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I
A las cuatro menos veinte me apeo de un taxi frente al edificio donde hace apenas una semana mi padre tenía su despacho. He sustituido los pantalones vaqueros por el mismo traje gris oscuro que llevé en el funeral, el único traje que tengo en la maleta, aquí en Washington, y uno de los dos que poseo. Llego antes de hora, así que voy a curiosear los escaparates. En el vestíbulo hay una joyería, y un librero de viejo en la esquina. Me acerco para echarles un vistazo, satisfecho por estar en una ciudad tan cómoda con sus negros de clase media que no resulto sospechoso en ninguno de los dos establecimientos. En la joyería debo luchar contra la tentación de comprarle a Kimmer un pequeño pero ruinoso regalo: tiene debilidad por los diamantes, y he visto un par de pendientes que sé que le encantarían. En la esquina charlo con el librero acerca de un panfleto que, hace tiempo, ando buscando: el relato de Bobby Fisher, publicado por él mismo, sobre el arresto del que fue erróneamente objeto por haber robado un banco, obra que tituló melodramáticamente Fui torturado en la cárcel de Pasadena. Le dejo al librero mi tarjeta y él me promete buscarlo. Cuando regreso al vestíbulo, Kimmer ya está allí, mirándome furiosamente y señalando el reloj. Pasan tres minutos de las cuatro, y nadie se arriesga ni un poco a hacer esperar a Mallory Corcoran. El gran Mallory Corcoran no espera.
Salvo que en esta ocasión nos espera a Kimmer y a mí. No solo nos espera, sino que nos recibe desplegando todo el encanto del que es capaz. Sale personalmente a la zona de recepción, sin americana, pero con una camisa de un azul intenso, una desenfadada corbata amarilla y tensos tirantes también amarillos sobre su prominente barriga. Besa a Kimmer en la mejilla, me estrecha la mano formalmente y nos conduce hacia su enorme despacho del fondo, en la esquina, que al igual que la mayoría de las oficinas de la ciudad tiene vistas principalmente a los edificios del otro lado de la calle, aunque si uno mira en la dirección adecuada puede divisar el monumento a Washington. Su mesa está llena de informes y memorandos. Es uno de los escasos escritorios de los bufetes de la ciudad donde no hay rastro de ordenador. Nos acompaña hasta un sofá de cuero, frente al que hay dos sillas Eames, y escoge una de ellas para sentarse. Me maravillo de que pueda sostenerlo, pero Mallory Corcoran, como muchos abogados de éxito, parece tener el don de saber ajustar su peso a las situaciones. Una de sus tres secretarias toma nota de las bebidas: té para el tío Mal y Kimmer y ginger ale para mí. Aparece una bandeja con emparedados. Charlamos sobre el funeral, sobre el tiempo, sobre la prensa y el último escándalo del Capitolio. Luego, nos comenta que un grupo de ayudantes ha embalado todos los objetos personales de mi padre y que el bufete nos los enviará adonde digamos; pregunta si nos gustaría echarle un último vistazo al despacho de Oliver, pero yo declino el ofrecimiento porque mi mujer no cabe en sí de impaciencia, aunque no solo por eso.
Entonces vamos al grano.
El tío Mal empieza llamando a uno de sus asociados, una nerviosa mujer que nos presenta como Cassie Meadows, para que se siente y tome notas. Kimmer se encuentra incómoda hablando ante una desconocida, pero el tío Mal nos dice que consideremos a Meadows (así la llama) como un mueble más. No es ningún piropo, y Meadows, delgaducho miembro de la nación más pálida, se sonroja intensamente. Sin embargo, entiendo lo que el tío Mal pretende: con tanta gente de Washington acusada en estos últimos tiempos por tantos y tan distintos motivos, y con tantas acusaciones basadas en vagas contradicciones extraídas de conversaciones igualmente vagas, el gran Mallory Corcoran quiere tener un testigo amistoso en la habitación.
—Meadows es una abogada condenadamente buena —nos dice como si estuviéramos a punto de entrar en un tribunal— y sabe todo lo que hay que saber sobre el Capitolio.
