Desafinar: 1. Desentonar la voz o un instrumento apartándose de la debida entonación. 2. Decir algo indiscreto, inoportuno, en una conversación.
Cuando el inspector Leo Caldas salió de Eligio pasaban de las nueve y media de la tarde. El sol ya se había puesto, pero el día todavía conservaba luz.
Eligio no sólo era una especie protegida por el aroma a piedra, madera y sabiduría. Su secreto mejor guardado no estaba a la vista, sino en la pequeña cocina apartada de los ojos del visitante, en la que se preparaba el pulpo más tierno de la ciudad. Leo Caldas había cenado en la barra, charlando con Carlos, mientras los catedráticos debatían en la mesa contigua.
Había tomado un plato pequeño de carne al caldero, ternera hervida a fuego lento con patatas aderezada con aceite de oliva y una mezcla de pimentón dulce y picante, y un buen pedazo de empanada de vieiras hecha como le gustaba: con la masa hojaldrada fina y crujiente, y el relleno con las vieiras simplemente acompañadas de cebolla confitada. Carlos había abierto una botella de blanco para los dos antes de la cena. En medio de la conversación tuvo que abrir otra.
Caldas atravesó la calle del Príncipe, cruzó la Puerta del Sol y pasó bajo un arco que en otro tiempo había sido una de las puertas de la ciudad vieja. Descendió por el empedrado dejando a la derecha la biblioteca universitaria y la casa episcopal. Tomó la calleja que llevaba a la concatedral, en dirección opuesta al templo, y bajó por la calle Gamboa. En el número 5 estaba el Grial.
Desde fuera podría haber pasado por una taberna inglesa, con listones de madera oscura enmarcando la pequeña fachada blanca. Los marcos de la puerta y de las ventanas de cristal biselado eran de la misma madera. La entrada, cubierta por un tejadillo de pizarra a dos aguas, hacía una visera sobre la acera.
Por dentro, el Grial era amplio, con una barra larga a la derecha y una docena de mesas dispuestas por el resto del local. Casi todas estaban ocupadas, la mayoría por grupos de cuatro o más personas. De las paredes colgaban las imágenes de muchos de los grandes del jazz. En los altavoces sonaba Cole Porter.
Caldas se acercó a la barra abarrotada. En cuanto pudo, pidió vino, con la intención de no mezclar alcoholes. Vio, al fondo, la tarima del escenario. El irlandés, sentado en una banqueta, estaba afinando el contrabajo. Junto a él, un piano negro sobre el que descansaba un micrófono.
Mirando a su alrededor, descubrió a Iria Ledo en la barra, a un par de metros de él. El maquillaje no podía disimular sus ojeras. Leo encendió un cigarrillo y se aproximó a ella.
—Buenas noches.
—Inspector Caldas —le reconoció al instante—, no le esperábamos hasta después del concierto.
—Imaginé que aquí encontraría buena música además de la conversación —se justificó el policía.
—Ha habido mejores noches —dijo Iria Ledo.
—Es cierto, siento lo de su amigo.
Caldas hizo una pausa y ella asintió en señal de agradecimiento.
—Supongo que no va a ser sencillo subir a tocar sin Reigosa.
—Puede tener la certeza de que no, inspector.
Iria recogió las dos copas que le sirvió el camarero y cambió de tema:
—¿Le gusta el jazz?
Caldas asintió.
—Pues no le había visto nunca por aquí.
—Casi siempre voy a los mismos sitios —se excusó el policía—. La música suelo escucharla en casa. Sólo había venido al Grial en otra ocasión.
—¿Sabe que escogió el peor día para la segunda?
Caldas lo sabía, pero las palabras de ella no le sonaron a reproche sino a pesar sincero.
—Sí —contestó.
—Hablamos después, inspector —dijo ella—. Va a empezar el concierto.
Iria Ledo se dio la vuelta y caminó entre las mesas con un vaso en cada mano. Leo la siguió con la mirada. Al subir a la tarima del escenario, la mujer entregó una de las copas a Arthur O’Neal, dio un trago a la otra, la colocó en el suelo y se sentó al piano.
La música de fondo dejó de sonar y las luces del Grial bajaron de intensidad hasta dejarlo casi a oscuras. Sólo el resplandor débil de la barra y las llamas de las velas colocadas sobre las mesas iluminaban ligeramente el local.
El sonido ahogado del contrabajo del irlandés rompió el silencio expectante. Un foco cenital alumbró a Iria, pálida, y a su piano negro. Hendió los dedos en las teclas con los ojos cerrados. Leo conocía la pieza: Embraceable you, de los hermanos Gershwing. Notas graves y ritmo pausado. Había que interpretarla con sentimiento y a Iria Ledo le sobraba.
