Un desacuerdo pedagógico
I
El martes, pasados doce días desde la muerte de mi padre, regreso a mi aburrida clase que, con frecuencia, parece exclusivamente poblada por ignorantes aunque muy comprometidos ideólogos de la Asociación de Alumnos Sobresalientes, izquierdistas que creen en la lucha de clases pero que nunca han abierto El capital y ciertamente tampoco han estudiado a Werner Sombart; capitalistas de la línea dura que aceptan la infalibilidad de la mano invisible, pero que no han leído a Adam Smith; feministas de tercera generación que saben que los roles sexuales son un engaño, pero que no han oído hablar de Betty Friedan; darvinistas sociales partidarios de dejar que los más pobres se las apañen como puedan, pero que no saben quién es Herbert Spencer ni conocen el ensayo de William Sumner, The challenge of the facts; separatistas negros que mascullan tristemente sobre el racismo institucional, pero que no conocen nada del trabajo de Carmichael y Hamilton, los que inventaron el término; todos ellos estudiantes, todos ellos irremediablemente jóvenes e irremediablemente listos y, por eso mismo, irremediablemente convencidos de que solo ellos tienen razón; estudiantes que en su mayoría, sean cuales sean sus asumidas diferencias, no tardarán en ser asumidos por los grandes bufetes de las grandes corporaciones: enormes fábricas de beneficios donde cobrarán a sus clientes unas tarifas desorbitadas a cambio de doscientas horas anuales de trabajo; bufetes donde, con la mitad de años que sus profesores, no tardarán en ganar el doble que ellos mientras lo sacrifican todo en el altar de la profesión, ascendiendo sin cesar al tiempo que su ética y sus familias se derrumban a su alrededor, hasta que por fin, pasadas una o dos décadas, cínicos o amargados, alcanzarán sus ambicionados objetivos —profesorados, juzgados, asociados…, todos los hados que hayan soñado conjurar— y contemplarán el negro vacío que los rodea y se darán cuenta de que no han conseguido nada, absolutamente nada, y se preguntarán qué pueden hacer con sus malgastadas vidas.
Aunque también es posible que esté midiendo su porvenir con la regla de calcular del mío.
Mi familia y yo hemos regresado a Elm Harbor el jueves, tras mi breve entrevista en Corcoran & Klein con los verdaderos agentes del FBI, donde tuve a mi lado a una Meadows sorprendentemente eficaz y serena. Kimmer ha vuelto al trabajo de inmediato, reanudando su ritmo frenético y sus descabellados horarios, y ya ha hecho otro viaje a San Francisco para mayor riqueza y gloria de EHP. Los del FBI de verdad no han tenido éxito a la hora de seguir la pista de los dos tipos que fueron a verme a Shepard Street, pero mi esposa se ha convencido de que se trataba de periodistas en busca de trapos sucios y no le importa si yo lo creo o no.
Mariah, entretanto, tiene una nueva teoría: ya no es Jack Ziegler el que asesinó al juez, se trata de algún abogado que culpa a mi padre por algún recurso rechazado. A ella tampoco le importa que mi padre llevara diez años alejado de la judicatura.
—Probablemente se trata de algún grupo importante —me dijo la otra noche por teléfono, su tercera llamada en cinco días—. No tienes idea de lo amorales que pueden llegar a ser o del tiempo que pueden mantener vivo su rencor.
Me pregunté qué tendría que decir Howard ante eso, pero me mordí la lengua prudentemente. Mariah añadió que un amigo suyo estaba dispuesto a buscar en Internet posibles asesinos a sueldo. Cuando se lo recriminé con toda delicadeza, me lanzó otra de sus reprimendas por no ponerme de su lado cuando se presentan problemas.
—Las hermanas son así —me dijo Rob Saltpeter, el larguirucho constitucionalista que es mi ocasional compañero de baloncesto, al relatarle parte de la historia, mientras estábamos sentados en los vestuarios del YMCA tras haber sido vapuleados por un puñado de policías fuera de servicio. Sus ojos, como de costumbre, estaban serenos—. Lo que tú debes recordar es que ella sí estará a tu lado cuando se presenten problemas.
