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Algunas piezas se intercambian

I

Con el año académico finalizado, nuestra pequeña ciudad de Elm Harbor vuelve a estar vacía. O lo parece. Durante el verano, no solo se marchan los estudiantes y los miembros de la facultad, sino que hasta los que viven todo el año se diría que se han retirado a algún remoto refugio, como si no tuvieran negocios que atender, autobuses a los que subir, o colas de cajero ante las que impacientarse. Yo me mantengo apartado de la facultad y vuelvo a ocuparme de fruslerías, arreglando mi apartamento e intentando hacerlo habitable. A veces, juego al ajedrez on line, escucho un poco de música o escribo trabajos académicos. Tragándome mi miedo a volar, voy a visitar unos días a John y a Janice Brown en Ohio; pero su familia me resulta demasiado feliz para que pueda soportarlo mucho tiempo. Sigo telefoneando a Mariah dos o tres veces por semana, pero ya no nos queda mucho de qué hablar. Creo que está en contacto con Addison, pero nunca me dirá si es cierto.

Espero. He establecido ciertas condiciones para actuar, condiciones que aún no se han cumplido. Así pues me obligo a poner en práctica una paciencia que no va con mi forma de ser y empiezo a prestar atención a los boletines meteorológicos y rezo para que llegue un huracán porque solo un huracán me permitirá ponerme en marcha.

Sigo recogiendo información. Una mañana me voy a la biblioteca de la facultad para buscar un nombre en el Martindale-Hubbell, el directorio nacional jurídico. Ese mismo día almuerzo con Arnie Rosen para plantearle una cuestión delicada sobre ética jurídica. La noche siguiente acudo a una fiesta en las afueras, en casa de Lern y Julia Carlyle, que pronto se convertirá en «su excelencia». Sin embargo, cuando descubro que la única persona sin pareja es una inteligente y guapa mujer negra diez años más joven que yo, la presentadora del informativo del mediodía en la televisión local, y que mis bienintencionados anfitriones nos han sentado juntos, me excuso educadamente y me marcho. Probablemente será maravillosa, pero me encuentro lejos de estar preparado.

Dos días más tarde, un grupo de activistas de extrema derecha lanzan una campaña pidiendo una investigación sobre los «aspectos no resueltos» que rodean la «trágica y sospechosa» muerte del juez Oliver Garland. Aterrado, sigo la conferencia de prensa a través de la CNN, pero solo lo suficiente para asegurarme de que ningún miembro de la familia está involucrado. A pesar de todo, me entristece hallar entre ese grupo de fanáticos el sombrío rostro de Eddie Dozier, el ex marido de Dana. Como asistente que fue del juez y miembro además de la nación más oscura, es uno de los trofeos destacados del grupo, y lo hacen aparecer en primera fila. Me preparo para una lluvia de preguntas por parte de la prensa a la que pretendo hacer frente con un «sin comentarios», pero son muy pocos los periodistas que se molestan en llamar. Mi padre, muerto hace ya ocho meses, es noticia pasada, y ni siquiera mi viejo amigo Eddie, que lo veneraba, puede devolverlo a la vida.

A finales de junio voy con el coche hasta Woods Hole y desde allí tomo el ferry hasta Martha’s Vineyard. Es mi primera visita a la isla desde enero. Tardo unos días en dejar la casa lista para la temporada —no hay señales de vandalismo esta vez— y vuelvo a Elm Harbor para, de acuerdo con Kimmer, recoger a mi hijo. Luego, nos instalamos los dos en Oak Bluffs para disfrutar de tres maravillosas semanas durante las cuales hago con él todo lo que le apetece. Pasamos horas y horas por las mañanas jugando en los Caballos Voladores y horas y horas por las tardes en la playa. Comemos todo tipo de caramelos. Vamos al parque todos los días. Paseamos por los acantilados de Gay Head y por las marismas de Chappaquiddick. Vamos a la biblioteca pública a por cómics. Construimos un enorme castillo de arena en Inkwell. Hacemos cola en Linda Jean’s. Alquilamos bicicletas, e intento enseñarle a ir con dos ruedas; pero, como solo tiene cuatro años, al final hemos de conservar las auxiliares. Devoramos helado suficiente para engordar un ejército. Le compro su primer par de zapatos náuticos, y los lleva a todas partes. Nada de todo eso implica el habitual mala educación de un niño propio de unos padres separados y con dinero. En estos momentos no intento competir con Kimmer por el cariño de nuestro extraño y maravilloso hijo. Se trata solo de que mi inacabado asunto sigue inacabado; y de que, tarde o temprano, tendré que ponerle fin, por mucho que él pueda acabar conmigo primero.

