Por otra parte…
—¡Eso es lo más ridículo que he oído! —exclama Dana Worth.
—¿El qué?
—Que tu padre pudiera suicidarse.
Me encojo de hombros en un gesto de indiferencia.
—Eso fue lo que dijo.
Dana está que echa chispas y se niega a aceptar mis conjeturas sobre el hombre al que tanto admiró, y aún menos las de Mallory Corcoran.
Estamos paseando a lo largo de los grises muros del Cuadrilátero, lo cual, hallándose la universidad casi desierta en verano, puede resultar de lo más agradable. Últimamente, Dana y yo nos hemos visto con frecuencia, aunque desde luego sin ninguna intención romántica. Ambos estamos pasando por lo que nuestros padres habrían llamado «problemas domésticos». Mi esposa, proclamando su amor hacia mí, me ha echado de casa; y Alison está enfadada con Dana porque no deja de preocuparse de si lo que hacen está bien. Alison quiere que Dana deje de asistir a esa iglesia metodista y de reunirse con los que ella llama «homófobos de extrema derecha»; pero Dana se resiste argumentando que se trata de buenos cristianos y que quiere escuchar sus puntos de vista. Alison, a modo de respuesta, le replica si los negros están obligados a ir a misa con los partidarios de la supremacía blanca para saber cómo piensan, y Dana responde que eso no tiene nada que ver. No seré yo quien tome partido. Dana se muestra lo bastante estoica para optar a la condición de Garland honoraria; pero, cuando nuestros distintos problemas empiezan a resquebrajar el imperturbable muro de nuestras apariencias, nosotros, como buenos amigos, hacemos lo posible para consolarnos mutuamente.
—¿Suicidio? ¡Bah! —rechaza Dana de nuevo.
—Es algo que puede suceder, Dana. La gente comete estupideces.
Otra de las penas que compartimos es la noticia de que hace unos días Theo Mountain sufrió un grave ataque al corazón y tiene las horas contadas. Me gustaría culpar al juez, me gustaría culpar al propio Theo; pero no puedo evitar sentirme responsable. ¿No habré sido demasiado duro con el pobre anciano?
—Así pues, la historia es que tu padre decidió matarse por miedo a que lo descubrieran, y que entonces tú debías hallar sus disposiciones y así él vería cumplida su venganza. ¿Es eso?
—Algo así.
—Lo siento, Misha; pero, independientemente del tipo de hombre que fuera, eso no tiene sentido. Si algún periodista u otra persona podía dejarlo en evidencia, ¿por qué iba a impedírselo el hecho de que tu padre se matara? Un cadáver no puede presentar una demanda por difamación.
—No estoy seguro de que tratara de ese tipo de evidencia. No creo que fuera un asunto del dominio público.
—Entonces, ¿de qué tipo?
—Puede que alguien lo amenazara con contar a la familia lo que el juez había estado haciendo.
—Pero ¿por qué? ¿Qué podría dicha persona querer de tu padre? ¿Y por qué iba a detenerse esa persona solo porque tu padre muriera?
Meneo la cabeza en un gesto de frustración. Sigo dando palos de ciego, pero también estoy convencido de que, en alguna parte, se esconde un tercer interesado al que no hemos burlado. Lo único que se me ocurre que esa persona pueda desear lo suficiente para amenazar al juez es lo que me falta por encontrar: las disposiciones de mi padre.
—No lo sé —confieso.
Dana suspira, exasperada, quizá conmigo. Seguimos atravesando el desierto Cuadrilátero donde, en mis días de estudiante, solía pasear con el juez que, después de perderse un rato en sus recuerdos, me arrastraba para que lo acompañase a ver a alguno de sus viejos profesores, que todavía vivían, y a sus compañeros de carrera que se habían dedicado a enseñar en la facultad. Entonces, mi padre me presentaba alegremente a mis propios profesores, como si estos no me conocieran, como si nunca me hubieran puesto en un aprieto en clase o hecho repetir un trabajo de cincuenta páginas en tres días; y ellos se metían conmigo porque esa era una forma de adularlo a él, ya que en aquella época mi padre tenía una magia que fascinaba, una presencia que imponía respeto; y, además, con Reagan en la Casa Blanca, todos ellos sabían que el honorable Oliver Garland iba a ocupar una plaza en el Tribunal Supremo tan pronto como se produjera una vacante. Cuando la visita finalizaba, yo conducía al juez hasta el diminuto aeropuerto de Elm Harbor en mi viejo pero formal Dodge Dart y nos sentábamos a tomar un café y unas pastas resecas mientras esperábamos a que llegara el retrasado avión que lo conduciría a Washington. Entonces, para matar el tiempo, me bombardeaba otra vez con nuevas versiones de las mismas viejas preguntas —sobre mis notas, sobre cuándo me llamarían para la revista de derecho, sobre con quién salía—, como si esperara otras respuestas. Y a mí me entraban ganas de mentirle sobre las dos primeras y contarle la verdad acerca de la última, aunque solo fuera para ver la cara que se le ponía y conseguir que me dejara en paz.
