Taberna: Establecimiento público donde se sirven bebidas, generalmente de carácter modesto y popular, o bien de estilo rústico.
Caldas caminaba por el empedrado de la calle del Príncipe, ya sin rastro de la actividad frenética de hacía unas horas. Los comercios habían cerrado y apenas quedaban viandantes. La mayoría, aprovechando la magnífica noche de mayo, había elegido el paseo junto a la mar para las caminatas nocturnas, abandonando aquella parte de la ciudad.
El inspector volvía de regreso de la comisaría de la policía municipal, en el edificio del Ayuntamiento, donde había entregado al oficial de guardia la hoja con las quejas y el rosario de direcciones y números telefónicos de los oyentes de la radio. Había pedido a Estévez que no le esperase. Prefería bajar las cuestas andando. Le gustaba la ciudad de noche, cuando podía oír sus pisadas sobre la acera, golpeándola rítmicamente una y otra vez, cuando el olor de los árboles imperaba sobre el del humo de los coches. Aprovechó la soledad de las calles para rememorar la inspección en la torre de la isla de Toralla. Desde que había abandonado la casa de Reigosa le perseguía como una pequeña luz intermitente la sensación de que algo había sido pasado por alto. Sin dar con lo que buscaba, torció por el recodo que, a los diez o doce pasos de comenzar, hacía a la derecha la calle del Príncipe. Llegó a una plazuela cerrada por una casa de piedra de una sola planta.
El muro de mampostería de la fachada tenía dibujado un emigrante gallego, uno de tantos a los que la miseria había forzado al exilio, como los pintados por Daniel Alfonso Rodríguez Castelao en sus viñetas. Debajo, una leyenda firmada por el mismo Castelao rezaba: «Volveré cuando Galicia sea libre». Don Daniel Alfonso murió en Buenos Aires.
La puerta cerrada y las dos ventanas eran de madera y estaban pintadas de verde. Con caligrafía infantil, unas letras de forja de hierro clavadas en la piedra formaban una palabra: «Eligio».
Leo Caldas empujó la puerta.
Desde que varias décadas atrás Eligio se hiciera cargo del establecimiento, sus paredes rústicas venían siendo refugio de lo más excelso de la ciudad. La redacción del diario Pueblo Gallego, a pocos metros, había atestado la taberna de periodistas atraídos por el buen vino de la casa. Poco a poco, se habían acercado a la estufa de hierro del local juristas, intelectuales, políticos, poetas y pintores.
Desde su rincón, Lugrís había dibujado medusas, caballitos de mar y barcos sumergidos en el mármol de la mesa. Algunos de sus colegas, tan largos de talento en la paleta como escasos de fondos en la cartera, habían dejado su legado en las paredes del local, vinculándolas para siempre al arte gallego del siglo XX. Unos lo habían hecho en señal de amistad, otros para satisfacer las tazas bebidas al fiado.
Junto a los barriles de roble apilados en el suelo irregular, habían conversado Álvaro Cunqueiro, Castroviejo, Blanco Amor y otros hombres insignes. Sus parlamentos tabernarios habían dado lustre al gris industrial en el que la ciudad estaba creciendo en aquellos años.
Borobó fabulaba en una de sus crónicas el final de aquellos tiempos. Contaba que el Señor, sabiendo de la extinción de los salmones en los ríos gallegos, había convidado a don Álvaro a mesas más elevadas. Los demás, pensando que era de balde, habían acompañado al escritor. Para regar el banquete, habían pedido vino desde arriba. Se conoce que Eligio, con tantos amigos en aquella parranda, no había tenido más opción que acudir a servirlo. La crónica no lo dice, ni Eligio regresó jamás para contarlo, pero se cuenta que no fue de muy buen humor.
Con Eligio en el cielo, la taberna había pasado dignamente a manos de Carlos sin perder el espíritu antiguo de su suegro ni el ambiente ilustrado que con él había adquirido. El vino ya no sanaba las gripes, pero aquello era más atribuible a los bodegueros de la comarca que al alma del lugar. Las tazas aún eran de loza blanca y los bancos, de la madera recia de siempre. Unas pequeñas placas remachadas seguían recordando los nombres de los habituales más insignes.
Pasaban de las doce cuando el inspector miró su teléfono móvil. Pensó que hacía tiempo que no recibía las llamadas que le obligaban a salir a la noche atropelladamente, y pidió otra taza.