6

El problemista

I

Aunque ya no es nuestro hogar, Washington sigue siendo la ciudad de Kimmer. Con el Congreso, la Casa Blanca, un montón de agencias federales, incontables magistrados y más abogados per cápita que ningún otro lugar sobre la faz de la tierra resulta el lugar idóneo para aquellos que gustan de hacer negocios. Y hacer negocios es lo que mi mujer sabe hacer mejor. La primera tarea de mi esposa nada más llegar ha consistido en levantar un campamento base completo, con PC y fax portátiles, en la habitación de invitados de casa de sus padres en la calle Dieciséis, cerca del teatro Carter Barton, más o menos a un kilómetro al norte de Shepard Street. Se pasó todo el lunes, el día antes del funeral, organizando las reuniones para el miércoles, el día siguiente: una reunión con la Comisión Federal de Comercio en representación de un cliente, y el resto del día dedicado a promocionar su candidatura para el Tribunal de Apelaciones. Así pues, esta mañana sale temprano de casa de sus padres para desayunar con una vieja amiga, «la nueva red de las chicas», explica efusivamente aunque algunos sean hombres. La amiga en cuestión es periodista de política en el Post, una mujer oportunamente llamada Battle[1], compañera en la época de Mount Holyoke, que tiene buenos contactos.

Kimmer siempre ha mimado a la prensa y aparece citada con frecuencia en las páginas de nuestro periódico local, el Clarion, y de vez en cuando en el Times. Yo tengo otra actitud hacia los periodistas, una que he puesto en práctica con frecuencia en los últimos días. Cuando me llaman siempre declino hacer comentarios, independientemente del asunto del que se trate. Si insisten, cuelgo. Nunca hablo con periodistas, no desde que la prensa se encarnizó con mi padre durante las vistas. Nunca. Tengo un alumno llamado Lionel Eldridge, un prometedor astro del baloncesto, que tras haberse machacado una rodilla alienta la esperanza de convertirse en abogado. Kimmer y yo los conocemos, a él y a su esposa, porque Lionel trabajó en el bufete de mi mujer el pasado verano, ocupación que le ayudé a conseguir cuando otros despachos, ofendidos por sus notas y nada impresionados por su fama, lo rechazaron. Muchos periodistas siguen escribiendo acerca del «joven señor Eldridge», como a Theo Mountain le gusta llamarlo, creo que en broma puesto que Lionel es casi medio siglo más joven que Theo pero diez años mayor que la mayor parte de los estudiantes de segundo año. En cualquier caso, los medios de comunicación aún adoran al joven señor Eldridge y les encanta dar cuenta de sus hazañas. En una ocasión, una reportera fue lo bastante insensata para llamarme. Estaba escribiendo un perfil de Sweet Nellie, como lo apodaban cuando jugaba, y dijo que deseaba retratar el ferviente deseo del joven de superar su nuevo desafío. Había hablado con Lionel, y él me había identificado como su profesor favorito. Supongo que me sentí halagado, aunque no me dedico a esta profesión para caer simpático. Sin embargo, no quise hacer comentarios. Ella me preguntó la razón, y, dado que me había pillado en un momento de debilidad, se lo expliqué.

—¡Pero si estoy escribiendo un artículo favorable! —protestó—. Me ocupo de deportes, no de política.

¡Como si semejante diferencia pudiera tranquilizarme!

—Odio los deportes —le dije, lo cual era mentira— y no soy un tipo agradable.

Lo cual es cierto, aunque mi esposa afirma lo contrario.

Sin embargo, Kimmer opina que su amiga del periódico puede serle útil y quizá tenga razón, ya que mi mujer tiene olfato para descubrir a los que están en situación de ayudarla a alcanzar sus objetivos. Luego, se reunirá con el senador demócrata de nuestro estado, un graduado de la facultad de derecho, para intentar persuadirlo de que no se ponga de parte de Marc Hadley o de que al menos se mantenga al margen: una reunión que humildemente pedí a Theo Mountain que organizara, dada su condición de ex profesor favorito del senador. Más tarde comerá con Ruthie Silverman, que la ha advertido de que todo lo relacionado con el proceso de elección es confidencial y aun así ha accedido a almorzar con ella puesto que todo el mundo sabe que Kimmer tiene la costumbre de hacer lo que le da la gana. Tras la comida, mi esposa se entrevistará con el responsable del lobby de la NAACP, encuentro que le ha organizado su padre, el coronel, que también tiene sus contactos. Por la tarde, Kimmer y yo uniremos nuestras fuerzas porque el gran Mallory Corcoran nos ha hecho un hueco en su agenda a las cuatro. Kimmer y yo iremos a ver juntos al tío Mal con la esperanza de que se avenga a poner un poco de su considerable influencia a favor de ella.

