Este libro es una novela. Ha surgido de mi imaginación. No se trata de un roman a clef sobre la enseñanza del derecho, sobre el extraño procedimiento mediante el que son confirmados en sus cargos los jueces del Tribunal Supremo, sobre las tribulaciones de la clase media negra en Norteamérica o sobre cualquier otra cosa. Desde luego no es la historia de mi familia, nuclear o ampliada. El relato es solo un relato, y los personajes son de mi exclusiva invención con excepción de unos cuantos prestigiosos abogados, legisladores y periodistas que desempeñan papeles secundarios pero absolutamente ficticios.
Mi imaginaria facultad de derecho no está inspirada en Yale, donde he dado clases durante dos felices décadas, y mi imaginaria ciudad de Elm Harbor no es un New Haven disfrazado, por mucho que el lector atento pueda hallar más de un parecido entre ambas comunidades. Ninguna de las gruñonas quejas de Misha Garland con respecto a sus colegas o alumnos debe entenderse como representativa de mis opiniones acerca de mis colegas o alumnos, a los que valoro y respeto.
El personaje de Oliver Garland, padre de Misha y antiguo juez del Tribunal Federal de Apelaciones por el distrito de Columbia, no tiene ninguna relación con el honorable juez Merrick Garland que en la actualidad ocupa un cargo en ese mismo tribunal y que fue designado para el mismo mucho antes de que me inventara mi ficticia familia Garland. Cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde para cambiar de apellido. Estaban todos vivos en mi imaginación.
Me he tomado ciertas libertades con el perfil geográfico de Martha’s Vineyard, especialmente con el precioso pueblecito de Menemsha, donde la orilla que hay frente a los restaurantes y las tiendas no está llena de los chamizos que Misha investiga y donde nunca me he encontrado con nadie tan egoísta o antipático como el pescador con el que se topa mi protagonista. La vista de Oak Bluffs Harbor desde el parque donde Misha y Maxine tienen su charla está de hecho interrumpida por una horrible casa de baños. Sin embargo, prefiero recordar la belleza de ese paisaje antes de que levantaran esa monstruosidad que no figura en la novela. Edgartown Road, en la zona que discurre cerca del aeropuerto, es mucho más llana que en el libro. Mi única excusa es que el relato se desarrolla mejor si hay fuertes subidas y bajadas. La vieja escalera de madera que lleva desde Seaview Avenue hasta la playa de Inkwell no está al otro lado en línea recta del césped de una casa en el lado sur de Ocean Park, pero como la necesitaba allí, la he desplazado unos cientos de metros de su ubicación actual.
En 1997, la ciudad de Gay Head fue rebautizada oficialmente como Aquinnah; sin embargo, al igual que Misha Garland y otros que quieren la isla, encuentro que resulta difícil romper una costumbre de treinta años. Estoy seguro de que con el tiempo aprenderé a hacerlo mejor. En Oak Bluffs, ni Murdick’s Funge ni Corner Store estarían abiertos la semana después del día de Acción de Gracias, cuando Misha y Bentley van a visitarlos; pero me he permitido esa pequeña licencia para conseguir que el paseo por Circuit Avenue en otoño sea un poco más alegre que en la vida real. Es improbable que Misha hubiera podido hacer tantos viajes en el ferry llevando su coche porque las plazas para los vehículos en el barco son escasas y las listas de espera mucho más largas que antes. A pesar de todo cualquiera tiene derecho a soñar.
Tampoco Washington D. C. es exactamente igual en la novela a como aparece en los mapas. Concretamente, la sucursal de Brook’s Brothers en el centro se trasladó hace años desde su tranquila ubicación en la calle L a un punto más de moda en la esquina de Connecticut Avenue. Sin embargo, el nuevo establecimiento se halla demasiado cerca de Dupont Circle para que pueda funcionar, así que he mantenido la tienda en su lugar de tantos años.
He alterado la historia de los últimos veinte años de Norteamérica en algunos aspectos menores pero reconocibles y espero que ninguna de las personalidades destacadas que han sido bruscamente omitidas se sienta ofendida. Por otra parte, algunas cosas que los lectores pueden creer que se trata de invenciones, no lo son. La Alianza Pro Vida de Gays y Lesbianas, para poner un ejemplo, es auténtica y uno de sus representantes me dijo realmente: «Todo el mundo nos odia».
