Veneno: 1. Sustancia que produce en el organismo graves trastornos o la muerte. 2. Lo que es nocivo para la salud. 3. Aquello que produce daño moral.

—¿Formaldehído? —preguntó Caldas.

—Sí, formaldehído. También se conoce como formol.

—¿Formol? ¿Pero eso no es un conservante?

—En efecto, uno de sus usos más importantes es el de agente conservador. Para eso se diluye en agua en un porcentaje alrededor del treinta y siete por ciento. En soluciones menores se usa como desinfectante líquido.

—¿Entonces? —preguntó Caldas, sin entender qué tenía que ver la explicación del doctor con el asesinato del músico.

—El formol —continuó el doctor— es un producto peligroso, un gas muy tóxico. Ejerce una considerable acción irritante y alergénica —Guzmán Barrio hizo una pausa—. Incluso tiene un componente que puede resultar cancerígeno.

—Doctor, ¿está usted insinuando que le pusieron los huevos a remojo en formol hasta que contrajo un cáncer genital? —interrogó Estévez, incrédulo.

—No —contestó Barrio—. Nadie ha hablado de meterle nada en formol.

Caldas también dejaba entrever ciertas dudas.

—Perdona, Guzmán, pero no sé a dónde pretendes llegar. Si no le vertieron formol en la piel, ¿qué fue lo que le hicieron?

—Se lo inyectaron —dijo el médico.

—¿Cómo? —Leo no estaba seguro de lo que acababa de oír.

—Alguien inyectó formol en los genitales de Reigosa. Formol al treinta y siete por ciento.

—¡Dios! —exclamó Estévez—. ¿Es eso posible, doctor?

—Exactamente aquí —Guzmán Barrio se acercó a la camilla sobre la que reposaba el cadáver de Reigosa, descorrió la sábana que ocultaba su cuerpo desnudo y estiró la piel del pene del muerto—. Este puntito es la marca que dejó la aguja. ¿Veis el orificio?

—Coño, ni lo veo ni lo quiero ver —bramó Estévez, que dobló su corpachón por la mitad y, encogido, caminó hacia la puerta—. ¿Les importa que salga a tomar el aire? Luego ya me cuenta el inspector las novedades.

Rafael Estévez abandonó la sala dejando a su jefe y al doctor ante el cuerpo desnudo de Reigosa. Leo Caldas se acercó para observar la minúscula perforación que había señalado Barrio. Le desagradó volver a contemplar el espantoso aspecto del miembro del saxofonista.

—No entiendo nada, Guzmán. ¿No habíamos quedado en que el formol es un conservante?

—El formol deja los tejidos secos, Leo. Si introduces un cuerpo en formol, éste no se deteriora, ¿me sigues? Por el contrario, si lo que introduces es el formol en el interior de un cuerpo, el formol absorbe todo el líquido que ese cuerpo contenga —el doctor aspiró con fuerza—. ¡Fffffffhh!

—¡Carallo! —susurró Caldas, al notar que un cierto estremecimiento recorría su interior.

—Al inyectárselo, todo se encogió —Guzmán Barrio continuaba sus explicaciones—. Una vez introducido, nada escapa al efecto secante del formol. Ni capilares, ni tejidos… Nada. No olvides que la mayor parte del cuerpo, casi el ochenta por ciento, está compuesta de agua, y que ahí abajo —dijo señalando los genitales del músico— no tenemos un solo hueso que pueda contener mínimamente la retracción.

Leo Caldas permaneció unos instantes en silencio, contemplando el sorprendente efecto que el formaldehído había producido en la región abdominal de Luis Reigosa.

—Guzmán, ¿quien le hizo esto sabía que iba a matarlo?

—¿Tú que crees? —contestó Barrio, asintiendo a la gallega.

—¿No se le pudo escapar la situación de las manos? —preguntó el inspector, que no imaginaba una mente capaz de idear semejante modo de matar.

—No —aseguró Barrio, meneando la cabeza—. Mi opinión es que tenía conocimiento, al menos, para intuir el desenlace que se produjo. Si alguien diseñó una ejecución como ésta, mediante una inyección tóxica, tendría que tener las nociones médicas suficientes para saber que no se puede sobrevivir con los vasos principales tan deteriorados. Esto es digno de Calígula.

