Bravo: 1. Valiente, esforzado. 2. Referido a animales, fiero o feroz. 3. Se dice del mar embravecido. 4. Se dice del terreno áspero, inculto. 5. Colérico, de mucho genio. 6. Interjección que indica aprobación o entusiasmo.
Pese a no haber vuelto desde niño, Leo Caldas recordaba nítidamente los árboles plantados en la orilla de la playa de Lapamán. Recordaba la arena ligera, más blanca de lo habitual, y las dornas varadas en la playa. El aroma a pintura, mar y madera de aquellas barcas pequeñas había perdurado evocadoramente vivo en su memoria. No sabía el efecto que el paso del tiempo habría causado en el paisaje, pues el implacable feísmo había invadido durante décadas el litoral. Estando tan cerca, Leo decidió correr el riesgo y propuso a su ayudante un descanso en la playa.
Bajaron del cementerio y tomaron una carretera que discurría entre pinares y eucaliptos, paralela a la costa. Rafael conducía despacio, pues Caldas no recordaba el emplazamiento exacto del desvío. No habían recorrido un par de kilómetros cuando un rótulo les indicó el camino. El inspector pensaba que aquel letrero no era una buena señal, pero, afortunadamente, el ramal era estrecho y moría encima de la arena sin dejar espacio más que para estacionar unos pocos coches.
Cuando hubieron aparcado, los agentes bajaron por una escalera de piedra hasta sentir el crujido de los granos de arena apisonados bajo sus pies. La playa estaba desierta, a excepción de una mujer joven que tomaba el sol con sus dos hijos pequeños y otra que recogía algas en la orilla.
Había dos o tres casas de piedra a pie de playa que Leo no recordaba de aquel tiempo, pero era posible que hubieran estado allí entonces. No había rastro de las dornas. Fueron a sentarse bajo los árboles, que continuaban clavados al borde de la mar como en los recuerdos. Caldas tomó un puñado de arena y la dejó correr entre sus dedos. La misma de siempre: fina y blanca.
—Menuda playa, inspector. Y casi para nosotros solos. Esto es el paraíso —dijo Estévez, mirando en torno—. ¿Siempre está así?
—Bueno… En verano hay más gente, pero nunca es una invasión.
A Estévez, acostumbrado al invariable Mediterráneo, le sorprendía la cantidad de playa que había descubierto el reflujo de la marea. El agente se descalzó y fue dando un paseo hasta el agua.
El inspector permaneció tendido en la arena, con los ojos cerrados, haciendo un análisis mental del caso que tenía entre las manos. Pensaba que, de no sacar algo en limpio de la conversación de esa noche con los músicos de jazz, el formaldehído era el mejor punto de partida para su investigación. El formol clínico era de uso habitual, pero Barrio había comentado que alguien que no fuera un especialista difícilmente conocería el resultado de inyectarlo. Eso señalaba a los anatomopatólogos y a los auxiliares clínicos de sus departamentos. Por lo menos, intentaba animarse Caldas, no era un gremio tan amplio. Además, aunque no era cosa de preguntar por la orientación sexual de cada uno de ellos, los homosexuales ya no se veían obligados a esconder su condición. Tenía el listado de hospitales que le había facilitado Isidro Freire en Riofarma. Componían la relación el Hospital General, el Policlínico y la Fundación Zuriaga. Riofarma era un distribuidor importante aunque no fuera el único que vendía formol, y por algún sitio debían comenzar. Por otro lado, estaba el coche de Reigosa. Un día u otro tenía que aparecer.
La mujer que recogía algas pasó junto al inspector llevando en la cabeza, en equilibrio, el cesto rebosante del verde recolectado. Con la brisa de la mar dándole en la cara, Leo Caldas permaneció recostado, mirando las hojas de los árboles que oscilaban sobre su cabeza. A un lado vio a la madre jugando con los dos niños y pensó en Alba. Comprendía su anhelo de ser madre, pero le dolía que no entendiese que la idea de tener un hijo requería un convencimiento absoluto. Un niño no podía ser un antojo. Por otro lado, las decisiones que afectaban a los dos exigían unanimidad. Había leído alguna vez que los hijos eran la principal fuente de tensión entre las parejas. Estaba comprobando que era cierto, incluso cuando esos hijos no existieran más que en hipótesis.
—Está fría —dijo Estévez, que había vuelto de la orilla con los pies mojados—, aunque con el calor que hace si me diera un chapuzón me quedaría nuevo. A usted seguro que no le parecería bien si en calzones…
—¿A mí? —contestó Caldas sin mirarle—. Me conformo con estar de vuelta a tiempo para el concierto de esta noche.
Estévez se deshizo de sus ropas en un abrir y cerrar de ojos y salió a la carrera esparciendo nubes de arena a su alrededor.
Cuando Leo Caldas se incorporó para sacudirse, contempló los ciento treinta kilos de ayudante en calzoncillos que cruzaban corriendo la extensa bajamar de Lapamán. Viéndolo entrar en el agua salpicando como un caballo al galope, recordó las fanecas bravas.
Estévez salió del agua blasfemando, manteniendo el equilibrio sobre una sola pierna. Con las dos manos se sujetaba el pie de la otra.