Estoy agradecido a Davis Brown, columnista de la revista Chess Life, por ilustrarme las complicaciones del problema de ajedrez que forma parte del misterio. También estoy agradecido a D. George Jones, socio del bufete Sidley, Austin, Brown & Word, antiguo miembro del comité permanente de ética de la Asociación Americana de Tribunales y presidente del Tribunal del Distrito de Columbia (2002-2003) por despejarme algunas cuestiones espinosas sobre las reglas que gobiernan la relación entre cliente y abogado; y a la doctora en medicina Natalie Roche, ginecóloga del Beth Israel Medical Center de Nueva York por su ayuda con los detalles de los problemas que pueden presentarse en un parto. Cualquier error que se produzca en esas áreas u otras es mío, o quizá de mis personajes.
Y la verdad es que algunos personajes cometen errores vergonzosos. Durante su discusión con los agentes Foreman y McDermott, Misha Garland cita incorrectamente la ley que regula la cooperación con los federales, pero el lector debe recordar que el derecho penal no entra en la especialidad de Misha Garland. Marc Hadley, llevado por el entusiasmo de sus propias ideas, cita erróneamente los hechos y el contenido de la sentencia del caso Griswold versus Connecticut, que no tiene nada que ver con médicos o mujeres solteras (puede que estuviera pensando en Eisenstad versus Baird). Lionel Eldridge, Sweet Nellie, no deja de inflar su promedio de puntos por partido en la NBA, redondeando de 18,6 a 19,1. Sin embargo, tal como a Pony Eldridge, su mujer y estadística, le gusta decir, se trata de una licencia admisible porque su promedio habría sido de 19,5 si tras su lesión no hubiera vuelto a jugar una temporada desastrosa —según Pony— intentando alcanzar los diez mil puntos antes de retirarse.
La mayoría de jugadores de ajedrez atribuyen la cita usada como epígrafe de este libro a Siegbert Tarrasch, aunque a veces se atribuye a Alexander Alekhine. Distintas fuentes proporcionan versiones de la frase de Felix Frankfurter citada por Wallace Wainwright. He elegido la que me ha parecido más autorizada: la del influyente libro de 1996 del difunto Bernard Schwartz, Decisions: How the Supreme Court Decides Cases. El profesor Schwartz confirmó la cita con un auxiliar que estaba presente en el momento en que se hizo el comentario.
Finalmente, he de reconocer que no todas las frases de este libro son obra mía. Las palabras de Bentley de que estaba yendo en barco corresponden no al hijo de Misha Garland, sino al mío. El bon mot de Rob Saltpeter acerca de Estados Unidos como nación cristiana se lo escuché por primera vez al formal David Bleich, que es rabino y profesor de derecho. Las reglas del baile de la polka ante un tribunal no son invento mío ni de Misha: han salido de unos vagos recuerdos de mi infancia, una broma del presidente Lyndon Johnson sobre bailar «la polka de la conferencia de prensa» (estaría agradecido a cualquier lector que pudiera llevarme a la fuente original). Lo mismo cabe decir del comentario de Dana Worth sobre Bonnie Ziffren, que es obra de mi difunto colega de Yale, Leon Lipson, cuya aguda sutileza y alegría siempre me ha inspirado y nunca podrá ser reemplazada.
Debo manifestar mi gratitud a mi agente literaria Lynn Nesbit, que esperó pacientemente durante años a que terminara el manuscrito que yo no dejaba de asegurarle que estaría terminado al mes siguiente. Lynn me animó durante mis frecuentes bloqueos y nunca me dio prisa. La novela se ha beneficiado enormemente con la fina corrección de Robin Dresser de la editorial Knopf y con los juiciosos comentarios de mis amigos íntimos que leyeron el manuscrito antes de su publicación.
Por fin, como siempre, no tengo palabras adecuadas para expresar mi gratitud hacia mi familia: a mis hijos, Leah y Andrew, con quienes me perdí muchas tardes de juegos porque «papá tiene que escribir»; a mi tía abuela Maria Reid, que tuvo que soportar mis ausencias mientras permanecía encadenado a mi ordenador; y sobre todo a mi esposa, Enola Aird, sin cuyo inquebrantable amor, aguda lectura, finas bromas y guía espiritual, esta novela nunca se habría completado. Que Dios os bendiga a todos.
Mayo de 2001