Fin del juego
I
Así pues, sigo vigilando, esperando que ellos lleguen y al mismo tiempo intentando vivir mi vida. Como la mayoría de profesores, dedico los veranos a escribir. Sin embargo, este año paso todo el tiempo que puedo con Bentley. A Kimmer no parece importarle y, de vez en cuando, hacemos algo juntos los tres. Sara Jacobstein me recuerda que Bentley necesita ver que sus padres se tratan con respeto, y Morris Young me dice que Dios me pide lo mismo. No vamos a volver juntos, la que pronto será mi ex mujer lo ha dejado bien claro. Pero esas ocasiones —un paseo por el parque, un viaje a ver un espectáculo en Broadway— no resultan demasiado amargos. Es como si Kimmer y yo siguiéramos madurando a pesar de hacerlo por separado. En una ocasión que me sentía particularmente contento, de pie en el vestíbulo de Hobby Road, tras haber ido a cenar los tres juntos, Kimmer incluso me preguntó si me apetecía quedarme a pasar la noche. Me quedé estupefacto hasta que me di cuenta de que en su propuesta no estaba incluida la promesa de reanudar nuestra vida marital, sino que era fruto únicamente de una ausencia temporal de Lionel. Cuando mi cortés negativa solo recibió un gesto de indiferencia por respuesta, supe que estaba en lo cierto.
Cuando no estoy con Bentley paso mucho tiempo conduciendo por las carreteras con mi robusto Camry, observando a través del retrovisor con cuidado porque he empezado a captar un atisbo, la visión más tenue, de nuevas sombras. Estoy seguro de que alguien más ronda por ahí. Puede que sean Nunzio y su gente; puede que la de Jack Ziegler; puede que la de sus socios. Sin embargo, el instinto me dice que se trata de alguien más, alguien que no ha aparecido en mucho tiempo; pero alguien que sabía que reaparecería.
Me estoy quedando sin tiempo. Pero es algo que solo yo sé.
Un día, en pleno verano, en la facultad, Shirley Branch no puede refrenar su natural vehemencia y se pone a correr por los pasillos como una colegiala, abrazando a todo el que se cruza con ella. «¡Ha vuelto!», grita literalmente a través de sollozos de alegría. Cuando me llega el turno de ser abrazado, está a punto de tirarme al suelo, bastón incluido. Apenas tengo tiempo de preguntar quién ha regresado antes de que chille: «¡Cinque ha vuelto!». La otra noche regresaba del Oldie y allí estaba, sentado en el peldaño de entrada, moviendo el rabo de satisfacción. Me quedo estupefacto, me alegro por ella y me reafirmo en una pequeña teoría. Shirley añade que lo curioso es que Cinque llevaba un collar nuevo y sin nombre. Sin embargo, es lo bastante espabilada para tener lista una explicación. «Seguramente perdió su chapa al escaparse. Alguien lo encontró y debió ponerle un collar nuevo, pero como me echaba de menos se volvió a escapar y encontró el camino de regreso a casa».
Es una buena historia aunque no sea cierta. Por mi parte, me acuerdo de cierta amante de los animales, con la que estuve en Martha’s Vineyard, que creció rodeada de cinco perros y diez gatos, capaz de dispararme en el cementerio y decir que se trataba de un simple trabajo, pero incapaz de hacer daño al terrier negro de Shirley. Me pregunto de dónde sacó Maxine la sangre con la que manchó la chapa que se llevó cuando me siguió hasta Aspen, y también por qué no pasó a saludar al pasar por Elm Harbor para dejar a Cinque en la puerta de casa de Shirley.
Esa noche telefoneo a Thera para saber de los progresos de Sally, pero solo consigo hablar con el contestador. Ella no me devuelve la llamada. Unos días más tarde, Kimmer me llama a las dos de la madrugada, llorando y murmurando mi nombre sin motivo aparente. Le pregunto si quiere que vaya. Ella titubea y finalmente me dice que no. Cuando vuelvo a hablar con ella más tarde, se disculpa por haberme molestado y no añade más. Seguramente, todo matrimonio que se desintegra pasa por momentos así.
