Doble Excelsior
I
«Entre las víctimas del huracán —explica solemnemente el locutor—, estaba el honorable juez del Tribunal Supremo, Wallace Warrenton Wainwright, que se ahogó en la isla de Martha’s Vineyard aparentemente tras caer el mar en su intento de contemplar la tormenta. Aunque el huracán se deshizo hace tres días, su cuerpo no ha aparecido en la playa hasta esta mañana. Wainwright, de setenta y un años, se encontraba en la isla visitando a unos amigos. Considerado el último de los grandes jueces liberales, fue más conocido probablemente por su infatigable defensa de…»
Kimmer coge el mando a distancia y apaga el televisor de treinta y tres pulgadas que absurdamente se ha convertido en un problema entre los dos. Se vuelve hacia mí y sonríe.
—¿Tienes idea de la suerte que has tenido? Ese podrías haber sido tú.
—Lo supongo.
—¿Y qué hacías en la playa de todos modos?
Puede que siga creyendo que he intentado suicidarme.
—Intentaba escapar de su excelencia el juez Wainwright. Me estaba disparando.
—¡Oh, Misha, no seas morboso! No tiene ninguna gracia.
Se levanta para recoger los platos en los que nos hemos comido una pizza para llevar. Aunque va descalza, sigue vestida de oficina, con un traje color crema y una blusa fruncida azul pálido. Ha perdido algo de peso, puede que a propósito o puede que por el estrés. Está más espléndida que nunca y aún más espléndidamente inaccesible. En un rincón de la sala de estar, Bentley juega con su ordenador.
Cuando hace una hora llegué a buscarlo para el fin de semana, él y Kimmer estaban a punto de dar cuenta de una pizza con doble de queso, y mi añorada esposa me ha invitado a quedarme un rato.
—¡Bemmy, zap! ¡Bemmy, zap! —grita alegremente mi hijo—. ¡Tres y ses hasen neve! ¡Neve! ¡Bemmy, zap!
—Bemmy, zap —respondo, sin abrir todavía los ojos.
En la pantalla de mi imaginación, la escena final se proyecta de muchas maneras distintas. Quizá hubiera podido reunir fuerzas y adentrarme en el agua para rescatar a Wallace Wainwright. Quizá mis energías no fueron suficientes, o él estaba demasiado lejos. A veces me veo pereciendo en el intento. A veces me veo rezando por su alma. A veces me alegro de que esté muerto.
—¿Verdad que nuestro hijo es guapo? —susurra Kimmer.
—Sí que lo es.
—Tienes lo ojos cerrados, bobo.
—¿Y sabes qué? Lo veo igualmente guapo con los ojos cerrados.
Sin embargo, los abro y, durante un esplendoroso momento, Kimmer y yo volvemos a estar juntos, unidos por nuestro amor y admiración hacia la única cosa en el mundo que nos interesa a ambos. Entonces, me acuerdo de la cara cazadora de cuero con las palabras DUKE UNIVERSITY cosidas en azul que he encontrado al colgar mi gabardina en el ropero, y el esplendor se torna amargura.
—Ah, Misha, por cierto, ¿a que no sabes quién ha llamado preguntando por ti?
—¿Quién?
—John Brown. Me dijo que te devolvía la llamada. Supongo que te habrás olvidado de darle tu nuevo número, ¿no? —Se halla en el umbral de la sala, con los brazos cruzados. Se ha quitado la chaqueta y sigue sonriendo. Tiene mucho por lo que sonreír—. ¿O acaso pretendes hacer algún tipo de declaración?
—Lo llamé desde Martha’s Vineyard. —Estoy repantigado en el sofá de cuero, con los ojos cerrados y las piernas apoyadas en la otomana, tal como solía hacer cuando vivía en esta casa—. Supongo que debí darle el número de aquí.
—Deberías poner tu nuevo teléfono en la guía.
—Me gusta mi intimidad.
—No comprendo por qué insistes tanto en ello —contesta Kimmer, que no podría vivir cinco minutos sin teléfono. Entonces, una repentina ocurrencia la hace sonreír, y se cubre la boca con la mano—. A menos, claro, que necesites tanta intimidad porque… Oye, ¿no estarás ocultando a una mujer en tu apartamento?, ¿a una Shirley Branch o algo así?
—No hay otra mujer, Kimmer.
Salvo tú.