Como ya he dicho, Washington es la ciudad de Kimmer. Sin embargo, no es la mía y nunca lo será. Me resulta demasiado fácil cerrar los ojos y revivir las largas y tristes horas de las vistas mientras mi padre comparecía ante el Comité Judicial del Senado; al principio, confiado; luego, incrédulo; más tarde, furioso; y, finalmente, amargado y abatido. Recuerdo los días en que mi madre se sentaba tras él, los días en que yo también lo hacía. Recuerdo que Mariah estaba demasiado alterada para aparecer una vez se destapó el escándalo; y que Addison nunca hizo acto de presencia a pesar de que se lo pidieron. Recuerdo cómo me irritaba que el juez, en su desgracia y siendo yo tan leal, no me hiciera ni caso y en cambio fuera tan cariñoso con el frívolo Addison. El cuento del hijo pródigo, realmente. Recuerdo los focos de la televisión, cuando las vistas se trasladaron a una sala más amplia, y lo mucho que sudábamos. No sabía que aquellas luces dieran tanto calor. Los auxiliares de los senadores enjugaban a estos el sudor de la frente, y mi padre se lo enjugaba solo. Recuerdo su triste negativa a aceptar ayuda del tío Mal, de la Casa Blanca o de cualquiera que hubiera podido ayudarlo. Recuerdo haber contemplado a los senadores y pensado en lo distantes y poderosos que parecían, pero también haber reparado en que leían sus largas y pomposas preguntas en unas chuletas y que algunos de ellos parecían confundidos si la conversación se apartaba de los derroteros preestablecidos. Recuerdo el tapete de las mesas: hasta que tuve la oportunidad de tocarlo, no me percaté de que estaba sencillamente grapado: una especie de efecto especial para las cámaras. En realidad, las mesas eran de simple madera. Recuerdo los enjambres de periodistas en los pasillos y los accesos, gritando como escolares para llamar la atención. Pero sobre todo, como todos los demás, recuerdo las monótonas, repetidas y en definitiva necesarias preguntas: «¿Cuándo vio a Jack Ziegler por última vez?». «¿Se reunió con Jack Ziegler en marzo de este año?» «¿De qué hablaron?» «¿Estaba usted por aquel entonces al corriente de que él estaba pendiente de una acusación?»

Una vez y otra. Y las aburridas respuestas de mi padre, que sonaban menos creíbles con cada repetición: «No lo sé, senador». «No, no lo hice, senador». «No lo recuerdo, senador». «No lo sabía, senador».

Y por fin, el comienzo del fin, que siempre empieza con los amigos corriendo en busca de refugio y con la misma señal hacia el candidato caído en desgracia, por lo general expresada por el presidente: «Juez, me consta que usted es un hombre decente, tengo un gran respeto por sus méritos y de verdad me gustaría creer que usted está siendo sincero con este comité, pero francamente…».

Candidatura retirada a petición del interesado.

Candidato y su familia humillados.

El Gran Jurado se reúne.

Fundido en negro.

O mejor, tal como lo habría expresado en la facultad, durante mis días de abierta militancia: fundido en blanco.

Incluso en este momento me estremezco ante esos recuerdos. Pero no tengo forma de escapar, al menos no en Washington. La otra noche, Kimmer y yo estábamos con sus padres viendo las noticias de las once de la noche. Cuando el presentador dio paso al reportaje del funeral de Oliver Garland, el tercero por orden de aparición, no dieron imágenes del funeral sino de la humillación de años atrás: de mi padre sentado ante el comité, con la boca moviéndose en silencio mientras el reportero seguía hablando; de Jack Ziegler esposado tras uno de sus múltiples arrestos. Un corte amable pero tendencioso: el juez dando una de sus feroces conferencias ante un grupo de «virtuosos» mientras el comentarista explica sus últimas actividades. Otro corte: el arrepentido rostro de Greg Haramoto entrevistado fuera de la iglesia, tras el funeral, expresando su pesar por la muerte de tan «gran hombre» y haciendo extensivo su pésame a la familia (aunque no haya hecho el esfuerzo de comunicarlo en persona, por teléfono o por escrito). Greg ha resultado ser el único de los asistentes a la ceremonia cuyos comentarios han salido en las noticias. Puede que fuera la única persona que los periodistas creyeron que valía la pena entrevistar; del mismo modo que, en 1986, ante el Comité Judicial, fue el único testigo relevante.

Después de tanto tiempo, ni siquiera el hecho de saber que el comité pudo haber estado en lo cierto atenúa el dolor de la desgracia paterna. Los desconocidos se me acercan en las conferencias: «¿No eres tú el hijo de Oliver Garland?», y yo murmuro banalidades a través de densos velos rojos y escapo tan deprisa como puedo. Así pues, no acompaño a Kimmer en sus idas y venidas por Washington: mi dolor la incomodaría y al final podría herirla. Además, Bentley y yo hemos hecho planes para la jornada. Dentro de un rato nos iremos a Shepard Street y desde allí con Mariah y su tropa a pasar la mañana patinando en alguna pista de las afueras. Miles Madison, cuya vida profesional consiste en la actualidad en ocasionales reuniones con los administradores de sus múltiples propiedades, se ha marchado al campo de golf a pesar de lo lluvioso del tiempo. «Si no pueden jugar a golf —suspira Vera Madison— se pasarán todo el día jugando a cartas y bebiendo». Mi suegra, que siempre me pide que la llame por su nombre, tiene la misma belleza y estatura que Kimmer, pero es bastante más delgada. La corpulencia de mi esposa proviene del coronel, que se ha vuelto fofo tras la jubilación y que, en sus buenos tiempos, me permitía llamarle «señor Madison». Vera se ha ofrecido para ocuparse de Bentley en caso de que yo necesite hablar con mi hermana. Pero rehúso. Hasta que descubra lo que el tío Jack quería decir, prefiero tener a mi hijo conmigo. Seguramente no es nada, no obstante, aún no se lo he dicho a Kimmer porque no estoy seguro de su reacción. Esta mañana, al despedirse, le he pedido que tuviera cuidado. Ella me ha mirado fijamente —a Kimmer no se le escapa una—, me ha dado un leve beso en los labios y me ha dicho: «Sí, Misha, lo tendré. Lo tendré». Yo le sonreía cuando ha salido a la fría llovizna matutina. Ella también sonreía: probablemente por la ilusión que le hace el día.