En otras palabras: tengo miedo de no volverlo a ver.

Kimmer llama para saber cómo se las arregla nuestro hijo y también para decirme lo feliz que se siente. Imagina que me alegraré con semejantes confidencias. Mariah me llama con noticias de que Howard va a cambiar de banco y que se va a convertir en vicepresidente y futuro jefe del próximo. Me confía que, solo por el cambio, le van a dar una prima medianeja de unas ocho cifras, aunque deberá reinvertir la mayor parte en el capital del nuevo banco. Como no estoy seguro de qué respuesta se espera de mí, le digo a Mariah que me alegro por ellos. Al escuchar la alegría de mi hermana, me pregunto qué significará la palabra «medianeja», y me acuerdo de un diálogo de la película Arthur, el soltero de oro, cuando le preguntan al protagonista: «¿Cómo se siente uno al tener todo ese dinero?». Y él responde: «Estupendamente». Sin duda, Mariah suena estupendamente y no menciona la autopsia ni una sola vez.

Morris Young me llama con una lista de pasajes de la Biblia para leer.

Me propongo no hojear la prensa del continente. Nunca miro las noticias en la televisión ni las escucho en la radio. Pretendo vivir en un pequeño mundo imposible que solo nos abarque a mi hijo, a mí y también a mi esposa si quisiera regresar.

Patético.

Lynda Wyatt telefonea, efusiva.

—No sé lo que le habrás dicho a Cameron Knowland, Tal, pero ya no nos da tres millones para la biblioteca. ¡Nos da seis! Ha doblado su donación. ¿Y sabes qué otra cosa dijo? Dijo que su hijo es un niñato malcriado y que ¡ya era hora de que uno de sus profesores lo pusiera en su sitio! También me pidió que te transmitiera su agradecimiento, así que gracias de parte de Cameron Knowland y también de la mía. Como de costumbre te agradezco todo lo que haces por la facultad. Felicidades, ¡tienes madera de decano, Tal!

Estupendo. Mi reputación académica vuelve a ir hacia arriba, no porque haya desarrollado alguna teoría revolucionaria en mi especialidad, sino porque parece que estoy ayudando a la decana Lynda a recaudar fondos, muchos fondos. No le menciono el fallo de su entusiasta análisis: el hecho de que no he intentado volver a ponerme en contacto con Cameron Knowland. Semejante noticia solo la alteraría. Nunca podré estar seguro, pero siempre sospecharé que detrás de ese doble regalo, incluso como proveedor del dinero, se esconde la larga mano de Jack Ziegler, que sigue protegiendo a la familia. Espero que eso no implique que le debo un favor.

Dana Worth me llama para darme la noticia de que Theo Mountain, su vecino en el Oldie, ha decidido jubilarse. No se muerde la lengua a la hora de comentar que ya era hora. Comparto sus sentimientos, aunque no le digo lo mucho que me alegro ni el porqué. Me limito a apuntar que así dispondrá de más tiempo para pasarlo con su nieta; pero Dana tiene más asuntos que contar. Según parece, se ha enterado de cómo se destapó la historia del plagio. Le ha sonsacado pacientemente a Theo que había otro profesor en la universidad que conocía lo que Marc había hecho.

—¿Stuart?

—¡Bingo!