Caldas escuchaba asombrado las explicaciones que Guzmán Barrio le daba. Utilizar aquella fórmula para liquidar a alguien hacía pensar en una amante vengativa, pero le parecía demasiado cruel incluso en el caso de un asesinato con implicaciones personales.

—El formol tiene un componente isquémico, por lo que al inyectarlo produjo unos dolores agudísimos —continuó el doctor Barrio, que parecía impresionado por sus propias conclusiones—. Para que te hagas una idea, son dolores similares a los que padece un diabético cuando pierde una pierna, un choque séptico tremendo por eliminación de toxinas. Imagínate eso en una zona de tantos vasos sanguíneos como los genitales masculinos, que tienen capacidad para triplicar su tamaño por el caudal de sangre que les llega. Yo pienso que fue una tortura cruel y planeada.

—Ya —Caldas prefería no imaginarse la escena y no prestaba demasiada atención a los detalles que el doctor le contaba.

—En el caso de que lo hubieran encontrado con vida, habría sido necesaria la amputación testicular y del pene. Este pobre hombre se vería obligado a orinar a través de una talla vesical que saldría desde la mitad del abdomen o, aún peor, por unos catéteres implantados directamente en los riñones.

Barrio detuvo la disertación para observar con mayor detalle el hematoma enorme que cubría casi un tercio del cuerpo de Reigosa.

—En realidad, pienso que no se habría salvado ni aunque hubiésemos llegado al minuto de la intoxicación, Leo. La femoral está demasiado cerca, y mira cómo han quedado las piernas. Ni en el mismo momento habríamos podido hacer otra cosa que rezar por él viendo cómo se retorcía de dolor. Creo que no habría habido modo de salvarlo.

Leo prefería apartarse de las cuestiones más escabrosas del suceso. Sabía, por experiencia, que la implicación personal sesgaba la investigación y anulaba parte de su eficacia de cazador. Se centraba en buscar un hilo del que tirar para desenmarañar la enredada madeja en que se estaba convirtiendo el caso.

—¿Y qué me dices de la hora de la muerte?

—Que fue entre las diez y las doce de la noche de anteayer, eso lo sé con seguridad.

Leo Caldas observó el cuerpo exánime de Luis Reigosa con su horrenda negrura abdominal al aire. Continuaba dando vueltas al método extraño que habían utilizado para darle muerte.

—Guzmán, ¿quién puede tener acceso al formol? —preguntó.

—¿En un centro sanitario? Pues un médico, una enfermera, un bedel, un estudiante… —Barrio hizo girar sus antebrazos en el aire, indicándole que cualquier otra figura hospitalaria que imaginara también cabía en la enumeración.

Caldas no entendía que un producto capaz de producir un efecto como el que mostraba el cuerpo del saxofonista estuviera al alcance de la mano de todo aquél que quisiera acercarse a buscarlo:

—Al menos, si es tan tóxico como dices, debería existir un control bastante estricto del empleo que se le da.

—No creo. No es difícil encontrarlo, y eso que sólo estamos hablando de los hospitales. Si no me equivoco, se usa en muchas otras aplicaciones además de como conservante clínico.

Guzmán Barrio salió de la sala, y al poco rato volvió con un vademécum de química aplicada en las manos.

—Aquí está: «Formaldehído». Se utiliza también en la industria de los fertilizantes, de las pinturas, de los adhesivos, de los abrasivos… —Barrio cerró el libro—. Como puedes comprobar es bastante común.

A Leo le vino a la memoria la secuencia de una película que había visto tiempo atrás. La protagonista era una enfermera obesa que mantenía secuestrado a un escritor en un refugio de montaña, durante un invierno nevado. La mujer le obligaba a escribir un libro que fuera de su agrado, y cada vez que abandonaba la casa en busca de provisiones, ataba al novelista a la cama para impedir que huyese aprovechando su ausencia. En una ocasión, la enfermera había regresado antes de tiempo sorprendiendo al escritor tratando de deshacerse de sus ataduras. Como castigo, y para asegurarse de que no volvía a intentar escapar, la gorda enfermera le había partido un tobillo golpeándole con una gran maza de madera en el lugar preciso para fracturárselo.

—¿En qué piensas? —le preguntó Guzmán Barrio.

Caldas abandonó la evocación para volver a la realidad.

—En que no creo que un fabricante de adhesivos o de pinturas conozca las consecuencias de inyectar formol en un pene —dijo.