Kimmer se ha marchado al centro con el Cadillac azul oscuro de su madre, así que Bentley y yo nos hemos procurado un coche de alquiler —un prosaico Ford Taurus blanco— para el trayecto de cinco minutos que va de la calle Dieciséis hasta Shepard Street. Nuestro viaje nos lleva a través del corazón de la Gold Coast, un precioso rincón al noroeste de Washington donde, a partir mediados del siglo XX y en plena segregación racial, cientos de abogados, médicos, empresarios y profesores de la nación más oscura crearon una idílica y protegida comunidad para ellos y sus familias. Las parcelas suelen ser amplias, los céspedes aparecen perfectamente cuidados, y las casas son espaciosas y están amuebladas con elegancia. En los barrios blancos se venderían por el doble o el triple de su valor. Por otra parte, puede que el lujoso y negro enclave de la Gold Coast empiece a resultar integrador: Jay Rockefeller, por ejemplo, se ha instalado en una vasta propiedad que se extiende más allá de Shepard Street, hasta Rock Creek Park. Quizá como compensación estética, muchos profesionales negros de renombre que podrían haber comprado sus casas en este lugar se hallan actualmente muy ocupados integrándose en los barrios de las afueras.

Me detengo brevemente en un semáforo en rojo y aprovecho para observar a mi hijo por el retrovisor. Bentley es un chico bien parecido. Tiene mi mismo cabello, espeso y negro, una barbilla afilada y una oscura piel color chocolate junto con los grandes ojos de su madre, amplias cejas y gruesos labios. También es un chico serio y callado, con tendencia a ser tímido ante los demás y a la introspección si está solo. Nuestro hijo empezó a hablar tarde; tan tarde que consultamos al pediatra y a un neurólogo —un amigo de una prima de Kimmer— que nos aseguraron que, a pesar de que la mayoría de niños ya empiezan a pronunciar alguna palabra a partir de mediados del segundo año (y algunos incluso antes) no es infrecuente y tampoco señal de retraso mental que un chico empiece a hablar más tarde. Todo el mundo nos dijo simplemente que tuviéramos paciencia. Y Bentley nos hizo esperar. En estos momentos, a los tres años y medio, ha empezado a balbucear una curiosa mezcla de correcto inglés y de ese código prelingüístico que muchos críos descubren al año. Lo está hablando mientras instruye severamente a su nuevo perro de peluche de color naranja vivo, regalo de Addison que nunca pierde la oportunidad de hacer un nuevo fan.

—Perro malo no poque mama diso no perro si tu casa no quere tu dise mama si quero casa…

Interrumpo ese fantástico guirigay.

—¿Estás bien, compañero?

Mi hijo calla y me mira cautelosamente mientras con las pequeñas manos aferra el peluche como si temiera que pudiera escapársele.

—Atévete perrito —murmura.

—Claro.

—Atévete tú —suelta alegremente ya que aprende nuevas palabras y frases todos los días. Me pregunto en qué programa de televisión habrá oído eso.

—Sí, compañero. Te quiero.

—Quero tu. Atévete.

—Atévete tú —respondo, pero no lo entiende y su risa se convierte en un incómodo silencio.

Hago un gesto negativo con la cabeza. A veces, Bentley también nos hace sentir incómodos, especialmente a Kimmer. Ella es incapaz de verlo triste y lo malcría irremediablemente porque se culpa de todo lo que no va bien con él, si es que existe algo que no vaya bien. Su primera mañana fuera del útero osciló de lo más alegre a lo más terrorífico. Mientras daba a luz en una de las alegres salas de parto en el ala de maternidad del hospital de la universidad, haciendo fuerza cuando se lo ordenaban, reteniendo si se lo pedían, controlando la respiración, haciéndolo todo perfectamente al típico estilo Kimmer, mi mujer empezó a sangrar profusamente a pesar de que la cabeza del bebé ya había coronado. Me quedé contemplando estupefacto cómo las blancas sábanas y los delantales verdes del hospital se tornaban rojos y viscosos. La jovial comadrona que había estado supervisando el parto perdió de golpe toda jovialidad y dejó de animar. Desde mi lugar como colaborador esposo, subido en un taburete, pregunté si todo iba bien. La comadrona vaciló, me ofreció una trémula sonrisa y me dijo que las mujeres embarazadas pueden permitirse perder mucha sangre porque su suministro de sangre es doble. Pero también le susurró algo a una enfermera, que salió a toda prisa. La hemorragia continuó, una marea de un rojo cobrizo, mientras la comadrona intentaba sacar toda la cabeza del bebé. Las enguantadas manos le resbalaron y soltó una imprecación. Kimmer notó que algo empezaba a torcerse, miró hacia abajo, vio la sangre y lanzó un alarido de terror, un alarido que yo nunca había oído antes y que no he vuelto a oír después. Tampoco había visto nunca tanta sangre. La cabeza de nuestro hijo estaba empapada. El monitor empezó a lanzar una serie de avisos desesperados. Una doctora que yo no conocía apareció para sustituir a la comadrona. Echó un rápido vistazo y ladró una serie de órdenes. Sin más dilaciones, fui expulsado de la sala de partos por dos enfermeras, al tiempo que un pelotón de batas azules convergía hacia la camilla. Me dejaron solo en la moderna e impersonal sala de espera para que sopesara a solas la posibilidad de perder a la vez a mi mujer y a mi hijo en lo que se suponía que iba a ser el día más feliz de mi vida.