—Trabajé para el senador Hatch —nos aclara ella.
—Por añadidura, ha sido asistente en el Tribunal Supremo y la primera de su clase en Columbia —se explaya el tío Mal echando mano del conocido procedimiento en Washington de utilizar un potente currículo como argumento para rebatir cualquier duda sobre la confianza que alguien pueda inspirar. Es como si nos dijera que, siendo tan lista, no tenemos ni que plantearnos el porqué de su presencia. Luego, aclara lo principal—: Además, Kimmer, trabajará codo con codo conmigo en este asunto. Todo lo que yo sepa lo sabrá ella.
Con eso quiere decir que, aparte de esta entrevista, él, Mallory Corcoran, estará probablemente demasiado ocupado para ayudar a mi esposa, así que en lo sucesivo a Kimmer le endosarán esa asociada.
Kimmer deja de resistirse.
El tío Mal no es hombre al que sea fácil obligar a que concrete; no obstante, el encuentro va bien. Comprende el porqué de nuestra presencia y lleva la voz cantante la mayor parte del tiempo. Le pregunta a Kimmer cómo han ido sus otras entrevistas, pero apenas presta atención a las respuestas. Mi mujer no ha tenido tiempo de contarme mucho, pero deduzco que hasta el momento no ha obtenido lo que pretendía. El senador —que solo le concedió quince minutos (con dos asistentes en la estancia para recordárselo)— se mostró claramente partidario de Marc Hadley, y no dejó de insistir en que más adelante ya se presentarían otras oportunidades. Ruthie Silverman estuvo educada y evasiva. El cabildero de los derechos civiles prometió intentarlo, pero advirtió que seguramente la administración no le haría caso. Mallory Corcoran descarta todo eso con un gesto. Lo que cuenta es quién conoce a quién. Como le encantan los tópicos y soltarlos grandilocuentemente para que quienes le escuchan sepan que sabe que ellos saben que está haciendo comedia, nos dice que tiene línea directa con radio macuto. Me pregunto si comentará algo del «esqueleto» que nos prometió Jack Ziegler. En cambio, nos cuenta que Marc Hadley está tirando de todos los hilos, llamando a todo el mundo, metiendo presión —las metáforas se suceden en el mejor estilo pegadizo de Washington— y que un montón de colegas míos de la facultad lo están ayudando.
—Probablemente para desembarazarse de él —murmura Kimmer.
Aunque opino que es más que probable que mi esposa tenga toda la razón, salta a la vista que está irritada.
El tío Mal también lo percibe. Sonríe ampliamente y menea la cabeza. Kimmer no tiene de qué preocuparse, nos dice. Meadows puede hablar con la gente del Capitolio, nos explica, y su anoréxica asociada asiente para demostrar que ha comprendido que se trata de una orden. De lo demás, nos dice el tío Mal, se ocupará él personalmente. Marc y sus amigos conocen a cierta gente, es cierto, pero —se golpea el pecho— Mallory Corcoran sin duda conoce a más. Es exactamente lo que Kimmer deseaba escuchar. El tío Mal nos asegura que hará unas cuantas llamadas, lo cual significa que hablará con el presidente y, lo más importante, con el abogado de la Casa Blanca, el jefe de Ruthie, que hará la recomendación final y que casualmente es un antiguo asociado del bufete. El tío Mal no promete organizar un grupo de presión para apoyar la candidatura de Kimmer, pero nos dice que meterá la nariz y nos contará cómo anda la situación, cosa que a menudo quiere decir lo mismo puesto que, en el laberinto de espejos que es el proceso de designación federal, a veces lo que más cuenta es tener a la persona adecuada haciendo las preguntas adecuadas. Todo eso, nos explica, lo hemos de considerar como el regalo que nos hace en honor al respeto que sentía por mi padre. Eso significa naturalmente que espera que le devolvamos el favor tan pronto como nos lo reclame.
Kimmer está radiante —no es ninguna jugadora de póquer, mi brillante esposa—; pero yo sé que con el tío Mal no todo es tan sencillo: cuando ya nos tiene lo bastante impresionados con su munificencia, se ajusta los puños y, arreglándoselas para mirarnos a los ojos a los dos a la vez, enlaza las manos y formula lo que en el Washington de nuestros días constituye la pregunta crucial.