Al terminar, tras los aplausos, Iria apuró la copa y arrimó la boca al micrófono. Informó al público de la ausencia de Luis Reigosa, aunque Leo tuvo la impresión de que la mayor parte de los presentes ya estaban al corriente de su fallecimiento. Explicó, con tristeza, que querían tributarle un homenaje aquella noche, pidió disculpas por adelantado por lo que les pudiese deparar la emoción del día y presentó a Arthur O’Neal al contrabajo.
Tocaron varias piezas que Caldas no pudo identificar con claridad. Pensó que era posible que las estuviesen interpretando igual que cuando Reigosa tocaba con ellos y no las reconociera por la ausencia del saxo.
Más tarde subió al escenario un tal Germán Díaz con una zanfoña. Caldas había oído que se estaban introduciendo instrumentos gallegos tradicionales en las bandas de jazz. Era la primera vez que escuchaba aquella mezcla y le sorprendió. Tocaron Laura, de Charlie Parker, con la zanfoña interpretando las notas que en la melodía original interpretaba el saxofón. El antiguo instrumento celta no tenía los registros del saxo ni era fácil sustituir el viento por la cuerda, pero la chirriante zanfoña daba la sensación de llorar. No lloraba por Laura como Parker, sino por Reigosa.
El concierto terminó con una dedicatoria de Iria a Luis Reigosa: Angel Eyes.
Caldas no había olvidado el color de agua de las pupilas del muerto y pensó que Ojos de ángel era un título acertado para aquel tributo.
And why my angel eyes ain’t here
oh, where is my angel eyes.
Cuando, desde la barra, oyó la voz desgarrada de Iria Ledo cantando entre lágrimas, el inspector supo que no existía un regalo mejor.
Excuse me while I disappear
angel eyes, angel eyes.
Terminada la actuación, Leo Caldas, Iria Ledo y Arthur O’Neal se sentaron en la mesa más apartada de la barra. Le contaron que Luis Reigosa era un hombre bueno además de un músico excelente y que no vivía más que para el saxofón. Pasaba las tardes en el conservatorio y las noches allí, en el Grial.
Estuvieron hablando un rato de vaguedades hasta que Caldas preguntó:
—¿Saben si Reigosa era homosexual?
—¿Cómo no lo íbamos a saber? —fue Iria quien contestó, y Leo Caldas sintió un ligero rubor—. Estábamos casi todos los días juntos. Luis no era de los que se escondían. No hacía bandera de su condición, pero si alguien le hacía esa pregunta no tenía problema en contestar con sinceridad. ¿Le vio los ojos?
—¿Los ojos? —el inspector era incapaz de olvidarlos desde la visita al apartamento de Toralla.
—Los de Luis —le aclaró Iria Ledo, como si fuese necesario—. Sus ojos eran un imán para hombres y mujeres, no podría pasarse la vida disimulando. ¿Tiene importancia con quién se acostara?
—Lo mataron en la cama —explicó Caldas.
—No nos habían dicho nada.
Arthur no llegaba a comprender el origen de aquel crimen.
—Luis era un tipo normal —afirmó con su marcado acento—. No se metía con nadie ni nadie tenía motivos para hacerle daño.
—Pero se lo hicieron.
—Lo sabemos. Fuimos nosotros a reconocer el cadáver —Iria hablaba con congoja—. Luis tenía el sufrimiento dibujado en la cara.
Leo pensó que, por suerte, no le habían visto el resto del cuerpo.
—¿Fueron a reconocerlo ustedes?
—La otra alternativa era dejar que fuera su madre —contestó la pianista—. Pobre mujer, en el entierro llegué a pensar que se iba con él.
O’Neal hizo una mueca amarga al rememorar la escena del entierro.
—Luis quería que lo incineraran —se lamentó.
—¿Reigosa hablaba de su muerte?
—¿Recuerda que somos músicos, inspector? Pasamos muchas noches en este bar, los tres: Art, Luis y yo. Hay ocasiones en que se bebe, se habla y se imaginan cosas. Por hablar, sin más. Una boda, un viaje, un entierro…, cosas. Luis había comentado en alguna ocasión que quería que le incineraran y que lanzáramos sus cenizas a la mar con el pájaro…, con Charlie Parker, haciendo la banda sonora.
Caldas asintió.
—¿Por qué no lo hicieron como él les había pedido? —preguntó después.
—¿Habría ido usted con ese cuento a su madre? Luis es… —Iria Ledo corrigió al instante—, Luis era su único hijo. Bastante disgusto le había dado al marcharse a vivir a Vigo. Se había criado sin padre, ya sabe…
El inspector sabía a qué se refería. En el mundo rural gallego no era extraño ni estaba mal visto que una mujer de cierta edad tuviera hijos sola. Una vieja sin descendencia estaba condenada a poco menos que la mendicidad al no poder trabajar la tierra. Se entendía con naturalidad que decidiera tener un hijo que le ayudase en el futuro. A pesar de ello, Reigosa había preferido otros planes para sí mismo.