Al final resultó que Kimmer había sufrido una abruptio placentae, una separación prematura del revestimiento uterino, similar al período menstrual, pero con frecuencia mortal si se lleva en las entrañas a un bebé tardío. Más tarde nos explicaron concretamente que Kimmer había sufrido la ruptura del miometrio, y que podría haber resultado fatal ya que el niño podría haberse asfixiado y ella muerto desangrada. Mi mujer todavía cree que la causa fue el no haber dejado de beber durante el embarazo, ya que se había burlado de los comentarios que le decían que sus costumbres podían ser perjudiciales para el bebé («el feto», tal como llamaba ella a la criatura que crecía en sus entrañas). Si sus temores son ciertos, debo compartir la culpa con ella, no porque sea bebedor —que no lo soy—, sino porque nunca he sido fuerte en lo relacionado con Kimmer. Después de que rechazara tres veces irritadamente mis nerviosas súplicas abandoné cualquier intento de que lo dejara. Las primeras horas de vida de nuestro hijo fueron angustiosas. Los médicos nos advirtieron con un rostro de piedra que existía la posibilidad de perderlo, y la propia Kimmer necesitó tratamiento a causa de la sangre que había perdido. Un par de días más tarde, cuando todo el mundo había salido del trance sano y salvo, mi mujer y yo nos arrodillamos y rezamos —la única vez que lo hemos hecho fuera de una iglesia— para dar a gracias a un Dios al que normalmente no prestamos atención.

Creo que Bentley fue su respuesta.

Sin embargo, el nacimiento de nuestro hijo marcó el punto a partir del cual nuestro matrimonio empezó a ir cuesta abajo. En la actualidad, mi mujer y yo nos entendemos a medias. Hay cosas que no quiere saber y cosas que no quiere que yo sepa. Por ejemplo, si sale de la ciudad, es ella la que llama, no yo. Solo en casos urgentes me atrevo a infringir la regla. Cuando Mallory Corcoran me telefoneó el jueves por la tarde para decirme que mi padre había muerto, llamé al contestador de casa para comprobar si mi mujer había dejado algún mensaje. No lo había hecho. Inmediatamente intenté localizarla en el hotel de San Francisco. Había salido. La llamé al móvil. Estaba desconectado. Recogí a Bentley en la guardería, le expliqué solemnemente lo que le había ocurrido a su abuelo y fui a casa para intentarlo otra vez. Kimmer seguía fuera. Insistí durante horas, hasta que en el Oeste dieron las doce y en Elm Harbor las tres de la madrugada. Kimmer seguía fuera. Al final, en un arranque de inspiración se me ocurrió llamar al hotel de San Francisco y preguntar por Gerald Nathanson. Jerry estaba en su habitación y estaba nervioso. Me dijo que aún seguía trabajando. No sabía dónde se encontraba mi esposa, pero estaba seguro de que se encontraba a salvo. Me prometió que le diría que me llamara si la encontraba. Kimmer me telefoneó diez minutos más tarde. Nunca le pregunté desde dónde.

II

En Shepard Street me abre la puerta la prima Sally, que esta mañana falta al trabajo para poder quedarse sentada en la cocina de mi padre torturando a mi hermana con dudosas historias sobre nuestra compartida infancia. Sally me estruja en sus poderosos brazos, que constituye su modo de dar la bienvenida a todo el mundo pero a Addison en particular. Dentro de la casa suena un jazz suave. Grover Washington, me parece.

Bentley grita ante su primera visión de los pequeños Martin y Martina que, como es habitual, van de la mano. En cuestión de minutos, mi hijo se ha unido a los menores de la prole de mi hermana en un complicado juego que los lleva a marchar por la casa en una fila dignísima encabezada por Marcus, el más pequeño, mientras van tocando una —y solo una— pieza del mobiliario de cada habitación antes de pasar a la siguiente y volver a empezar, pero hacia atrás. Encuentro a Mariah y a «Simplemente Alma» en las dos mecedoras del porche trasero. Alma, con un Kool asomándole orgullosamente en la boca, sonríe con lo que podría ser placer, y Mariah me permite que le deposite un beso en la mejilla. Alma parece estar llegando al final de una de sus procaces historias y también de sus energías: debe marcharse, dice, añadiendo para mi beneficio que una de sus nietas llegará en cualquier momento para recogerla y llevarla de regreso a Filadelfia. Mientras se pone en pie, Alma hace uno de sus famosos trucos: le quita la brasa a la punta del cigarrillo para apagarlo y se lo guarda en el bolsillo del cárdigan.

Señalo con la cabeza la vacía mecedora, y Sally, captando mi indicación, ocupa el asiento de Alma. Acto seguido, acompaño a Alma dentro de la casa. En el vestíbulo, mientras busca su abrigo, le pregunto de pasada qué quiso decir cuando el otro día comentó que «ellos» me harían saber los planes que mi padre había hecho para mí.

Los viejos y sabios ojos de Alma se le agitan en el oscuro rostro, pero no llega a mirarme.

—Eso no me incumbe —murmura al cabo de un momento.

No tengo ni idea de lo que quiere decir y se lo hago saber.

—No hay ningún «ellos» —explica mientras la ayudo a ponerse el abrigo—. Solo tú y tu familia.

—Alma…

—Tu deber es cuidar de la familia.

Un bocinazo anuncia la llegada de su nieta que, como bastantes de los «infinitos primos», es demasiado joven para considerar la posibilidad de comportarse educadamente, aunque solo sea al día siguiente al funeral.

—Debo marcharme —me informa Alma.

