7

La patinadora

I

Ustedes sí que se dan prisa —le digo a uno de los agentes mientras nos acomodamos en el salón.

Les ofrezco algo para beber, pero declinan mi invitación. Estoy más nervioso de lo que me gustaría, pero es porque aún no estoy preparado para hablar con ellos: no estoy seguro de cómo manejar algunas de las preguntas que sin duda me harán sobre mi esposa. Mariah, con pantalón negro y calcetines de un rojo vivo permanece bajo el arco del vestíbulo, observándonos atentamente. Sally, que lleva uno de los muchos vestidos demasiado ajustados de su interminable colección, se asoma por la esquina y nos mira con grandes y agitados ojos.

—Solo hacemos nuestro trabajo —responde el más alto, un negro llamado Foreman. Me pregunto si finge deliberadamente que no me entiende.

—Lo que quiero decir es que enterramos a nuestro padre ayer —explico—. Mi esposa me avisó que ustedes no tardarían en venir; aunque opino que esto podía esperar.

Los dos hombres intercambian una mirada. El más bajo, McDermott, es pálido y tiene aspecto malhumorado, cabello rubio y una grande y fea marca de nacimiento en el dorso de la mano. Parece mayor para el trabajo, alrededor de la sesentena; pero sé que hay que ser prudente con las apariencias. El alto es más tranquilo y lleva gafas; sus manos no dejan de moverse, igual que las de un mago. Los dos agentes están sentados incómodamente en el sofá color crema, como si temieran desarreglarlo. Ambos visten trajes mucho más baratos que cualquiera de los que abarrotaban el vestíbulo el viernes por la tarde. Estoy frente a ellos en la mecedora de madera. En alguna parte de la casa suenan gritos de alegría, y sé que cinco Denton y un Garland se disponen a salir en otra de sus destructivas algaradas.

—No creo que podamos esperar —me informa McDermott mirándome fijamente.

—Pues me parece de lo más inapropiado. Me refiero a que estaré encantado de ayudarlos en lo que pueda. Pero no creo que tenga que ser hoy.

Se produce un incómodo silencio. Tengo la levemente inquietante impresión de que saben secretos que están sopesando desvelar, pero me digo que estamos en Norteamérica.

—Qué le contó su esposa exactamente —pregunta por fin McDermott.

—Nada confidencial —les aseguro—. Me dijo que vendrían para entrevistarse conmigo en relación con… con su posible designación.

—¿Que vendríamos nosotros? —A Foreman parece haberle hecho gracia.

—Bueno, dijo que vendría alguien del FBI para…

—¿Qué hay de su designación? —interrumpe McDermott groseramente.

Antes de que pueda responder, Sally nos sorprende a todos al entrar y soltar una de las suyas:

—¿No nos hemos visto antes, agente McDermott?

Él permanece callado un instante, como si repasara la memoria visual de una larga carrera de comprobación de antecedentes.

—No que yo recuerde, señorita Stillman —contesta por fin.

Me doy cuenta de su observación con una punzada de disgusto: sabe quién de la familia ha tomado el apellido de otro y quién no. Si incluso un contemporizador como McDermott ha sido tan exhaustivo, Kimmer no tendrá muchas oportunidades de ocultar lo que más desea. Mi mujer debe de estar echando de menos los viejos días en que a nadie de Washington le importaba el adulterio. Qué épocas.

Me obligo a relajarme. Al menos no hemos contratado a ningún inmigrante ilegal, mi esposa nunca ha acosado sexualmente a nadie y no hemos tenido más problemas con nuestros impuestos que los que se le suponen a una familia cuyos miembros trabajan.

—¿Está usted seguro? —insiste Sally.

—Sí, señora —replica secamente y le lanza una mirada a Foreman, que asiente, se levanta y se acerca a Sally, a la que una abatida Mariah tira del brazo. Los tres empiezan una conversación en voz baja, pero salta a la vista que Foreman les está indicando con toda delicadeza que preferirían hablar conmigo a solas.

