Solvente: 1. Que tiene recursos suficientes para pagar sus deudas. 2. Que es capaz de cumplir con su obligación, cargo, etc., y particularmente, capaz de cumplirlos con eficacia.

Luis Reigosa era saxofonista de jazz, estaba soltero y vivía solo. Su madre residía en una pequeña casa a la orilla de la vecina ría de Pontevedra, en la villa marinera de Bueu, de donde también era originario el muerto. No tenía padre ni hermanos conocidos. Según los guardas que custodiaban la entrada a la isla de Toralla, pese a ser hombre de horarios nocturnos, era tranquilo. Tocaba el saxofón con su banda cuatro noches por semana en el Grial, un local situado a la entrada del casco viejo de la ciudad. El conjunto lo integraban tres componentes incluyendo al propio Reigosa. Los otros dos eran el contrabajista irlandés Arthur O’Neal y la pianista Iria Ledo. Asimismo, el muerto impartía clases como profesor suplente en el conservatorio municipal de Vigo.

Estévez conducía en silencio en aquel día hermoso, claro y limpio, sin una sola nube en el cielo azul. Leo Caldas pasó las curvas repasando la memoria del caso que había preparado el agente Ferro de la UIDC. Las hojas grapadas del informe recogían las consideraciones previas, las impresiones de algunos vecinos, las del portero, las de María de Castro y las del vigilante de la entrada a la isla que tenía turno de guardia la noche del crimen. El vigilante recordaba haber visto entrar el coche de Reigosa con el músico en su interior, pero no recordaba que hubiera alguien más en el coche. En todo caso, tenían por norma no identificar a los invitados que acompañaban a los vecinos. Había visto salir el vehículo unas horas después, de madrugada. Echaba la culpa a la oscuridad y a la lluvia de aquella noche, pero había supuesto que era Luis Reigosa quien conducía.

El coche aún no había aparecido.

También figuraban en la memoria el análisis lofoscópico y las primeras inspecciones realizadas en el apartamento. El informe forense descartaba que Reigosa hubiese sido atado y amordazado una vez muerto y fijaba el momento del crimen alrededor de las once de la noche del 11 de mayo. No era el análisis más exhaustivo que Leo Caldas había leído y apenas aportaba novedades, pero era mejor que no tener nada. Faltaban las conclusiones de Clara Barcia, que aún iban a demorarse un par de días. Leo confiaba en que su minuciosidad a la hora de escudriñar la escena pudiera abrir nuevos caminos que posibilitaran el esclarecimiento del crimen, pero por el momento no encontraba demasiadas columnas sobre las que asentar la investigación. Hizo un recuento mental de todo lo que tenía: la pequeña porción de una huella dactilar de imposible confrontación con las de los archivos policiales, un producto químico de uso común como arma homicida, y la certeza de que el asesino tenía un conocimiento médico bastante profundo. También que, probablemente, se trataba de un hombre. De un hombre homosexual.

Leo Caldas sacó del bolsillo de su chaqueta el retrato que había tomado del dormitorio de Reigosa. Volvió a tener la impresión de que estaba pasando por alto algún detalle importante. No podía identificarlo, pero una pequeña lucecita brillaba en su interior susurrándole que alguna pieza no encajaba en aquel puzzle. Conocía aquella sensación y se fiaba de su instinto. Estaba seguro de que, por pequeño que fuera, lo que ahora se escondía en algún rincón de su cabeza terminaría por mostrarse de un modo repentino más tarde o más temprano.

Echó la cabeza hacia atrás, devolvió la fotografía al bolsillo y cerró los ojos.

Porriño estaba en el valle que formaba el río Louro en su búsqueda del padre Miño. Era una población pequeña, a unos diez kilómetros de Vigo, hacia el interior. Por allí pasaban las autopistas que se dirigían al sur, hacia Portugal, y al este, a Madrid. La villa estaba creciendo con la misma celeridad con que menguaban las montañas de granito que la rodeaban.

Pocos años atrás, aprovechando la pujanza económica de las canteras, se había promovido la construcción de un gran parque industrial en la comarca. Los precios razonables del suelo, las buenas comunicaciones y la laxa política fiscal del ayuntamiento habían atraído a muchas empresas de Vigo.

