62

La lucha por George

I

Buenos días señor juez —saludo con tanta calma como puedo.

—No pareces muy sorprendido.

—No lo estoy. —Aunque la verdad es lo contrario. Observo su pistola. Estoy cansado de observar pistolas, pero no hay mucho más que pueda hacer.

Wainwright cierra la puerta tras él y frunce los finos labios.

—¿Es eso? —pregunta señalando con la pistola. Yo tenía el oso entre las manos cuando ha entrado y sigo teniéndolo. Al no responder, Wainwright suspira—. No juegues conmigo, Misha. Ya es tarde. Obviamente, tu padre escondió algo en ese oso. ¿De qué se trata?

—Un disquete.

Se frota el cuello con la mano libre. Su impermeable azul, que resultaría difícil de ver en medio de la tormenta, gotea agua por todo el suelo.

—Me dijo que había algo, pero no me dijo qué ni dónde. —Su voz resulta imprecisa, distante, como soñadora, y me doy cuenta de que el juez está física y emocionalmente tan agotado como yo—. Todo el mundo sabía que había… algo; pero a nadie se le ocurrió buscar un peluche, y nadie pensó que pudiera haber un disquete, no tratándose de tu muy clásico padre. La gente buscaba papeles. Fue muy astuto lo del disquete. —Respira profundamente y se recobra—. Bueno, ¿y desde cuándo sospechabas de mí?

—Desde que me di cuenta de lo obvio: que mi padre no habría podido amañar todos aquellos casos él solo. El Tribunal Federal de Apelaciones se basa en una estructura tripartita, así que para manipular aquellos casos necesitaba dos votos, no le bastaba con el suyo.

Wainwright entra en la estancia y se acerca al arco del umbral que da al pasillo. Me doy cuenta de que su línea de fuego cubre entonces tanto la puerta trasera de la cocina como a mi persona, como si estuviera esperando algún movimiento por mi parte. Parece manejar correctamente el arma, así que descarto cualquier movimiento brusco. Mi plan ha tenido éxito, pero también ha fracasado. Estaba seguro de que nadie estaría vigilándome con semejante tormenta, por lo tanto tampoco tengo esperanzas de que nadie pueda ayudarme.

—¿Y qué? Podría haberse tratado de cualquier otro. No tenía que ser necesariamente yo.

Suena preocupado, y se me ocurre que es posible que se esté preguntando si habrá borrado sus huellas lo bastante bien. Si yo he sospechado de él, otros pueden.

—Cierto. Pero la verdad es que usted me lo dijo casi con sus propias palabras. Cuando fui a verle, me comentó que mi padre estaba tan poco dispuesto a amañar casos como usted.

Me ofrece su famosa sonrisa torcida que en estos momentos se me antoja más sarcástica que humorística. ¿Es acaso posible que haya podido engañarnos durante tanto tiempo? ¿Realmente confundimos su arrogancia moral con la compasión? Seguramente disfrutó al decirme la verdad literal y mentirme al mismo tiempo. Wallace Wainwright, al igual que el juez, siempre se ha creído más listo que los demás y no está acostumbrado a que nadie esté a su altura.

—Supongo que me pasé de listo.

—Supongo. —No hay razones para que le cuente el resto. Al fin y al cabo, mientras hablamos no dispara. Y, la verdad, he llegado a la conclusión de que no me gusta que me disparen—. Y también supongo que Cassie Meadows no dejó de informarle puntualmente de la evolución de los acontecimientos.

Puede que sea mi imaginación, pero me ha parecido que la pistola oscilaba.

—¿Qué te hacer pensar eso?

—Tendría que haberme dado cuenta desde el principio. Mallory Corcoran me puso en manos de Cassie porque no tenía tiempo para ocuparse de mis problemas y trató de impresionarme diciéndome que ella había trabajado como asistente en el Tribunal Supremo. Pronto se hizo evidente que todo lo que Cassie iba sabiendo también lo iba sabiendo alguien más. Creí que se trataba de Mallory Corcoran, pero entonces caí en la cuenta de que también podía tratarse de algún antiguo jefe, el juez para quien había trabajado. Así pues busqué a Cassie en el Martindale-Hubbell y allí averigüé, naturalmente, que había trabajado como asistente del juez Wallace Wainwright. Probablemente no fue más que una coincidencia que ella se hiciera cargo del caso, pero usted la cazó al vuelo. —Aún no me ha hecho levantar las manos, y yo sigo aferrando a George. Solo quiero seguir manteniendo la conversación—. Así pues, ¿era solo una chivata que le contaba cosas o también está metida en el asunto?