—Gracias —concluye Foreman mientras Sally cruza el vestíbulo medio llevada por Mariah. No hay respuesta.

—Bueno, empecemos —dice McDermott mirando su libreta de notas. Ha borrado a mi prima de sus pensamientos. Por un instante, me pregunto por qué Sally habrá querido desafiarlo.

—Bien —contesto sin motivo. Me recuesto, intrigado. Hay algo que se agita en el fondo de mi cerebro, algo que tiene que ver con la actitud de Sally, pero que no alcanzo a definir—. Bien —repito quedando como un tonto.

—Estaba usted hablando de la designación de su mujer —se adelanta Foreman mirando a su sorprendido colega mientras habla.

—¡Ah, sí! —Me rehago—. Ya sé que no ha sido designada aún; pero la comprobación de antecedentes es lo primero, ¿me equivoco?

—¿Comprobación de antecedentes? —pregunta McDermott.

—Para su nombramiento —explico mirando rápidamente hacia el vestíbulo y preguntándome si los idiotas son ellos o yo—. Bueno, para su posible nombramiento.

Vuelven a intercambiar una mirada. Ha llegado el turno de Foreman.

—Señor Garland, no estamos aquí por lo de su mujer.

—¿Cómo dice?

—Deberíamos habérselo aclarado. —Cruza sus largas piernas—. Naturalmente, estamos al corriente de lo de su esposa; pero me temo que no es ese el motivo de nuestra visita. Créame, no lo molestaríamos en un momento como este por una simple comprobación de antecedentes.

—Muy bien. Muy bien, entonces, ¿por qué han venido? —Sin embargo, a medida que hablo me percato de lo que se avecina y mi corazón parece latir más despacio.

McDermott vuelve a la carga.

—Ayer por la tarde, en el cementerio, usted habló con un tal Jack Ziegler, ¿cierto?

Me gusta eso de «un tal Jack Ziegler». Denota sospecha pero no aclara más.

—Bueno… sí.

—Necesitamos saber de qué hablaron. Por eso hemos venido.

Ya está. Ha planteado sus exigencias y ya está.

—¿Por qué?

—No podemos contestar a eso —replica rápida y groseramente McDermott.

—Se lo diríamos si pudiéramos —añade Foreman con igual presteza, actitud que le granjea una mirada de fastidio de su compañero—. Solo puedo comentarle que está relacionado con una investigación criminal en curso. Permítame que le asegure que ni usted ni ningún miembro de su familia son objeto de dicha investigación.

Dado que soy hijo de mi padre, por un breve e irracional instante estoy tentado de corregir su pretendido uso del término «en curso», y al siguiente estoy tentado de contarle exactamente lo que el tío Jack me dijo. Pero al fin se impone la disciplina. Una de las cosas terribles de ser abogado es que una cautelosa precisión se convierte en nuestra segunda naturaleza.

Además, no me fío de ellos.

—¿Cómo es posible que sepan que ayer hablé con Jack Ziegler?

—No podemos contestar a eso —dice McDermott, el disco rayado, demasiado deprisa.

—Me gustaría creer que el gobierno no se dedica a espiar en los funerales.

—Hacemos lo que tenemos que hacer —replica McDermott.

—No espiamos en absoluto —interviene Foreman como un matón en un baile de instituto—. En una investigación criminal, tal como usted sabe puesto que es abogado, se dan ciertas exigencias. La metodología resulta a menudo compleja, pero le aseguro que siempre procedemos de acuerdo con las regulaciones pertinentes.

Está diciendo lo mismo que McDermott solo que utilizando muchas más palabras. Probablemente, también sea abogado. Me estoy quedando sin ideas, así que pregunto:

—¿Acaso Jack Ziegler es el objeto de esa investigación? No. Es igual, no hace falta que me lo diga —añado antes de que McDermott pueda repetir su frase favorita.