—¿No será Pony Eldridge? Ya sabes, dos separados juntándose…
—Lamento decepcionarte. Sigo siendo un hombre casado.
Juiciosamente, Kimmer hace caso omiso de esa pulla.
—No será Dana, ¿verdad? Tengo entendido que está teniendo problemas con Alison. ¿O será al revés? Sea como sea, ¿pensáis hacer algo después de tantos años?
Echo mano del viejo chiste.
—A ella no le interesan los hombres, y a mí no me interesan las mujeres blancas.
Kimmer hace un gesto desdeñando mi comentario. Se me acerca, su proximidad me resulta embriagadora, extiende el brazo para coger su vaso de vino y bebe un sorbito.
—Yo diría que hoy día todo el mundo interesa a todo el mundo —me asegura con autoridad de experta antes de regresar a la cocina—. ¿Un poco de helado?
—Estupendo.
—¿Con chocolate deshecho?
—Sí, gracias.
Sí, podría haberlo rescatado. No, no me quedaban fuerzas. Sí, tendría que haberlo intentado. No, habría fracasado.
Otra llamada desde la cocina.
—Por cierto, ¿encontraste lo que andabas buscando? Me refiero en Martha’s Vineyard.
Buena pregunta.
—¿Misha? Cariño…
Me recuerdo que no debo hacer caso de ese «cariño», que solo es fruto de la costumbre y nada más. Probablemente ni la propia Kimmer se ha dado cuenta de haberlo dicho.
—La verdad es que no —respondo—. No.
—Lo siento.
—Y yo también. —Hago una pausa. Se me hace raro, pero lo mejor será que me muestre educado y pregunte primero—. ¿Te importa si uso el teléfono?
—Adelante. —Su rostro sonriente asoma por la puerta—. Al fin y al cabo, las facturas siguen figurando a tu nombre —dice antes de desaparecer.
Voy a mi viejo estudio. Kimmer no lo ha destinado a otro uso. Algunas estanterías siguen en su sitio. Las otras, junto con el escritorio, la mesita auxiliar y las sillas ocupan el sótano de mi apartamento. Hay unas cuantas revistas y algún libro; pero, básicamente, la acogedora habitación en la que he pasado tantas horas de intriga vigilando Hobby Road por si nos observaban se halla vacía. El teléfono inalámbrico está en el suelo.
El cuarto se me antoja como muerto. Me pregunto cómo puede soportarlo Kimmer. Seguramente manteniendo la puerta cerrada.
Cojo el aparato, marco los números de memoria y aguardo pacientemente a que John Brown conteste.
II
La policía de Oak Bluffs me encontró inconsciente en la playa. Estaban rastreando la línea de costa, incluso durante la tormenta. Todo lo que tuve que hacer fue esperar. Incluso habría podido correr hasta la comisaría más próxima. Solo el pánico me hizo imaginar que podría estar cerrada.
Para cuando llegó la ambulancia, ya estaba despierto y me encontraba sentado, lo cual fue una buena cosa porque, mientras los enfermeros me subían a una camilla y me entubaban, uno de los agentes de policía se acercó y le dijo a su compañero: «Algún chaval ha perdido su osito». Volví la cabeza y vi a un empapado George bajo el brazo del agente. La tormenta, en su rumbo hacia Cape Cod, había dejado atrás a George como una complicación indeseada. Aseguré al sorprendido policía que el peluche era mío, y ellos me preguntaron, más por curiosidad que por otro motivo, qué andaba haciendo por la playa en plena tempestad con un oso de peluche. «Buena pregunta», les contesté, cosa que no los tranquilizó especialmente.
Sin embargo, lo dejaron correr.
Así pues, finalmente he regresado a mi apartamento, a preparar las clases que comienzan dentro de quince días, cuando volveré a enseñar a cincuenta nuevos rostros las peculiaridades de la acción de responsabilidad a la vez que intento no meterme con ninguno de ellos. Bentley corretea por el reducido espacio jugando al escondite con Miguel Hadley, cuyo padre lo ha dejado hace unas horas para una sesión de juegos. Marc se quedó un rato, exhalando grandes nubes de su tabaco con olor a fresa, y ambos estuvimos de acuerdo en la lástima que suponía la pérdida de Wallace Wainwright y nos entretuvimos con el viejo juego académico de fingir que no teníamos la más mínima idea de a quién iba a escoger el presidente para ocupar su vacante. Le agradezco a Marc que, mientras el triste verano se acerca a su fin, intente poner remedio a nuestra relación; sin embargo, las amistades que se han roto son con frecuencia, al igual que los matrimonios, irreparables.
