56

Un paseo veraniego

I

Tres días más tarde, Sally accede por fin a verme. Han transcurrido los dos meses preceptivos de internamiento en el centro de rehabilitación, y ya le permiten recibir visitas. La vieja casa de ladrillos está situada al borde de un acantilado, a orillas del río Delaware. Si se llega por los puentes de New Jersey, es fácil verla con el aspecto de mansión arruinada que realmente tiene. Un alto muro de ladrillo rodea la propiedad por tres lados. El cuarto lo forma el río.

Sally y yo paseamos por los abundantes terrenos seguidos a una decena de metros por un asistente y el capellán del centro, la reverenda Doris Kwan, que está presente por deseo expreso de Sally. El asistente lo está porque lo mandan las reglas. Antes de que me permitieran ver a Sally, he tenido una charla con la reverenda Kwan en su oficina. Se trata de una mujer recia, fuerte e imperiosa de unos cincuenta años, con el cabello descuidadamente peinado hacia atrás. El aire a su alrededor parece chispear. No me sorprendería que en sus horas libres se dedicara a correr maratones. Tiene un doctorado en asistencia social que acompaña su titulación en materia divina. Los diplomas cuelgan en su despacho junto a una reproducción de La Última Cena. Durante nuestra breve conversación no ha apartado su escéptica mirada de mi rostro. «Yo estaba en contra de esta reunión, pero Sarah insistió», me dijo. Luego, me explicó el programa: dos reuniones en grupo diarias, cuatro sesiones individuales de terapia a la semana, asistencia obligada a la capilla todas la mañanas y una hora en el gimnasio todas las tardes. «Estamos intentando curar su mente, su cuerpo y su espíritu. Aquí, la fe nos la tomamos muy en serio. Sarah está haciendo progresos, pero aún tiene un largo camino por recorrer».

Aseguré a la reverenda Kwan que no tenía intención de alterarles el programa, y ella se aseguró de que su rostro mostrara la debida incredulidad. Me pregunté qué habría desvelado Sally en la terapia.

En este momento, paseando con Sally, me asombro por los cambios que unos meses de sobriedad han producido en ella. Está un poco más delgada y bastante más garbosa. Lleva un chándal de deporte y sandalias. Dice que ha sido madre varias veces pero que añora a sus hijos, que no son lo bastante mayores para poder visitarla. Su voz es menos chillona y sus observaciones son más contemplativas. Ha perdido algo de chispa, lo cual me entristece a pesar de que no había elección. Las profundas ojeras me hablan de lo difícil que se le está haciendo.

—Me preocupé tanto cuando lo supe… —murmura Sally con voz cansada pero tranquila—. Habría ido a verte al hospital, ya lo sabes, pero… —Hace un gesto indicando el centro y los muros.

—Estoy bien.

—Cojeas, y tú no solías cojear.

Me encojo de hombros mientras mi bastón se adelanta a cada paso como una tercera pierna y se hunde en el suelo.

—Tengo la suerte de estar vivo —le aseguro. Luego, me llega el turno de preguntarle cómo le van las cosas y repetimos la rutina con su persona.

Sally me explica que ha aprendido mucho sobre sí misma durante los últimos meses y que no le gusta mucho de lo que ha visto. Yo respondo algo que pretende ser tranquilizador, pero Sally no quiere que la tranquilicen: quiere descubrir la brutal verdad de lo que ha hecho con su persona para que eso la ayude a no repetirlo. También añade que quiere arreglar parte del daño que ha causado.

—Lamento las cosas que te he dicho estos años, Tal. Especialmente sobre tu esposa. Bueno, tu ex esposa.

Hago una mueca.

—Ex, todavía no.

—Déjalo estar, Tal. Vuelves a estar soltero. Acostúmbrate.

—No quiero acostumbrarme.

—No te hará falta. —Sally suelta una risita y me da un golpecito amistoso en el hombro. Su risa suena cascada y falsa, un distante eco de la de otros tiempos—. Las hermanas empezarán a perseguirte. Espera y verás.

—Lo dudo.

—¿Me estás tomando el pelo? Un hombre negro, soltero, que no toma drogas, no bebe, al que le gustan los niños, un tipo cariñoso, que va a misa y que no tiene mal genio. Vamos, tendrás que quitártelas de encima como moscas.