Naturalmente. Stuart era el decano cuando Marc publicó su libro. Puede que Marc fuera a ver a Stuart después de la visita de Theo o puede que fuera Theo quien se lo confesara a Stuart. En cualquier caso, debió de ser Stuart el que planeara el trato para que Theo guardara silencio en bien de la facultad. Hasta es posible que Stuart consiguiera arrancarle a Marc la promesa de que no volvería a escribir una sola línea a cambio del silencio de Theo. ¡No me extraña que Theo intentara convencerme para que yo persuadiera a Kimmer de que retirara su candidatura! Quería que Marc alcanzara el cargo porque no podía soportar tenerlo por ahí recordándole constantemente lo que había hecho. Tampoco me extraña que Marc formara parte de la conspiración que apartó a Stuart del decanato. ¡Menudo lío!

—Hoy día ya no puedes fiarte de nadie por aquí —ríe Dana.

—Salvo de ti.

—Puede. O puede que no. Este lugar es un nido de víboras. —Otra risa—. ¿Estás seguro de que quieres volver?

—No —le digo con toda sinceridad, aunque la otra cara de la verdad es que no tengo otro lugar adonde ir.

Mientras paseo por la playa de Inkwell con Bentley, media hora más tarde, viendo cómo juegan los miembros más acomodados de la nación más oscura, completo la historia para mis adentros.

Theo me dijo que el juez conocía a Lynda Wyatt a través de sus distintas actividades en los comités de antiguos alumnos. Pero esas actividades tuvieron lugar bajo el decanato de Stuart, antes de la caída en desgracia de mi padre. El amigo del juez era Stuart, no Lynda. Puede que en cierto momento Stuart compartiera con el juez el secreto del plagio de Marc, incluso que se lo consultara desde el primer momento. Por lo que sé, el trato final entre Theo y Marc bien pudo haber sido idea de mi padre. Sea como fuere, el juez bien pudo habérselo comentado a Jack Ziegler de pasada, olvidando que Jack Ziegler es capaz de archivar cualquier dato comprometedor de alguien importante por si se presenta la oportunidad de que tenga que usarlo. Eso explicaría que Jack lo supiera.

Bentley persigue las gaviotas con los brazos extendidos, como si él también pudiera volar. Y yo sigo dando vueltas en mi cabeza a los hechos, intentando hacerlos encajar. Jack Ziegler es un hombre de palabra. Lo recuerdo. Dijo que no interferiría en el nombramiento de mi esposa, así que debo creerlo. También debo creer que fue Stuart y no Jack quien filtró a la Casa Blanca el asunto del plagio de Marc, porque la alternativa es demasiado horrible para que la considere. No quiero pensar en lo que habría ocurrido si Kimmer hubiera alcanzado su meta, en cómo Jack Ziegler o cualquier sicario suyo habría ido a verla algún día a su nuevo despacho para contarle cómo había conseguido ella aquel cargo, quién había protegido a su familia en los momentos difíciles, cuáles eran sus nuevas responsabilidades y qué era lo que sabría todo el mundo si ella intentaba zafarse. Para convertirla en la sucesora del juez.

Tiemblo por la mujer a la que aún quiero, y me siento repentinamente agradecido de que no lo haya conseguido.

II

No sé por qué el teléfono no me deja en paz. Recojo dos llamadas del bufete al que he estado asesorando y una de Cassie Meadows con la noticia de que el FBI no tiene ninguna pista del segundo pistolero; pero no me hace falta el FBI para saber de quién se trata. Luego, Cassie me susurra que el señor Corcoran está muy preocupado por mí.

—Estupendo —contesto.

—Intente verlo desde su punto de vista.

—No, gracias.

—Pero Misha…

—Ya sé que se trata de su jefe, Cassie, y que vela por él; pero opino que es un mentiroso y un soplón.

Sorprendida, me pregunta qué quiero decir exactamente, pero estoy demasiado acalorado para explicárselo.

Me llaman de la secretaría de la facultad para recordarme que planifique los anuncios de los próximos exámenes, y me llaman dos agentes literarios para saber si querría escribir un libro.

Me telefonea Shirley Branch, pero no tiene nada nuevo que contarme. Simplemente, me dice, quiere saber cómo me las voy arreglando. También me cuenta lo mucho que añora a Cinque, su desaparecido terrier. Le pregunto por Kwame. Ella lo deja por las nubes durante cinco minutos y asegura que ningún otro candidato a alcalde puede salvar la ciudad (aunque no especifica que es lo que debe ser salvado). Luego, suspira y confiesa que Kwame está demasiado ocupado con su campaña como salvador del municipio y que ya casi no se ven. Cuando se está solo, el significado de indicios como ese, que de puro leves puede que no sean ni indicios, resulta curiosamente empalagoso.