Aunque al mes de agosto todavía le quedan unos días de vida, los atardeceres se han vuelto frescos por culpa de la llegada de un frente, y abundan los chaparrones. En mi apartamento no dispongo de un estudio propiamente dicho, así que suelo trabajar con mi portátil en la cocina mientras voy y vuelvo del sótano en busca de libros.
En estos momentos, estoy sentado con mi portátil, intentando ponerme en serio con un artículo que pretende ser un nuevo enfoque sobre los efectos de la riqueza en el resultado final de los casos por acción de responsabilidad. Mis disculpas a Avery Knowland por intentar averiguar si tenía razón.
Me levanto, camino hasta la ventana y miro el patio de los buzones, la zona comunal que hay más allá, el paseo y la playa por donde estuve paseando antes de ir a buscar a Bentley a Hobby Road mientras intentaba decidir qué hacer con el disquete que sigue a salvo en el interior de George. Sigo intentándolo.
John Brown me dijo que incluso a pesar del calor, a pesar del alabeo, incluso a pesar del agua de mar en la que ha sido sumergido, probablemente sigue conteniendo información que puede ser recuperada. Hay que actuar deprisa porque el calor puede fundir bits de información en el disco. Sin embargo, el problema más grave es el efecto del agua salada: a medida que la sal se oxida los daños pueden ser mayores. Me recomendó que limpiara la superficie con agua destilada, cosa que hice. También me aseguró que los soportes magnéticos son más resistentes de lo que la gente cree; que la única manera de estar seguro de borrar información es escribiendo encima completamente, como sucede cuando se vuelve a formatear. Y solo entonces, para estar seguro, añadió, lo mejor es pasar por el disquete un potente imán y formatearlo de nuevo. «Y después de eso, si eres listo de verdad —rió—, además destruirás el disquete». Por ejemplo, achicharrándolo en el microondas o arrojándolo a una incineradora. A falta de esos remedios, me dijo, sigue existiendo la posibilidad de que cierta información haya sobrevivido. Hay expertos que, por un tanto, son capaces de extraer lo que pueda contener.
Yo sé lo que puede contener. Wainwright dijo que el disco estaba lleno de nombres de gente prominente cuyos casos habían sido amañados por mi padre.
Eso podría causar un montón de problemas.
Podría leer los torturados desvaríos del juez y conocer los detalles de sus muchos crímenes, podría chantajear a senadores corruptos o llevarlos ante la justicia, podría entregar el disquete a la prensa y dejar que se dieran un banquete con él. Semejante información podría poner patas arriba buena parte de la historia de las últimas décadas. Naturalmente, nada está probado, y sin duda se trata de los postreros delirios de la enfermiza mente del juez; sin embargo, nada de todo eso ha impedido alguna vez que los periodistas hicieran tanto daño como pudieran con el menor número de disculpas posibles ya que el derecho del público a saber es equivalente hasta la última cifra a la habilidad de los medios para beneficiarse con un escándalo.
Imagino a mi padre ocupando de nuevo las portadas, solo que esta vez acompañado de un montón de amigos. Me echo a temblar. Senadores, dijo Wainwright. Gobernadores. Miembros del gabinete. Sí. Podría hacer mucho daño.
Y puede que eso fuera lo que mi padre buscaba. Hacer mucho daño. Tomarse cumplida venganza del mundo que tan rudamente lo había rechazado. Puede que esa fuera la razón de ser de su nota, de sus peones y del resto de las peligrosas pistas que al fin me condujeron hasta la buhardilla de Vinerd Howse. De repente, la astucia de mi padre me estremece. El mundo destruyó a mi padre, y yo parezco haberme convertido en el arma que a su vez puede destruir ese mundo.