—¿Qué te hace decirlo?
Rob sonrió. Con sus casi dos metros, me saca unos diez centímetros, pero yo lo aventajo en veinticinco kilos: aunque no estoy gordo —todavía no—, me sobra algo de peso. Él, en cambio, está muy delgado. En calzoncillos y en el vestidor, ninguno de los dos resulta una visión especialmente arrebatadora.
—Una intuición que tengo.
—Si ni siquiera la conoces.
—Tengo dos hermanas —objetó Rob, cuyo natural afectuoso queda atemperado por la fanática certeza de que todas las familias son o deberían ser como la suya.
—Pero no se parecen a Mariah.
—No importa. Tu obligación es estar a su lado, lo demás no cuenta. No se trata de su comportamiento o de lo que tú opines. Se trata de que eres su hermano.
—Pensaba que habíamos abolido hace más de un siglo las relaciones basadas en el vínculo —bromeé con el típico chiste de abogados.
En una relación basada en el vínculo las obligaciones de las partes quedan determinadas por quién es qué con respecto al otro (esposo-esposa, padre-hijo, amo-sirviente) en lugar de por el mutuo acuerdo.
—Las abolió el hombre. No Dios.
No se me ocurrió qué replicar. Rob es, según sus propias palabras, un judío bueno y cumplidor, y habla de su fe mucho más que cualquiera de los profesores que conozco, incluso ante sus alumnos y para desesperación de estos. Puede que sea el lado proselitista de Rob Saltpeter el que me impide que lleguemos a ser amigos íntimos. O también puede ocurrir, simplemente, que yo no sea un tío simpático. Para disimular una punzada de amargura, le pedí consejo.
—Lo único que puedes hacer es seguir adelante —contestó encogiéndose de hombros con la que es su respuesta para casi todo.
Estupendo. Pues aquí sigo. Adelante, pero mal.
Tan mal que en mi primer día de clase me encuentro enfrentándome con un infortunado joven cuyo único pecado consiste en informarme, a mí y a toda la clase, de que los casos que yo espero que mis alumnos dominen carecen de importancia porque, al final, siempre ganan los ricos. Ahora bien, es cierto que cada año algún pobre idiota anuncia algo parecido; y también es cierto que más de un profesor ha conseguido un cargo en más de una estupenda facultad mediante el procedimiento de decir lo mismo pero en una jerga incomprensible y llena de tecnicismos. Sin embargo, no estoy de humor para disparates. Miro furiosamente al gallito y, por un horrible instante, veo el futuro o puede que simplemente a mi enemigo: a un joven blanco, pedante, atontado, flaco, resentido, lleno de piercings, enjoyado, vestido en plan grunge, con el rubio y estropajoso cabello anudado en una coleta, a un cínico conformista que se cree iconoclasta. Hace unas cuantas generaciones habría sido el tipo que se pone el jersey con las letras de su college hacia adentro para demostrar lo poco que le importa. En mi época habría sido el primero en trepar a las barricadas asegurándose de que todos lo ven, igual que en este momento lo mira toda la clase. Tiene un codo apoyado en el respaldo de la silla y el mentón en el puño. En su actitud puedo leer insolencia, desafío, puede que incluso el sutil desprecio racista de un estudiante blanco y liberal que no puede llegar a creer que el profesor negro que tiene delante pueda saber más que él sobre nada. Un ligero halo rojo flota a su alrededor como un aura, y me sorprendo pensando: «Podría cargármelo». Hago un esfuerzo para ser amable.
—Muy interesante, señor Knowland. —Sonrío y doy unos pasos por entre los pupitres en dirección a la fila donde se sienta. Cruzo los brazos—. A ver, ¿cómo se relaciona su brillante tesis con el caso que nos ocupa?
