El niño acuático
La puerta de la cocina da a un descansillo de madera que conduce a la pequeña y pelada zona de césped que pretende ser nuestro jardín trasero. Salto los peldaños y aterrizo con ambos pies en el estanque en que se ha convertido el jardín. Doblo la esquina corriendo y me meto en el estrecho callejón que discurre por el costado de la casa y que desemboca en Ocean Avenue. Sé que Wainwright me seguirá porque no tiene otra opción, y también sé que mi plan de usar el huracán en mi beneficio se ha vuelto en mi contra de la peor manera posible. Puedo correr y gritar cuanto quiera; pero, aun suponiendo que alguien pudiera oírme por encima del rugido de la tormenta, no hay nadie, y menos un agente de policía, que pueda ayudarme.
Durante unos instantes me quedo boquiabierto, casi abrumado, por el imponente tamaño de las furiosas nubes que se arremolinan en el cielo. Entonces oigo un disparo que da en la casa de al lado y echo a correr de nuevo. Puede que Wallace Wainwright esté disparando a ciegas, pero no será por mucho tiempo, y yo no sé lo bastante de armas de fuego para adivinar cuántos proyectiles le quedan.
¡A correr!
Mi Camry, con su reluciente parachoques nuevo, se encuentra aparcado delante de la verja, pero no me sirve de nada porque las llaves se han quedado en casa, en el bolsillo de mi chaqueta. Mientras cruzo la calle a toda prisa oigo a Wainwright gritando y maldiciendo en algún lugar detrás de mí. Sin embargo, no me atrevo a mirar hacia atrás. Casi todas las ventajas están de su parte. Lleva un impermeable, y yo una sudadera que ya tengo pegada al cuerpo; lleva botas y yo unas zapatillas de deporte que rebosan agua; tiene una pistola y yo tengo un peluche.
Como queriendo subrayar ese extremo, una bala rebota en el pavimento. Cerca. Está afinando la puntería.
Mientras chapoteo a través del parque, donde el terreno está tan saturado de agua que esta se está acumulando centímetro a centímetro, me recuerdo que yo cuento con mis propias armas. Una es que, desde que era pequeño, me ha gustado estar fuera durante las tormentas, al menos en Martha’s Vineyard. Mi madre solía llamarme su «niño acuático». La segunda es que tengo treinta años menos que Wainwright, aunque por otra parte hace mucho menos tiempo que a él que me han disparado y tampoco cuento con mi bastón.
En medio de Ocean Park, una racha de viento me arroja contra la blanca parte trasera de la glorieta y, pegado a la pared, me doy la vuelta para mirar. Wainwright no es más que una sombra en la tormenta que intenta rodear la valla de madera que bordea la carretera. Sin embargo, no tardará en dar conmigo porque tengo cada vez menos sitios a los que escapar. Noto que los puntos de sutura se me abren por el esfuerzo muscular. Estoy agotado. Las piernas me duelen debido al esfuerzo de la breve carrera. No obstante, por muy fuera de forma que esté, debería ser capaz de mantenerme por delante de alguien tan mayor como el juez. Por desgracia, mi pierna todavía no se ha recuperado del balazo de Scott, y voy cojeando, aminorando la marcha inexorablemente a medida que el dolor se extiende desde mi muslo herido.
Suena otro disparo, amortiguado por el incesante tronido. La tormenta sigue siendo mi aliada: el viento le impide apuntar.
Entonces me doy cuenta de que he tomado el camino equivocado. No tendría que haber cruzado hacia Ocean Park, donde seré un blanco fácil si consigue apuntar. Tendría que haber ido hacia la manzana de casas, hacia las tiendas —¡alguna podría estar abierta!—, o hacia la comisaría, donde seguramente habrá algún agente de servicio. Pero Wainwright, el veterano de Vietnam, ha pensado en esa táctica y ha dado un rodeo bloqueando mis esperanzas de correr hacia cualquier otro lugar que no sea la playa.
Tendré que conseguir que mis piernas se muevan si es que deseo volver a ver a mi hijo.
De ese modo, empiezo una especie de medio caminar y medio correr mientras cojeo y un nuevo dolor me desgarra el abdomen, mientras me dirijo hacia el mar rezando para que el viento que me zarandea y la lluvia que me empapa sigan impidiendo que Wainwright apunte debidamente.
Cruzo Seaview Avenue, y una bala da en la valla metálica que separa la acera de la playa. Wallace Wainwright tiene setenta y dos años y me está ganando terreno.
Durante un momento permanezco de pie en la cima de la frágil escalera que conduce a la playa de Inkwell. A mis pies, furiosas olas azotan la arena y se llevan parte de ella para siempre. El embarcadero que normalmente separa la zona vigilada de la playa de la no vigilada ha desaparecido. La mayoría de ellas llegan hasta el rompeolas antes de retroceder.
No quiero bajar ahí.
Pero Wainwright está detrás de mí y no me queda otra opción.