Experimento un escalofrío de placer ante la noción de ese poder seguido inmediatamente por otro de repulsión. No tiene sentido que me pregunte «¿por qué yo?». No tiene sentido que me rebele contra mi destino. O contra Dios. O contra mi padre. Los Garland no hacemos nada de eso. Los Garland sobrellevamos los problemas con un estoicismo que bordea el autodesprecio, haciendo que las mujeres que se cruzan en nuestras vidas se vuelvan medio locas por culpa de nuestro distanciamiento. Los hombres Garland tomamos nuestras decisiones después de haberlas meditado y, luego, nos aferramos a ellas. Ya lo dice el término, «decidir», «decidere»: cortar, eliminar otras posibilidades, incluso cuando las decisiones que tomemos sean terribles. Pero también es posible que el juez no quisiera que yo decidiera nada; puede que muriera creyendo que la decisión estaba tomada, creyendo que yo haría lo que Addison, enfrentado a sus propios problemas legales, no podría hacer. Quizá el juez creía que yo leería los nombres y que no dudaría en acabar con ellos, que no lo haría empujado por la furia o el afán de venganza, ni siquiera por el placer intelectual de ver castigados a los culpables, sino porque mi padre me lo pedía.
Los culpables deberían ser castigados. No hay duda.
Pero la culpa se manifiesta de diversas maneras, así como el castigo. Sin embargo, hay un asunto que nadie ha planteado todavía aunque Nunzio se acercó mucho. Alma dijo que Addison no podía ser el cabeza de la familia. Sally dijo que Addison le pidió que cogiera el libro de recortes. Mallory Corcoran dijo que mi padre creía que Addison lo había traicionado. Y las disposiciones de mi padre se referían al hijo pequeño, no al mayor, que había sido su favorito. ¿Acaso la respuesta es que Addison estaba al corriente de todo? Mi hermano me confesó que el juez había ido a verle a Chicago un año antes de morir y que intentó que leyera el informe de Villard. Debió de ser como reacción a la visita que Wainwright le hizo: el primer pensamiento de mi padre fue contárselo todo a su primogénito de modo que Addison se convirtiera en su póliza de seguros si algo iba mal.
Solo que Addison no se prestó. Sé que leyó el informe, que sabía que el coche que mató a Abby llevaba a otra persona además del conductor. Puede que el juez le contara a mi hermano lo que ocurrió a continuación. Puede que Addison lo averiguara por su cuenta. En cualquier caso, le desagradó lo suficiente para que acabara negándose a escuchar más. No quería saber lo que mi padre hizo por Jack Ziegler en correspondencia por los asesinatos de Phil McMichael y Michelle Hoffer. Y mi padre, tal como le confesó al tío Mal y tal como Simplemente Alma sabía, se lo tomó como una traición.
Por eso se dirigió a su segundo hijo varón. Solo que en esa ocasión fue más cauteloso. Quizá preocupado por la posibilidad de que yo pudiera negarme igual que Addison, decidió no dejarme elección, decidió planear sus disposiciones igual que hubiera planeado uno de sus problemas de ajedrez, de tal manera que, una vez muerto, los acontecimientos se pondrían en marcha de modo que yo solo pudiera seguir un camino; el camino que acabaría conduciéndome hasta la buhardilla de Vinerd Howse y al emblema de George Jackson.
Probablemente albergaba la esperanza de que yo lo deduciría la primera vez que viera la nota.
O puede que la implicación de Addison no se limitara a decirle al juez que no quería verse implicado. Al fin y al cabo, alguien tuvo que introducir los archivos de mi padre en el disquete porque él solo no habría sabido cómo hacerlo. Y a Addison le encantan los ordenadores. Quizá Addison lo fue guiando paso a paso, quizá lo hizo por él. Fuera como fuese, mi hermano tuvo que hacerse una somera idea de lo que mi padre pretendía ocultar y del porqué, aunque no llegara a saber dónde. Entonces, ¿por qué se negó a ayudarnos, a Mariah y a mí, en nuestras respectivas pesquisas? ¿Por qué, cuando al fin conseguí sonsacarle, intentó convencerme de que no siguiera adelante?
Por la misma razón por la que convenció a Sally para que se llevara el álbum de recortes. Porque él estaba allí, en la cocina, la noche que mi padre firmó su pacto con el diablo. Porque había ocultado aquel secreto durante más de veinte años y no estaba dispuesto a confesarlo.
No me extraña que nunca encontrara tiempo para asistir a las vistas.
Echo de menos a Addison. No por como es en la actualidad, sino, tal como habría dicho el juez, por como solía ser antes. Tengo la impresión de que eso es lo que echo de menos en todos los aspectos de mi vida: las cosas como eran antes. He vivido la familia como una sucesión ininterrumpida de pérdidas. Mi hermano, mi hermana, mi mujer, mi padre… Todos han desaparecido salvo Mariah. Igual que el juez en su buena época, Morris Young predica que siempre hay que mirar hacia delante, no hacia atrás, y seguir intentándolo. ¡Vaya si lo intento!
