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El novio de Angela

I

El huracán golpea Martha’s Vineyard el segundo día de mi llegada a Oak Bluffs. Se trata de una tormenta magnífica, una de las grandes, una de esas tempestades de las que se habla durante tiempo, justo como yo había deseado que fuera. La policía pasa toda la mañana arriba y abajo por las carreteras con megáfonos, avisando a todos los que viven cerca de la orilla para que busquen refugio. Las estaciones de radio, tanto las de la isla como las de Cape Cod anuncian terribles daños inmobiliarios. Permanezco dentro de casa o en el porche viendo llegar la tormenta. A primera hora de la tarde, el viento ha partido ramas, abatido postes de luz por toda la isla y me ha dejado sin electricidad. Oigo crujidos en la buhardilla, como si la chimenea estuviera a punto de volar. Hace unas cuantas décadas, durante una tormenta menos violenta que esta, la chimenea se desmoronó sobre el tejado. Abro la puerta principal. La lluvia forma una húmeda y vibrante cortina más allá de los peldaños. Cruzarla significa entrar en un mundo mágico donde las hojas vuelan, los muebles del jardín van dando tumbos pollas calles y los árboles se parten bruscamente en dos.

Sin embargo, sigo esperando.

Ya no se ven coches en Ocean Avenue o en Seaview. No queda nadie jugando en los parques. Como de costumbre, algunos chalados se han ido a pasear por el espigón, esperando quizá que el oleaje sea lo bastante violento para arrastrarlos a todos. Pero no están más chiflados que Talcott Garland, Misha para los amigos, que, en abierto desafío a las órdenes de evacuación de las autoridades, permanece sentado ante el desprotegido ventanal de la entrada. Naturalmente, no puedo marcharme. He planeado, buscado, deseado este momento desde el día en que abandoné el hospital y vi a Kimmer de pie en el vestíbulo del número 41 de Hobby Road con su combativa actitud y resolví el misterio. No me he atrevido a compartir el secreto con nadie, y ni siquiera Dana puede intuir lo que sé. No puedo marcharme. Estoy esperando, esperando lo peor de la tormenta, esperando el único instante desde mi encuentro con Jack Ziegler en el cementerio en que sabré sin asomo de duda que estaré solo, completamente solo. Me juego lo que sea a que resulta imposible vigilarme en medio de un huracán como el que se avecina.

A las tres y veinte, el mar se levanta y el oleaje salta por encima del espigón arrastrando arena, algas e incluso peces que deja esparcidos por Seaview Avenue. Cae otro árbol. Veo un coche pequeño que intenta circular por la carretera, pero el viento lo hace derrapar, y el conductor salta de él y huye a toda prisa. Vigilo para asegurarme de que no regresa. Oigo un estrépito terrible cuando la rama de un árbol se estrella contra las ventanas de una casa vecina.

Sin embargo, sigo esperando.

Vinerd Howse está sumida en la penumbra y se estremece. No hay electricidad en toda la zona. Nadie se mueve por las calles. Ni un coche ni un camión ni un cuatro por cuatro. Ni una bicicleta. Literalmente, no veo un alma y, cuando salgo a la tormenta, perforando la impenetrable opacidad con la poderosa linterna que compré en el continente, apenas puedo distinguir las cerradas fachadas de las casas de Ocean Park. Ilumino ventanas y porches, árboles y glorietas en busca de alguien oculto.

Nada.

Repito el proceso a ambos lados de la casa y en la parte de atrás. Mi impermeable apenas me protege mientras cruzo nuestro estrecho jardín iluminando las ventanas de nuestros vecinos.

Estoy solo. El resto de la gente es sensata. Y este momento pertenece a los insensatos.

Mi momento.

Vuelvo dentro, dejo mi reflector portátil y cojo una linterna normal. Al pasar por el comedor vuelvo a ver la absurda portada de Newsweek: LA HORA DE LOS CONSERVADORES. Pero puede que no fuera tan absurda. Puede que el juez lo dejara ahí como un recordatorio, como aviso de que debía una disculpa a alguien. Me acuerdo de las fotos tan distintas que adornaban el vestíbulo de casa de Thera. «Las cosas como eran antes». Mi padre mencionaba esa frase constantemente, metiéndomela en la cabeza a la fuerza. Confiando en que no se me olvidara.