—Alma. Espera un segundo, espera.

Sigue caminando, pero su voz flota tras ella.

—Si tu padre tenía planes, no tardará en decírtelo.

—¿Cómo podría…?

Estamos de pie ante la puerta principal. La enorme maleta de Alma descansa en el suelo del vestíbulo. Un Dodge Durango marrón está en el camino de acceso. Su grosera nieta no es más que una mancha tras el parabrisas. Alma me toma la mano y esta vez sí que me mira a los ojos.

—Tu padre era más listo que todos ellos, Talcott. Por eso le tenían miedo. —Ese es otro valioso capítulo de la mitología familiar: que unas mentes inferiores que eran al mismo tiempo racistas y celosas le negaron a mi padre el acceso al Tribunal Supremo—. Espera y verás.

—Ver, ¿qué?

—El miedo que le tenían a tu padre. Lo verás cuando se presenten. Pero no permitas que te preocupe.

—Cuando se presenten, ¿quiénes?

—Aunque puede que no vengan. Tu padre pensaba que lo harían, pero es posible que estén asustados.

—No te sigo…

—Como Jack. Jack Ziegler. Él también tenía miedo de tu padre.

Tardo un momento en digerir eso. En algún lugar de las profundidades de la casa oigo los alegres gritos de los niños.

—Alma, yo…

—Debo marcharme, Talcott. —Ha rescatado su Kool del fondo del bolsillo y parece querer encenderlo—. Acabo de vaciar la vejiga y quiero estar de vuelta en Filadelfia antes de que tenga que hacerlo de nuevo.

—Alma, por favor, espera un segundo.

—Qué pasa, Talcott. —Es el tono irritado de un padre fatigado pero indulgente.

—Jack Ziegler. ¿Qué me decías de él?

—Es solo un viejo, Talcott, eso es lo que Jack Ziegler es. No permitas que te asuste. No asustó a tu padre y no tiene por qué asustarte a ti tampoco.

III

Propongo que vayamos a dar un paseo, pero mi hermana declina el ofrecimiento. Mariah está sola, cansada e irritable. Se comprende si se tiene en cuenta que la única compañía adulta que ha tenido durante la mañana ha sido la de la egocéntrica y confusa Alma y la de la poco fiable Sally. Al fin, la convenzo para que deje el porche y nos sentemos en la cocina. El maquillaje de Mariah carece de la precisión habitual y lleva el cabello con rulos, y la casa que heredará tan pronto como el testamento sea declarado válido constituye la peor parte: hay evidencias de la presencia de jóvenes habitantes —desde zapatos diminutos hasta figuritas de Playmobil— esparcidas por todas partes. Howard se ha ido; ha regresado a Nueva York en el primer puente aéreo para parchear algún acuerdo al borde del fracaso, y nos ha dejado a Sally y a mí para que nos sentemos en esta blanca y resplandeciente cocina y escuchemos a Mariah despotricando contra Addison por su insuficientemente vigorosa defensa del juez en su discurso del funeral. Lo cierto es que la breve referencia que mi hermano hizo a las vistas me pareció confusa, quizá porque estaba intentando complacer a demasiada gente. «Algunos de los ataques que recibió mi padre fueron injustos; algunos fueron francamente sucios; pero otros fueron meditados, respetuosos. Hubo aspectos sobre los que la gente razonable podía no estar de acuerdo. Es algo que nuestro amor por nuestro padre no debe hacernos olvidar. Ciertamente, el cristiano que hay en mí no me permitirá que condene a los que estuvieron en el bando contrario porque, también ellos, estaban haciendo lo que creían más justo».

—Puede ser un auténtico bastardo —nos informa mi hermana señalando el cielo con el dedo—. En lo único que Addison piensa es en el propio Addison.

Su tono da a entender que se trata de una novedad. La chata boca de Sally se arruga en un gesto medio sonrisa medio mueca: adora a mi hermano mayor, pero también sabe que, tal como ha dicho Mariah, es un egoísta. Thera, la madre de Sally, no está de parte de mi padre e incluso se ha saltado el funeral. Supongo que lo que sucedió entre Addison y su hija es uno de los motivos. El propio Addison, junto con su gran poetisa blanca, se ha marchado de la ciudad poco después del funeral, camino de Fort Lauderdale, donde mi hermano tenía un compromiso. «Amor entre canallas», bufó Kimmer al enterarse de que Beth lo acompañaba. «De buena nos hemos librado», suspira Mariah, que está mucho más de acuerdo con mi esposa de lo que jamás admitirá.