Al día siguiente, el elegante Peter van Dyke me invita a que me una a él y a Tish Kirschbaum para comer y hablar de varios casos judiciales relacionados con los boy scouts; Peter me dice que no se le ocurre árbitro mejor. Los tres bromeamos y argumentamos como si yo volviera a ser un respetado miembro de la facultad. De la facultad y puede que también de la comunidad, ya que mi trío de agujeros de bala parece haberme dotado de cierta notoriedad: unos cuantos predicadores de Elm Harbor me piden que hable ante sus congregaciones y el Rotara y la rama local de la NAACP me informan de que sus miembros estarían encantados de escuchar lo que tenga que decir. Lo más significativo de todo es que Kwame Kennerly me invita a tomar café e intenta conseguir mi apoyo para su campaña como alcalde. Ha cambiado su gorro de kente y su bléiser azul por un traje beige con chaleco y me asegura que la ciudad va a ser testigo de importantes cambios.
Le contesto que no me interesa la política.
A mediados de la primera semana de agosto, Lemaster Carlyle, mi casero, jura su cargo como juez del Tribunal Federal de Apelaciones. Su radiante esposa, Julia, le sostiene la Biblia. Media facultad de derecho se ha reunido en la nueva sede de los tribunales de la ciudad, la mitad que no está de vacaciones. El juez Carlyle hace algunos breves comentarios prometiendo solemnemente poner todo de su parte para estar a la altura de las tradiciones del cargo —se supone que de las tradiciones mejores—. Recibe unos entusiastas aplausos porque todo el mundo ha decidido que es estupendo. Seguramente recibe palmadas en la espalda de más amigos de los que creía tener. De pie a cierta distancia del héroe del día, me sigo sintiendo molesto con él por no habernos dicho que estaba en liza. A pesar de que se trata de un sentimiento masoquista y de todo lo ocurrido sigo sintiendo cierta lealtad hacia la caprichosa de mi esposa, cuyas ambiciones profesionales Lern ha contribuido a truncar. No dejo de recordar que Lemaster Carlyle, el de los incontables contactos en Washington, nos ha sorprendido por la espalda. Sin duda ha tenido éxito, pero ha sido sorprendiéndonos por la espalda.
A pesar de todo, le doy la mano y digo lo apropiado en estos casos. Kimmer también asiste y se suma a los de las palmadas. Dahlia Hadley tenía razón, y mi mujer lo sabe. Mi mujer tendrá más oportunidades si continúa trabajando igual y complaciendo a quien hay que complacer. Y si puede resolver el enojoso asunto con su marido y comportarse sensatamente con Lionel. Incluso me sorprendo preguntándome si el echarme de casa formaba parte de sus cálculos porque sus posibilidades de alcanzar la judicatura son mayores sin mí. Sin embargo, ese es un pensamiento injusto y, con el debido respeto al juez, lo aparto de mi mente. Kimmer y yo acabamos chismorreando porque es la única conversación que nos queda. Llego a la conclusión de que no debo molestar a mi mujer con lo que he descubierto: que dado que fue ella la encargada de quejarse a la compañía de seguridad por la intrusión en la casa de Vineyard, tuvo que enterarse enseguida de que los vándalos que forzaron la casa conocían el código de la alarma para conectarla y desconectarla a su antojo. Sin embargo, es un dato que nunca ha compartido conmigo y que ha mantenido en secreto durante todos los angustiosos meses que han durado mis pesquisas porque no quería perjudicar las posibilidades de su candidatura aportando pruebas de que yo tenía razón. Contemplo su tenso rostro y la perdono. Sucede que la ceremonia ocurre el día de mi cuadragésimo segundo cumpleaños. Kimmer no menciona la coincidencia, y no tengo intención de recordárselo. En consecuencia, mi única celebración consiste en una tardía llamada de Mariah, que se deshace en comentarios elogiosos sobre Mary, que ya ha cumplido seis meses, y me confía que piensa volver pronto a Shepard Street porque aún quedan papeles por clasificar.
Le deseo lo mejor.
Theo Mountain muere dos días después de la toma de posesión de Lem, y su hija Jo, la abogada de Nueva York, creyendo equivocadamente que Theo seguía siendo mi mentor, me pide que pronuncie uno de los discursos durante un gran funeral católico. No se me ocurre una forma de negarme que no agrave su tristeza. Leo algunas líneas, intentando recordar lo que en una época sentí hacia Theo, pero no puedo proseguir porque lloro demasiado. Mientras los presentes se miran unos a otros incómodos, es Lynda Wyatt la que sale de entre el público, me rodea los hombros suavemente y me conduce de nuevo a mi asiento.
Supongo que la gente pensó que yo lloraba por Theo. Puede que así fuera, al menos un poco. Pero principalmente lloraba por todas las cosas buenas que nunca más volverán y por la forma que tiene el Señor de obligarnos a madurar cuando menos lo esperamos.