Meneo la cabeza, mucho menos interesado por esas posibilidades de lo que’Sally y mis nuevos amigos parecen creer. Sin embargo, les sigo la corriente.

—Te olvidas de lo de guapo.

—No me olvido; pero no quiero que se te suba a la cabeza. —Otro golpecito.

Caminamos en silencio por una avenida de sabios y viejos arces con Doris Kwan rondándonos protectoramente igual que un guardaespaldas cualquiera de Jack Ziegler.

La sonrisa de Sally empieza a parecer forzada, y sé que mi visita le resulta ardua. Sean cuales sean los demonios que la han estado acosando, su familia, su proximidad con mi padre, sin duda han ayudado a que llegara a esta situación límite. Por el momento, cuanto menos nos vea, mejor. Salimos a un claro que mira al río y nos sentamos en unos columpios de madera, pintados de blanco, mientras contemplamos la costa de Jersey. Una valla de alambre estropea el paisaje. Obviamente, el hospital no quiere correr riesgos.

—No has venido hasta aquí solo para saber cómo me va la vida —comenta finalmente Sally. Lo dice como algo que lamenta y no como un reproche. Añora sentirse querida. Me pregunto si se habrá enterado de lo de Addison.

—Esa era la razón principal.

—Puede que fuera una de las razones, pero desde luego no la más importante.

No quiero mirarla a los ojos. Más lejos, cerca del vallado, una mujer sostiene a otra más joven que solloza. Podrían ser madre e hija, pero no puedo distinguir cuál de ellas es la paciente. Mientras se abrazan, un par de enfermeros las contemplan con preocupación.

—Tengo otro motivo —admito por fin.

—Muy bien.

Me atrevo a mirarla, pero ella tiene la vista clavada en la hierba mientras escarba en ella con la punta del pie.

—Tengo que preguntarte una cosa.

—Muy bien.

—¿Por qué te llevaste el libro de recortes?

Sally alza lentamente la cabeza con la falsa medio sonrisa pintada aún en el rostro. Sus ojos chispean pero se ven fatigados y brillan con un destello de lágrimas o de dolor.

—¿Qué libro de recortes? —pregunta de modo poco convincente.

—En Shepard Street, el día después del funeral. El libro que contenía todos aquellos recortes de noticias de accidentes en los que los conductores se habían dado a la fuga. Te lo llevaste cuando te marchaste. —Puedo ver la imagen de nuevo: Sally bajando alegremente la escalera con su gran bolso colgándole del hombro mientras yo hablaba con los agentes del FBI—. ¿Por qué te lo llevaste, Sally?

Al principio, tengo la impresión de que mi prima va a seguir negándolo; pero, tras unos instantes, susurra un nombre con ternura.

—Addison.

—¿Addison? ¿Qué pasa con Addison?

—Él me pidió que lo cogiera.

—Pero ¿por qué? Si lo quería, por qué no lo cogió él mismo.

—No era capaz. Su estúpido idealismo, ya sabes. —Ríe sin ganas—. Me llamó el día siguiente a la muerte de tu padre, a la casa, ¿lo recuerdas? Me dijo que fuera al estudio y que cogiera el álbum. Fui, pero tú estabas allí, y… Bueno, creo que me asusté. Tras el funeral me preguntó si me había hecho con él, y le dije que no; así que me insistió en que, por favor, fuera a la casa y lo cogiera, que era importante. Y eso hice.

Medito durante un momento.

—Debía contener algo que Addison no quería que nadie viera.

Sally asiente, mientras sigue moviendo la hierba.

—Eso mismo pensé yo.

Ha llegado el momento de la gran pregunta.

—¿Y qué era?

Sally aspira profundamente. La inquieta reverenda Kwan, que se ha mostrado contraria a mi visita sigue en el borde de mi campo de visión.

—Addison me dijo que Mariah se pondría a hurgar en el pasado del juez. Me pidió que cogiera el álbum para que ella no lo encontrara. Luego, me pidió que colaborara con Mariah para no quitarle el ojo de encima y para que le avisara si es que ella daba con algo.