Los policías dejaron atrás las primeras naves y abandonaron la autopista. Por una carretera comarcal llegaron hasta una reja alta que protegía varias hectáreas de terreno. Sobre la puerta de la entrada, en letras sobrias, estaba escrito un nombre «Riofarma».

El edificio del laboratorio conservaba el sabor de las empresas antiguas, un cierto aroma a ministerio. La piedra con que estaba construido le confería una nobleza y una solidez de las que carecían las estructuras nuevas del polígono industrial.

La sociedad permanecía en manos de la familia de Lisardo Ríos, el hombre que la había fundado décadas atrás.

—Buenos días —los detuvo el guarda acercándose al coche.

Estévez buscó ayuda en el asiento contiguo.

—Nos está esperando don Ramón Ríos. Soy el inspector Caldas, de la comisaría de Vigo.

—¿El inspector Leo Caldas?

—Sí —corroboró.

—¿Es usted el inspector Leo Caldas, el patrullero de las ondas?

—El patrullero en persona —le confirmó Estévez asintiendo escandalosamente.

—Leo Caldas… No puedo creerlo, no me pierdo uno solo de sus programas. En la radio de la caseta siempre está sintonizada Onda Vigo —el guardia introdujo medio cuerpo por la ventanilla y le tendió la mano—. Fíjese lo que engaña la radio, inspector, por la voz me parecía que debía de ser usted un hombre de más edad.

—Siento decepcionarle —dijo Caldas estrechándole la mano, sin llegar a entender cómo podía gustar a alguien el programa.

—No me decepciona en absoluto —le contestó el guarda sin soltar su mano—. Encantado de conocerle, inspector Caldas.

—¿Podemos pasar? —preguntó Leo cuando consideró que su antebrazo había sido suficientemente sacudido.

—Claro, inspector Caldas, no faltaba más —dijo, soltando su mano.

El guarda les abrió la puerta descubriendo el hermoso jardín que circundaba el edificio del laboratorio.

—Ha sido un placer —les gritó con entusiasmo al paso del vehículo.

—A seguir bien —sonrió el inspector forzadamente.

—Hay que ver lo que hace la fama, ¿eh, jefe? —comentó Estévez cuando dejaron la barrera atrás.

—¿Qué fama, qué quieres decir?

—No se haga el humilde conmigo, jefe. Ya lo ha visto, en cuanto le ha conocido, nos ha dejado pasar rápido.

—Tampoco me conocen tanto. Además, es una cosa bastante habitual no poner inconvenientes cuando quien quiere pasar es la policía.

—Vamos, inspector, no me negará que al estar en la radio el trato que recibe es completamente diferente. Cuando vamos de incógnito, o voy yo sólo a algún lugar, todos ponen mala cara. En cambio si, al igual que ha sucedido ahora, usted se identifica como el patrullero de las ondas, el trato es mucho más cordial.

—En primer lugar, yo no me he identificado como nada. En segundo, tú no puedes recibir cordialidad si te lías a golpes con la gente sin la menor provocación.

—No me dé lecciones de moral —se defendió Estévez—, aquí cada uno tiene sus métodos de trabajo. Si usted no es consciente de lo que le favorece su popularidad no tiene por qué volver esa ignorancia contra mí. Esto del éxito es cosa suya.

—Rafa, déjame en paz —dijo Caldas presintiendo que su ayudante podía estar en lo cierto. Por muy poco orgulloso que estuviese de participar en él, a pesar de los años de servicio ciudadano en el cuerpo de policía, si alguien le conocía era por aquel absurdo programa de radio.

Salieron del coche para dirigirse a la puerta del edificio. Ramón Ríos les esperaba en el umbral.

Ramón Ríos había sido compañero de clase de Leo Caldas. Juntos habían aprendido que existía un pecado más importante que los otros, que un penalti seguido de gol es gol, y que la derivada de una función en un punto representa la pendiente de la recta tangente en el mencionado punto. También, desde el púlpito, don José había enseñado a los alumnos de diez años a decidir en situaciones límite: cuando un terrorista amenaza a la familia de un niño con una ametralladora y pide a ese niño que pise una Sagrada Forma para liberar a los suyos, el niño no tiene que pisarla, pues si el terrorista cumpliera su amenaza y disparase, su familia iría, entera y feliz, al cielo en santo martirio. En algunas ocasiones, y siempre que Alba fuese en el lote, Leo había estado de acuerdo con la nada ortodoxa teoría de don José. En otras no.