—¿Hay algo en tu vida, Kimberly, lo que sea, o en la tuya, Talcott, que de hacerse pública pudiera poner en una posición difícil al presidente o a vosotros?
«O a mí» es el tercer término inexpresado pero claramente aludido: «Ponedme en una situación comprometida y nunca jamás podréis contar con este bufete».
—Nada —responde Kimmer a tal velocidad que ambos la miramos, sorprendidos.
—¿Estás completamente segura? —inquiere el gran Mallory Corcoran.
—Completamente.
Se quita las gafas y nos obsequia con su más deslumbrante sonrisa, la que convierte a la mayoría de hombres en babeantes aduladores y que a mí siempre me deja anonadado en las escasas ocasiones en que se molesta en desplegarla.
No sirve. El tío Mal ha capeado sonrisas de los principales expertos en sonrisas de todo el mundo. Alza una ceja y se vuelve hacia mí. Kimmer me toma la mano y me lanza una rápida mirada. No me parece prudente. ¿Acaso cree que él no se va a dar cuenta?
—¿Y tú, Talcott? —me pregunta.
—Yo… —empiezo. Kimmer me estruja la mano desesperadamente: no iré a mencionar ante el tío Mal y esa perfecta desconocida que ella…
—Misha… —susurra contemplando a Meadows que, con aspecto aburrido tiene la mirada fija en algún punto del espacio y apenas ha escrito un par de frases en su libreta.
Pero mi esposa no tiene motivos para inquietarse, ya que no son sus infidelidades lo que tengo en mente.
—Bueno, hay algo que me preocupa —reconozco. Entonces les cuento la visita de esta mañana de los agentes del FBI. A medida que voy entrando en detalles noto que Kimmer se distancia y parece aburrida y… preocupada. Me suelta la mano.
El tío Mal me interrumpe.
—¿Te dijeron realmente que las posibilidades de tu esposa podrían disminuir si no les contabas lo de Jack Ziegler?
—Sí.
—Esos bastardos… —dice, pero suavemente, reclinándose y meneando la cabeza. Acto seguido, coge uno de los cuatro teléfonos repartidos por la habitación y aplasta un botón con un dedo como una salchicha.
—Grace. Ponme con el fiscal general. Si no está, con su sustituto. Es urgente. —Cuelga—. Bien. Vamos a llegar al fondo de este asunto. Ya lo creo que sí. —Se vuelve hacia Meadows—. Cassie, tráigame una copia de los reglamentos que se aplican a las entrevistas del FBI con testigos.
—¿Ahora? —pregunta ella, apartada bruscamente de su ensimismamiento.
—No. La semana que viene. ¡Pues claro que ahora!
Meadows se escabulle del despacho aferrando todavía la libreta, y me doy cuenta al instante —supongo que ella también— de que el tío Mal no la quiere cerca para lo que llegará a continuación. Lo que no veo es por qué. Mallory Corcoran tampoco nos lo explica, al contrario, cambia de tema.
—Ah, Tal, de paso, la otra noche puse la televisión y ¿a quién dirías que vi? A tu hermano. —Y empieza a describir el aspecto de Addison durante su intervención en The News Tour, en la que se dedicó a despotricar contra una reciente iniciativa legislativa de los republicanos. Kimmer se encoge temiendo que la actitud de mi hermano afecte a sus posibilidades, y el tío Mal, notando su incomodidad pasa a otra historia de la época de mi padre en el estrado, una muy graciosa acerca de un abogado despistado, a la que apenas presto atención no solo porque ya la he escuchado cientos de veces, sino porque me estoy acordando de la tarjeta que los agentes del FBI no me dieron. De repente, comprendo por qué el tío Mal ha hecho salir a Meadows: ha supuesto que sea lo que sea lo que le diga el Departamento de Justicia será malo y no tendrá nada que ver con Kimmer y sus ambiciones judiciales. Tras las descorazonadoras teorías de Mariah, me asusto por adelantado.