Sin embargo, Addison tiene otro lado, el lado que admiro. Por la tarde, antes de marcharse de Shepard Street con Beth, mi hermano me llevó a un aparte en la biblioteca, la estancia donde hallé el diabólico álbum de recortes. Algún pariente murmuró condescendientemente que los dos hermanos se retiraban para planificar el futuro de la familia. Con la puerta cerrada a nuestras espaldas me las arreglé otra vez para colocarme ante los anaqueles de modo que Addison no viera el inquietante volumen. Pero Addison no lo miraba y me sorprendió al darme un fuerte y sincero abrazo de oso. Acto seguido, me soltó y me ofreció su cautivadora sonrisa. Me dijo que había captado fragmentos de mi conversación con Jack Ziegler y que me las había apañado admirablemente —una de las frases favoritas del juez—. Nos echamos a reír. Me preguntó qué pensaba hacer yo con respecto a lo que el tío Jack andaba buscando y, antes de que pudiera contestarle, añadió que me ayudaría en todo lo que pudiera, que solo tenía que decírselo. Mi corazón martilleaba de amor fraternal. Durante buena parte de mi adolescencia, y también de mi vida adulta, Addison ha asumido el papel de protector, de guía, de modelo. Me ha apoyado en el triunfo y me ha consolado en el fracaso. Fuerte Addison, sabio Addison, popular Addison, cuyos consejos en los momentos cruciales de mi vida me han resultado mucho más útiles que los del juez. Addison ha estado a mi lado en los asuntos triviales —como cuando fui derrotado en la elección al cargo de redactor jefe de la revista de derecho— y en los importantes —como cuando mi trabajo me impidió hacer el viaje que tenía previsto para ir a ver a mi desfalleciente madre, que murió mientras yo estaba muy ocupado escribiendo acerca del litigio múltiple en la acción de responsabilidad, o cuando me aconsejó en contra de la opinión familiar que siguiera adelante y me casara con Kimmer; decisión de la que, a pesar de las ocasionales dificultades, no creo que me arrepienta.

No obstante, al contemplar sus oscuros y reconfortantes ojos, no se me ocurrió nada en lo que pudiera ayudarme. Le dije la verdad: que no tenía ni idea sobre a qué se refería el tío Jack y que, por lo tanto, no pensaba hacer nada al respecto. Addison, como habría hecho cualquier buen político, cambió de tema sin pérdida de tiempo y contestó que probablemente eso sería lo mejor porque Jack Ziegler estaba como una cabra.

IV

Mariah, tras tres tazas de café, anuncia finalmente que es hora de marcharse. Pero la intención, como sucede con frecuencia, es más fácil que la realización. La otra noche, la familia tamaño extra de mi hermana se vio aumentada por la canguro del momento, una encantadora matrona de los Balcanes cuyo nombre aún no llego a pronunciar correctamente. Incluso contando con su ayuda y la de Sally se necesita una sorprendente cantidad de tiempo para conseguir que cinco niños se vistan y se preparen para ir a una pista de patinaje. Además es Mariah la que debe prepararse. Mientras aguardo, paseo por la casa con Bentley, que contempla el gran estudio de mi padre con ojos redondos de asombro. Entonces me doy cuenta de que hace más de un año que mi hijo no entraba en esa estancia. Mi padre era un férreo defensor de su privacidad, y ese lugar era el más privado de todos. Tomo a Bentley en brazos y le enseño las fotos de mi padre con los grandes, que llenan la pared de enfrente de la ventana. Voy pronunciando lentamente el nombre de todos ellos aunque él no vaya a recordarlos: John Kennedy, Lyndon Johnson, Roy Wilkins, Martin Luther King, A. Phillip Randolph. Luego, en el lado de la puerta, un brusco cambio en la orientación política: Richard Nixon, Ronald Reagan, George Bush (padre e hijo), Dan Quayle, Bob Dole, John McCain, Pat Robertson. Bentley ríe, frunce el entrecejo y vuelve a reír mientras señala unas figuras y prescinde de otras, pero no soy capaz de detectar un patrón ideológico en su actitud.

En el momento de su fallecimiento, mi padre tenía a su disposición un serio y apropiadamente impresionante despacho al otro lado del pasillo del de tío Mal, en la décima planta de un edificio entre la calle Diecisiete y Eye, a poca distancia de la Casa Blanca donde, a pesar de todo lo sucedido, todavía era invitado, al menos durante la administración republicana. En Washington, los bloques de oficinas son más bajos que en otras ciudades importantes. Una décima planta se considera lujosa. Y lujoso era en muchos sentidos el estilo de vida de mi padre en los últimos y torturados años de su vida. Parecía decidido a ganar de golpe todo el dinero que le había sido negado durante sus dos décadas en el estrado, aunque vivía tan frugalmente que nadie sabía en qué podía gastarlo.

El juez apenas utilizaba el despacho de la ciudad. Prefería trabajar en casa, sentado a solas en el cavernoso estudio que se había construido tras la muerte de mi madre. Para levantarlo, mi padre se limitó a derribar las paredes que formaban los tres dormitorios alineados en el piso alto, donde desembocaba la escalera del vestíbulo. Eso significó que siempre que los hijos íbamos a visitarlo y a pasar la noche teníamos que dormir en una cama plegable en la sala de juegos del mohoso sótano o en el desperdiciado y seguramente ilegal cuarto de servicio que algún anterior propietario había encajado en un rincón de la buhardilla, motivo por el que Kimmer y yo solemos acomodarnos en casa de los padres de ella siempre que vamos a Washington. Al juez no parecía importarle: no era el tipo de abuelo que adorase a sus nietos. Aunque fuera por poco tiempo, odiaba tener que ceder el acceso a cualquier rincón de su casa. Bufaba y protestaba si salíamos tarde por la mañana del cuarto de servicio y subía para inspeccionarlo; mandaba callar a Bentley si su risa se hacía demasiado sonora. Cómo se las apañaba con Mariah y su numerosa descendencia es algo que ignoro puesto que, tras el fallecimiento de nuestra madre, parecía gustarle la seguridad de su escogido silencio. Dicho claramente, mi padre prefería la intimidad. A diferencia de la mayoría de nosotros, a mi padre no le habría importado morir solo. De hecho, eso fue exactamente lo que hizo.