Todavía repantigado, hace un gesto de indiferencia sin apenas mirarme y me dice que mi pregunta no viene al caso. No son las leyes lo que importa, explica al techo, sino el hecho de que los trabajadores no pueden esperar justicia de los tribunales capitalistas. Es la estructura de la sociedad, no el contenido de sus leyes, lo que conduce a la opresión. Puede que tenga medianamente razón, pero nada de lo que dice resulta relevante, y su oratoria está más pasada de moda que las pelucas empolvadas. Pongo en marcha un truco pedagógico y me aproximo para ocupar todo su campo de visión y obligarle a recordar quién de los dos está en una posición de autoridad. Le pregunto si recuerda que el caso que estamos estudiando implica no a un trabajador que demanda a un patrono, sino a un conductor que reclama a otro. El señor Knowland, enroscado en su asiento, responde tranquilamente que tales detalles no son más que distracciones y una pérdida de tiempo. Sigue sin querer mirarme. Toda su postura clama falta de respeto, y todo el mundo lo sabe. El silencio se apodera del aula. Ni siquiera se oye el habitual rumor de pasar las páginas, el repiqueteo sobre las teclas de los portátiles o el roce de las sillas. El halo rojo se hace más intenso. Recuerdo que hace tres semanas tuve que amonestarlo por hacer tonterías en clase con su Palm. Entonces fui cuidadoso y lo mandé llamar una vez acabada la hora; aun así se enfadó porque pertenece a la generación de los que opinan que no hay más reglas que las que su voluntad impone. En este momento, tras el rojizo velo, mi alumno empieza a parecerse al agente McDermott, sentado y mintiendo descaradamente en el salón de Shepard Street. Y, de repente, muy de repente ya es muy tarde para que pueda pararme. Sonriendo tan insolentemente como él, le pregunto si ha estudiado más casos de acción de responsabilidad y si los ha clasificado en función de la correspondiente riqueza de los litigantes para comprobar de ese modo lo acertado de sus teorías. Mirándome furiosamente, reconoce que no. Le pregunto si conoce de alguien que haya llevado a cabo algún estudio similar. Se encoge de hombros, y lo interpreto como un «no». Lo fulmino con la mirada, de pie ante él, y le pregunto si de hecho existen trabajos publicados acerca de la influencia del dinero en la resolución de casos y si, de haberlos, los ha leído. Los viejos fluorescentes zumban y sisean intermitentemente mientras aguardamos la respuesta del señor Knowland. Mira a la clase, los contritos rostros de sus compañeros, los retratos de los alumnos sobresalientes que cubren las paredes y, por fin, me mira a mí.
—No —contesta con una voz mucho más débil.
Yo asiento, como indicando que ya lo sabía; y entonces cruzo la línea. Como cualquier profesor medianamente competente sabe, he llegado al punto en que debería dejarlo y volver tranquilamente al caso que estudiamos, quizá tomándole el pelo al señor Knowland, pidiéndole a alguno de sus colegas que lo asesore en la tarea de salir del atolladero en el que se ha metido de un modo tan estúpido. Sin embargo, le doy la espalda y me alejo unos pasos. Entonces me vuelvo rápidamente, lo señalo con el dedo y le pregunto si expresa a menudo opiniones carentes de fundamento. Los ojos se le dilatan de rabia y humillación. No dice nada, intenta abrir la boca, pero la vuelve a cerrar porque está atrapado: no hay contestación que pueda salvarlo. Vuelve a mirar hacia otro lado mientras sus compañeros deciden si deben reír (algunos lo hacen; otros, no). En mi cabeza resuena un martillo rojo, y pregunto:
—Es eso lo que le enseñaron… en Princeton, ¿verdad?
Esta vez, sus compañeros están demasiado sorprendidos para reír. En realidad, el arrogante Avery Knowland no les cae especialmente bien; pero, en este momento, el arrogante profesor Talcott todavía les cae peor. En medio del repentino y tenso silencio que se ha apoderado del aula de altos techos, me doy cuenta demasiado tarde de que yo, profesor titular de una de las mejores facultades del país, me estoy dedicando a humillar a un crío de veintidós años que hace apenas cinco estaba todavía en el instituto: el equivalente en el campus a un matón de último curso aporreando a un lactante. Poco importa si el señor Knowland es arrogante o ignorante, ni siquiera si es racista. Mi trabajo consiste en enseñarle, no en dejarlo en ridículo. Y no estoy haciendo mi trabajo.