No me cuesta imaginar a mi hermano manipulando a la pobre Sally de ese modo. La adoración que ella sentía por él y que era conocida por toda la familia, nunca ha muerto del todo. Contemplando a mi prima, sentada, recordando y sufriendo, me pregunto si la vertiente sexual de su relación acabó hace tanto como todo el mundo cree. Sin embargo, aparto ese mal pensamiento porque sería demasiado fácil empezar a odiar a Addison. Él sabe de este asunto seguramente más que todos nosotros juntos, pero se ha llevado toda la información con él a Sudamérica.

Tengo que seguir preguntando con cuidado y en el orden adecuado.

—Entonces, ¿nunca te dijo lo que contenía el libro de recortes?

—Nunca más volvió a mencionarlo. Me tenía completamente dominada. —La sonrisa se ha desvanecido.

Despacio. Despacio.

—Y supongo que también te pidió que cogieras el libro de notas de Mariah, donde ella iba apuntando lo que tú y ella ibais encontrando en la buhardilla, para leerlo, ¿no?

—Ese lo cogí por mi cuenta. No te lo creerás, pero quería impresionarlo. Tenía miedo de que Mariah sospechara, pero nunca lo hizo.

—¿Y conseguiste impresionar a Addison?

Niega con la cabeza.

—Lo llamé y se lo dije. Yo estaba muy emocionada, pero a él no le interesó. Lo único que le importaba era el álbum de recortes.

—Pero ¿por qué le importaba tanto, Sally? ¿No te dijo nunca lo que era?

La respuesta tarda en llegar, como si incluso en este momento estuviera calculando qué y cuánto decirme. Inquieto por la posibilidad de que Doris Kwan pueda interrumpir mi entrevista con su paciente en cualquier instante, tengo que luchar para no apremiar a Sally.

—Me dijo… Me dijo que tu padre había hecho algo terrible años atrás. Y me dijo… Me dijo que si la gente se enteraba él podría tener problemas.

—¿Quién podría tener problemas? ¿El juez?

—Addison.

—¿Addison en problemas?

—¿Quién crees tú? —Su tono se ha vuelto chillón.

—Solo quería decir…

—¿Por quién más podía interesarse sino por él mismo? —Solloza—. ¡Menudo bastardo! Ha conseguido que mintiera por él, que robara por él. Me ha convertido en una miserable espía ¡y me ha tratado como a una puta! ¡Siempre! ¡Lo odio!

—Sally…

Me da un empujón.

—¡Sois todos unos bastardos! ¡Todos los Garland! No me queréis. Os queréis entre vosotros y a vosotros mismos; pero nunca quisisteis a mi padre y nunca me habéis querido a mí.

La reverenda Kwan aparece.

—Me parece que ha llegado el momento de poner punto final a este encuentro —anuncia con toda firmeza al tiempo que pone en pie a una sumisa Sally y la aleja de mí.

—Un momento —protesto en un intento de aclarar el equívoco y dejar bien claro que no soy el malo de la película.

—Tiene que marcharse, profesor. Su prima ya ha tenido bastante.

—Pero, tengo que decirle que…

Ella niega con la cabeza e interpone su fornido cuerpo entre mi prima y yo. Ya ha entregado a Sally a una asistenta que acaba de aparecer como surgida de la nada. El ayudante se mantiene al lado de la buena reverenda. Entre los dos forman una barrera infranqueable. Mariah y Howard han pagado por lo mejor.

—Comprendo que esté dolido, profesor, que también sufra. Pero no puede convertir a su prima en el instrumento de una venganza. Sally es un ser humano, no una herramienta. Ya la han usado bastante en esta vida. Demasiado.

II

Lo que me queda por hacer me hace sentir sucio, pero al menos estaré haciendo algo. Desde una cabina llamo a Mariah en Darien y le pido el teléfono y la dirección de Thera Garland que, como parece ser costumbre en nuestra familia, yo no tengo anotado en ninguna parte. Mi hermana se muestra curiosa, pero se encuentra con el muro de ladrillos que el juez me enseñó a levantar. Al final, se rinde y me dice lo que quiero saber a cambio de arrancarme la promesa de que compartiré con ella «los jugosos detalles» de lo que averigüe. Mi hermana sigue convencida de que hay una conspiración y estará encantada de sumar a sus teorías cualquier cosa que yo pueda encontrar.