Subo rápidamente al primer piso y bajo la escalera plegable que conduce a la buhardilla.

II

La baja buhardilla de Vinerd Howse no es un lugar donde se pueda pasar más de medio minuto en pleno verano. Por algún truco de la física —aire caliente que sube o una mala ventilación— el lugar resulta asfixiante y el aire irrespirable aunque el resto de la casa se haya enfriado durante la noche. Durante la tormenta, es aún peor. Fuera hace frío, pero ahí dentro cada paso me empapa de sudor. Además, estoy a punto de dejarme arrastrar por el pánico cuando veo que el techo se mueve. Sin embargo, el erudito que hay en mí no tarda en controlar la situación, fascinado por el caótico movimiento. Nunca había visto un tejado ondulándose y estremeciéndose, con las vigas brincando como supongo que pueden llegar a hacerlo durante un terremoto.

Me siento extrañamente seguro.

Empiezo a rebuscar en el angosto espacio. Sé que está ahí, en alguna parte, oculto bajo trastos y años de suciedad. Pero ahí está. Tiene que estar.

El tío Derek. Pienso en el tío Derek. ¿Cómo es posible que me olvidara de él? Como me dijo Sally, a él le debo mi nombre.

Tropiezo con baúles, trastos y lámparas viejas; busco entre ropas y libros aún más viejos, pero no parezco capaz de encontrarlo. La lluvia y el viento se abaten contra la solitaria ventana como si exigieran entrar. Oigo un goteo y sé que se acaba de abrir una gotera en el techo. La estancia no está tan atestada y no se parece al altillo que Mariah frecuenta en Shepard Street: encontrar lo que ando buscando no debería serme tan difícil. Me despellejo la espinilla en un viejo sofá y me maravillo por la absurda energía derrochada en subirlo hasta este lugar. Debajo de un abrigo encuentro mi viejo guante de béisbol, que creía perdido para siempre. También una libreta llena de dibujos infantiles de faros. ¿Mía? ¿De Abby? No lo recuerdo. La chimenea cruje. Hallo una sombrilla de playa que no ha sido abierta al menos en diez años y unas cuantas toallas que llevan el mismo tiempo sin ser lavadas. Estoy a punto de abandonar. Puede que mi teoría esté equivocada, puede que falle por la base.

Pero sé que estoy en lo cierto.

«Las cosas como eran antes».

B4. El primer movimiento en un Doble Excelsior cuando las blancas pierden. Pero B4 no significa una casilla en un tablero imaginario de un cementerio, sino una palabra: «antes»[5].

«Las cosas como eran antes».

Las cosas como eran antes de que empezaran a ir mal.

Pero no empezaron a ir mal cuando mi padre abandonó la judicatura. Habían empezado a ir mal mucho antes. Habían empezado a ir mal —según decía Alma que mi padre confesó— cuando, llevado por la ambición, rompió con su hermano; con el tío Derek, su hermano pequeño, el que me puso mi apodo; el tío Derek, el comunista de toda la vida, que en la última parte de su vida se convirtió al nacionalismo negro. Las protestas pacíficas —eso de «rezar mientras la policía te aplasta los sesos», según sus palabras—, no estaban hechas para él. Prefería la lucha, la lucha armada. Cuando el juez no estaba cerca, todos solíamos sentarnos a los pies del tío Derek, especialmente Abigail, para escucharlo, absortos. Y él nos predicaba activismo, activismo y activismo. Pero activismo con la correcta ideología. Le gustaban los Panteras Negras, pero los consideraba ideológicamente endebles. Le gustaba el Comité de Coordinación de los Estudiantes No Violentos; pero sobre todo admiraba a los comunistas negros, que se mostraban los más activos en su lucha.

¿Y quién era el más destacado de los comunistas negros?

Angela Davis. Sí, Angela… Davis.

Cambio de sitio una alfombra enrollada y, de repente, ahí está.

Me incorporo.

Estoy contemplando el animal de peluche que Abby ganó en aquella feria, hace tantos años: el estropeado panda que mi hermana bautizó como George, en honor de George Jackson, que murió tiroteado cuando intentaba escapar de la prisión de San Quintín. En aquella época, toda mujer negra de Norteamérica con la edad suficiente parecía estar enamorada de él, y también algunas que, como Abby, eran demasiado jóvenes. George Jackson, el guapo y dinámico revolucionario. George Jackson, el supuesto amante de Angela Davis.