Mis demonios particulares me han perseguido hasta dentro del aula. Me rehago e intento reparar los daños.
Naturalmente, sigo diciendo mientras camino aristocráticamente ante la clase, a los abogados a veces se les pide que defiendan lo que no pueden demostrar. Pero —y en este punto me doy la vuelta y señalo de nuevo al señor Knowland—, pero cuando presentan esas infundadas argumentaciones deben hacerlo con garbo. Y si se les pregunta en qué basan sus pretensiones, entonces deben tener la sangre fría para saber bailar la polka ante el tribunal tal como se lo demuestro: pasito a un lado, pasito al otro, ir de puntillas y nunca, nunca, contra la música.
Risas de alivio entrecortadas de los alumnos.
Salvo de Avery Knowland, que sigue mirándome con furia.
Al final, consigo acabar la clase con un mínimo de dignidad, pero huyo a mi despacho tan pronto como dan las doce, furioso conmigo mismo por haber permitido que mis fantasmas me llevaran a humillar a un alumno en clase. El incidente reforzará mi reputación en la facultad. «Un tipo poco agradable», dicen los estudiantes. Y Dana Worth, la mayor experta de la universidad en rumorología estudiantil, me lo repite alegremente. Puede que mi reputación sea cierta.
II
Mi despacho se halla en el segundo piso del edificio principal de la facultad llamado «Oldie» por la mayoría de nosotros no porque sea viejo, sino porque fue construido gracias a la donación de la familia Oldham y bautizado en su recuerdo. Merrit Oldham, que provenía de una familia adinerada —su abuelo había inventado cierto tipo de percutor durante la guerra civil y, según cuenta la leyenda, murió cuando un prototipo defectuoso hizo que un rifle le estallara en la cara—, se licenció en derecho a comienzos del siglo XX y ascendió hasta la cima de la gloria de Wall Street como fundador del bufete Grace, Grant, Oldham & Fair. En mi época de estudiante, la firma era de lo mejorcito de Nueva York, pero cayó en picado a resultas del escándalo Drexel Burnham de los años ochenta. Dos de sus más destacados socios fueron a parar a la cárcel, tres tuvieron que dimitir y los restantes se conformaron con los despojos del cadáver. Finalmente, el bufete se dividió en dos. Una mitad desapareció en cuestión de años, y la otra, que todavía conserva el nombre de Oldham, a duras penas sigue a flote. Nuestros alumnos, que se saben de memoria la clasificación por orden de prestigio de todos los bufetes de Manhattan antes incluso de dominar los rudimentos de la acción de responsabilidad, preferirían pasar hambre antes que ir a trabajar allí.
Puede que el bufete se haya ido al cuerno, pero nuestro edificio sigue siendo el Oldie —oficialmente facultad de derecho Verónica Oldham—. Merrit, que adoraba a su santa madre, nunca se casó ni tuvo hijos, y nuestros estudiantes gays lo consideran uno de los suyos, seguramente con razón si la mitad de las historias que cuenta Theo Mountain son ciertas.
La facultad se levanta en un verde promontorio, al final de Town Street, que domina la ciudad. Se compone de cuatro bloques cuadrados, situados al norte y al sur de Eastern Avenue, unidos por un puente peatonal. La parte sur, que mira al campus principal, es el Oldie, una construcción de estilo más o menos gótico con tres plantas de oficinas en el ala oeste y seis plantas de biblioteca en la este a los que se suman una hilera de aulas hacia el sur y un alto muro de piedra en el norte. Todo el conjunto está rodeado por un precioso patio enlosado que constituye el principal mérito estético de la facultad. El bloque norte, que fue erigido veinte años más tarde en lugar de una antigua iglesia católica que fue destruida por un incendio y cuyo solar fue adquirido por un espabilado decano, incluye un espartano edificio destinado a los dormitorios en el que se aloja más de la mitad de nuestros estudiantes y una baja y fea construcción de ladrillos abarrotada con las dependencias de las distintas asociaciones de los alumnos salvo la más prestigiosa: la revista de derecho. Semejante distribución despierta no pocas envidias, pero no tenemos más remedio: nuestros alumnos, como los alumnos de otras partes del mundo, consideran el cambio como el enemigo de la memoria y nunca permitirán que saquemos la revista de derecho de su tradicional ubicación en la primera planta del ala de la facultad.