—Leo, debes de ser el único loco que viene al laboratorio cuando quiere verme —le recibió Ramón Ríos.

—Ya sabes, tiene que haber de todo.

Se saludaron con un abrazo. Aunque con el tiempo hubieran dejado de verse de modo habitual, conservaban un grato poso de la amistad que les había unido en la infancia, cuando, por motivos diferentes, a ambos les costaba demasiado relacionarse con el resto de los niños.

—Esta vez no vengo por una cuestión personal sino por algo relativo a tu trabajo —le dijo Caldas, adelantando sucintamente la razón de su visita.

—¿Mi qué? ¿Estás seguro de encontrarte bien?

—¿No te pagan por venir? —preguntó Leo.

—Pero sólo para no aguantarme en casa —contestó Ríos, y miró la hora en el caro reloj de pulsera de su muñeca izquierda—. Con el día que tenemos, no voy a tardar ni media hora en estar en el barco.

—Tú que puedes —dijo el inspector.

Ramón Ríos señaló a Estévez, que se había quedado absorto contemplando cómo un humeante líquido verde era manipulado por cuatro jóvenes ataviados con bata blanca.

—¿Te has comprado un gorila? —preguntó en voz baja a su antiguo compañero de colegio.

—Es Rafael Estévez, mi nuevo ayudante. No lleva más que unos meses en la ciudad. ¡Rafael! —llamó.

—Menudo bicho, vas bien protegido —murmuró Moncho Ríos guiñándole un ojo de la misma manera pícara que lo hacía desde niño—. Ya había oído que las celebridades radiofónicas necesitan escolta.

—Debe de ser eso —dijo Caldas lacónico.

Estévez se les aproximó y saludó a Ríos:

—¿Qué tal?

—Pues perdiendo bastante pelo. Por lo demás no me quejo.

—Rafael, éste es Ramón Ríos —les presentó Leo Caldas.

—Encantado —dijo Estévez, y señaló a los hombres de la bata blanca—. ¿Qué están haciendo?

—¿Los de la humareda verde? —preguntó Ríos.

Rafael Estévez asintió.

—No tengo ni idea —contestó Ríos como si no hubiera otra respuesta posible a la pregunta formulada por el agente—. Yo sólo entiendo de lo mío, y poco, no te vayas a creer. El listo de la familia era el abuelo Lisardo que fue quien montó todo este tinglado. Ahora, listos como para presumir, solamente nos quedan mi hermano, mi prima y el gato. Y por aquí tampoco hay muchos listos, son bastante mediocres —señaló a un par de empleados que se acercaban por un pasillo—. Los mejores cerebros se marchan a la competencia. Se conoce que, desde que Zeltia cotiza en bolsa, paga mejor que nosotros.

Estévez asintió levemente.

Ramón seguía con su discurso:

—A mí me da alergia el laboratorio, por eso estoy el menor tiempo posible aquí. Muchas veces me salen unas erupciones en el cuerpo que sólo soy capaz de curar con baños de mar y brisa. Estoy convencido de que se trata de una incompatibilidad que el vino tiene con alguna de las sustancias que fabricamos aquí. ¿Quieres saber alguna otra cosa? —preguntó mirando a Rafael Estévez.

—No, gracias —contestó el agente, quien, escuchando el torbellino de razonamientos que Ríos era capaz de generar, había entendido que era más razonable tener la prudencia de no volver a intervenir.

—Me ha comentado Leo que eres de fuera.

—Sí —concedió Estévez—, de Zaragoza. ¿La conoce?

—¿Me hablas de usted por la calva?

—¿Cómo? —preguntó el agente.

—Que me hables de tú, hombre, que soy feo pero no viejo. ¿Ves? —dijo, abriendo mucho la boca—. En este lado aún conservo todos los dientes.

—No te esfuerces, Moncho —intervino Caldas—. Hace semanas que he dejado de pedírselo. Como mucho le dura el tuteo dos frases.

—Como quieras, pero se comienza así y se acaba haciendo la genuflexión doble, como en el colegio.

Moncho Ríos echó a andar por el largo pasillo que salía del vestíbulo.

—Venid —dijo, pidiendo que le acompañasen—, vamos a seguir la charla en la cancha de tenis.

