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Un relato verosímil

El lugar de veraneo de Mallory Corcoran es una vieja granja que se extiende a lo largo y ancho de cuarenta hectáreas de terreno, cerca de Middlebury, en Vermont: una casa de madera del siglo XVIII restaurada, media docena de construcciones adyacentes, abundantes praderas alquiladas a ganaderos locales para el pasto del ganado y densos bosques donde al tío Mal le gusta cazar. La granja no es difícil de encontrar, casi se le echa a uno encima desde ambos lados de la carretera que conduce a Cornwall. No había vuelto desde mi segundo año en la facultad de derecho, cuando me invitó a pasar el fin de semana del Memorial Day mientras recibía al mismo tiempo al secretario de Estado y un grupo de senadores. Supongo que estaba intentado reclutarme en plan «algo como esto puede ser tuyo algún día», y puede que lo hubiera conseguido de no haber sido porque su amistad con mi padre me intimidaba, y eso que por aquel entonces yo no la conocía en todas sus dimensiones.

Estamos sentados en viejas mecedoras de madera en el porche delantero, abogado y cliente, bebiendo limonada, mientras Edie juega con unos cuantos nietos y un montón de perros y gatos en lo que los habitantes de Nueva Inglaterra llaman el «jardín delantero». El tío Mal lleva unos tejanos sucios, botas de trabajo y una camisa a cuadros. La estampa del clásico granjero rico o del abogado de Washington que quiere aparentarlo. Yo llevo mi habitual atuendo veraniego de pantalones de algodón y cazadora. Mi bastón yace en el suelo, a mi lado, vigilado por uno de los muchos perrazos que hay en la finca, pero quiero que Mallory Corcoran sea muy consciente de su presencia.

—¿Cuánto has averiguado? —me pregunta una vez agotada la charla preliminar.

—Sé que tú dejaste la nota en Vinerd Howse.

—Yo no. Meadows. —Sonríe sin el menor signo de arrepentimiento.

—Por eso la hiciste entrar en aquella primera entrevista. Ya estaba involucrada.

—Sí, ya lo estaba —reconoce—, pero tuvimos que proceder de aquella manera. Estábamos cumpliendo con la última voluntad de un cliente: tu padre, que nos dejó una de esas cartas tipo «ábrase en caso de que me suceda algo».

Me acuerdo de la mañana que me marché de Aspen.

—Y te dio el código para desactivar la alarma de Vinerd Howse. Así nadie se haría el listo.

El tío Mal asiente, pero yo sigo confundido.

—Pero ¿por qué no te limitaste a decirme lo que él quería que yo supiera? ¿A qué vino toda aquella absurda comedia?

Mallory Corcoran da un sorbo a su limonada y acaricia entre las orejas a uno de los perros que se ha acercado. No se siente intimidado por mi presencia. Tampoco se ha mostrado reticente a la hora de recibirme.

—Creo que tu padre deseaba que supieras ciertas cosas, pero no estoy seguro de que quisiera expresarlas con simples palabras. Creo que… Creo que temía que alguien más pudiera descubrirlo. Así pues, organizó sus disposiciones y las escondió donde solo tú pudieras encontrarlas.

—Hace un año de eso —susurro.

—Yo diría que hace casi dos.

Hago un gesto de asentimiento.

—En octubre se cumplirán dos años de cuando te entregó la carta.

El tío Mal es un abogado demasiado experimentado para preguntarme cómo lo he averiguado, pero no conoce la historia que escuché de labios de Miles Madison, mi suegro.

—Me parece que sí —responde Mallory Corcoran sin dejar de acariciar el perro.