A pesar de todo, mi atención está centrada principalmente en Bentley. Le enseño, peor que mejor, a hacer volar una cometa; y le enseño, bastante bien, a nadar. Le echamos un vistazo a una pila de libros para principiantes en la biblioteca de Circuit Avenue porque puede que empecemos con la lectura. Mientras caminamos de regreso por Ocean Park, con Bentley llevando la mayoría de los libros como el chico mayor en el que de repente se está convirtiendo, me vuelvo un par de veces al sospechar que me observan. Sin embargo, la tranquila calle donde se alinean las viejas construcciones victorianas no parece diferente en esta soleada tarde de junio, y si hay alguien espiándome no sé localizarlo.

Bentley, con sus grandes ojos, me pregunta si estoy bien.

Yo le revuelvo el cabello.

A mediados de nuestra segunda semana en Martha’s Vineyard se desata una galerna que azota la isla y nos deja sin electricidad durante casi dos días. Bentley está encantado, y no le molesta nada la oscuridad del anochecer, mientras cenamos a la luz de las velas. Mi hijo está hecho todo un aventurero. Habiendo empezado a dominar el lenguaje, está aprendiendo a almacenar recuerdos deprisa e incluso llega a hablar de acontecimientos ocurridos antes de que empezara a hablar. Le permito que duerma en mi cama —mejor dicho, se lo exijo— y, mientras contemplo el oscuro y dormido rostro de mi hijo, antes de apagar la vieja lámpara para tormentas que he descubierto en la buhardilla, me maravillo de cómo unos pocos meses pueden llegar a cambiarlo todo: si estuviéramos en enero en vez de en julio, nos habríamos marchado de la isla a toda prisa antes que arriesgarme a pasar la noche sin corriente eléctrica (y sin sistema de alarma que me avise si los peligros que acechan entre las sombras se acercan demasiado). Pero esos miedos murieron en el cementerio de Old Town junto con el señor Scott, aunque el misterio que les dio origen no lo haya hecho. Permanezco despierto pensando en Freeman Bishop y el agente Foreman, un agente de verdad aunque no el responsable, y me admiro ante la providencia de Dios. «Los hijos ocuparán el lugar de los padres», dice el salmo cuarenta y cinco. Pensar en Bentley como mi sucesor en la tierra me llena de esperanza y aprehensión.

«Protege a la familia», me instruyó Jack Ziegler. Bien, lo hago lo mejor que puedo. Es solo que aún me resta algo por hacer.

El último día que Bentley pasa conmigo, nos atrevemos a ir de picnic a Menemsha Beach y contemplamos el sol desaparecer tras el más bello horizonte de toda la costa Este. La misma playa donde el señor Scott ahogó a algún desgraciado para que todos creyéramos que había muerto. Desafío a cualquiera de los fantasmas de los últimos nueve meses a que se muestren. Sentados en la manta, estrecho a mi hijo con tanta fuerza que empieza a retorcerse, pero no parezco capaz de soltarlo. Los ojos se me inundan. Rememoro la noche en que nació y cómo él y Kimmer estuvieron a punto de morir; mi pánico después de que los médicos me obligaran a salir de la sala de partos; la alegría que nos invadió a su madre y a mí y que nos hizo caer de rodillas para rezar por nuestro hijo y para prometer a Dios todas esas cosas que se prometen y que, una vez obtenido lo deseado, nunca se cumplen. Me sorprendo pensando en cómo todo se ha desvanecido y, entonces, es cuando me doy cuenta de que ha llegado el momento de volver a casa.

A la mañana siguiente hago las maletas, las meto en el coche y Bentley y yo hacemos cola para coger el primer ferry. Ha llegado la hora de que devuelva a mi hijo a su madre y a su hogar. También ha llegado la hora de que me enfrente a mis demonios.