—No tengo intención de responder a tus preguntas. —El viento sigue bramando fuera, y escuchamos el crujido de una rama que se parte. La lluvia prosigue con su incesante asalto a las ventanas. Cerca del pasillo, el juez Wainwright frunce el entrecejo y se desplaza a un lado, como si no pudiera estarse quieto. Sigue sopesando lo que acabo de decir, todavía preocupado por la posibilidad de haberse delatado. Luego, hace un gesto negativo con la cabeza—. No, eso no es suficiente. Tú no habrías llegado tan lejos en tus conclusiones solo porque Cassie Meadows hubiese sido mi ayudante. —La pistola me apunta al pecho, y yo retrocedo hacia el fregadero. Él me sigue, manteniendo la distancia para evitar cualquier golpe o patada que pudiera lanzarle (suponiendo que supiera cómo hacerlo). En cuanto al oso de peluche, Wainwright no me lo ha pedido y no se lo he ofrecido—. ¿Por qué no te sorprendiste al verme? ¿Cómo supiste que había alguien más? Evidentemente, pensabas que tu tío Mal te vigilaba. Puede que sus socios también lo hicieran; pero, ¿por qué tenía que haber una tercera parte involucrada?

—Tiene razón. El hecho de que Meadows hubiera sido su ayudante no era suficiente. —Tengo las manos y la espalda empapadas de sudor. Aún conservo una leve esperanza de escapar. La tormenta que se suponía que debía protegerme puede todavía salvarme si consigo que el juez Wainwright continúe hablando un poco más—. Sin embargo, supe que había alguien más implicado cuando me di cuenta de que rondaba por ahí alguien que no estaba al tanto del mandato de Jack Ziegler.

—¿Qué mandato? —pregunta realmente sorprendido.

—Que nadie debía hacerme daño. La otra gente que me seguía conocía las reglas. Nadie podía hacerme daño, y tampoco a mi familia. Jack Ziegler había llegado a un trato con… No sé, con quien haya que tratar en estos casos. La voz corrió. Yo no recibiría ningún daño y encontraría lo que mi padre había escondido. Por lo tanto, todo el mundo se puso a observarme y a esperar. Pero entonces, cuando empecé a recibir heridas, quedó claro que o bien las condiciones habían cambiado o había alguien más involucrado. Pero, dado que recibí las seguridades de que el trato no había cambiado, tenía que tratarse de alguien de fuera, de alguien no relacionado con el círculo de Jack Ziegler.

—Te sorprendería conocer qué contactos tengo, Misha.

Sé a qué se refiere, pero me limito a menear la cabeza.

—No basta con que Jack Ziegler pueda ponerse en contacto con usted. Es usted el que tendría que poder ponerse en contacto con él.

A Wainwright no le hacen ninguna gracia mis palabras, puedo leerlo en su cara, cuya expresión ha pasado de sarcástica a furiosa. Puede que no le guste recordar que nunca fue amigo de Jack Ziegler como lo fue mi padre. Una nueva variación del síndrome de Estocolmo: el chantajeado quiere convertirse en el favorito del chantajista. Debo recordar que no hay que querer sumar puntos ante alguien armado.

—Así que Jack Ziegler emitió una orden diciendo que nadie te hiciera daño. ¿Es eso? —dice finalmente, dejando escapar un largo suspiro.

—Sí. Y usted no lo sabía, y por eso envió a un par de matones para que fueran a por mí. Ah, y había otra cosa…

He retrocedido hasta la mesa de trinchar, de modo que Wainwright se halla frente al fregadero. George, con su pierna casi desgarrada, sigue siendo como el escudo que se alza entre los dos.

—¿Qué cosa?

