que no le pegaste —dijo Caldas, rememorando el estado en que había quedado la cara del hombre.

—No me tire del genio, jefe, que si llego a tener bien el pie… —Estévez se detuvo en mitad de la acera—. ¿Va a contarme de una vez a qué coño hemos ido a ese antro? No habrá sido sólo para que un imbécil intentara darme un masaje en la picadura.

—Luis Reigosa era homosexual —contestó el inspector—. En ocasiones acudía a ese bar.

—¿Ve? ¡Ya lo dije yo! A ése no le iba sólo el pitorro del saxofón.

—Pues eso. Vamos a dormir, mañana te cuento el resto.

Leo Caldas llegó a su casa después de las dos y cuarto. Se tumbó en la cama y, mirando al techo, trató sin éxito de apagar la lucecita que, desde el día anterior, brillaba en su mente recordándole que había pasado algo por alto en la inspección de la casa de Reigosa.

Cuando se quedó dormido olvidó aquella luz. Soñó con manos pálidas y teclas de piano.