—¿Saben si tenía pareja? —preguntó Leo Caldas, mirando a la pálida mujer.
—¿Luis? No, que yo sepa.
Un tanto sorprendida, Iria Ledo buscó al irlandés, que también lo negó.
—Luis contaba lo que él quería que supiéramos y nosotros no preguntábamos más. Puede que hubiera alguien con quien se viera con más frecuencia, pero de existir alguien realmente importante nos habría hablado de ello. ¿No crees?
Arthur O’Neal movió la cabeza afirmativamente y la vela que había en el centro de la mesa produjo curiosos reflejos en su cabello rojizo.
La mujer continuó:
—Sabíamos que algunas veces, después de tocar, iba a un pub en el Arenal, pero no recuerdo el nombre. Art, ¿sabes cuál digo?
—¿El Idílico?
—Sí, el Idílico, creo que es ése. Puede que allí encuentre algo que le interese. Iba algunas noches, pero no imagino a Luis Reigosa llevando una doble vida, inspector. Bastante tenía con la suya.
El irlandés, que en el transcurso de la charla había liquidado dos enormes jarras de cerveza, se excusó para ir al cuarto de baño. Leo permaneció sentado junto a la mujer, y sacó un nuevo cigarrillo que encendió acercándolo a la llama de la vela.
—Otra cosa: me sorprendió la casa de Reigosa. ¿Se gana tanto con la música?
—¿Tanto, inspector? Cada uno se apaña con lo que tiene.
—Pero lo que cobraba aquí y un sueldo de profesor suplente en el conservatorio no parece suficiente para poder vivir en un dúplex de Toralla.
—Luis no tenía que ahorrar, inspector Caldas. El formar una familia estaba lejos de sus planes.
«Ciertamente», pensaba el inspector cuando la chica le indicó:
—Su amigo.
—¿Cómo?
Iria señaló hacia la puerta del Grial.
—El tipo grande de la entrada. ¿No estaba con usted en el entierro?
Caldas vio a Estévez cojear hasta la barra y apoyarse en ella.
—Buena memoria —asintió.
Antes de despedirse, preguntó a la pianista:
—¿Vio a un hombre muy elegante en el cementerio? Un hombre de cabello cano.
—Sí, me fijé en el pelo y en el traje. El pelo muy blanco, el traje precioso. ¿Quién era?
—No lo sé. —Caldas volvió a lamentar no haber visto su rostro—. Quise hablar con él, pero al salir ya no estaba por allí. ¿Hará el favor de preguntar a O’Neal si le había visto en alguna ocasión con Reigosa?
—Claro, inspector.
Se levantaron de la mesa y la luz de un fluorescente tiñó de azul la piel pálida de la pianista. Se estrecharon la mano.
—Gracias, Iria, no piense que es fácil para mí venir a remover su dolor.
Iria Ledo le dijo que no hacía falta que se disculpara y Caldas le entregó una tarjeta con su teléfono.
—Si se le ocurriese algo más no deje de llamarme. A veces cosas que parecen intrascendentes…
Ella sostuvo la tarjeta en la mano, sin leerla.
—¿Cuándo fue la otra vez? —preguntó.
—¿A qué se refiere?
—Antes del concierto me comentó que había venido en otra ocasión al Grial. ¿A qué se debió tal honor, inspector Caldas?
—A un pianista americano… Bill Garner creo que se llamaba. Decían que era hijo de Errol Garner. ¿Sabe de quién le hablo?
—Por supuesto, de Apolo.
—¿Apolo?
—Bill Garner, apodado Apolo —le explicó la mujer—, no sé de quién es hijo. Él piensa de sí mismo que es el nuevo Thelonius Monk, pero no creo que sea para tanto. Para algunas cosas no es suficiente el ser negro. Creo que vive en Lisboa, pero todos los años viene por aquí una noche o dos. Debe de tener una amiguita.
—Parece que no le cae bien.
—¿Apolo? Me cae bien… pero me desafina el piano —por primera vez en la noche, Leo la vio sonreír—. No se lo cuente a nadie, inspector.
Cuando Iria Ledo se marchó, Leo Caldas permaneció durante unos segundos viendo caminar a la pequeña mujer entre los clientes del pub. Apagó la colilla en el cenicero de una mesa próxima y se dirigió a la barra, al encuentro de Estévez.
—A buenas horas apareces.
—Si quedamos después de cenar, es después de cenar, inspector. Además, no puedo ni caminar, he tenido que estar tumbado con el pie en alto desde que llegué a casa. Tengo los dedos del pie como chorizos por la piraña navajera de las pelotas.
—Faneca.
—Eso, faneca, la madre que la parió. No me vuelvo a meter en el mar sin pistola.