—Meadows. Empezó a llamarme «Misha». ¿En labios de quién pudo haberlo oído? No del tío Mal, porque él me llama por mi nombre. Puede que se lo hubiera escuchado a Kimmer, pero dudo que hubiera sido tan directa como para usar un apodo que únicamente mi esposa utiliza. Solo se me ocurrió una persona en todo Washington que me llamara «Misha» y que ella pudiera conocer: usted.

El juez Wainwright asiente y sonríe distantemente.

—Eso está muy bien. Sí. Deberé tener más cuidado en el futuro. Bueno, se acabó, Misha. Dame el disquete y me marcharé. —Miro hacia la puerta de la cocina, y él me ve hacerlo—. Me temo que no hay nadie más. Nadie va a venir a salvarte. Estamos solo tú y yo. Por favor, dame el disquete. No me hagas pedírtelo otra vez.

Sigo intentando ganar tiempo.

—¿Por qué es tan importante el disquete? ¿Qué contiene?

—¿Qué contiene? Yo te diré lo que contiene: protección.

—¿Qué tipo de protección?

—¡Vamos, Misha! Seguro que tienes una idea. No eres tan tonto como aparentas. Nombres. Nombres de gente con intereses en esas compañías. Secretarios de gabinete. Sí, senadores. Uno o dos gobernadores. Algunos altos ejecutivos y destacados abogados. El hombre que posea ese disquete puede procurarse toda la protección que necesite.

Entonces lo veo claro.

—¡Ah, ya! Se refiere a protección ante Jack Ziegler. Aún le tiene clavado, ¿verdad?; él o sus socios. No quieren dejarlo en paz, ¿no es eso?

—Ni siquiera dejan que me retire del tribunal. Son muy exigentes. —No digo nada. A pesar de que lo había imaginado, su confesión me ha sorprendido—. Pero tu padre no era mejor. Cuando le pedí que compartiera conmigo la información que había ocultado se limitó a mirarme y a decirme que yo formaba parte de sus disposiciones y que si no me mantenía apartado de él, todo el mundo se enteraría.

—Un año antes de morir —murmuro comprendiéndolo todo.

—¿Qué has dicho?

—Me estaba preguntando qué excusa se habrá inventado para estar en la isla. —Es mentira, pero sospecho que su vanidad puede arrastrarlo a una perorata. Tiene que demostrarme lo listo que es. Antes de matarme, claro.

—La verdad, Misha, es que todos me quieren como invitado. Sí. Bueno, tú mismo cometiste ciertos errores. Fuiste demasiado deliberado. Estaba claro que tramabas algo. Me enteré del huracán y de que tenías pensado venir de todos modos. El caso es que imaginé que tenías algo entre manos y acepté una invitación para pasar unos días en la isla. Esta tarde, cuando empezó la tormenta, salí a dar un paseo. —De nuevo la torcida sonrisa—. Dije a mis anfitriones que me gustaban las tormentas. Así que en este instante estoy paseando. —El viento abre de golpe la puerta y la vuelve a cerrar. Wainwright ya no está para entretenerse con recuerdos—. Muy bien, Misha, ya está bien de charla. Dame el disquete.

—No.

—No seas idiota, Misha.

De repente hallo una inesperada tozudez.

—Mi padre no se lo dejó a usted. Me lo dejó a mí. Quiero saber lo que contiene; luego, decidiré lo que hago con él.

El juez Wainwright dispara un tiro. No ha habido aviso previo, y su mano apenas ha temblado. La bala pasa siseando al lado de mi cabeza mientras me aparto (demasiado tarde, naturalmente), y se incrusta en la pared de la cocina.

—Fui marine, Misha. Sé cómo utilizar esta pistola. Vamos, dame el disquete.

—No le servirá de nada. Está inservible. Ha pasado demasiado tiempo expuesto al calor. Está todo alabeado.

—Aún más motivo para que me lo des. —Niego con la cabeza, y el juez suspira—. Misha, míralo desde mi punto de vista. No puedo seguir con lo que he estado haciendo. Llevo demasiado tiempo liado con esa gente. Necesito salirme. Necesito ese disquete. —La mirada se le endurece—. Tu padre se negó a decirme dónde estaba, pero sin duda puedo conseguirlo de ti.