He perdido a mi mujer. Mi padre, a pesar de toda su perversidad, nunca perdió a su Claire, no hasta que ella murió. En los últimos años he estado tan obsesionado por mi padre —primero intentando vivir según sus expectativas, y últimamente intentando resolver el misterio que ha echado sobre mis espaldas— que apenas he dedicado un pensamiento a mi madre. Ha llegado el momento de restablecer el equilibrio. Ha llegado el momento de conocer de nuevo a Claire Garland, de estudiar su vida con tanta minuciosidad como he estudiado la de Oliver. He estado intentando hallar un sitio para mi padre en mi forma de recordar el pasado. Debo hacer lo mismo con mi esposa. Y también debo dedicar el tiempo suficiente a mi madre para que ocupe el lugar que le corresponde en mis recuerdos. Si la memoria es nuestra contribución a la historia, entonces, la historia es la suma de nuestros recuerdos. Como todas las familias, la mía tiene una historia. Me gustaría recordarla.
III
Bentley y Miguel se encuentran en el sótano, cuchicheando como suelen hacerlo los buenos amigos a su edad. Compruebo el pequeño fuego que he encendido en esta fría tarde; luego, subo al primer piso, voy al dormitorio y cierro la puerta. Me siento en el barato colchón de mi cama y me quedo contemplando la única otra pieza de mobiliario del dormitorio: el armario ropero. Desde su atalaya, encima del mueble, George me mira con sus ojos de plástico. El disquete sigue en sus entrañas, perdiendo lentamente la información que contiene, sin que nadie lo moleste. El infernal álbum de recortes está escondido en un cajón, bajo mis togas sin usar.
Cierro los ojos y recuerdo la mano aleteante de Wainwright. Los abro y recuerdo sus desesperadas palabras, cuánto deseaba retirarse y cómo Jack Ziegler y sus socios se negaban a dejarlo en paz. Seguramente, Wainwright fue el comprador sin nombre que estaba detrás de la oferta por Shepard Street. De ese modo habría podido registrar la casa de mi padre de arriba abajo. Y sin duda habría acabado comprando también Vinerd Howse. Con todo su contenido.
Contenido como el oso de Abby.
El reflejo de un relámpago en el exterior se refleja en los ojos de plástico de George, haciéndolo parpadear de nuevo. Ese viejo juguete, con el relleno que se le sale, se me antoja casi mágico. Me sorprende que haya sobrevivido a la tormenta. Pero las tormentas tienen esas cosas: a veces, lo que la resaca arrastra vuelve a salir a la superficie y flota y regresa con la siguiente ola; otras, desaparece para siempre. Los embarcaderos de la playa de Inkwell seguramente ayudaron a que reapareciera; pero la verdad es que he tenido suerte.
O puede que no. Si George no hubiera vuelto a la orilla, si la policía no lo hubiera recogido, si yo hubiera permanecido inconsciente, si una docena de cosas hubieran sido diferentes no me estaría enfrentando a este dilema. Si la tempestad hubiera arrastrado el peluche, no tendría que preocuparme por lo que debo hacer porque no habría nada que hacer, porque no habría ningún disquete con el que hacer nada.
No habría disposiciones.
Tras el incidente en el cementerio, Jack Ziegler y sus amigos (o sus enemigos o lo que sean) decidieron que yo había encontrado la información que mi padre había ocultado, y yo prometí implícitamente que mantendría en secreto lo hallado. Sin embargo, la suposición se ha convertido en un hecho: las disposiciones son mías por fin, y noto el aguijón de la tentación que el poder siempre conlleva azuzándome.
Cojo el oso, saco el disquete y dejo a George donde estaba. Sosteniendo el disquete con dos dedos regreso a la sala de estar. Fuera, la tormenta aún tiene que remitir. Sin duda, no tiene ni punto de comparación con la que asoló Martha’s Vineyard mientras yo estaba allí; pero una tormenta es una tormenta y, a pesar del fuego, el apartamento se está enfriando.
¿El apartamento o yo?