El «novio de Angela».

III

He vuelto a la cocina y estoy pensando. La tormenta sigue sacudiendo la casa. Hace unos minutos, he cogido mi reflector portátil y he vuelto a salir, desafiando el viento y la lluvia, toda la furia veraniega de la naturaleza, para asegurarme de que no me observaban. Durante un escalofriante momento, mientras dirigía la luz hacia la glorieta oscurecida por la lluvia me pareció descubrir una sombra, así que crucé corriendo Ocean Avenue para comprobarlo.

Nada. Nadie.

Estaba empapado, y el reflector empezaba a dar señales de agotamiento. Demasiado tarde para ir a comprar pilas.

Tengo una lámpara interior portátil y estoy iluminando con ella a George.

El oso yace sobre la mesa de trinchar, inerte, como si esperara la disección. Lo palpo ligeramente con los dedos, sin omitir un centímetro cuadrado, apartando cuidadosamente el pelo, buscando el rastro de un corte cerrado y cosido a mano. No encuentro nada. Levanto el animal y lo zarandeo, esperando que caiga su secreto mensaje; pero no sucede nada de todo eso. Le araño los ojos de plástico, pero no consigo nada. Le quito la camiseta azul, que en su tiempo había llevado la propia Abby, pero no encuentro nada escondido. Por lo tanto, dirijo mi atención adonde ha estado realmente desde que moví la alfombra y descubrí el peluche: a la costura que une la pierna derecha con el torso, por cuyas ranuras se escapa desde hace treinta años una asquerosa sustancia rosa. Meto un dedo por la abertura; luego, dos; pero todo lo que encuentro es relleno. Despacio, con cuidado de no estropear lo que pueda descubrir, tiro de él y lo desparramo sobre la mesa.

Sin tener que hurgar demasiado, mis dedos aferran algo. Algo plano y duro, de unos cinco centímetros de lado.

Estiro. Estiro suavemente para no romperlo.

Parece… Parece… un disquete de ordenador.

Y eso es exactamente lo que es.

IV

Levanto el disquete con dos dedos y lo acerco a la luz comprobando que no haya sufrido daños. Estoy furioso contra el juez. ¡Tanta búsqueda, tantas pistas, tanta muerte y tanto lío para esto! ¡Por un disquete que se ha pasado casi dos años perdido en el calor sofocante de la buhardilla! ¡Cómo pudo habérsele ocurrido! Quizá nunca pensó que las altas temperaturas podrían dañarlo. La verdad es que mi padre nunca fue aficionado a la técnica. La revolución digital era según su opinión un craso error. Intento tranquilizarme y dejo el disquete en la mesa. Lo veo alabeado, y no me atrevo a insertarlo en la disquetera de mi portátil.

Increíble. Menudo desperdicio.

Sin embargo, es posible que aún se pueda hacer algo. ¿A quién conozco capaz de recuperar la información contenida en un disquete dañado? Solo se me ocurre un nombre: mi viejo compañero de universidad, John Brown, el profesor de ingeniería eléctrica en Ohio. La última vez que estuvimos juntos descubrió a Lionel Eldridge en el bosque de la parte de atrás de mi casa. Esa misma inocente tarde, Mariah me dijo que el informe del detective había desaparecido y que las disposiciones de mi padre parecían infinitamente lejanas. En estos momentos, por fin, tengo en mi mano las disposiciones, y necesito a John Brown de nuevo para que me ayude a sacarlas a la luz.

¿Por qué esperar? Puedo llamarlo ya mismo, a menos que la tormenta se haya llevado por delante el teléfono junto con la corriente. Pero, primero, tomo la precaución de volverlo a meter dentro del osito de mi hermana. Con el huracán azotando tras las ventanas, puede que sea el sitio más seguro.

Apenas me he dado la vuelta para ir a buscar la agenda que hay en la sala de estar cuando la puerta de la cocina se abre violentamente.

Me giro esperando descubrir que se trata del viento, pero no lo es.

De pie en el umbral, mientras rachas de lluvia penetran en la casa, con una reluciente pistola en la mano, se halla Su Excelencia el Honorable Wallace Warrenton Wainwright, juez del Tribunal Supremo.