—Mi padre se negó —repito—. De eso hará dos años el próximo octubre, ¿verdad? ¿Fue entonces cuando usted le preguntó dónde lo había escondido?

—Probablemente. ¿Y qué? ¿He cometido otro error?

—No, pero…

Entonces se me ocurre que eso era lo que asustaba al juez: fue Wallace Wainwright —y no Jack Ziegler, como yo había creído— lo que lo llevó a pedirle una pistola al coronel y a apuntarse a un club de tiro donde le enseñaran a disparar. Wainwright, cansado y deseoso de retirarse del tribunal fue a ver a mi padre un año antes de su muerte e intentó convencerlo para que compartiera la información que había ocultado para protegerse de Jack Ziegler y sus socios. El juez se negó, y Wainwright lo amenazó con descubrirlo, cosa que mandó a mi padre hasta casa de Miles Madison, a suplicar, sombrero en mano. Transcurrieron unos cuantos meses sin que nada sucediera y mi padre escondió la pistola. Entonces, el septiembre pasado, un Wainwright desesperado reapareció y mi desesperado padre regresó al club de tiro. Me imagino a esas dos grandes figuras del derecho, una de derechas y otra de izquierdas, disputándose el material que descansa dentro de ese peluche, luchando porque cada uno pretendía rehuir el tributo debido tras una vida de corrupción en el estrado.

—La pistola —murmuro—. Ahora lo entiendo.

—¿Qué pistola?

—El juez consiguió una pistola. Estaba…

Creía que se habían acabado las sorpresas, y esta parece difícilmente creíble; No obstante, es la única explicación. El tío Mal lo entendió todo al revés. Lo que mi padre le contó al coronel era la pura y simple verdad: quería protección. Pero no ante un presunto asesino, como parece opinar mi hermana. Quería protección frente a un chantajista. El último mes de la vida de mi padre se me aparece como una película. Cuando Wainwright reapareció, mi padre avisó a Jack Ziegler y ambos tuvieron su almuerzo secreto. En este momento resulta fácil ver el favor que mi padre pidió y el que su viejo amigo y principal tentador le denegó. Viendo cierta ironía en nuestra sucesión de errores me las arreglo para soltar una carcajada.

—¿Dónde está la gracia, Misha?

—Ya sé que le parecerá difícil de creer, señor juez, pero creo que mi padre planeaba matarlo. En serio, si usted no lo dejaba en paz, si continuaba amenazándolo con descubrirlo. Compró una pistola, y creo que tenía pensado matarlo a usted con ella.

II

Los ojos de Wainwright se ensombrecen. Por un instante parece como si estuviera contemplando la posibilidad de que la historia hubiera concluido de otra manera. Luego, el rostro se le retuerce en una mueca.

—Bueno, ahora ya sabes qué clase de hombre era tu padre. ¡El gran juez Oliver Garland! Dices que estaba preparándose para matarme. No puedo decir que me sorprenda. Era un monstruo, Misha. Un monstruo desalmado, arrogante y egoísta.

Fuera, otro árbol se parte en dos con un repentino y atronador crujido. La pistola tiembla cuando Wainwright mira a su alrededor, pero sus iracundos ojos vuelven a clavarse en mí. Comprendo por qué no me ha matado todavía: quiere que el hijo sufra y expíe los pecados del padre. Y se diría que lo está consiguiendo.

—Para empezar, fue tu padre el que me embarcó en ese desastre. Fue él quien lo empezó todo. ¿Qué opinas de eso, Misha?

No digo nada. Ya no soy capaz de sorprenderme en lo que se refiere al juez. Sin embargo es fácil comprender cómo mi padre pudo tentar a Wainwright. El pobre muchacho salido de una caravana de Tennessee y que acaba triunfando. ¿Una esposa rica? Probablemente el fruto de dos adineradas décadas de aceptar sobornos blanqueados a través de los negocios de la familia de su mujer o algo así. Algo demasiado sofisticado para que yo pueda hacerme una idea. Sin embargo, el resultado es el mismo: Wallace Wainwright, el gran liberal, el hombre del pueblo, se hizo rico amañando casos.

