Sintonía: 1. Armonía, adaptación o entendimiento entre dos o más personas o cosas. 2. Hecho de estar sintonizados dos sistemas de transmisión y recepción. 3. Igualdad de tono o frecuencia entre dos sistemas de vibraciones. 4. Música que señala el comienzo o el final de una emisión.
«Municipales tres, Leo cero».
Leo Caldas se liberó de la opresión de los auriculares, encendió un cigarrillo y miró por la ventana.
Los niños perseguían palomas por los jardines bajo la vigilancia atenta de sus madres, que hablaban en corro, y de los pájaros, que esperaban a tenerlos cerca para alzar el vuelo.
Se ajustó nuevamente los cascos cuando una mujer llamó para denunciar el pub situado en el bajo de su vivienda. El ruido, decía, en ocasiones les impedía dormir hasta la salida del sol. Se quejaba de los gritos, la música a todo volumen, los bocinazos de los coches, la doble fila, los cánticos, las peleas, los orines que regaban las paredes, y los vidrios rotos en el suelo, que constituían una amenaza para su pequeño.
Caldas dejó que la mujer se desahogara, sabiendo que difícilmente podría proporcionarle algo más que consuelo.
—Voy a pasar una nota a la policía municipal para que midan los decibelios y comprueben si se cumplen los horarios de cierre —dijo, anotando la dirección del pub en el cuaderno.
Debajo escribió: «Municipales cuatro, Leo cero».
La sintonía del programa les acompañó hasta que Rebeca colocó sobre el cristal un nuevo cartel rotulado en trazos negros. Leo Caldas dio una calada rápida a su cigarrillo y lo dejó apoyado en equilibrio sobre el borde del cenicero.
—Ángel, buenas tardes —saludó Santiago Losada al oyente que esperaba al otro lado del hilo telefónico.
—Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento —dijo despacio el hombre, pronunciando claramente cada palabra.
—¿Cómo? —preguntó el locutor, tan sorprendido como Caldas por aquella insólita frase.
—Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento —repitió, con la misma voz pausada que había utilizado en la primera ocasión.
—Disculpe, Ángel. Está usted en contacto con Patrulla en las ondas —le recordó Losada—. ¿Quiere realizar alguna pregunta al inspector Caldas?
El oyente cortó la comunicación dejando al locutor sin respuesta, maldiciendo para sí.
—A la gente le encanta escucharse por la radio —se justificó ante el policía, aprovechando los consejos publicitarios.
Leo Caldas sonrió pensando que el fatuo Losada tenía bien merecido que le bajasen los humos de vez en cuando.
—A unos más que a otros —masculló.
En otra llamada, un anciano, vecino de un barrio en las afueras de la ciudad, se quejaba porque la luz verde de un semáforo para peatones próximo a su vivienda no permanecía encendida el tiempo suficiente para permitirle cruzar la calle.
Leo anotó la localización del semáforo en el cuaderno. Informaría a la policía municipal.
«Cinco a cero, sin contabilizar la llamada del loco».
Pese a tener desactivado el volumen, la pantalla del teléfono móvil del inspector se iluminó sobre la mesa, advirtiéndole de la existencia de llamadas perdidas.
Comprobó que eran tres, todas de Estévez, y decidió no contestar. Estaba cansado y no deseaba prolongar la jornada más de lo imprescindible. Se verían en la comisaría o, con suerte, al día siguiente.
Dio una profunda calada que agotó el cigarrillo, aplastó la colilla en el cenicero y se embutió los auriculares para escuchar a Eva, quien relató cómo unas apariciones de carácter sobrenatural, unos espectros abominables, se presentaban en su hogar cada noche de modo sistemático.
Leo se preguntó si Losada no contemplaría crear una sección titulada Locura en las ondas donde acoger a los iluminados que con tanta asiduidad contactaban con el programa.
Pudo confirmarlo cuando el locutor subrayó el nombre y el teléfono de la mujer en su agenda.
Algunas llamadas después, finalizaba la emisión ciento ocho de Patrulla en las ondas. Leo Caldas leyó el resultado final en su cuaderno de tapas negras: «Municipales nueve, locos dos, Leo cero».