Estévez permanecía en pie, pasmado, mirando al inspector.

—¿Dónde?

—En su oficina —contestó Leo Caldas siguiendo a Ríos.

Ramón Ríos tenía un despacho inmenso forrado con madera de nogal. Una alfombra persa ocupaba casi la totalidad del suelo. A un lado, en la zona de reuniones, ocho sillones de cuero rodeaban una gran mesa de juntas con un moderno teléfono colocado en su centro. Al otro lado del despacho, una pieza de anticuario situada junto a la ventana hacía la función de escritorio. Sobre éste había un periódico deportivo abierto.

Carallo, para no trabajar, no está mal —bromeó Caldas al entrar.

—Es aparente —admitió Ramón Ríos mirando a su alrededor.

Leo Caldas había sido testigo en muchas ocasiones de las envidias que despertaba en sus compañeros de escuela la naturalidad con la que Ramón Ríos hablaba de su vida opulenta. Él, sin embargo, nunca había albergado aquel sentimiento y, al contrario, valoraba su amistad generosa y fiel. Si había algo de Moncho Ríos que hubiera deseado poseer era su desparpajo atolondrado, tan alejado de la timidez del inspector.

—Sentaos y contadme qué milagro os ha traído por aquí —les pidió Ramón Ríos.

Los policías se acomodaron en dos de las butacas que rodeaban la mesa de reunión, y Leo Caldas esperó en silencio que Ramón Ríos ocupara otro asiento.

—Formol —dijo entonces, escuetamente.

—¿Formol, cómo que formol? —preguntó Ríos—. ¿De qué carallo estás hablando, Leo?

—El formol es un producto de Riofarma y queríamos saber quiénes son vuestros clientes en la ciudad.

Moncho miró a Caldas como si éste se hubiera dirigido a él en una lengua extraña.

—Pues vamos a tener que preguntar —contestó por fin, cuando tuvo la certeza de que su compañero de colegio estaba hablando en serio y de que el formol era el motivo real de la visita.

—Por cierto, Leo, ¿cómo va tu padre? —preguntó Ramón Ríos, tirando del cable del teléfono y atrayéndolo hacia sí.

—Como siempre, metido en su mundo. Mañana hemos quedado para comer, pero lo cierto es que últimamente no nos vemos demasiado. Lo de mañana es porque tiene que acudir a Vigo para solucionar un papeleo, pero si por él fuera no saldría para nada de la bodega.

—No me extraña. ¿Qué tal el vino de este año?

—Parece que la calidad es de primera, pero el viejo se queja de que la producción está un poco mermada, dice que es porque llovió a destiempo. No sé a qué coño le llama destiempo, pero eso es lo que él cuenta. Creo que lo que en realidad le gusta es quejarse; fíjate que aún estamos en mayo y ya ha vendido más de la mitad de la cosecha.

—Demasiado bien lo vende —aseguró Moncho Ríos—. El año pasado, cuando quise pedirle unas cajas, se había agotado. Y el año anterior tampoco pude llegar a probarlo.

—Ya sabes que despacha el vino en dos patadas —dijo Caldas, como disculpando a su padre.

Ríos asintió:

—Cuando hables con él dile que de esta cosecha quiero catar unas botellitas. Que me guarde las que pueda. Si hace falta, recuérdale que soy solvente.

Leo sonrió y señaló el teléfono.

—Yo me encargo del vino, tú llama.

Moncho presionó un botón del moderno teléfono activando el altavoz para que los tres pudieran escuchar la conversación. El tono de llamada resonó en la sala con claridad.

Ramón Ríos tuvo que efectuar varias llamadas. En primer lugar, para saber si, tal como su amigo Leo Caldas presumía, producían formol en el laboratorio de su familia. En segundo, para encontrar el departamento que lo elaboraba. Cuando, finalmente, dio con el número correcto, oyeron una voz femenina al otro lado de la línea.

—Soluciones y Concentrados, ¿dígame?

—Buenos días, soy Ramón Ríos.

—Don Ramón, ¡qué sorpresa! —la mujer se trabó al intentar arreglar el comentario que se le había escapado—. Perdone, don Ramón, quise decir…

—No se preocupe, lo extraño habría sido que no le sorprendiera —la tranquilizó Moncho, guiñando un ojo al inspector—. ¿Con quién hablo?