II
La segunda mañana después del funeral, el señor Henderson se presenta en mi apartamento. Para beneficio de los vecinos que puedan estar escuchando me dice alegremente que estaba de paso por la zona y que se le ha ocurrido acercarse a saludar. Lleva una cazadora deportiva para ocultar su arma y no presenta desperfectos por lo que deduzco que la quinta persona presente en el cementerio la noche en que me dispararon debía de ser su alter ego, Harrison. Dana y yo estábamos allí, Colin Scott estaba allí, y Maxine también estaba allí y robó la caja. Suman cuatro. Sin embargo, sé que había un quinto, no solo porque la policía lo cree, sino porque oí a un hombre —no a una mujer— gritar de dolor cuando la última y desesperada bala del moribundo Colin Scott lo alcanzó. La policía no encontró señales de él, así que se trataba de alguien lo bastante implicado para recibir un disparo y lo bastante duro para conseguir escapar.
Dejo entrar al señor Henderson porque no tengo opción. Esperando que la hoja del verdugo caiga en cualquier momento, lo guío hasta la mesa de la cocina, una repintada reliquia de mi juventud que he rescatado del sótano de Hobby Road. Le ofrezco un zumo o agua, pero él declina la invitación. Al igual que jugadores mutuamente desconfiados, mantenemos nuestras manos bien a la vista. Nos comportamos muy educadamente, y Henderson saca y pone en marcha un aparato electrónico con el que me asegura que resultará imposible que alguien nos escuche. Lo único que sé es que no produce ningún sonido y que me provoca un repentino y agudo dolor de cabeza.
—Su amigo comprende lo que hizo y por qué lo hizo —me dice Henderson con su suave voz—. No le culpa porque el contenido de la caja fuera… decepcionante. Al contrario, está complacido.
Eso me sorprende.
—¿Lo está?
—Su amigo opina que todas las partes implicadas están satisfechas con este desenlace.
Reflexiono esas palabras mientras me froto un dolorido oído. Lo que Dana y yo temíamos se ha cumplido: Jack Ziegler es un zorro demasiado viejo para que lo hayamos engañado. Supongo que las otras «partes implicadas» también lo son. No obstante, están satisfechas… Y Henderson está aquí… Y eso significa que…
—Alguien más se hizo con la caja —susurro mientras pienso en los chicos buenos, no en los buenos de verdad, sino en los menos malos—. Mi… amigo no la consiguió, ¿cierto?
Henderson rehúsa informarme. Su fuerte rostro permanece impasible.
—Su amigo opina que si nada se ha encontrado, entonces es que no había nada que encontrar. Algunas amenazas no son más que baladronadas.
—Puede que nunca existieran esas disposiciones.
—Eso es desde luego posible.
—Incluso probable.
—Incluso probable —repite como un eco, cerrando el trato. Henderson se pone en pie y flexiona sus hombros del tamaño de un armario bajo la cazadora. Me pregunto cuántos segundos tardaría en matarme con sus manos desnudas si fuera necesario—. Gracias por su hospitalidad, profesor.
—Gracias por venir.
Antes de apagar el zumbador electrónico, Henderson añade una cosa más.
—Su amigo también quiere que sepa que, si en el futuro usted descubre algún contenido menos… decepcionante… espera tener noticias suyas. Entretanto, le asegura que no volverá a ser molestado con este asunto.
También medito esto último. «Algunas amenazas no son más que baladronadas». Está implicando algo más de lo que dice.
—Y mi familia y yo…
—Estarán completamente a salvo, naturalmente. —No sonríe—. Tiene la palabra de su amigo.
Quiere decir que así será mientras yo cumpla con mi parte del trato. Hasta este momento, la posibilidad de que el tío Jack me protegiera se basaba en que había asegurado a las «partes implicadas» de que yo encontraría las disposiciones. A partir de este instante las cosas han cambiado, su capacidad de protegerme se basa en su seguridad de que no las encontraré. No tienen forma de saber si he hallado el verdadero contenido en otra parte y si, igual que mi padre, he organizado mis propias disposiciones para que sean descubiertas en el caso de que llegara a ocurrirme algo inesperado. En adelante, las «partes interesadas» y yo tendremos que vivir en el equilibrio del terror.
—Conforme —contesto.
No nos damos la mano.