Thera vive en Olney, Maryland, a unos veinte kilómetros al norte de Washington, así que el trayecto desde el hospital será de menos de dos horas. Tengo dolores durante todo el camino. Me detengo dos veces, pero no llamo hasta que estoy cerca porque no quiero darle la oportunidad de decirme que no. Sally es hija única de Thera, y su madre se muestra ferozmente protectora con ella, puede que demasiado, porque a menudo ha evitado que su hija se enfrentara a las consecuencias de sus malas costumbres. Los rumores de la familia dicen que incluso ha mentido a la policía en un par de ocasiones y que una vez cometió un fraude con el seguro de un coche para cubrir a su hija en un accidente.

La falta de entusiasmo es patente en el tono de su voz. Le digo que quiero ver a los chicos, lo cual es cierto pero no lo único. A pesar de que se muestra reacia, al final se somete a lo inevitable, me da la dirección de su apartamento cerca del centro y me dice que vaya a verla.

Le doy las gracias y me apresuro a volver al coche.

Persigo a Thera por una simple teoría: debo conseguir entrar en el apartamento de Sally. Mi prima ha dicho que Addison le pidió que cogiera el álbum de recortes. También ha dicho que Addison nunca volvió a mencionárselo porque la tenía dominada. Eso solo puede significar que Addison sabía que ella haría lo que él le pidiera. Así pues, cuando Sally dijo que Addison nunca más lo mencionó, quería decir que mi hermano ni siquiera preguntó si lo había cogido.

Lo cual significa que Sally nunca se lo dio.

Cuando llego a la extensa urbanización donde vive Thera me detengo en la bocacalle y dejo que el tráfico me adelante ya que he vuelto a sentir la glacial y alarmante sensación de que alguien me observa. Sin embargo, ninguno de los coches que me siguen aminora la marcha para ver adónde me dirijo, así que seguramente se trata de mi imaginación.

Llamo al timbre y aparece Thera, grande y oscura, con el mismo aspecto del muro que ha intentado levantar en torno a Sally. Posee el mismo ardor que su hija, pero lo utiliza para intimidar más que para seducir. No parece contenta de verme, y no puedo culparla: los Garland, al menos los hombres, no han sido amables con su hija. Viste anchos vaqueros y una blusa blanca. Los dos tímidos hijos de Sally, de siete y ocho años, atisban entre las piernas de su abuela.

—Hola, Thera.

Ella asiente con disgusto. Luego, se hace a un lado y me hace pasar al pequeño vestíbulo. Me quedo de pie sobre el suelo de cerámica azul que hace juego con el azul pálido de las paredes. A un lado, hay fotografías de un Jesús blanco y de un Jesús negro. En el otro, de Derek, de Malcolm X y de Martin Luther King. La de Derek es la más grande. Me inclino para dar la mano a los hijos de Sally, que sonríen, esperanzados. Cuando se dan cuenta de que no les he llevado nada —una grave omisión por parte de un pariente que casi nunca han visto—, desaparecen dentro de la casa para jugar.

—¿Cuánto tiempo ha pasado, Talcott? ¿Cuatro años? ¿Cinco?

—Más o menos. Lo siento, Thera.

Thera gruñe algo parecido a una expresión de perdón y me conduce a la cocina, donde nos sentamos a ambos lados de la barra americana. Hay una Biblia abierta sobre la formica, y al lado un libro de Oswald Chambers. Cerca de la ventana cuelga un trabajo de punto de cruz: YO Y MI CASA SERVIMOS AL SEÑOR. Thera toma asiento entre todo eso, sesentona, sombría y fuerte, rodeada de su fe, enferma de preocupación por su hija, puede que preguntándose por qué Sally parece tener más de su padre que de ella. No obstante, a decir de Simplemente Alma, la propia Thera, de joven, tenía su lado salvaje.

—¿Qué quieres, Talcott? —Ese rasgo de su personalidad, esa actitud sin rodeos, es algo que comparte con su hija. Ninguna de las dos sabe fingir lo que no siente ni ocultar sus pensamientos—. No has venido hasta aquí para ver a Rachel y a Josh, así que no me digas mentiras.

—Esta tarde he estado con Sally.

Algo cambia en su rostro. Su voz se suaviza.

—¿Cómo ha estado?

—Lo está pasando mal.

—Eso ya lo sé. Lo que pregunto es cómo te ha tratado.