Al menos, si es que los motivos tienen importancia, mi padre lo hizo por amor.

—Tu padre era como el mismísimo diablo. No te imaginas lo persuasivo que podía llegar a ser. Ni lo corrupto. ¿Te resulta insoportable? Recibía sus órdenes de Jack Ziegler. Votaba en el sentido que le mandaban. Piensa en eso, Misha. Pero era tan listo que nadie se daba cuenta. Y cuando fue a verme se mostró de lo más reservado, lo planteó todo dando rodeos, despacio… Es igual. El apego al dinero está en la raíz de todo mal, ¿no es cierto? Yo quería obrar rectamente, hacer el bien; pero tu padre se aprovechó.

Estoy a punto de protestar que mi padre nunca aceptó dinero; sin embargo, me muerdo la lengua ya que comprendo que eso formaba parte del genio diabólico que le ocultó ese mismo hecho a Wallace Wainwright. Nunca sabré con qué artes sedujo mi padre al futuro juez del Tribunal Supremo, pero me he dado cuenta de que el discurso lleno de autocompasión de Wainwright tiene todos los rasgos del Washington actual: aceptó los sobornos, pero la culpa fue del sobornador.

Wallace Wainwright parece darse cuenta de cómo suena su discurso ya que cambia la conversación:

—Ya está bien de repasar los recuerdos, Misha. Ahora, por favor, dame el disquete. Déjalo encima de la mesa.

—No.

—¿No?

—No le tengo miedo. No se atreverá a hacerme daño. —Estoy desesperado—. Ya vio lo que Jack Ziegler le hizo a sus «mensajeros».

—¡Ah, sí. Mis mensajeros! Buena palabra. Sí. —Su tono es de orgullo. Si puedo apelar a su vanidad, quizá consiga que siga hablando—. ¿Sabes?, no es fácil encontrar ese tipo de mensajeros. —Vuelve a desplegar su torcida sonrisa—. Al fin y al cabo soy un muy honorable juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos. No tienes idea de los riesgos que corrí. Tuve que recurrir a mis viejos contactos de mi época en los marines. En fin, es igual. Fue un riesgo, sí; pero esa cadena no lleva a ninguna parte porque el eslabón está roto. Los mensajeros nunca supieron quién los contrataba, y nadie puede relacionarme con ellos.

«El eslabón está roto». Puede que fuera el propio Wainwright el que lo rompiera; por ejemplo, con esa misma pistola con la que me apunta.

—Ya entiendo —digo por decir algo. Su reconocimiento de que un hombre en su posición ha asesinado hace poco a alguien me deja pocas dudas con respecto al destino que me aguarda.

—¡No! ¡No lo entiendes! —Se abalanza sobre la mesa pistola en mano; pero la retira rápidamente, antes de que pueda pensar en agarrarle la mano. Está muy enfadado. El viento estrella algo contra el porche—. No estás de acuerdo. Crees que si hubieras estado en mi posición habrías hecho otro tipo de elección.

—Solo sé el tipo de elección que hizo usted.

Sin previo aviso, Wainwright estalla.

—¡Me estás juzgando! No puedo creerlo. ¡Me estás juzgando, a mí! ¿Cómo te atreves? Tú, ¡que eres incluso peor que tu padre! —Gesticula desenfrenadamente y también con la mano que sujeta la pistola, cosa que dispara mi adrenalina—. Probablemente piensas que debería de haber hecho algo noble, como por ejemplo entregarme a la policía. No sabes lo que dices. ¿Acaso tienes idea de quién soy yo? Durante la última década he representado la última esperanza, ¿te das cuenta de eso? La Constitución se está muriendo, por si no te habías dado cuenta. No. Muriendo, no. Está siendo asesinada. Es fácil para ti quedarte sentado en tu despacho escribiendo artículos que nadie lee; pero, el que ha estado en lo alto, luchando por la libertad y la igualdad en esta época reaccionaria, ¡he sido yo! ¡He sido yo quien ha encabezado toda un ala del Tribunal Supremo! —Su tono se suaviza—. Y me necesitaban, Misha. Me necesitaban. El trabajo que hemos hecho desde ahí a favor de la justicia era demasiado importante para que pudiera acabar en nada por culpa de… de un algo como esto. No podía retirarme, Misha, ni siquiera si Jack Ziegler me lo hubiera permitido. No habría tenido derecho a hacerlo. El Tribunal me necesitaba. La nación me necesitaba. Sí, de acuerdo, no soy ningún santo. Hace tiempo tuve que transigir. Lo sé. Pero lo que había en juego también contaba. Si hubiera abandonado el Tribunal, mi ala habría perdido a su líder y la ley sería infinitamente peor. ¿No lo entiendes?