—Necesitamos su ayuda —dice Foreman—. La necesitamos de verdad.

Entonces pongo en práctica uno de los trucos de mi padre cuando daba conferencias: los hago esperar. Pienso en mi encuentro con el tío Jack e intento comprender qué es lo que puedo estar guardándome. Se me ocurre que quizá debería contarles palabra por palabra lo que sucedió. Estoy a punto de hacerlo; pero, entonces, con su impaciencia, McDermott lo estropea:

—Podemos obligarlo a decírnoslo, ¿sabe?

Foreman casi suelta un gruñido, y yo giro la cabeza violentamente. En los últimos días he estado furioso y, durante el último, asustado. Ya tengo suficiente.

—¿Cómo ha dicho?

—Usted debe decirnos lo que sabe. Es su obligación legal.

—No sea ridículo —bufo y miro con los ojos centelleantes al agente McDermott a través de un velo rojo por su inesperada agresividad—. La ley no dice nada de eso y ustedes lo saben. No pueden coartar a nadie para que coopere con su investigación. Quizá puedan castigarme, solo quizá, si les digo algo que no sea verdad; pero no pueden obligarme a decirles lo que sé por mucho que lo necesiten a menos que convoquen al Gran Jurado y se presenten con una citación. ¿Es eso lo que desean?

—Podríamos hacerlo —responde McDermott. No entiendo su irritación ni sus tácticas—. No queremos, pero podríamos.

Todavía no he terminado.

—Los fiscales generales son los que convocan al Gran Jurado, no los agentes del FBI. Y si no recuerdo mal, existe una legislación muy concreta que les prohíbe formular este tipo de amenazas.

—No le estamos amenazando —interviene Foreman, pero McDermott no está dispuesto a parar.

—No tenemos tiempo para jueguecitos —gruñe McDermott. Su voz ha adquirido cierto acento, probablemente sureño—. Jack Ziegler es basura. Un asesino. Vende armas, vende drogas y no sé qué cosas más. Nadie ha sido capaz de pillarlo; pero esta vez vamos a conseguirlo. Nos falta esto, profesor. —Separa el índice y el pulgar apenas un centímetro—. Ahora bien, su mujer está a punto de conseguir que la nombren juez. Estupendo, espero que lo consiga; pero ¿verdad que no quedará en buen lugar si se descubre que su esposo no ha querido colaborar en una investigación para atrapar a un saco de mierda como el bueno de Jack Ziegler? Qué, ¿va a ayudarnos o no?

Miro a Foreman, incrédulo, pero su rostro resulta muy profesionalmente inexpresivo. Lleno de una furiosa indignación estoy a punto de espetar una respuesta —solo Dios sabe cuál— cuando la voz de Sally me llega flotando desde el vestíbulo.

—Me voy, Tal. Tengo que ir a trabajar. Supongo que no me queda más remedio que hablar contigo más tarde.

A juzgar por su tono, aún está ofendida por haber sido excluida, pero también desea decirme algo sin pérdida de tiempo.

Me levanto y me disculpo y, de paso, gano algo de tiempo para pensar y, si es posible, para tranquilizarme. Acompaño a Sally hasta la puerta. En los peldaños de la entrada se da la vuelta, se encara conmigo y me pregunta si recuerdo cuál es el nombre del agente McDermott. Le confieso que no recuerdo que lo haya mencionado y le pregunto por qué quiere saberlo.

—Tengo la impresión de haberlo visto antes —me dice la prima Sally mirándome fijamente con sus grandes ojos marrones. Salvo con respecto a Addison, Sally carece de toda imaginación; así pues, si dice que lo ha visto no me queda más remedio que tomarla en serio.

—¿Dónde?

—No lo sé, Tal; pero ¿has visto su mano?

—¿La marca de nacimiento? Sí.