Recorro la larga habitación con la mirada hasta fijarme en la grande pero ajada mesa de trabajo de mi padre —él seguramente lo habría llamado «una antigualla»—, un viejo escritorio con cajoneras a ambos lados del hueco para las piernas. La madera se ha oscurecido, está llena de marcas y necesita urgentemente un pulido; pero supongo que a un fanático de la intimidad como mi padre nunca se le ocurriría llamar a nadie para la tarea, así que no ha habido nadie que haya hecho el trabajo. En cualquier caso, el sobre está en perfecto orden: los lápices, el secante, el teléfono y las fotos —sólo de Claire, no de sus hijos—, todo está dispuesto con una precisión realista que indica que el despacho era usado; sí, pero, por un individuo de una extraordinaria disciplina, que es lo que mi padre pensaba de sí mismo. Y, como tantos otros aspectos de una buena personalidad, actuar como si uno fuera disciplinado no es muy distinto de serlo realmente.

Este es el sitio donde mi padre murió, echado sobre la mesa, donde lo halló el ama de llaves una hora más tarde. (Una mujer a la que acabaremos pagando una suma considerable para que se mantenga alejada de la prensa una vez que los esbirros de Mallory Corcoran hayan establecido las férreas cláusulas del contrato que deberá firmar y Howard Denton haya proporcionado el efectivo). No había notas atrapadas en su puño, ningún dedo señalaba posibles pistas, ninguna prueba de algo turbio. Me pregunto qué le cruzó por la cabeza en el último instante, si tuvo miedo ante el juicio final o el olvido, si sintió rabia por la tarea que dejaba inacabada. Mariah imagina a un asesino inclinándose hacia él con una jeringuilla en la mano; pero la policía no halló indicios de lucha, así que su insistencia en que el juez fue asesinado se me antoja, por el momento, nada más que un mecanismo para ahogar una angustia que no desea sentir. ¿O acaso no consigo profundizar en una realidad que solo mi hermana es capaz de percibir? Contemplo el escritorio y veo a mi padre, un hombre corpulento, aferrándose el pecho, con los ojos desorbitados de incredulidad; un viejo amargado con un corazón enfermo muriéndose sin nadie de la familia a su lado y sin que nadie haya sido prevenido. El ama de llaves llamó al 911 y a continuación al bufete, tal como el juez le había ordenado que hiciera si sucedía algo como aquello; y, aunque Mariah ha hecho limpiar la moqueta, todavía puedo distinguir aquí y allá el rastro de las huellas que dejaron los enfermeros de la ambulancia.

Al otro lado del despacho, frente al escritorio, delante de las ventanas que miran al jardín, se halla la mesa baja de madera, fabricada por Drueke, sobre la que mi padre solía componer sus problemas de ajedrez. Encima está el tablero de ajedrez, de mármol, cuyos cuadrados grises y blancos tienen casi ocho centímetros de lado. Me acerco a la ventana y acaricio la caja india delicadamente decorada que contiene el preciado juego de figuras del juez. La tapa está limpiamente cerrada y de ella emana una sensación de abandono, puede que incluso de pérdida de un ser amado. Llámesele antropomorfismo, llámese romanticismo: imagino las figuras llorando a su amo, el contacto de cuyos dedos nunca más volverán a sentir. En otra época, fui un jugador de ajedrez bastante bueno. Aprendí los movimientos de mi padre, a quien le entusiasmaba, pero que casi nunca jugaba contra un oponente ya que pertenecía a un grupo, una hermandad diferente: la de los especialistas en problemas de ajedrez. Esos ajedrecistas intentan dar con nuevas y originales formas de usar las menos piezas posibles y retan a quienes han de resolver sus propuestas a que deduzcan la manera en que blancas juegan y dan mate en dos movimientos y cosas por el estilo. Ese tipo de problemas nunca han sido de mi agrado: siempre he preferido jugar realmente, contra un oponente de carne y hueso; pero el juez insistía en que el verdadero artista del ajedrez es el especialista en problemas. Algunos de los suyos llegaron a ser publicados en revistas de segunda. Incluso en una ocasión, en los primeros días de la era Reagan, aparecieron en Chess Life and Review, considerada en aquella época como la principal publicación de ajedrez. Esa página todavía está enmarcada y colgada en el pasillo del piso superior de la casa de Oak Bluffs.

Abro la caja y admiro las piezas de ocho centímetros de alto encajadas en sus dos compartimientos de fieltro: cada figura consiste en un fragmento de precioso ébano o boj tallado al estilo tradicional, pero con las suficientes filigranas para convertir al conjunto en algo único. Sonrío levemente, recordando cómo solíamos entrar en el estudio, cuando se hallaba en la planta baja —antes de que el juez echara abajo todas las paredes para construirse este—, y solíamos encontrar a nuestro padre inclinado sobre la mesa con una libreta a su lado, meditando los problemas. Decía que le relajaba. Aunque a veces parecía más una obsesión, era mejor que su costumbre de beber.

Entonces, frunzo el entrecejo. El juego de figuras, incluso descansando en la caja, tiene algo de particular; pero no sé definir el qué.

Miro a Bentley, que ha desenterrado un libro de C. S. Lewis de las estanterías de mi padre y se ha sentado en su butaca reclinable. El juez solía citar muchísimo a C. S. Lewis. Su nieto ha escogido una página al azar y está deslizando sus rollizos dedos por las líneas de caracteres y moviendo los labios a pesar de que todavía no sabe leer. Bueno. Quizá sepa un poco y nos sorprenda a todos como hace con frecuencia.