Para llegar a mi oficina hay que subir por la escalera central de mármol hasta el segundo piso, girar a la izquierda, caminar por el siniestro pasillo con su gastado suelo de linóleo, volver a girar a la izquierda y contar cuatro puertas también en el lado izquierdo. Justo delante de mi despacho hay un gran cuarto que alberga a cuatro secretarias de la universidad entre las que no se cuenta la mía que, en un alarde de lógica administrativa, se encuentra en un rincón del tercer piso del mismo edificio. Más allá de mi despacho se hallan los dominios de Amy Hefferman, la eterna Princesa del Procedimiento a quien los estudiantes adoran y que todos los años promete jubilarse hasta que los alumnos la vuelven a votar como su portavoz. Al otro lado del pasillo está el joven Ethan Brinkley, que tiene la costumbre de entrar sin avisar y compartir sus improbables relatos sobre el tiempo que estuvo de abogado suplente en un comité del senado para asuntos de inteligencia; a su lado, en un cuartucho no más grande que el vestidor de Kimmer, se sienta el aún más joven Matthew Goffe, que imparte un curso de corporaciones, otro de transacciones con fianza y un curso de alternativas radicales al imperio de la ley. Matt es uno de los pocos profesores sin contrato fijo y, a menos que abandone su desconcertante costumbre de firmar todas las peticiones de los estudiantes y de sumarse a sus boicots, tiene todos los números para seguir siéndolo. El siguiente, en la esquina noroeste del edificio, es el amplio despacho que ocupa Stuart Land, el antiguo decano y seguramente el intelecto más respetado en toda la facultad, que enseña un poco de todo, manda sobre dos secretarias y hace de la reputación de la universidad su principal preocupación. Stuart, dicen los rumores, nunca se ha recuperado del golpe de estado palaciego que lo expulsó y sentó en su lugar a la decana Lynda, revolución que tuvo que ver más con la política que con las políticas: el declarado conservadurismo de Stuart lo ha mantenido en guerra permanente contra Theo Mountain, Marc Hadley, Tish Kirschbaum y otros poderes fácticos de la universidad.
Al menos, eso se rumorea.
Pero así es este lugar: a lo largo de sus recónditos pasillos uno encuentra historia tras historia, algunas heroicas, algunas rastreras, algunas verdaderas, algunas falsas, algunas graciosas, algunas trágicas, y todas ellas se combinan para formar esa mística e inefable entidad que llamamos «la facultad», que no es exactamente los edificios ni la universidad, los estudiantes o los alumnos, sino más que la suma de todas esas cosas o puede que menos: una paradoja, un orden, un misterio, un monstruo, el mayor de los gozos.
Los corredores del Oldie me resultan cálidos y familiares. Me gusta estar ahí.
Casi siempre.
Sin embargo, cuando doblo la última esquina camino de mi despacho, tras mi desastrosa clase, veo a una alterada Dana Worth que llama imperiosamente a mi puerta, como si le irritara que yo no esté allí para abrirle. Agarra el pomo, tira de él, empuja, hace pantalla con las manos e intenta atisbar a través del opaco cristal a pesar de que salta a la vista que las luces de dentro están apagadas.
Primero, la observo divertido; luego con preocupación, ya que no había visto a Dana tan alterada desde que se separó de mi amigo Eddie y me explicó el porqué.