Hago un gesto de asentimiento. A principios de verano consulté con mi colega Arnie Rosen, un experto en responsabilidad profesional, que me explicó durante el almuerzo que la obligación de un abogado va más allá de la muerte de un cliente. Naturalmente, el abogado no puede actuar en nombre de dicho cliente, pero normalmente ejecutará las órdenes del difunto siempre y cuando no impliquen alguna conducta ilegal o fuera de las facultades del letrado, y siempre que el difunto estuviera en sus cabales. Si lo que este pide no cumple esos requisitos, el abogado puede intentar disuadir al cliente o incluso rechazar el encargo; pero si lo acepta, la obligación se consolida. En otras palabras, lo que Mallory Corcoran hizo al entregar la carta del juez en Oak Bluffs estaba dentro de la ética profesional de su obligación con respecto a mi padre, por mucho que fuera moralmente retorcido.

—¿Y por qué era necesario arrasar la planta baja de Vinerd Howse o romper los cristales? —pregunto.

—Para asegurarnos de que tú fueras el único que subía al piso de arriba y encontrabas la nota. —Se encoge de hombros—. Fue idea de tu padre.

—¿Eso también lo hizo Meadows?

—No preguntes los detalles.

—¿Y qué habría pasado si en lugar de subir al primer piso hubiera llamado a la policía y esperado su llegada?

—No lo sé. Supongo que habrían encontrado la nota y te la habrían entregado. Lo mismo habría ocurrido si el vigilante, no me acuerdo cómo se llama, hubiera sido el primero en entrar. Sin embargo, debo confesar que no estoy seguro de que tu padre tuviera en cuenta la posibilidad de que Kimmer pudiera dar con ella antes que tú. Supongo que todo se habría torcido. Aunque también es posible que supiera que eres demasiado caballero para enviar a tu mujer a registrar una casa que acaba de ser forzada.

No sabría decir si se trata de un cumplido o si se está burlando de mí, así que lo dejo estar y paso a formular una de las dos preguntas que me han llevado hasta la puerta de casa de Mallory Corcoran.

—¿Sabías en qué consistía lo que estaba haciendo mi padre?, ¿por qué te dio aquella nota?

—Permíteme que me adelante. Si me estás preguntando si yo sabía en qué consistían sus disposiciones o por qué quería él que supieras lo que se suponía que tenías que saber, la respuesta, Talcott, es que no. No lo sabía entonces y me temo que no lo sé ahora.

—¿No sabes por qué me escogió a mí y no a Addison?

Esta vez, la respuesta tarda más tiempo en llegar.

—Tengo la impresión de que tu hermano no… no gozaba de su favor.

—¿De verdad?

—Tu padre parecía creer que tu hermano lo había traicionado.

Eso me sorprende; pero me basta una mirada al rostro del superabogado Corcoran para darme cuenta de que no le arrancaré una palabra más sobre el asunto. Así pues, paso a la segunda pregunta.

—¿Sabías de verdad lo que había entre mi padre y Jack Ziegler?

Tiene la respuesta preparada. Probablemente la ha tenido preparada desde el día en que la asistenta lo llamó para avisarle de que el juez había muerto.

—Tu padre era mi socio y mi amigo, Talcott; pero al mismo tiempo también era un cliente. Sabes que me resulta imposible divulgar lo que me confió profesionalmente.

—Lo interpreto como un «sí».

No deberías interpretarlo en ningún sentido. No deberías dar nada por sentado.

—Bueno, yo también soy tu cliente. Eso significa que has de guardar todos mis secretos.

—Exacto.

—Muy bien. Permíteme especular un momento. —El tío Mal se muestra impasible—. No sé exactamente qué se llevaban entre manos mi padre y el tío Jack, pero sé que estaban metidos en algo. Ignoro cuánto has descubierto tú, pero no creo que él te dijera mucho porque… porque deseaba tu respeto. —«Y porque no se fiaba del todo de ti», pienso, pero me callo porque me toca la parte dulce. «El juez no se fiaba por completo de ti. Esa fue la razón de que te confiara la nota pero también la de que escondiera sus disposiciones en otra parte»—. Sin embargo, me gustaría contarte lo que creo que pasó.

—Y yo estaría encantado de escucharte, Talcott.