Me las arreglo como puedo para bajar los escalones y para soportar el dolor deseando poder tener mi bastón.
Oigo a Wainwright gritar.
Apresurándome y teniendo cuidado con el mar embravecido, llego al último peldaño.
El tablón, ya muy viejo y debilitado aún más por la tempestad, se parte bajo mi peso.
Doy de bruces en el oleaje mientras George sale volando y cae en el agua, a unos cinco metros de distancia, donde se queda balanceando hipnóticamente.
Todo mi cuerpo es un grito de dolor. Solo deseo quedarme en las frías aguas y dejar que me arrastren.
Wainwright baja por la escalera con cuidado.
Me pongo trabajosamente en pie y chapoteo hacia el peluche de Abby, pero la siguiente ola me hace perder el equilibrio.
Lucho para incorporarme. Extiendo el brazo al tiempo que noto que algo se me desgarra y vuelvo a tener a George entre mis brazos. Sin embargo, la helada y furiosa corriente me llega más arriba de la cintura y me zarandea a un lado y a otro. Mis reservas de energía están a punto de agotarse. El horizonte se pierde entre un remolino de furiosas nubes negras.
—Muy bien, Misha, lo has conseguido. —Es Wainwright, que se encuentra también en el agua, en una zona menos profunda. Su voz suena cascada—. Ahora, dámelo.
Lo contemplo, tan preparado con su impermeable azul y sus botas. No he conseguido engañarlo ni por un momento y tampoco con la caja del cementerio. Sabía que yo iba a volver a Martha’s Vineyard. Sabía por qué esperé al huracán. Lo sabía todo. Me siento aturdido por el frío y el dolor, y me falla la fuerza de voluntad. Su inteligencia, su paciencia, su planificación me han derrotado. Con el peluche de Abby todavía en la mano, contemplo la negra y reluciente pistola, contemplo el frío, confiado y blanco rostro de Wainwright y, de repente, no puedo seguir. He dado todo lo que podía. Estoy agitado, tanto física como emocionalmente. Seguramente me disparará, pero me siento demasiado desgraciado y tengo demasiado frío para que me importe. Lo siento, juez.
La historia de las disposiciones ha concluido, y sé que voy a entregarle el oso.
Doy un paso vacilante hacia la playa sosteniendo a George ante mí. Entonces, veo que los ojos de Wainwright se agrandan, veo que retrocede como si alguien —Maxine, Henderson o Nunzio— hubiera surgido a mis espaldas del océano dispuesto a intervenir en el último momento. Me doy la vuelta y… lo único que veo es un muro de agua negra de tres metros de altura que se precipita a toda velocidad sobre mí.
Wainwright ha echado a correr hacia la escalera. Intento seguirlo, pero la ola me cae encima y me derriba. Durante unos segundos mi cabeza queda enterrada en la arena y yo bajo el agua. Pierdo todo rastro del oso, de Wainwright y lo demás. Si no me muevo, con dolor o sin él, me ahogaré.
Con las escasas fuerzas que me quedan salgo a la superficie solo para caer de espaldas en la resaca mientras la ola gigante me arrastra con ella. No me queda nada con que luchar así que me dejo llevar, esperando a hundirme hasta que otra ola me devuelve a la playa.
Oigo a Wallace Wainwright gritar algo.
Me siento en la arena quitándome el agua de la cara y el pelo.
Wainwright se halla en el mar. Está intentando coger el oso de Abby, que sigue balanceándose al vaivén de las rompientes. Lo observo. No hay nada que pueda hacer para ayudarlo o impedírselo, ya que apenas me quedan fuerzas para seguir donde estoy, empapado, esperando que otra ola se me lleve y me ahogue. Para sus años, Wainwright es ágil y fuerte, un deportista; pero desde donde me hallo puedo darme cuenta de que no tiene ninguna oportunidad. Cada vez que intenta alcanzar el panda, otra ola se lleva a los dos un poco más lejos. Ya no parece sostener la pistola, sino que intenta agarrar a George con ambas manos. No puedo evitar un instante de humor ante la visión del gran héroe blanco y liberal intentando rescatar al gran mártir negro de nuestra juventud. Entonces frunzo el entrecejo porque se diría que me estoy equivocando. Wainwright ha capturado el peluche y, resguardándolo contra su pecho, se ha dado la vuelta y lucha por regresar a la playa. También empuña su pistola, que seguramente se había guardado en el bolsillo. Camina hacia mí con siniestra determinación, con el rostro convertido en una dura máscara, mientras lucha contra la resaca centímetro a centímetro y se aproxima.
Durante un instante estoy convencido de que va a conseguirlo.
Entonces, otra ola gigante se abate sobre él y se lo lleva. Sus manos se agitan en la tormenta, y su cabeza vuelve a surgir en busca de aire una vez, dos veces. Luego, desaparece, arrastrado hacia el corazón de la tempestad.
Mi cabeza cae sobre la arena y, durante un instante, yo también muero.