Dana, que da clases sobre contratos de propiedad intelectual, es una de nuestras estrellas, aunque su reducido tamaño haya hecho creer a más de un desafortunado estudiante de primer curso que podría avasallarla. Dana proviene de una vieja familia de Virginia que en otro tiempo tuvo mucho dinero (léase esclavos) pero lo perdió en lo que ella llama «la última incomodidad». Vive encantada y de un modo encantador en un mundo que gira a su alrededor: «¿Tu hermana se mató en un accidente de coche? Pues yo, en la Universidad de Virginia salía con un tipo que se mató en un accidente de coche. Era un McMichael, de los McMichael de Rappanhannok County. Tu padre los conocía, y al abuelo, el senador, lo trató durante un tiempo. Pero apostaría a que no del modo en que conocía al hijo».
Dana, que es tres años mayor que yo, ha conseguido sobrevivir, incluso trascender el escándalo menor que supuso la ruptura de su matrimonio. Eddie, cuya vida en la universidad transcurría esencialmente a la sombra de la de su mujer, nos abandonó el año pasado para regresar a su nativa Texas, donde asegura que lo que le sucedió en Elm Harbor no habría sido tolerado. (No dice quién lo habría impedido). Su marcha ha reducido el profesorado negro de la facultad en un veinticinco por ciento. Dana lo abandonó por una mujer llamada Alison Frye, una nerviosa neoyorquina entrada en carnes todo cabello color zanahoria y furia contra el mundo. Alison es una novelista de escaso mérito que mantiene una página web llena de displicentes y eruditos comentarios sociales, casi todos con un toque de «nueva economía». Su noviazgo con Dana era del dominio público, al menos entre los entendidos. Tres años antes, cuando su relación era un asunto secreto, Alison metió en su página una composición titulada «Querida Dana Worth», una especie de carta de amor que fue descargada y enviada por correo electrónico a todos los rincones del planeta y, lo que es más importante, del campus. A Dana le gusta decir que Alison la mortificó hasta que consiguió enamorarla. Muchos de nosotros hemos adoptado como apodo burlón el título del escrito, aunque su marido, de modo muy comprensible, nunca le ha visto la gracia. Mientras Dana y Eddie estuvieron casados, Kimmer y yo salimos mucho con ellos ya que él y yo habíamos jugado juntos de pequeños. Los padres de Eddie son viejos amigos de los míos e incluso es posible que exista una lejana prima común por parte de madre, aunque nunca lo hemos averiguado.
El final del matrimonio Dozier-Worth, hace un par de años, estropeó mi amistad con los dos. Eddie se ha convertido en un extraño, y sus convicciones políticas lo han escorado aún más a la derecha. En cuanto a Dana, me cae bien, pero mantenemos infinidad de diferencias con respecto a muchos asuntos, el principal, el modo como trató a Eddie. «Misha, por favor, debes intentar verlo desde mi punto de vista», me rogó durante una última y dolorosa discusión antes de abandonarlo. «No. No puedo», repliqué, incapaz de mostrarme comprensivo. Puede que temiera ver en la desintegración de su matrimonio la prefiguración de la del mío. En la actualidad, Dana y yo intentamos ser amigos pero, citando a Casey Stengel, «no siempre funciona».
Al ver a Querida Dana recuerdo sus lágrimas en el funeral. Ella admiraba al juez, su jefe durante un tiempo, y puede que incluso lo quisiera un poco, aunque él nunca llegó a hacer las paces con el movimiento en pro de los derechos de los gays; pero, por otra parte, tampoco las ha hecho Dana, a la que le gusta insistir con su pedante estilo que está más interesada en su libertad que en sus derechos. Dana se opone a las reglas que establecen a quién deben alquilar o con quiénes deben hacer tratos los propietarios de inmuebles ya que, salvo en lo que al aborto se refiere, es una libertaria radical hasta la punta de los dedos de sus manicurados pies. Tras el funeral del juez, Dana se unió al cortejo fúnebre en su Lexus dorado con su pegatina de doble sentido pegada en el parachoques donde puede leerse: «Otra lesbiana para toda vida», lo cual no hace más que confundir a la gente.
A Dana le gusta confundir a la gente.