—Yo tampoco. De hecho, yo mismo he tenido serias dudas sobre el efecto del formol aplicado al interior de un cuerpo vivo —le confesó Guzmán Barrio—. También tengo la impresión de que tuvo que ser alguien con conocimientos médicos muy precisos.

—¿Personal de un hospital?

Barrio meneó la cabeza dándole a entender que no estaba totalmente de acuerdo.

—La mayoría de los trabajadores de cualquier hospital no conoce ni remotamente que el formol inyectado sea un veneno que produzca este tipo de toxemia —explicó—. Me inclinaría a pensar en algún especialista, en alguien que esté en contacto con la sustancia, habituado a trabajar o experimentar con ella a diario. Aunque si lo pienso bien, me doy cuenta de que los hospitales están llenos de tarados.

—No sabes lo que me tranquilizas —dijo Leo Caldas, recordando a la sádica enfermera de la película.

—Hablo en serio. Si la gente conociera el perfil psicológico de algunos de mis colegas, iría a curarse directamente a una carnicería.

—Habrá de todo.

—No creas —contestó el médico.

—Está bien —aquello no aportaba nada y el inspector no deseaba abandonar la sala de autopsias sin un hilo del que tirar—. ¿Sabes quién os lo suministra?

—¿El formol?

Caldas asintió pensando que Estévez, de estar presente, no habría dudado en contestar al doctor algún disparate.

—En este servicio forense, el abastecimiento de formaldehído se encarga a Riofarma, porque es el laboratorio que está más próximo.

—¿Se fabrica aquí? —preguntó sorprendido Caldas, para quien el nombre de Riofarma resultaba familiar.

—El que yo traigo, sí —le confirmó Barrio—. Pero el formol se produce en muchos laboratorios. Ya te he advertido que es una elaboración de uso bastante común. Como todos son más o menos parecidos, yo prefiero comprarlo en la tierra y, al mismo tiempo, ahorrarme los portes. En general todos hacemos lo mismo con ese tipo de productos.

Leo Caldas pensó que, al menos, tenía algo nuevo.

—Muchas gracias por la información —dijo, a modo de despedida—. ¿Cuándo terminas?

—Yo doy la autopsia por concluida. Solamente falta enviar el informe al juzgado y a la comisaría, y llamar a la familia para decirles que pueden venir a recoger el cuerpo —aclaró el médico—. Creo que querían enterrarlo hoy mismo.

—¿Sabes dónde?

Barrio le dijo que no.

—¿Quieres que lo pregunte y te llame al móvil para confirmártelo?

—Gracias —asintió—. Y tenme al tanto si hay alguna novedad.

Leo Caldas caminó hacia la puerta. Al salir al pasillo, evocó otra imagen de la película protagonizada por la enfermera gorda, que avanzaba por el corredor con una jeringuilla enorme en la mano.

—¡Leo, Leo! —la puerta de la sala de autopsias se abrió y Guzmán Barrio le pidió que retrocediera.

—¿Hay algo más? —quiso saber Caldas al volver a la sala.

—Sí, perdona, con tanta elucubración acerca del formol casi olvido contarte el resto —se atropelló Barrio—. Tengo algo más y, si no me engaño, creo que puede resultar relevante para tu investigación —le anunció—. ¿Recuerdas que ayer te adelantaba que Reigosa podía haber mantenido relaciones sexuales antes de que lo mataran?

El inspector contestó afirmativamente, esperando con ansiedad las conclusiones que el médico tenía que hacer al respecto.

—Pues no pude dar con ninguna prueba que me permitiese deducir que Luis Reigosa se hubiera acostado con alguien la noche en que murió —le informó Guzmán Barrio—, pero quería preguntarte algo: ¿sabes si era homosexual?

—¿Reigosa?

—Durante la exploración encontré indicios que podrían apuntar en esa dirección.

—¿Estás seguro? —preguntó Leo Caldas, viendo cómo la enfermera gorda de la jeringuilla se caía de su lista de sospechosos.

—Sólo digo que parece razonable sospecharlo, Leo. Ya sabes que el ignorante afirma mientras el sabio duda y reflexiona.

El inspector se alejó recordando lo que Rafael Estévez había dicho sobre la orientación sexual del saxofonista en el piso dieciocho de la torre de Toralla.

En algunas ocasiones, pensó, el ignorante afirmaba y tenía razón.