—Y su labio. —Lo medito un instante y asiento. En el labio superior de McDermott hay una especie de cicatriz que se hace tanto más visible cuanto más se enfada—. He visto antes esa marca —dice mi prima que, gracias a un pésimo matrimonio en el pasado, también arrastra sus propias cicatrices.

—¿Dónde?

—No estoy segura.

—¿En Hill? ¿Relacionado con tu trabajo?

Sally menea la cabeza.

—Hace mucho tiempo.

Antes de que yo pueda responder, Sally se encoge de hombros, sonríe y dice que no le dé más vueltas porque es más que probable que esté equivocada.

Aguardo un instante y le pregunto si todo marcha como es debido.

—Estoy bien —responde con un deje de tristeza en los ojos. Sally me estrecha la mano y, cuando me la suelta, mi malhumor se desvanece, sin más, como si me lo hubiera sacado de dentro.

—Gracias por tu ayuda —le sonrío.

Ella me devuelve la sonrisa y se encamina hacia su coche llevando uno de esos bolsos enormes que a Kimmer le recuerdan a los de las indigentes.

Regreso al salón, bastante más tranquilo que hace unos minutos. McDermott y Foreman están de pie, alertas e impacientes, pero también seguros de sí. En efecto, ¿y por qué no deberían estarlo? Han desempeñado su acostumbrado papel de poli bueno y poli malo a la perfección y ambos saben que estoy derrotado. Yo también. Ignoro si Sally ha visto antes a McDermott o no; pero con los años he aprendido mucho acerca de descubrir mis bazas. Una de las ideas que el juez nos metió en la cabeza fue el viejo dicho de que hay que sobrevivir para poder librar la siguiente batalla. Impasible, contemplo a los agentes y les digo:

—Lamento si les he parecido poco dispuesto a colaborar. No era mi intención. Díganme, ¿qué era exactamente lo que deseaban saber?

II

Mi hermana y yo nos ponemos en marcha más tarde de lo previsto; pero, al final, conseguimos llegar a la atestada pista de patinaje que se halla al otro lado de la autopista que lleva a uno de los incontables centros comerciales de Washington. Marcus está resfriado y se ha quedado en Shepard Street con la canguro, así que entre todos sumamos siete personas y podemos meternos a la vez en el Lincoln Navigator que Mariah se acaba de comprar, un lujoso monstruo disfrazado de vehículo todo terreno. Todos patinan salvo yo. Los hijos de Mariah, que según parece lo hacen todo el tiempo, son bastante diestros; y Bentley, que nunca lo ha intentado antes, está impaciente por probar, ya que su natural introspección puede menos que su infantil bravuconería. Mariah se encarga personalmente de él y promete no apartase de su lado. Mariah se toma las promesas más en serio que cualquier otra persona que yo haya conocido, razón por la que no me caben dudas acerca de la seguridad de mi hijo. No obstante, puede que Bentley abrigue algunas. Justo antes de entrar en la pista se vuelve hacia mí, tan equipado con protectores y casco que apenas puede ver algo, y me susurra:

—¿Atevo tú?

Sonriendo, hago un gesto afirmativo y le aseguro que su tía Mariah se ocupará de él. Bentley me devuelve una sonrisa vacilante y entra en la pista sujetándose a mi hermana con ambas manos. Los chicos Denton hace rato que están dando vueltas por ahí al ritmo de alguna canción de Celine Dion, de Mariah Carey o de alguna diva de banda sonora.

Me apoyo en la gruesa baranda que delimita la pista y observo. No patino porque no quiero ponerme en ridículo, pero también porque quiero pensar. Quiero pensar porque deseo asegurarme de que no me estoy metiendo en problemas. A Foreman y a McDermott no les he explicado todo lo ocurrido. No es que les haya mentido, pero no les he desvelado toda la conversación con el tío Jack. Les he contado lo del pésame; les he contado que parecía enfermo; les he contado sus repetidas demandas de que le revelara las dichosas disposiciones; les he contado su preocupación ante la posibilidad de que otros que pudieran querernos mal se presentaran para hacernos las mismas preguntas. Sin embargo, no les he hablado de su promesa de protegernos a mí y a mi familia por miedo a que me malinterpretaran. No les he contado lo que me dijo sobre Marc Hadley.