—Dana —digo suavemente mientras sigue aporreando la puerta—. ¡Dana!
Ella se vuelve hacia mí con una mano en la garganta: el conocido gesto de generaciones de damas sureñas sobresaltadas. El corto y negro cabello brilla en la escasa luz del pasillo, y su rostro me llama la atención. Querida Dana Worth está siempre pálida, pero su palidez de este momento la hace parecer… aún más pálida.
—¡Oh, Misha! —gime meneando la cabeza—. ¡Oh, Misha, lo siento tanto!
—Apuesto a que son malas noticias —contesto lentamente a causa del bloque de hielo que se me ha formado en el corazón.
—¿No lo sabes? —Dana está sorprendida. Asustada. Durante un instante parece desorientada, cosa que no sucede a menudo. Tan corajuda es Querida Dana que pasa la mayoría de los domingos en una pequeña y conservadora iglesia metodista que se halla a unos treinta kilómetros de distancia del campus y a cientos culturalmente hablando. «Necesito estar allí» es lo que responde a los colegas que se atreven a preguntarle.
—¿Qué es lo que no sé? —pregunto, también algo asustado.
—¡Oh, Misha! —susurra Dana otra vez. Acto seguido, se rehace y se aferra a mi brazo mientras abro la puerta. Los dos entramos en mi despacho, y ella señala el aparato reproductor de CD que hay en un estante, encima del ordenador. Kimmer me lo regaló tras regresar de uno de sus numerosos viajes. Mi mujer odia gastar dinero, así que siempre que me hace un regalo caro pienso que se trata de un premio por haber quedado el segundo. Es la forma que tiene Kimmer de amordazar su conciencia—. ¿Tienes radio? —pregunta.
—Sí, creo. No lo uso mucho.
—Ponía.
—¿Cómo dices?
—Sintoniza las noticias.
—Es que no puedes decirme…
Los ojos de Dana parecen tristes y confusos. Una de sus grandes debilidades consiste en su incapacidad para manejar las penas ajenas. Sea lo que sea lo que quiere que sepa, va a resultar doloroso.
—Por favor, ponlo en marcha.
Me ahorro un comentario acerca de lo que odio este tipo de juegos porque salta a la vista que está alterada de verdad. Voy hasta el aparato que siempre está sintonizado en la emisora local de la National Public Radio. Lo conecto y surge una insípida música clásica, Fanfare for the common man, me parece. Busco las emisoras que dan noticias las veinticuatro horas: el locutor se está explayando ceremoniosamente acerca del último acto de violencia racista: un predicador ha sido torturado hasta morir. Me hierven las tripas. Las historias de ese tipo me sientan como una patada en las partes y me provocan ganas de comprar un puñado de armas, reunir a mi familia y escapar a las montañas. Escucho las intervenciones de los personajes que protestan por ese ultraje nacional: Jesse Jackson, Kweisi Mfume, el presidente de Estados Unidos. Dos niños han descubierto el cuerpo entre los matorrales detrás de un parque, hace unas horas. Miro a Dana.
—¿Es esto lo que querías que escuchara?
Asiente y se apoya contra el borde de mi mesa.
—Sigue escuchando.
No lo comprendo, pero escucho un poco más: el hombre fue hallado con quemaduras de cigarrillos en brazos y piernas, y le faltaban unas cuantas uñas. El locutor explica que fue torturado. Según parece, la muerte se la provocó un único tiro en la cabeza y debió de resultarle una bendición. Una historia espantosa, cierto, pero…
Un momento.
El cuerpo de la víctima fue hallado en una pequeña ciudad cercana a Washington D. C.
Subo el volumen.
Una terrorífica lasitud se apodera de mi cuerpo empezando por los pies y va subiendo lentamente hasta que la cabeza me da vueltas. El aire se ha vuelto opresivo e irrespirable; tengo el estómago hecho un nudo y los muebles empiezan a adquirir un horrible y asfixiante color rojo.
«Cuídate de los otros… No me gustaría verte perjudicado».
El nombre del predicador asesinado es Freeman Bishop.