Rememoro el viejo sueño de mi padre de alcanzar cierta fama creando el primer Doble Excelsior con caballo, la tarea que el viejo chiflado de Karl declaró que era imposible. Un Doble Excelsior en el que al final ganaran las negras: dos peones solitarios, uno blanco y otro negro, empezando en sus casillas de salida y copiando sus respectivos movimientos hasta que en el quinto ambos coronan como caballo, el movimiento final que da jaque mate al rey blanco. Un problema que no está debidamente compuesto si permite alguna otra opción. Una sola línea de juego. Eso es todo lo que se permite. Si se puede dar mate al rey negro más deprisa, si cualquiera de los peones puede hacer cualquier otro movimiento y aun así alcanzar el mismo resultado, el problema tiene un fallo y no vale.
Mi padre dejó tras él un Doble Excelsior, pero no sobre un tablero sino en carne y hueso. Puso en movimiento los dos peones, el negro y el blanco, para que fueran haciendo sus respectivos movimientos, vigilándose el uno al otro, casilla a casilla, hasta que alcanzaran los respectivos extremos del tablero en una playa de Oak Bluffs azotada por la tormenta, donde se convertirían en caballos y se enfrentarían por última vez.
Un caballo ha muerto, y el otro ha sobrevivido para ejecutar el jaque mate. Justo como deseaba mi vengativo padre. Sostengo la herramienta en mi poder. Solo necesito llamar al agente Nunzio, al Times o al Post y el Doble Excelsior de mi padre se habrá completado.
Lo único es que si cabe otra posibilidad el problema tiene un fallo. Y la dificultad de los caballos radica en que a menudo se mueven de modo excéntrico.
«Imposible», dijo Karl.
Los niños vuelven a correr por la casa. Dentro de unos minutos tendré que darles algo de comer, calentar alguna de las muchas cazuelas que Nina Felsenfeld y Julia Carlyle me han enviado. Luego, los tres nos meteremos en el Camry para hacer el trayecto hasta el precioso hogar de los Hadley, en Harbor Peak. Creo haber mencionado que Marc Hadley proviene de una familia adinerada. Hace años, su tío Edmund fue el fundador de un pequeño bufete que fue recomprado por sus empleados llamado Elm Harbor Partners. Con Kimmer no hubo conflicto de intereses porque ya hace tiempo que los Hadley dejaron de tener dinero en el bufete. Sin embargo, sé por Dana, que nunca tendría que habérmelo dicho, que en una ocasión Marc hizo una llamada al viejo representante de la familia, que era el consejero general del bufete, para pedirle por favor que llamara a una tal Kimberly Madison tan pronto como esta se instalara en la ciudad. La petición formaba parte del esfuerzo de Stuart Land, decano en aquel entonces, por evitar que me marchara dado que durante mi primer año en Elm Harbor me sentía tan desgraciado como durante el último en Washington. Si Marc no hubiera hecho aquella llamada, Kimmer no se habría quedado. Y si ella no se hubiera quedado, nunca nos habríamos casado. Eso ayuda a comprender por qué no he conseguido que Marc me caiga tan mal como a mi mujer.
Además, Marc ha sido lo bastante caballero para no mencionarme ese favor. No creo que Kimmer lo sepa, y no seré yo quien se lo diga. Por otra parte, es posible que EHP se interesara por Kimmer a modo de favor hacia Marc; pero ha sido gracias a su talento como abogada que ella se ha ganado su confianza y la de Jerry Nathanson.
Miro el reloj y me voy a la cocina a preparar algo de comer para los chicos. Tengo tanto por hacer, tanto… Deseo ser mejor cristiano, pasar más tiempo con Morris Young y aprender el verdadero significado de la fe que profeso. Deseo dar más paseos con Sally para disculparme por mi familia y, si puedo, ayudarla a sanar. Deseo visitar a Simplemente Alma, sentarme a sus pies y escuchar sus historias de los viejos días, cuando la familia era feliz, tal como eran antes las cosas. Y deseo ir a ver a Thera para comparar las historias. Deseo arrancar a mi hermana de su tedio. Deseo creer en la facultad del mismo modo que Stuart Land. Deseo creer en la ley y el derecho como antes, antes de que el juez y su colega Wainwright destruyeran mi fe.