Sí. Lo veo. Tanta hipocresía me deja aturdido, pero lo veo. Tentación, tentación. Satanás nunca duerme.

—Así pues, ¿no podía dimitir?

—No. No podía. Era algo más importante que yo. Lo que me ocurriera no importaba, solo contaba lo que había en juego. Era una llamada, la llamada a luchar por la justicia, que no podía dejar de atender. El tribunal me necesitaba. Me necesitaba para preservar un vestigio, por pequeño que fuera, de decencia y bondad. La gente cree en el Tribunal Supremo. Si hubiera permitido que un escándalo dañara la imagen de esa institución, los verdaderos perjudicados habrían sido los ciudadanos. —Ha vuelto al principio y parece agotado por su propio discurso—. La gente de verdad —repite.

—Ya lo entiendo.

—¿De verdad, Misha? —pregunta moviendo otra vez la pistola—. Ojalá pudiera seguir luchando. De verdad. Pero estoy cansado, Misha, muy cansado. —Suspira—. Ahora, por favor, Misha, dame lo que he venido a buscar.

Todavía aturdido por su argumentación, aún consigo encontrar un poquito de coraje.

—Y entonces, ¿qué? —Pero como Wainwright no dice nada, añado lo que pienso—: No ha venido hasta aquí solo por el disquete. Ha venido para matarme.

—Es cierto. No te mentiré sobre eso. Me gustaría que hubiera otro modo. Sin embargo, todavía tienes una elección, Misha. No quiero hacerte sufrir innecesariamente. Tu muerte puede ser rápida e indolora, un balazo en la base del cráneo, o puede convertirse en una agonía interminable. Digamos que primero te disparo en las rodillas, luego en los codos y en la ingle. Duele terriblemente, pero no te matará durante un buen rato. —Gesticula con el arma—. Dame el disquete ya.

—No.

—He matado a gente en Vietnam. Sé cómo usar una pistola y no tengo reparos en hacerlo.

Recuerdo una de las fotografías de su despacho: un Wainwright mucho más joven, vestido de uniforme. No me cabe duda de lo que dice.

—Puede que quiera matarme, pero no lo hará dentro de la casa porque hay demasiadas posibilidades de dejar rastros que un forense pueda encontrar.

Fuera, todo vuela y se estrella contra todo. Increíblemente, el huracán está aumentando; pero también puede ser que el ojo nos haya pasado por encima y que estemos en la cola del viento.

—Estoy perfectamente dispuesto a dispararte dentro de la casa —responde Wainwright con calma.

—Entonces, ¿por qué no lo ha hecho?

—Porque ese peluche puede ser una baladronada. No voy a subestimarte. Ya burlaste a un especialista en el cementerio. Pero ya hemos hablado demasiado. Dentro de treinta segundos te volaré la rodilla a menos que me des…

Un estruendo terrible sacude la casa sorprendiéndonos a ambos. Los cuadros caen de las paredes y los platos se rompen en los aparadores. El juez Wainwright, que no es de Nueva Inglaterra, se queda de piedra: no sabe como yo que el estremecedor impacto lo ha causado la chimenea, arrancada de cuajo por el viento, al derrumbarse sobre el tejado. Automáticamente mira hacia arriba, con el susto pintado en el rostro, preguntándose seguramente si la casa estará a punto de derrumbarse.

En ese instante de distracción, me lanzo a toda carrera hacia la puerta aferrando a George y me sumerjo en la tormenta.