Suena el teléfono. El tío Mal se interrumpe a media frase y descuelga.
—¿Sí? ¿Quién? De acuerdo. —Tapa el micrófono con la mano—. Es el ayudante del fiscal —dice y sigue hablando—. Mort, ¿cómo estás? Me han dicho que Frank irá a Harvard el año que viene… Eso es estupendo. ¿Cuándo te vas a dedicar a ganarte la vida como Dios manda? Bueno, ya sabes que siempre tenemos un sitio para ti aquí. ¿Cómo? ¿Los Angeles? ¡Anda ya! Nuestra contaminación es mucho mejor que la de allí. Sí, ya veo…, sí. Bueno, escucha, déjame explicarte para qué te he llamado. Estoy sentado aquí, en mi oficina, con un airado ciudadano llamado Talcott Garland y otro conocido como Kimberly Madison… Sí, precisamente esa Kimberly Madison… Sí, ya sé que no te dedicas a seleccionar jueces, pero no es por eso que te llamo… —Vuelve a tapar el micro y nos pregunta—: ¿Es que ya no quedan secretos en esta ciudad? —Regresa a la conversación—. Mira, escucha, según parece un par de agentes del FBI no demasiado educados han hecho una visita al señor Garland esta mañana. No, nada que ver con eso. Por una investigación criminal. El sujeto parece ser un tal Jack Ziegler, cuyo nombre supongo que te resultará conocido. ¿Cómo…? No. Ya no represento al señor Ziegler. Ya sabes que es Brendan Sullivan, de Williams & Connolly, el que lo lleva ahora. No, Morton, eso tampoco. Mi chico es ahora Talcott Garland. Morton, escucha: en primer lugar, como supongo que sabes, mi cliente enterró a su padre ayer; así que, como mínimo, me parece que la oportunidad era dudosa. Segundo, uno de esos tipos del FBI amenazó al señor Garland. —Asiento vehementemente, pero el tío Mal, una vez en marcha, resulta imparable—. Sí, eso es. Nada de daños corporales… Le dijo que si no les contaba en el acto todo lo que deseaban saber, la candidatura de su esposa podría verse afectada. Sí, ya sé que se supone que no deben decir esas cosas. Por eso te llamo… Sí. No, no lo he hecho… Sí, lo haré. Y una disculpa de tu jefe aún sería mejor… Sí… Sí… Exactamente dentro de una hora… De acuerdo.
Cuelga sin decir «adiós», lo cual se ha convertido en un indicativo de la posición social en estos groseros tiempos: cuanto menos tiene alguien que preocuparse de ofender a los demás, más poderoso es.
—Tío Mal… —empiezo a decir, pero él ni me oye.
—Ya está. Según parece esos tipos del FBI se han saltado todas las normas. Por lo tanto, Morton Perlman hablará con su jefe y entonces veremos.
—No tenías que haberlo hecho —dice Kimmer nerviosamente.
—Kimberly, Kimberly, querida, no te preocupes. —Le toma la mano y le da unas palmadas—. Esto no repercutirá en ti, te lo aseguro. Así es como se juega en esta ciudad. Acepta la palabra de un viejo experto. Debes demostrarles que no pueden jo…, que no pueden manejarte a su antojo, y hacérselo saber sin pérdida de tiempo. Os propongo lo siguiente. —Se pone en pie y nosotros también. Afuera oscurece bajo la luna—. ¿Por qué no vais a cenar algo, pareja de tortolitos? Telefoneadme aquí dentro de una hora. Le diré a Grace que me pase la llamada. Para entonces ya tendré una respuesta o de lo contrario estaré en el Departamento de Justicia comiéndome la cena de alguien.
Durante ese espléndido discurso, se las ha arreglado para llevarnos hasta la puerta. Veo a Meadows que se aproxima por el pasillo con un colorido ejemplar del Código de regulaciones federales en la mano.
—Gracias, señor Corcoran —dice Kimmer.
—Mal es mejor —comenta por enésima vez.
—Gracias, tío Mal —añado yo.
Esta vez me llevo un abrazo, y un furtivo susurro al oído.