III
Todas las noches miro el canal de las noticias del tiempo. A finales de la tercera semana del mes, mientras Bentley está pasando unos días conmigo, conecto el televisor y tomo nota, complacido, de que un terrible huracán se aproxima a la costa. Si mantiene el rumbo, llegará a Martha’s Vineyard dentro de cuatro días. Perfecto.
A la mañana siguiente, sábado, devuelvo a Bentley a su madre. Mi hijo y yo nos quedamos un momento en el césped de la entrada, y Don Felsenfeld, que está cuidando sus flores, alza su paleta en un gesto de saludo. Prefiero no preguntarme si Don, que se entera de todo, supo lo de Lionel antes que yo.
—¿Cuándo vete Bemmy ota ves?
—La semana que viene, cariño.
—¿Pometido?
—Si Dios quiere, Bentley. Si Dios quiere.
Sus vivos ojos buscan los míos.
—¿Atévete papá? —pregunta, volviendo al secreto lenguaje que ya nunca usa.
—Sí, cariño. Atévete papá, absolutamente.
Conduzco a mi hijo por el torcido camino de ladrillos hasta el número 41 de Hobby Road. Torcido porque Kimmer y yo colocamos personalmente esos ladrillos cuando nos mudamos: un trabajo de dos días que a nosotros, novatos dedicados a nuestros juegos amorosos, nos costó un mes en terminar.
La mano me tiembla en el bastón.
La casa está vacía. El pensamiento acude a mi mente de forma imprevista pero con toda la fuerza moral de la verdad absoluta. Es una casa vacía. No, un hogar vacío. Sin duda, Kimmer está dentro, en alguna parte, esperando a su hijo. Como de costumbre, en contra de mis consejos, su BMW está aparcado en la esquina. Y si mi esposa ha sido descuidada y ha incumplido su solemne palabra —no sería nada nuevo—, puede que Lionel Eldridge esté merodeando por el lugar, con su Porsche azul metalizado escondido y a salvo en el garaje. Sin embargo, la mansión victoriana se yergue vacía, ya que una casa que ha albergado en el pasado a una familia y que ya solo acoge unos restos es como una playa que ha perdido toda su arena: algo que solo conserva el nombre de su razón de ser.
En la puerta le digo a Kimmer que voy a volver a Martha’s Vineyard por unos días. Ella asiente con indiferencia; pero enseguida se detiene y me observa. El tono resuelto de mi voz la ha asustado.
—¿Qué piensas hacer, Misha?
—Voy a ponerle punto final, Kimmer. Debo hacerlo.
—No. No tienes por qué. No hay nada a lo que debas poner punto final. Se ha acabado. ¡Se ha acabado del todo!
Abraza a su hijo fuertemente, como si quisiera rechazar la verdad.
—Cuida de él, Kimmer. Me refiero a si me ocurriera algo.
—No digas eso. ¡No digas eso nunca más!
—Debo marcharme.
Quito su mano de mi solapa. Entonces veo el pánico en su rostro y me doy cuenta de que lo ha entendido todo al revés. ¡Cree que me voy a Oak Bluffs a quitarme la vida por ella! Sí, la quiero. Sí, estoy dolido, desde luego; pero ¡de ahí a suicidarme! Así pues, sonrío, la cojo de la mano y la llevo fuera, hasta el césped. Es lo bastante sabia para mandar a Bentley dentro de casa.
—Por favor, no digas esas cosas —murmura Kimmer, estremeciéndose. No pone objeciones cuando la rodeo con el brazo.
—Kimmer, escucha. Escúchame, por favor. No voy a hacer ninguna tontería. Hay una parte del misterio que está sin resolver todavía. Todo el mundo la ha olvidado, pero yo no. Tengo que ir a ver.
—Ir a ver ¿qué?
Pienso en las sombras que he intuido y busco la manera de expresarlo. Pienso en el ataque todavía inexplicado del que fui víctima en medio del campus. Pienso en los agujeros de bala. Pienso en mi conversación con el señor Henderson. Y de mis recuerdos extraigo una frase del juez:
—Como era antes, cariño. Tengo que ir a verlo como era antes.
Kimmer se humedece los labios. Lleva unos tejanos y un polo, y está tan atractiva como siempre. Tiene el cabello revuelto, y me pregunto con amargura si habrá estado demasiado ocupada en la cama la pasada noche para peinárselo. Se pone las gafas en la frente y solo me hace una pregunta:
—¿Va a ser peligroso, Misha? Me refiero a si va a ser peligroso para ti.
—Sí.