La pregunta me sorprende por ser perspicaz y malévola al mismo tiempo. Adopto un tono lo más diplomático posible.

—Nos hemos pedido disculpas mutuamente.

Thera no tiene paciencia con los eufemismos.

—No me digas. ¿Cómo ha sido? No te habrás dedicado a joderla tú también, ¿verdad?

Sufro un instante de pánico absurdo.

—No, no. Por favor, ni pienses en eso. Claro que no.

—Tu familia no se ha portado bien con ella, Talcott. —«Tu familia». Thera solo se casó con un miembro de esa familia, y ya llevaba a Sally en sus entrañas cuando se nos unió.

—Lo sé.

—No tendrías que haber ido. —Se produce un silencio. Puede que esté dispuesta a perdonarme—. Bueno, muy bien, ¿por qué lo has hecho?

He tenido tiempo para meditar la respuesta a esa pregunta.

—Thera, no puedo explicártelo todo. Me gustaría, pero es imposible. No obstante, Sally estaba… Ella y mi hermana han estado investigando lo que le ocurrió a mi padre. No quería molestarla, pero había una pregunta que únicamente ella podía responderme. Por eso he ido a verla, para preguntárselo.

A Thera parece hacerle gracia. Toma un sorbo de té. Su enorme mano hace desaparecer la copa. No sabría decir si me cree.

—¿Y conseguiste la respuesta?

—Sí. Sí, la conseguí.

Ella aguarda. Al fondo, oigo a los niños que juegan. Ha llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa.

—Thera, tengo que conseguir una forma de entrar en el apartamento de Sally.

—¿Y piensas que voy a darte la llave?

—Es importante. De otro modo no habría venido hasta aquí.

—¿Qué es eso tan importante? ¿Qué estás buscando, Talcott?

—Se trata de algo… Algo que creo que Sally ha ocultado en su apartamento. Algo que salió de casa de mi padre. Tengo que encontrarlo.

—¿Me estás diciendo que robó alguna cosa?

Niego enérgicamente con la cabeza.

—Creo que intentaba ayudar. De hecho, creo que, al esconderlo, hizo lo correcto.

Thera aguza la mirada.

—¿Ayudar a quién? A tu hermano, ¿verdad?

—¿Por qué dices eso? —Me repliego.

—Porque, antes de su intento de… se pasó días enteros llorando. No dejaba de hablar de lo que tu hermano le había hecho.

Ambos callamos mientras asimilamos el significado de esas palabras. Su siguiente pregunta me pilla por sorpresa, pero es la pregunta propia de una madre.

—¿Acaso lo que andas buscando está relacionado con su crisis?

—No lo sé. Puede que en parte sí.

—Si lo encuentras, ¿te lo llevarás?

—Eso creo.

—Y por eso quieres la llave, para encontrarlo y llevártelo, ¿no?

—Sí.

—Espera aquí.

Thera camina con dificultad por el pasillo. La oigo decir a los niños que no hagan tanto ruido. Al cabo de un momento, regresa con una bolsa de la compra.

—Creo que esto es lo que andas buscando, Talcott.

Me la entrega. Miro en el interior y veo mi vieja gabardina, la que le presté a Sally para que saliera del Hilton aquella mañana. Me vuelvo hacia Thera, a punto de decirle que no es eso lo que me preocupa y que sigo necesitando la llave, cuando caigo en la cuenta de que la bolsa es más pesada de lo que parece. Busco un poco más y descubro, en el fondo, la desaparecida libreta de Mariah. Estoy dispuesto a protestar que nada de eso es lo que ando buscando; pero entonces desdoblo la gabardina y encuentro, envuelto en su interior, el álbum de recortes azul.

—Llévate ese engendro del diablo de mi casa —me ordena Thera—. Supe que era obra del diablo tan pronto como Sally lo trajo. ¿No lo notas? —Se estremece y se abraza—. Tendría que haberlo quemado. Ya ha arruinado demasiadas vidas.