Y hay algo más. Quiero saber qué ha sido de Maxine. Quiero saber por qué me disparó, quiero saber si fue un accidente y, de no ser así, quiero saber de quién eran las órdenes que obedecía. Quiero que me mire a los ojos y me diga que no trabajaba ni para Jack Ziegler ni para ninguno de sus socios con los que él conspiró para asesinar a Phil McMichael y a su novia y para corromper el Tribunal Federal de Apelaciones. Puede que incluso llegue a convencerme de que trabajaba para los buenos de la película —no los mejores, solo los buenos— que solo deseaban destruir lo que mi padre sabía y no utilizarlo. ¿Otra facción? ¿Otros mafiosos? ¿Otra agencia federal?
Quiero saber, a pesar de mis fervientes plegarias mientras creía que me moría la semana pasada en la playa, por qué no he vuelto a verla.
El tío Jack me dijo que algunas preguntas no tenían respuesta. Puede que algún día vuele hasta Aspen y llame otra vez a su puerta para conocer algunas. Y si lo hago, supongo que deberé agradecerle en cierto modo habernos protegido a mi familia y a mí durante todos estos meses, cuando podríamos haber sido secuestrados, torturados y asesinados. Claro que, de no ser el tío Jack quien es y de no hacer lo que hace, no habríamos necesitado ningún tipo de protección.
El teléfono suena, sacándome de mis ensoñaciones, y descuelgo razonando que no hay motivos para más noticias malas. Como tendría que haber imaginado, se trata de mi hermana que me llama para contarme que ha hallado nuevas pruebas en Shepard Street o en Internet o flotando en el interior de una botella. Mi tozudo cerebro se resiste a concentrarse en lo que me cuenta, que se convierte en un torrente de palabras desprovistas de sentido y sin contacto con mi realidad. La sorprendo y me sorprendo al interrumpirla:
—Te quiero, chiquilla.
Se hace el silencio mientras Mariah aguarda la puntilla. Luego responde con cautela aunque con alegría:
—Bueno. Eso está bien, porque yo también te quiero.
Otra pausa mientras con nuestros respectivos silencios nos desafiamos a ponernos sentimentales. No obstante, dado que seguimos siendo Garland y hemos llegado al límite de las emociones, pasamos a hablar de su familia. Me promete no intentar emparejarme si acepto ir a su tradicional barbacoa del día del Trabajo. Acepto. Cinco minutos más tarde, mi hermana se ha desvanecido, y sé que no dejará de investigar. En lo que a mí respecta, está bien. Dejar que Mariah intente demostrar que el juez fue asesinado es su modo de enfrentarse al dolor; además, puede que su olfato periodístico descubra algún otro feo asunto. Admiro su tenacidad, pero no la acompañaré en su búsqueda. Hace tiempo que me siento cómodo viviendo sin certezas absolutas. La semiótica me ha enseñado a aceptar la ambigüedad en mi trabajo, y Morris Young me está enseñando a vivir mi fe con ambigüedad. No me cabe duda de que la verdad, la verdad moral existe, ya que no soy un relativista; pero nosotros, imperfectas criaturas humanas, nunca podremos apreciarla si no es imperfectamente, como una débil y resplandeciente presencia hacia la que nos arrastramos a través de las brumas de la razón, la tradición y la fe.
Tanto por saber y tan poco tiempo… Deambulo de vuelta a la sala y contemplo el agrietado y alabeado disquete que sostengo en la mano, deseando poder desentrañar sus secretos por la simple fuerza de mi voluntad ya que saber exactamente lo que mi padre introdujo, sea real o inventado, me ayudaría a decidir lo que debo hacer. Carezco del tiempo y de la confianza necesaria para hacer lo que John Brown me sugirió y contratar a un especialista para que recupere la información. Tendré que tomar mi decisión basándome en lo que ya sé. «Ser hombre significa actuar».
Me doy cuenta de que el fuego está chisporroteando. En una tarde tan fría, eso no puede ser. Arrebujarnos frente al fuego solía ser uno de mis pasatiempos favoritos cuando Kimmer y yo éramos más o menos felices. Si en Hobby Road hace tanto frío como en este lugar, ella también debe de estar arrebujándose. Solo que no conmigo.
Echo de menos lo que tenía. Las cosas como eran antes.
Pero aún puede seguir gustándome un buen fuego.
Añado otro tronco y contemplo las chispas volar. No es suficiente. El fuego necesita que lo aviven. Como no veo madera pequeña por ninguna parte, cojo el disquete que mi padre escondió en el peluche de Abigail y, trazando una línea y dejando el pasado atrás, lo entrego a las llamas.