Así pues, se lo cuento: le digo que creo que al principio pensaba que era algo más o menos inocente. Que seguramente el juez fue a ver a Jack Ziegler en busca de un detective privado, y Jack Ziegler le recomendó a Colin Scott porque Scott había sido compañero suyo en la Agencia y necesitaba trabajo. Le digo que no creo que en ese momento mi padre buscara un asesino a sueldo. Puede que Jack Ziegler decidiera tentarlo o puede que todo encajara en su momento. El caso es que, cuando mi padre recibió el informe de Scott decidió no compartirlo con la policía.

—¿Y por qué no?

—Por la persona que figuraba en aquel informe. —Pero no hay nada en el experimentado rostro del tío Mal que me diga si el juez compartió con él semejante información. Por mi parte, yo no la he compartido con Querida Dana y no lo haré.

Prosigo.

—En lugar de acudir a la policía, el juez le pidió a Colin Scott que matara al conductor del coche, pero Scott se negó. Esa fue la discusión que espiaron Sally y Addison: «No existen reglas cuando una hija está en juego». Eso fue lo que mi padre argumentó o suplicó.

—Así pues, mi padre se fue a ver otra vez a Jack Ziegler. Fue a ver al tío Jack y le pidió que ejerciera su influencia con Scott o que encontrara a otro que hiciera el trabajo. Puede que aquello sorprendiera a Jack Ziegler y puede que no. Por lo que he leído, tiene una notable capacidad para llevar a la gente por el mal camino. Supongo que debió empezar poniendo objeciones, advirtiendo a mi padre de que no tenía la más remota idea del lío en el que se iba a meter, porque conocía a su viejo amigo lo bastante para saber que si mi padre cruzaba la línea hacia el otro lado no se retractaría simplemente porque ese otro lado resultara tan letal y perverso como había supuesto. Al contrario, las objeciones del tío Jack solo servirían para acrecentar la determinación de mi padre. Lo más probable es que el juez siguiera insistiendo en que quería ver muerto a aquel conductor. Seguramente dijo que estaba dispuesto a pagar el precio que hiciera falta y que no le importaba qué obligaciones contrajera, que lo único que deseaba era que se hiciera justicia. Puede que ese fuera el momento en que le pidió a Jack Ziegler que le hiciera una sola promesa: que si algo le ocurría, a él, a mi padre, como consecuencia de aquello, Jack se ocuparía de que a su familia no le ocurriera nada malo. Y mi padre confió en la palabra del tío Jack porque, tal como me dijo el agente Nunzio, Jack Ziegler vive gracias a su palabra.

—Estás haciendo conjeturas —me dice Mallory Corcoran, visiblemente incómodo, ya que estoy especulando en voz alta sobre dos antiguos clientes suyos, no uno solo.

—Lo sé, pero tiene sentido.

Dado que no muestra disconformidad, continúo.

—De algún modo, tarde o temprano, Jack Ziegler accede a intervenir y acaba pidiendo permiso a quien sea que tome ese tipo de decisiones en ese mundo. El trato se cierra. Scott cometerá el asesinato. No cobrará por ello, igual que no cobró por el informe. Pero, a cambio y de tanto en tanto, al juez se le pedirán pequeños favores. Nada demasiado llamativo. Nada de votos que puedan invertir el resultado de una sentencia contra algún jefe del hampa, pero sí cierta ayuda para las empresas en las que esa gente tiene invertido su dinero, la aplicación de una reglamentación en vez de otra, saltarse ciertas normas antitrust…

»Fue por eso que las decisiones judiciales de mi padre se fueron haciendo cada vez más conservadoras tras la muerte de Abby —explico con auténtico dolor—. Por eso anuló tantas regulaciones, porque intentaba ocultar sus favores bajo el manto de la pureza ideológica.

—Sigues especulando, Talcott.