—Esto huele mal. Apesta hasta el cielo. —Me vuelvo, sorprendido, creyendo que habla de mí pero no conmigo. Sin embargo, solo veo alarma en sus sabios ojos de confidente—. Ten mucho, mucho cuidado —me dice—. Hay algo que no marcha bien.
II
Mi hermana y la canguro se han hecho cargo de Bentley. Mariah me ha dicho que puede quedarse con ella tanto como nos haga falta, así que la preocupada Kimmer y yo —tortolitos o no— nos encaminamos por la calle K hacia una de las muchas parrillas de la ciudad. La capital de nuestra nación no destaca por la calidad de sus restaurantes, pero sus chefs al menos saben algo de filetes. Son poco más de las cinco, y encontramos una mesa tranquila en un rincón sin tener que esperar. Kimmer, que ha estado callada durante la mayor parte del trayecto, se deja caer en la silla, pide un brandy Alexander antes de que el camarero haya podido decir palabra y me obsequia con una mirada de desaprobación. Intento cogerle la mano, pero la aparta.
—¿Qué ocurre? —pregunto, irritado.
—Nada —me espeta. Mira a su alrededor y, luego, a mí—. Creía que estabas de mi parte. Creía que me querías. Y entonces vas y sueltas toda esa mierda del FBI. ¿Por qué coño tenías que mencionarlo?
Kimmer sabe que me molesta la vulgaridad, y esa es la razón de que la use cuando está enfadada conmigo.
—Pensé que el tío Mal podría ayudarnos —le digo—. Y es lo que está haciendo.
—¿Ayudar? Coger el teléfono, gritarle a algún idiota que trabaja para el fiscal general y decirle que lo ha hecho porque yo se lo he pedido. ¿A eso se llama ayudar? —Se deja caer contra el respaldo, tira las gafas y cierra los ojos un instante. Yo miro a mi alrededor nerviosamente, pero ninguno de los comensales se ha percatado del estallido. Kimmer se repone—. No sé. Se supone que iba a ser una especie de protagonista decisivo. ¿No tiene ninguna idea mejor?
La verdad es que la reacción del tío Mal tampoco me ha gustado, así como tampoco su decisión de hacer salir a Meadows del despacho; pero no estoy seguro de saber explicárselo a mi esposa. Dios sabe que en mi familia nadie dice nunca las cosas directamente.
—Kimmer, ¿no crees que lo mejor en este caso es sacar las cosas a la luz?
—¿Sacar qué a la luz?
—Lo que sea que está ocurriendo.
—No está ocurriendo nada.
—¿Cómo puedes decir algo así después de lo de Jack Ziegler?
—Tu maldito padre no va a dejarnos en paz, ¿verdad?
—¿De qué estás hablando?
Parece al borde del llanto.
—¡Para empezar, tus padres nunca quisieron que te casaras conmigo! Me lo dijiste tú.
Estoy estupefacto. Mi esposa no ha mencionado ese asunto desde hace años; pero, obviamente, no lo ha olvidado. Supongo que no debe de ser fácil de olvidar que tus futuros suegros se opongan a tu boda.
—¡Oh, cariño, eso fue hace años! Y no es que estuvieran exactamente en contra…
—Decían que sería un escándalo. Tú me lo contaste.
Y tenían razón: lo fue. Pero no es la ocasión de recordarle a mi esposa el modo en que los dos escandalizamos alegremente al Washington negro.
—Sí, seguro. Pero has de comprender el sentido en el que lo decían…
—Tu padre está en la tumba y sigue causándonos problemas.
—¡Kimmer!
Suspira y hace un gesto de tregua con la mano.