—Con Carmen Iglesias.

—Hola, Carmen, quería saber una cosiña acerca de uno de sus productos. ¿Es posible?

—Para eso estamos, don Ramón —contestó la mujer dispuesta a agradar.

—¿Nosotros hacemos formol? —preguntó Ríos.

—¿Cómo que si hacemos formol?

—Tengo entendido que producimos formol en su departamento —explicó Ramón Ríos.

—Producirlo, no, don Ramón, pero efectivamente trabajamos con formaldehído. Lo compramos al fabricante y aquí, en Soluciones y Concentrados, lo tratamos y lo envasamos en función del uso que le vayan a dar los clientes —aclaró Carmen Iglesias.

—Mire, estoy aquí con unos amigos que quieren conocer algunas particularidades al respecto. ¿Le importaría hacerme el favor de ayudarlos?

—Por supuesto, don Ramón.

—Ahora le paso, Carmen, pero antes déjeme decirle que tiene usted una voz muy… —Moncho Ríos se detuvo un instante buscando la palabra adecuada— atrayente.

—Gracias, don Ramón —dijo la mujer, divertida.

Caldas se acercó al teléfono.

—Buenos días, Carmen, soy el inspector Leo Caldas.

—¿El de la radio? —la voz de Carmen permitió entrever cierta emoción.

—¿Se da cuenta? —tuvo tiempo de decir Estévez antes de que el inspector lo fulminara con la mirada.

Leo Caldas recibió las felicitaciones de la mujer, quien le explicó que en Soluciones y Concentrados no se perdían una emisión de Patrulla en las ondas.

El inspector, tan pronto tuvo oportunidad, se ciñó a aquello que le había llevado hasta el laboratorio:

—Carmen, ¿cabría la posibilidad de conocer el nombre de los clientes que les compran formol?

—¿En todas las concentraciones? —preguntó ella.

—¿Todas las concentraciones? —dijo Caldas, mirando a Ramón Ríos en busca de una aclaración.

Moncho Ríos se encogió de hombros y se acercó al teléfono.

—Carmen, ¿haría el favor de explicarnos al inspector Caldas y a mí qué es eso de las concentraciones? —pidió a su empleada.

—Es sencillo, don Ramón, cada solución de formaldehído es un producto diferente con usos distintos —aclaró amablemente—. Tenemos desde soluciones de formaldehído diluido al ocho por ciento para los fabricantes de papel o curtidos hasta formol al treinta y siete por ciento, que es lo que se suele enviar a los hospitales, pasando por…

—Busco este último, Carmen —la cortó Leo Caldas—. ¿Hay posibilidad de saber a qué centros se suministra formol al treinta y siete por ciento? Me interesan principalmente los clientes de Vigo.

—Claro, inspector —le confirmó Carmen Iglesias—. Lo mejor es que hable directamente con Isidro Freire, el responsable de zona. Él es quien se encarga de las ventas en Vigo de nuestros productos, formaldehído incluido.

—¿Sería abusar si le pidiera que me transfiriera la comunicación con el señor Freire? —preguntó el inspector.

—No abusaría en absoluto, inspector Caldas, pero Isidro Freire tenía que hacer una visita y hace un momento que le he visto salir. No ha debido de darle tiempo ni a llegar al coche. Si quiere puedo llamar yo misma al móvil del señor Freire y pedirle que le espere.

—Si no tiene inconveniente…

—Por supuesto que no, inspector Caldas. Ahora mismo hago esa llamada.

—Muchas gracias, es usted muy amable.

—De nada, inspector. Ahora, si no les importa, les dejo para llamar al señor Freire antes de que se marche.

—Solamente otra cosiña, Carmen —la detuvo Moncho Ríos, que perdía pelo pero no oportunidades.

—Usted dirá, don Ramón.

—Me preguntaba cuántos años tiene la dueña de esa deliciosa voz.

—Gracias, don Ramón, voy a cumplir veintisiete.

Por la entonación melosa de la mujer, Leo Caldas comprendió que el comentario de su amigo no le había molestado lo más mínimo.

Moncho Ríos despidió a los policías con la mano, desconectó el altavoz y descolgó el auricular del teléfono.

—Carmen, respóndame a una curiosidad: ¿le gusta navegar?