Cierro la caja y la dejo en la mesa. Voy hasta el escritorio y me acomodo en la butaca giratoria de ejecutivo cuyo cuero color rojo oscuro aparece viejo y agrietado. No estoy muy seguro de qué estoy haciendo, de por qué me hallo en esa habitación y aún menos de por qué me he sentado a la mesa de trabajo de mi padre. En la mesita auxiliar hay un ordenador completo con fax, escáner e impresora. Solo lo mejor, es decir, lo más caro, para el honorable Oliver C. Garland, que es el nombre con el que le llegaba el correo. Como es normal, el ordenador está envuelto con una funda antipolvo de plástico verde —¡una funda antipolvo!— porque aunque Addison, a quien le encantan los ordenadores, ha insistido siempre en que el juez debía disponer de la última tecnología y a menudo ha ido personalmente a comprársela, mi padre apenas la usaba y prefería redactar sus discursos, ensayos, furibundas cartas al director e incluso sus libros en libretas que, posteriormente, la señorita Rose se ocupaba de transcribir. Dos libretas descansan en el escritorio. A una le faltan las primeras páginas, y ambas están en blanco.

Ninguna pista ahí tampoco.

Abro un fichero deslizante al azar y me encuentro con unos cuantos borradores de esto y lo otro junto con unos papeles financieros. Mientras ojeo el siguiente cajón, que parece contener cartas, me sobresalta un ruido de golpecitos a mi espalda. Bentley se ha arrastrado por el suelo, se ha metido bajo el escritorio y está golpeando una cajonera y riendo. Me doy cuenta de que se supone que debo responder, como a la llamada a una puerta.

—¿Quién hay ahí? —digo en voz muy alta sosteniendo en la mano cierta correspondencia llena de mutuos halagos entre el juez y un periodista sindicado tan de derechas que ni la Heritage Foundation lo admitiría.

—Toc, toc —responde mi hijo haciendo la broma al revés.

—¿Quién hay ahí? —repito.

—Bemmy. Bemmy qui. —Sale corriendo, desenroscándose a esa increíble velocidad que los niños de tres años de ambos sexos parecen capaces de alcanzar al instante, rueda por la alfombra oriental y se pone en pie como un paracaidista que hubiera realizado un aterrizaje perfecto—. ¡Bemmy qui!

Rodeo rápidamente el escritorio para abrazar a mi hijo, pero él se escabulle alegremente y corre hacia una zona de descanso que mi padre había dispuesto bajo la mayor de las ventanas. De sus padres, de su padre al menos, Bentley ha heredado cierta torpeza audaz, así que no me sorprendo cuando, al mirar si le sigo el juego, mi hijo se lleva por delante la mesa de ajedrez del juez. El tablero de mármol se inclina y cae contra el sobre de cristal. No se rompe nada, pero la elegante caja se abre y las figuras talladas a mano se estrellan en la ventana y la pared con un tintineo y de ahí van a parar al suelo. Bentley da un paso atrás y aterriza sobre su bien acolchado trasero con un gruñido de sorpresa.

—Bemmy daño —anuncia, perplejo, mi hijo sin soltar ni una lágrima. Puede que a los tres años ya posea la típica frugalidad de los Garland en cuanto a la exhibición de emociones—. ¡Bemmy ay!

—No ha pasado nada —le digo mientras me agacho para darle un abrazo que no parece necesitar—. Estás bien, cariño.

—¡Bemmy ay! —me recuerda—. Bemmy bien. Bemmy bien.

—Eso es. Estás bien.

Bentley se pone en pie y camina vacilantemente hacia el escritorio de mi padre. Me agacho para recoger las figuras de ajedrez y las dispongo, no en su caja, sino en el tablero, en posición para jugar una partida. Entonces noto con irritación que faltan dos peones: uno blanco y uno negro. Miro de nuevo por la moqueta, pero no veo nada. Las piezas de ese tamaño no son fáciles de extraviar. Miro también bajo las butacas de madera a ambos lados de la mesa: tampoco.

Desde el pasillo me llega el travieso cuchicheo de dos o tres de los hijos de mi hermana, que acaban de salir de la ducha; y, mientras Bentley sale corriendo para reunirse con ellos, en mi mente se enciende una chispa de furia irracional: ¿por qué hay catorce peones en lugar de dieciséis? La respuesta es irritantemente obvia. Las piezas que faltan demuestran que los hijos de Mariah han estado haciendo de las suyas en esta habitación. Como es su costumbre, mi hermana no pone límites a la libertad de su malcriada prole. La casa pronto será suya, es cierto, pero podría esperar algo más de una semana antes de permitir que sus hijos conviertan en sala de juegos —o en pocilga— el cuarto donde ha muerto el juez.

Sin embargo, siendo a mi vez el padre de un revoltoso crío, entiendo por qué la cavernosa habitación puede considerarse una atractiva molestia. Por desgracia, un juego de figuras de coleccionista que mi padre solía utilizar para crear sus problemas de ajedrez tiene mucho menos valor si le faltan piezas. Doy por hecho que las piezas aparecerán y me sorprendo al preguntarme si Mariah, que está a punto de heredar la casa y todo su contenido, permitirá que me quede con el juego. Incluso podría llevarlo de vuelta a Martha’s Vineyard, que era donde mi padre, en los buenos y viejos días, solía trabajar en sus problemas, sentado a solas en el porche por la tarde, bebiendo limonada, inclinado sobre el tablero.

Abajo suena el timbre, y siento un escalofrío, súbitamente convencido de que ha llegado alguien con más noticias malas. Estoy saliendo del estudio cuando la potente voz de Sally me llega como una explosión desde el vestíbulo.

—Tal, hay aquí unos hombres que quieren verte. —Pausa—. Son del FBI.