—Vale. Vale. Lo siento. No lo decía en serio. No ha estado bien. —Se inclina, le da un sorbo a su bebida, vuelve a cerrar los ojos un momento y me coge la mano. A pesar de mi creciente malhumor la dejo hacer. Su contacto me tranquiliza; siempre ha sido así, incluso cuando la razón de mi nerviosismo hacia ella se debía a que estuviera casada con otro—. Misha, intenta verlo desde mi punto de vista. Tú tienes lo que deseas: querías un matrimonio, un hijo y un puesto de profesor en la facultad. Pues bien, los tienes. —Kimmer empieza a acariciarme los dedos, de uno en uno, y sabe que me gusta—. Pero ¿y yo? Soy ambiciosa. De acuerdo, ese es mi pecado. Estupendo. Desde que estábamos en la facultad sabes que he deseado ser juez, ¿no? Bueno, pues ahora tengo la oportunidad a pesar de que siempre he creído que… que lo que le sucedió a tu padre lo haría imposible. Puede que esa haya sido una de las razones…, de las razones de que no haya sido contigo todo lo buena esposa que debía ser.
Baja la mirada un momento, un gesto tan humilde e impropio de ella que estoy convencido de que es fingido. Cuando Kimmer y yo finalmente nos casamos, mi padre ya no ocupaba un estrado. Dándose cuenta de que no me he tragado su explicación, Kimmer pasa de puntillas sobre el asunto.
—Lo siento, de verdad. Me gustaría ser mejor para ti. En serio. Lo he intentado. —Me acaricia la mano como si Jerry Nathanson, el letrado más preeminente de Elm Harbor, no existiera—. Pero, Misha, entonces él… él se muere, y me consta que te duele y lo lamento, en serio. Sin embargo, tu padre vuelve a estar en primera página, todo el mundo habla de él otra vez. Y yo pienso: «Vale, de acuerdo, quizá consiga arreglarlo»; así que me voy a ver a ese senador como una niña buena, y él se limita a quedarse sentado con esa sonrisa suspicaz, y me pregunto por qué me habré molestado en ir, porque todo parece amañado, ¿sabes? Amañado para que Marc gane. Y más tarde, Ruthie no suelta prenda, y lo de Jack Ziegler en el cementerio, y lo del FBI. ¿Qué querían esos tipos? Es como esa historia de tu padre… Al final conseguirá estropeármelo todo.
Hay lágrimas en las mejillas de Kimmer. Hace años que no se sinceraba conmigo de ese modo. Lo que pueda haber dicho a otros no quiero saberlo. Su dolor es auténtico y me llega al corazón. Aunque éramos compañeros de clase en la facultad, mi mujer es tres años más joven que yo —se saltó un curso por el camino mientras yo perdía dos años como estudiante de filosofía y semiótica antes de pasar a derecho— y hay momentos en los que esos tres años parecen treinta.
—Kimmer, cariño, no lo sabía —murmuro, y es la verdad, existen profundidades en mi esposa que no me atrevo a sondear, y mis miedos han contribuido tanto como su conducta a estropear los mejores momentos de nuestro matrimonio. Le acaricio las manos, y ella me devuelve el gesto. Con las lágrimas brillándole a la luz de las velas, su rostro gana aún más en hermosura—. Pero nada de lo tuyo tiene razones para estropearse. El juez era mi padre, no el tuyo, y tú no eres él. No hay… Quiero decir que tú no arrastras escándalos. Sin duda, no pueden usar a tu suegro contra ti.
Kimmer tiene un aspecto desgraciado.
—Pueden —contesta en un tono infantil—. Pueden y lo harán —suspira—. Ya lo hacen.
—No. No lo harán —insisto yo, aunque me temo que está en lo cierto—. Además, sabes que estoy de tu parte.
—Lo sé —contesta débilmente, como si nadie pudiera ser lo bastante tonto para estarlo.
—Y también el tío Mal.
—Oh, Misha, ¿en qué mundo vives? El tío Mal no podrá hacer nada hasta que esto pase. ¿Entiendes lo que te digo? Tiene que pasar.
—¿El qué?
—Todo esto de tu padre, sea lo que sea. No lo sé. Lo del FBI, Jack Ziegler y lo demás. Tiene que pasar y pasar deprisa o la gente se pondrá en plan: «No, no, ella no. Está casada con el hijo ese de quien tú sabes». Así que no tenemos que hacer nada para mantenerlo vivo, Misha, ni tú ni yo ni el tío Mal. Nadie. Debemos dejarlo morir, de lo contrario no tengo ninguna oportunidad. —Sus ojos oscuros y misteriosos hurgan en los míos—. ¿Lo entiendes, Misha? Este asunto debe morir.