Naturalmente, por aquel entonces, mi padre ya era el zángano de Jack Ziegler en la judicatura. Por lo tanto, las desesperadas esperanzas que tenía depositadas en mí y que tanto me fastidiaban adquieren una naturaleza patética aunque encantadoramente ambiciosa: quería que su hijo, el abogado, acabara en otro sitio.
—Misha. —Dana tiene otra pregunta—. Misha, ¿y por qué Jack Ziegler se lo permitió?
—¿Permitirle qué? ¿Romper el trato? ¿Dejarle que se retirara?
—No, no. ¿Por qué estuvo conforme en ir a ver a tu padre al tribunal? ¿Acaso no sabía que seguramente lo reconocerían y que eso acabaría con la carrera judicial de tu padre?
—Seguramente sí —respondo, puesto que se trata de un asunto que ya he considerado—. Pero es posible que la ruina de la carrera de mi padre fuera el último regalo que Jack Ziegler le brindó.
Dana asiente.
—Entonces, cuando tu padre consiguió salirse, debió de advertirle que lo tenía todo puesto por escrito; que, si algo le ocurría, toda la historia saldría a la luz. —Está excitada—. ¡Eso es lo que deben de contener esos papeles, Misha! ¡Todos los favores que hizo, el nombre de las empresas, quiénes eran sus verdaderos propietarios! ¡Todo!
—Eso es lo que yo también creo.
Me acuerdo de la costumbre del juez de exigir los nombres de los verdaderos accionistas que estaban detrás de las compañías tapaderas de cuyas demandas se encargaba, y recuerdo que casi nadie osaba negarse a sus exigencias. El juez Wainwright lo calificó como un rasgo más del carácter puntilloso de mi padre, pero había otra razón: se estaba protegiendo, almacenando información.
Lo cual también explicaría quién contrató a Colin Scott para que me siguiera. La posibilidad de que pudiera estar implicado en los papeles habría resultado un incentivo adicional, pero la posibilidad de que Scott reaccionara impulsado por el miedo sigue siendo el punto flaco del razonamiento del FBI sobre lo ocurrido. Ignoro si el buró sospechaba que Scott había sido el asesino de Phil McMichael, el hijo del senador, pero es evidente que creía que había vuelto porque había algo en las disposiciones que lo inquietaba. Y eso no tiene sentido. Si estaba viviendo en el extranjero bajo otro nombre, ¿por qué iba a arriesgarse a regresar y que lo detuvieran por asesinato? No. Me siguió por orden de alguien, alguien que le pagó generosamente para que siguiera la pista de su antiguo cliente. Sospecho que, a menos que encuentre las disposiciones, nunca sabré de quién se trata ya que tiene que ser alguien de aquellos que se beneficiaron de la corrupción de mi padre.
—¿Sabes, Misha? Yo admiraba a tu padre. Lo admiraba de verdad. —Hay dolor en sus profundos y negros ojos. Me pregunto cuánto más habría si Dana supiera el secreto que le he ocultado, la identidad del conductor del coche rojo asesinado por Colin Scott—. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Perdonarlo? ¿Odiarlo? ¿Qué?
No puedo evitar sonreír. Es la querida Dana Worth de siempre, egocéntrica hasta el final. No parece que se le haya ocurrido que yo me enfrento precisamente a las mismas preguntas. Espero poco de la vida aparte de misterios y ambigüedades, así que es posible que sea mucho pedir que mis sentimientos hacia mi padre se clarifiquen de repente. Dana, igual que Mariah, necesita respuestas más definidas. Mientras busco algo que decir, se me ocurre otra de las frases hechas de mi padre:
—Debes trazar una línea, Dana. Has de dejar el pasado con el pasado.