Lo extraño es que, una vez concluido mi relato (que solo interrumpieron alguna vez para aclaraciones sin importancia), los hombres del FBI solo me hicieron una pregunta que planteó muy educadamente el agente Foreman: «Entonces, señor Garland, ¿cuáles fueron las disposiciones que hizo su padre?». Cuando les repetí lo que ya le había contestado al tío Jack, es decir, que no tenía la más remota idea de a qué disposiciones se referían, Foreman repasó con precisión de abogado las distintas posibilidades: ¿había disposiciones financieras especiales?, ¿funerarias? ¿Había dejado mi padre instrucciones sobre lo que había que hacer en caso de su muerte? Por ejemplo, instrucciones para abrir alguna caja fuerte o algún sobre sellado. ¿Recordaba alguna conversación o comunicación durante el último año en la que mi padre hubiera utilizado la palabra «disposiciones»? (Esa última pregunta habría hecho que me partiera de risa de no haber ido su amenaza con respecto a Kimmer tan en serio, al igual que sus rostros).

Contesté a todas esas cuestiones con alguna variante de las frases habituales en Washington —«No lo sé», «No me consta», «No lo recuerdo»— y soné igual que mi padre ante el Comité Judicial, cosa que me recordó lo mucho que me desagrada esta ciudad. Una vez que se hizo evidente que aquella iba a ser la única respuesta que yo podía ofrecer, McDermott dio muestras de estar dispuesto a desplegar su mal genio de nuevo, pero Foreman se le adelantó. Me dijo lo mucho que había colaborado; me dijo que sabían que aquel era un momento difícil para mí y que me agradecían la ayuda prestada; me dijo que se encargaría personalmente de que nada de todo aquello pudiera afectar a las posibilidades de nombramiento de mi esposa —otra hermosa frase vacía propia de abogados—; y me dijo que no hacía falta que los acompañara hasta la puerta, cosa que no hice.

Unos minutos después de que se marcharan empecé a lamentar no habérselo contado todo, y solo entonces reparé en que no me habían dado sus tarjetas por si recordaba algún otro detalle y debía ponerme en contacto con ellos. Me parece extraño porque los muchos agentes del FBI con los que me he encontrado cada vez que uno de mis antiguos alumnos ha aspirado a un cargo en el gobierno y ha tenido que pasar por las consabidas pruebas de seguridad siempre me han entregado sus tarjetas. Le he dado vueltas, preguntándome si parecían tan confiados porque ya sabían todo lo que necesitaban saber o si, sin saberlo yo, les había proporcionado el eslabón vital de la investigación. Luego lo olvidé todo porque una impaciente Mariah que golpeaba el suelo con el pie me indicó que teníamos que marcharnos si había que patinar, y yo deseaba llegar a tiempo a mi cita con Mallory Corcoran. Durante el trayecto hasta la pista, estuvo callada un rato; después me preguntó si creía que Sally conocía de verdad al tal McDermott. Le contesté algo trivial acerca de que no tenía modo de saberlo, y Mariah replicó que no creía que Sally fuera el tipo de persona que se inventa esas cosas. Sucede que opino igual, pero me limité a asentir y a seguirle la corriente a mi preocupada hermana. Supuse que acto seguido me soltaría que el FBI había asesinado al juez, o que había sido una panda de liberales con marcas de nacimiento en la mano; o una conspiración de sujetos con cicatrices en el labio superior. Sin embargo, no abrió la boca y se limitó a meditar tristemente el resto del camino hasta la pista de patinaje mientras yo me disculpaba telepáticamente por mis ofensivos pensamientos.