—Lo entiendo. —Su fervor, como de costumbre, arrolla mis cautelas. Kimmer ha tenido, desde siempre, talento para sonsacarme promesas antes de que me dé cuenta de lo que digo.
—Tú debes dejarlo morir.
—Te oigo.
—Pero ¿me lo prometes?
Parece creer que tengo alguna elección. Yo no estoy tan seguro porque el amor es un regalo que entregamos cuando no deberíamos.
—Te lo prometo, cariño.
Se recuesta en la silla, como si tanto pedir la hubiera agotado.
—Gracias, cielo. Muchas gracias.
—De nada —sonrío—. Te quiero.
—Oh, Misha —susurra meneando la cabeza.
El camarero nos trae una botella de vino que apenas recuerdo que Kimmer haya pedido. Dado el historial de mi padre, yo no bebo, pero los Madison opinan que un consumo prudente de alcohol caro forma parte de un paladar sofisticado. Bebe unos sorbos y me sonríe. Luego, se recuesta en la silla, contempla a su alrededor y, de repente, se incorpora. Conozco la rutina: ha visto a algún conocido. A Kimmer le encanta trabajarse las habitaciones, por eso fue la presidenta de su clase en Mount Holyoke, de la asociación de nuestro bar local y por eso no tardará en convertirse en juez federal. Mientras la observo, cruza a toda prisa el restaurante para saludar a una pareja de norteamericanos de origen asiático que cena en el otro extremo. Se dan la mano y comparten unas risas. Ella regresa y me explica que el hombre es editorialista del Post y que lo ha conocido esta mañana, cuando iba a ver a una amiga de la facultad.
—Nunca se sabe —comenta al tiempo que me vuelve a coger de la mano y juguetea con mis dedos a la luz de las velas hasta que nos sirven la comida. Normalmente, estaría encantado permitiéndole que jugara con mis dedos toda la noche, pero mi cerebro se niega a colaborar. Mientras trincho mi carísimo filete, se me ocurre un pensamiento inspirado por las idas y venidas de mi esposa por el restaurante.
—Cariño…
—¿Sí?
—¿Te acuerdas de la última vez que estuvimos con mi padre, los dos juntos me refiero?
—El año pasado —asiente—. Estaba en la ciudad por la asociación de alumnos o algo parecido. —No está dispuesta a reconocer que había ido a ver a Bentley y aún menos a ella. Cambia de postura—. Más o menos por esta misma época.
—¿Y no dijiste que parecía… preocupado?
—Sí, lo recuerdo. Estábamos sentados cenando en el club de la facultad, creo, y tú le preguntaste algo pero él no respondió. Tenía la mirada perdida. Tú le volviste a preguntar y te contestó que no hacía falta que gritaras. —Su mirada se dulcifica—. Oh, Misha, lo siento, me temo que no es un recuerdo muy agradable.
Prefiero no seguir por ese camino.
—Yo lo volví a ver una vez después de aquello, un día que vine por unos asuntos y cenamos juntos. También entonces estaba distraído. Me pregunto si… te pareció… ¿Cuando dijiste preocupado querías decir…?
—Solo tenso, Misha. Estresado. —Me coge la mano—. Eso es todo.
Meneo la cabeza mientras me pregunto por qué la imagen de mi padre durante su última visita a Elm Harbor ha acudido tan rápidamente a mi memoria. Puede que la siniestra insistencia de Mariah en que las causas de la muerte no fueron naturales haya empezado a contagiarme.