—Es como si nunca lo hubiera conocido. Como si en realidad fuera una especie de monstruo. —Se estremece—. Tenía todas esas facetas, todos esos niveles…
Me acuerdo del monólogo de Jack Ziegler:
—Estaba intentando proteger a su familia. Solo que… perdió el norte.
—Me parece una excusa muy fácil.
—No me refiero en ese sentido. No lo digo para justificar lo que hizo. Solo digo que no creo que se propusiera meterse en aquel lío. Creo que probablemente se vio atrapado.
Dana niega con la cabeza. Nunca ha temido emitir juicios superficiales, y los más implacables sobre ella misma:
—Lo siento, Misha, pero eso no lo disculpa. Tu padre no era una especie de bobo inocentón. Era un hombre inteligente. Sabía quién era Jack Ziegler. Si es verdad que acudió a él y le pidió permiso para cometer un asesinato, ¿crees tú que no se dio cuenta de que se convertiría en la marioneta de Jack Ziegler para el resto de su vida? No era tan ingenuo, Misha. No te engañes. —Se permite un infrecuente escalofrío y se toca el codo, aún dolorido donde la bala se lo fisuró—. No sé qué decir de él, Misha. No quiero dar a entender que fue malvado, pero tampoco que se dejó engañar. Tomó la decisión de matar al conductor de aquel coche y decidió libremente convertirse en un juez corrupto. —Vuelve a menear la cabeza—. Me sorprende haber sabido tan poco de lo que le pasaba por esa cabeza suya. Es terrible, Misha, y duele.
—Pues deberías intentar vivir siendo su hijo.
—Oh, Misha, no pretendía… —Me da un apretón en la mano—. Lo siento.
—Sé que no lo pretendías, Dana. Pero para mí tampoco es fácil. —Suspiro—. Bueno, en cualquier caso, ya no es problema tuyo.
Dana me mira fijamente, boquiabierta porque ha captado algo en el tono de mi voz que no le ha gustado. Puede que se haya dado cuenta, como yo he estado pensando desde que nos dispararon, de que nuestra amistad nunca volverá a ser la misma. Me suelta la mano y me señala con el dedo.
—No irás a creer que se ha acabado, ¿verdad? —Leo incredulidad en su voz—. Hay algo que no me estás diciendo, Misha.
—Dana, por favor, déjalo estar.
—¿Es eso lo que vas a hacer tú?, ¿dejarlo estar? Lo dudo. —Me lo dice de pie en pleno centro del Cuadrilátero, con los brazos en jarras. Luego, su tono se suaviza—. ¿Misha, crees en serio que la caja los burló?
—Eso espero. Tengo la esperanza… Tengo la esperanza de que crean que el juez solo se estaba marcando un farol.
—¿Y qué ocurre si resulta que hay algún tipo de prueba para determinar el tiempo que la caja llevaba enterrada?
—Seguro que la hay, pero tampoco pueden saber cuándo la enterró el juez exactamente. Lo único que saben es que lo hizo antes de morir. Tú la enterraste seis meses más tarde. ¿Puede realmente una prueba distinguir esa diferencia?
—Espero que no. —Sonríe—. De lo contrario estaremos en un serio apuro.
Ambos meditamos ese punto. Ese es nuestro último momento juntos antes de que Dana se vaya a pasar el resto del verano fuera —puede que con Alison o puede que sin ella— al lago Cayuga, en el estado de Nueva York, al norte de Ithaca, donde tiene lo que llama su «casita de escritora», una vieja y fresca casa de piedra al lado de la orilla. Pensaba que nos pondríamos sentimentales, nos abrazaríamos y esas cosas. Me equivocaba.
—Si supiéramos dónde pueden estar esos papeles —comenta Dana pensativamente—, podríamos utilizarlos para protegernos.
—Solo que no sabemos dónde están.
Me contempla con aire preocupado.
—Hazme un favor, ¿quieres, Misha? Cuando vayan a por ti, a causa de la caja vacía, y decidas mentir para protegerme, por favor hazlo mejor que la última vez.
—Nadie irá en busca de nadie, Dana —la tranquilizo—. Los hemos engañado.
No obstante, la expresión del pálido rostro de mi amiga me dice que no está tan segura. A decir verdad, yo tampoco.