En este momento, mientras observo los pasos cada vez menos inseguros de mi hijo, me impresiona la paciencia de mi hermana y su maternal dedicación: ha conseguido convencerlo hasta el punto de que Bentley está dispuesto a soltarle la mano. Mariah sabe cómo hacer de madre y le dedica cantidad de tiempo y esfuerzo. Ojalá supiera yo desempeñar mi papel de padre del mismo modo. Mientras me dejo invadir por una oleada de amor fraternal hago un esfuerzo para quitarme de la cabeza sus descabelladas teorías y me planteo otras cuestiones más urgentes, por ejemplo: ponerme al día con el trabajo por el que me pagan. Debo programar clases para recuperar mis ausencias y el seminario al que voy a faltar toda la semana; además, debo encontrar tiempo para terminar el borrador del artículo que hace tiempo que debo a la revista de derecho y que en principio había previsto que podría concluir durante el fin de semana. Quizá si…

De repente una mujer increíblemente musculosa de nuestra nación golpea la barandilla de madera, se agarra a ella con sus enguantadas manos y me obsequia una radiante sonrisa. Va vestida de Spandex negro, lleva unos patines rojos y se mueve con la elegancia natural de una atleta.

—Hola, guapo. ¿Cómo es que no estás patinando? —me dice como si nos conociéramos de toda la vida. Su piel es de un precioso tono oscuro; el sencillo rostro, agradablemente ovalado, tiene una boca llena de enormes dientes y lleva la cabeza desgraciadamente coronada por una horrible masa de aplastados rizos. Dos aros de oro, uno grande y otro pequeño, le cuelgan de las orejas. Mide casi un metro ochenta y es mayor de lo que me había parecido en un principio: puede que ronde los treinta—. ¿Estás ahí? —me pregunta sonriendo ya que aún no he dicho nada—. ¿Hola?

Entonces, asombrado, me percato de que pretende ligar conmigo, actividad que últimamente no he practicado demasiado. Los ojos le brillan con secreta malicia y su dentona sonrisa resulta contagiosa. Me sorprendo al devolvérsela, pero tengo la boca seca y me resulta un esfuerzo decir:

—Me temo que no soy un gran patinador.

—¿Y qué? —Ríe moviendo los pies, con los puños apoyados en las fuertes caderas—. Si quieres, puedo enseñarte. —Me tiende la mano con los dedos abiertos y la palma hacia arriba al tiempo que inclina la cabeza como si quisiera estirar el cuello—. Ven, guapo. Necesitas un poco de diversión. Puedo verlo.

Repentinamente tentado por su agresividad y —lo confieso— divirtiéndome ya, estoy a punto de responderle con un comentario igualmente coqueto cuando ella se fija en mi alianza. Entonces se le borra la sonrisa, dice «¡Ups!, lo siento», abre los brazos, empieza a patinar hacia atrás y con un precioso giro se pierde entre la multitud. Para mi sorpresa, me asalta tal sensación de pérdida que durante unos instantes me olvido de vigilar a Bentley. Obviamente, mi hijo escoge ese momento para chocar contra otro patinador y tiene que salir de la pista aullando y con un labio partido. Mariah, hecha un mar de lágrimas se deshace en disculpas. Algunos de sus malcriados hijos ríen ante la torpeza de Bentley, y los otros sollozan al ver la sangre. Abrazo a mi hijo y le aplico una bolsa de hielo que el personal ha tenido la amabilidad de proporcionarme, pero no deja de agitar la cabeza y llamar a su madre. Yo no estaba cerca cuando ha ocurrido el accidente y no he podido hacer nada para evitarlo; no obstante, Bentley parece considerarme igualmente culpable.

Probablemente tiene razón porque la mujer de los patines seguirá haciendo cabriolas en mis sueños durante semanas.