La conversación pasa a otros asuntos: los cuchicheos de la facultad, los rumores acerca del bufete, y nuestros calendarios de vacaciones. Me explica en lo que anda metida su hermana, Lindy, y yo desentierro viejas historias sobre Addison. Le explico a Kimmer lo bien que Bentley se lo ha pasado en su primer día de patinaje; pero no le hablo de la patinadora que ha intentado ligar conmigo ni de mi tentación de ligar con ella. Kimmer, puede que captando algo en mis ojos antes de que yo aparte la mirada culpablemente, bromea acerca de lo colgado que llegué a estar por Lindy, la más estable y seria de las hermanas Madison, con quien mis padres deseaban fervientemente que me casara. Seguimos bromeando como hacíamos en otros tiempos, en los buenos tiempos en que nos cortejábamos; y entonces, cuando llega el postre, Kimmer, que no ha dejado de estar pendiente del reloj, me dice que ha pasado una hora. Ya vuelve a ser toda seriedad. Suspiro, pero obedientemente le pregunto al camarero por el teléfono y él saca uno de alguna parte y lo conecta a un enchufe debajo de la mesa. Le lanzo un guiño a Kimmer.
—Podrías haber usado mi móvil —me dice sombríamente.
—Lo sé, cariño, pero siempre había deseado hacer esto. Como en las películas.
Su sonrisa es tensa, y me doy cuenta de lo nerviosa que está. Le doy unas palmadas en la mano y marco el número. Grace contesta y, como prometido, pasa la comunicación.
—Talcott, me alegro de que hayas llamado —truena el gran Mallory Corcoran. Estaba a punto de mandarte buscar. Escucha, tenemos un serio problema. En primer lugar, Jack Ziegler no está siendo objeto de ninguna investigación por parte del Departamento de Justicia. Desearían tener algo contra él, claro que sí, porque ya sabes que el sueño de cualquier fiscal es poder enchironar a cualquier pez gordo blanco. —Ladra esas palabras sin ninguna ironía—. Pero, por el momento, no tienen nada; así que están pescando en otra parte.
—Ya veo —respondo aunque no veo nada.
Kimmer, que lee en mi cara, parece asustada.
—Pero ese no es el problema. El problema es otro: Morton Perlman ha hablado con el fiscal general y este con el director del FBI, que ha hablado con su gente. Y lo que me ha dicho el fiscal en persona es que el FBI no sabe nada de tu conversación con Jack Ziegler en el cementerio, Talcott, que no había ninguna vigilancia y que nadie del FBI te ha ido a ver esta mañana, que no tenían por qué. Nadie del FBI te ha preguntado nada acerca de Jack Ziegler, y la investigación sobre los antecedentes de Kimmer aún no ha empezado.
—Estás bromeando.
—Ojalá. Dime, ¿está seguro de que dijeron que eran del FBI?
—Lo estoy.
—¿Vistes sus credenciales?
—¡Claro que vi sus credenciales! —Pero, al recordarlo, me doy cuenta de que me conformé con echar una rápida ojeada a sus carteras. ¿Quién se dedica a estudiar con detalle fotos, placas y números?
—Lo suponía… —Duda, como si no estuviera seguro de cómo compartir una desagradable verdad—. Escucha, Talcott, ahí está el problema. Alguien fue a verte haciéndose pasar por el FBI. Bien, pues ocurre que se trata de un delito mayor que tendrá que ser investigado. Como deferencia especial lo aplazarán hasta mañana; pero mañana por la mañana, unos cuantos agentes del FBI de los de verdad te quieren ver aquí, en el despacho, a las once. Yo no podré estar porque me voy con Edie a Hawai a pasar unos días, pero sí que estará Meadows y puede que algunos otros. Sin cargo —añade, lo cual es un alivio pero también una forma de insulto, y se da cuenta de mi consternación—. Lamento dejarte con el paquete, Talcott, de verdad que lo lamento; pero, una vez se haya resuelto, haré todas esas llamadas para Kimberly. Te lo prometo.
«Una vez se haya resuelto», pienso mientras cuelgo el teléfono. Quiere decir que no moverá un dedo en beneficio de Kimmer hasta que vea de dónde vienen los tiros.
—¿Qué ocurre, cariño? —pregunta mi mujer que me agarra la mano como si su vida dependiera de ello—. Misha, ¿qué pasa?
Miro a mi esposa, a mi bella, brillante, infiel y desesperadamente ambiciosa aunque desgraciada esposa; la madre de nuestro hijo; la única mujer a la que amaré. Quiero hacerlo como Dios manda, pero no puedo.
—Que el asunto no va a morir —le digo.