—Sí. Lo sé. Pero difícilmente puedo ir a ver a Jack Ziegler para que me corrobore esos hechos. —Tengo la esperanza de que Mallory Corcoran intercederá porque, desde el incidente del cementerio, el tío Jack no ha respondido a ninguna de mis llamadas. Sin embargo, sigue sentado, esperando a que lo impresione. Nada ha provocado una respuesta en él. Me consta que percibe mi frustración, pero no le conmueve.

Medito. Por lo que Wainwright me dijo, está claro que el juez tenía remordimientos por su conducta. Había alcanzado la judicatura para impartir justicia, no para quedar sometido a la voluntad de los criminales. Sin duda, los favores especiales continuaron. Puede que a medida que el dinero sucio se iba introduciendo en los cauces legales, el ritmo de las peticiones aumentara. Quién sabe lo que hay en la cartera de valores del hampa. Cuando de repente surgió la candidatura al Tribunal Supremo, los socios de Jack Ziegler debieron quedar entusiasmados. Sin duda, mi padre se inquietó. Acabarían descubriéndolo, y eso pondría fin a su carrera. Entonces se le debió de ocurrir otra idea. Quizá, lo que realmente le convenía era que la verdad saliera a la luz. Quizá de ese modo podría escapar del infierno en el que se había metido.

—Y aquí es donde entra Greg Haramoto —afirmo, pero mis palabras no despiertan ninguna reacción—. He intentado hablar con él, pero no quiere.

El tío Mal, con una leve sonrisa en los labios nacida de los recuerdos, aporta finalmente su pequeña contribución.

—Por el modo en que tu hermana habló de él ante la televisión, durante aquellas lamentables vistas, no me sorprende. ¿Qué fue lo que dijo, de qué lo acusó?

—De haber perdido la chaveta por el juez.

—Sí. Eso fue. ¿Sabes, Talcott?, la gente no olvida fácilmente cosas así.

—No estoy criticando a Greg. Solo quiero que comprendas que sigo haciendo conjeturas.

—Nunca lo he dudado. —Se ha puesto en pie, y sé que el encuentro ha terminado—. Todo lo que has dicho no es más que pura especulación. Nunca podrás estar seguro de si es cierto o no.

—Lo sé.

Caminamos hacia mi coche. Pensaba que me invitaría a comer, pero el tío Mal tiene sus propios modos, y su tiempo de vacaciones es sagrado. Supongo que debería mostrarme agradecido de que me haya dedicado una preciosa media hora de lo que sea que suelen hacer los abogados de prestigio como él cuando están de vacaciones en sus granjas. No me lo imagino ordeñando las vacas, aunque tengo entendido que por alguna parte hay escondido un rebaño de lecheras.

El tío Mal me abre la puerta del coche.

—¿Sabes, Talcott? Hacer conjeturas no es tan malo. Yo mismo lo hago de vez en cuando.

Me quedo muy quieto, sin atreverme a mirarlo. En un lado de la casa, Edie y los niños cantan una canción. Los perros y los gatos, en su mayoría horriblemente gordos, yacen dormitando al sol.

—Mi conjetura sería que algo de lo que has dicho bien podría ser cierto. —Su tono es suave, casi triste—. Podría serlo, Talcott, podría serlo. Y también conjeturaría que tu padre, cuando vino a verme y me dio su carta y me habló de las disposiciones, me dijo que estaba pensando en dejar el bufete. Si fuera dado a las conjeturas, diría que parecía asustado, que algo de su pasado parecía atormentarlo. No estaba asustado por la muerte. No lo creo. Si tuviera que conjeturar diría que le asustaba ser descubierto, que algo se supiera.

Por fin me vuelvo.

—Las disposiciones… todo eso… ¿no había que descubrirlo?

—A su manera.

—¿Qué me estás diciendo?

Vuelve la diplomática sonrisa.

—No te estoy diciendo nada, Talcott. Ya sabes que nunca revelaría una confidencia.

—Muy bien, ¿cuál es tu conjetura?

—Estoy especulando que tu padre estaba planeando ocultar una información que quería que tú tuvieras y, luego, suicidarse.