Ambigüedad: 1. Posibilidad de que algo pueda entenderse de varios modos o de que admita distintas interpretaciones. 2. Incertidumbre, duda o vacilación.
El inspector entró en la comisaría y se internó por el pasillo que formaban las dos hileras de mesas. Con frecuencia, caminando entre los ordenadores alineados, había tenido la sensación de encontrarse en la redacción de un periódico en lugar de en una comisaría de policía.
Estévez se puso en pie al verle aparecer y le siguió moviendo su humanidad de más de un metro noventa.
Leo Caldas atravesó la puerta de cristal esmerilado de su despacho y echó un vistazo a las diferentes pilas de papeles amontonadas sobre su mesa. Sabiendo que sólo se trataba de una media verdad, se jactaba de ser capaz de localizar cada cosa en aquel aparente desorden de notas y documentos. Se dejó caer en su silla de cuero negro, cansado tras una larga jornada de trabajo, y suspiró sin saber por dónde empezar.
Rafael Estévez irrumpió disipando sus dudas.
—Inspector, ha llamado el comisario Soto. Quiere que vayamos a esta dirección —dijo, agitando un papel—. Los de la brigada ya están allí.
—Rafa, entre el comisario y tú no me dejáis ni sentarme. ¿Alguna información acerca de lo que ha sucedido?
—No. Le he dicho que estaba usted en la emisora con el mamón ese de las ondas y me he ofrecido a ir yo, pero ha preferido que le esperara.
—Déjame ver.
Caldas leyó la dirección, arrugó el papel y lo dejó sobre la mesa.
—Mierda —musitó, cerrando los ojos y recostándose en la silla.
—¿No piensa ir, jefe? —preguntó Estévez.
Leo Caldas chasqueó la lengua.
—Espera un poco, ¿quieres?
—Claro —contestó Estévez, todavía poco familiarizado con las maneras de su superior.
Rafael Estévez había recalado en Galicia pocos meses atrás. Su traslado se debía, según se rumoreaba en comisaría, a un castigo que alguien le había impuesto en su Zaragoza natal. El agente había aceptado sin especial desagrado trabajar en Vigo, aunque había algunas cosas a las que le estaba costando más tiempo del previsto acostumbrarse. Una era lo impredecible del clima, en variación constante, otra la continua pendiente de las calles de la ciudad, la tercera era la ambigüedad. En la recia mente aragonesa de Rafael Estévez las cosas eran o no eran, se hacían o se dejaban de hacer, y le suponía un considerable esfuerzo desentrañar las expresiones cargadas de vaguedades de sus nuevos conciudadanos.
Su primera toma de contacto con la genuina conducta local había tenido lugar a los tres días de llegar, cuando el comisario Soto le ordenó tomar declaración a un adolescente al que habían sorprendido vendiendo marihuana a sus compañeros de instituto.
—¿Nombre? —había preguntado Estévez, dispuesto a rematar la tarea con prontitud.
—¿Mi nombre? —preguntó el chico.
—Claro, chaval, no vas a decirme el mío.
—Ya —concedió el joven traficante.
—Pues dime tu nombre.
—Francisco.
El agente Estévez tecleó el nombre del muchacho.
—¿Francisco algo?
—Francisco nada.
—¿No tienes apellidos?
—Ah, Martín Fabeiro, Francisco Martín Fabeiro.
Rafael Estévez, sentado ante el ordenador, trasladó los apellidos a la pantalla y colocó el cursor en el siguiente espacio en blanco del informe de la declaración.
—¿Domicilio?
—¿Mi domicilio? —preguntó el joven.
Rafael Estévez alzó la vista.
—¿Crees que quiero que me digas el mío? ¿Te parece que hemos venido a jugar a las adivinanzas?
—No, señor.
—Pues a ver si acabamos de una vez. ¿Cuál es tu domicilio?
Estévez hizo una pausa aguardando una respuesta del chico, al que la pregunta parecía exigir una profunda reflexión.
—¿Se refiere a donde vivo normalmente? —consultó al fin.
—¿Tú vendes los porros o te los fumas de seis en seis? Pues claro que me refiero al lugar en que resides normalmente. Se trata de poder localizarte.
—Ah, pues depende…
—¿Cómo que depende? Tendrás una casa, como todo el mundo. A no ser que vivas en la calle, como los gatos.
—No, no señor. Vivo con mis padres.
—Pues dime su dirección —rugió Estévez.
—¿La dirección de mis padres?
—Mira, chaval, que te quede algo bien claro: aquí el que hace las preguntas soy yo. ¿Entiendes eso?
—Sí, señor.
—Pues ahora que lo has comprendido me vas a decir dónde vives tú y dónde vive tu mierda de familia. ¿Me has comprendido? —le advirtió, acalorado.
El chico miraba sin llegar a entender el motivo de la creciente excitación del enorme policía.
—Pregunto si me has comprendido —le hostigó Estévez.
—Sí, señor —balbuceó el joven.
—Pues entonces vamos a terminar de una vez, que no tengo toda la mañana. ¿Dónde coño vives? Y dime el lugar en que vivís normalmente, no me vayas a dar la dirección del burdel donde tu padre pasa la tarde el día de cobro.
Tras un silencio, el muchacho se avino a decir:
—¿Quiere la dirección de aquí o la de la aldea, señor?
—Chaval… —se contuvo Rafael Estévez.
—Verá —se apresuró a aclararle el detenido—, es que de lunes a viernes estamos aquí, en la ciudad, pero los viernes por la tarde cargamos el coche y nos vamos a la aldea. Le puedo dar una dirección o la otra.
El joven acabó la explicación esperando nuevas instrucciones del policía. Estévez le observaba sin pestañear.
—¿Señor?
El agente apartó el ordenador y levantó medio metro del suelo al joven sujetándolo por las solapas de la chaqueta. Echó mano de su pistola reglamentaria y apuntó a la boca del espantado chico.
—¿Ves esta pistola, chaval? ¿La ves, pedazo de mamarracho?
El joven, con los pies colgando en el aire y el cañón a dos centímetros de su cara, asintió angustiado.
—Pues si no me dices dónde vives de una puta vez te arranco todos los dientes a culatazos y te los meto uno a uno por el culo. ¿Está claro?
La entrada del comisario, que desde detrás del cristal comprobaba la desenvoltura del recién llegado en los interrogatorios, impidió al agente cumplir su amenaza. Sin embargo, no evitó que aquel episodio desencadenase en la comisaría múltiples conjeturas relativas a la vigorosa personalidad de Rafael Estévez, ni que se acrecentaran las habladurías respecto a los motivos por los que había sido destinado a Vigo.
Con el fin de mantenerlo bajo vigilancia estrecha, el impetuoso agente había sido asignado al inspector Leo Caldas. Sin embargo, y a pesar de frecuentar al tranquilo inspector, Rafael Estévez se encontraba desde entonces en un constante estado de alerta. Algo en su interior rechazaba la incapacidad singular de los gallegos para llamar a las cosas por su nombre. Consideraba esta actitud una manía, y se negaba a reconocer que pudiera tratarse de una característica local.
Leo Caldas leyó de nuevo la dirección en el papel: «Dúplex 17/18, ala norte, Torre de Toralla».
—Vamos antes de que se haga de noche —dijo, poniéndose en pie—. Te va a gustar el paseo.