III

No he llegado tan lejos para ser impaciente. Al igual que mi hermano, no me interesa la libreta de Mariah ya que no encierra ningún secreto. Solo el álbum de recortes me atrae. Sin embargo, no lo miro. Al menos, no al principio. En vez de eso, me dirijo hacia el norte metiéndome rápidamente por la I-95. Conduzco aproximadamente durante una hora vigilando el retrovisor hasta que por fin me detengo en un motel de carretera en Elkton, justo en el límite del estado de Maryland, para pasar la noche. Mi cena consiste en un bocadillo de pollo de McDonald’s, tras lo cual me instalo en la mesa de la espartana habitación intentando concentrarme a pesar del tufo a desinfectante. De la bolsa saco mi vieja gabardina verde, que está tan arrugada que dudo que la tintorería pueda con ella.

Luego, saco el libro azul de recortes y lo pongo en medio de la mesa.

Una obra del diablo.

Recuerdo el día en que lo descubrí, el viernes siguiente a la muerte de mi padre, y el pánico que sentí ante la posibilidad de que Sally pudiera verlo. Incluso en aquel momento, el instinto me dijo que era mejor que ese álbum no llegara a ver la luz del día.

Bien, se ha hecho de noche, así que puedo abrirlo para intentar averiguar qué fue lo que asustó tanto a Sally; eso que, sumado a las obscenas presiones de mi familia, la empujó a intentar quitarse la vida. Nuevamente hojeo las siniestras páginas, el catálogo de muertes de otros aparte de mi hermana pequeña, todas resultado de un accidente y una fuga posterior; todas una tragedia para alguna familia en alguna parte. No me cabe duda de que toda esa gente era amada.

Siniestras. Sí. Pero ¿cuáles fueron las palabras de Sally?

«No sé por qué tenía que echar el guante a los dos». Eso fue lo que Sally dijo antes de tomarse las píldoras. Paula, su acompañante de Alcohólicos Anónimos dio por sentado que Sally se refería a mí porque añadió «pobre Misha»; pero puede que no hablara de mí. Puede que fuera otro el que «tenía que echar el guante a los dos».

He repasado otra vez el álbum. Las páginas finales están en blanco porque el juez dejó de coleccionar recortes una vez se hubo recuperado. Pero ¿cómo se recuperó? ¿Qué fue lo que produjo aquel cambio repentino que mis hermanos recuerdan tan claramente?

Vuelvo al último recorte, el suelto definitivo que mi padre enganchó antes de dejarlo. Igual que los otros, recoge la historia de un atropello donde el conductor se dio a la fuga. Me fijo que recoge el suceso en que Phil McMichael, el antiguo novio de Dana e hijo del viejo amigo del juez, el senador Oz McMichael, fue aplastado en su Camaro por el remolque de un tractor.

¿Y qué? Sin duda se trata de una coincidencia interesante, pero ¿qué más?

Tardo unos segundos en descifrar una de las confusas anotaciones de mi padre en el margen: «Excelsior».

¿Excelsior?

No un problema de ajedrez, sino la página de un álbum de recortes. ¿O puede que los dos?

Un momento: «… tenía que echar el guante a los dos».

Empiezo a leer el artículo, intentando despejar la duda. La primera línea del tercer párrafo está subrayada: «Irónicamente, la prometida del señor McMichael halló la muerte en un accidente similar hace tres meses».

Los dedos me sudan mientras retrocedo hacia unas páginas anteriores donde, evidentemente, encuentro una foto de Michelle Hoffer, hija de alguna adinerada familia, muerta en un atropello donde el conductor se dio a la fuga. Justo en el margen, la misma palabra: «Excelsior».

El Doble Excelsior.

«Los ocupantes del coche».

Los ocupantes: un conductor y un pasajero.

Veo a Sally, sentada en su apartamento, noche tras noche, estudiando el libro de recortes, intentando comprender por qué Addison quería que lo cogiera, esperando que Addison la llamara, cosa que nunca hizo. La veo descubriendo un día la transcripción de la difícil escritura del juez y comprendiendo la magnitud del desastre. Pero a pesar suyo. Y entonces, ¿qué hace? Le entrega el libro a su madre e intenta apartar a los Garland de su vida de una vez por todas. Pero no basta. Sabe qué es lo que mi hermano esconde, y lo que hizo el juez; y, en su frágil estado emocional, da el paso definitivo.

No es de extrañar que la policía no hiciera nada en el caso de la muerte de Abby. Nadie iba a atreverse a investigar al hijo del senador más poderoso del Capitolio. Al menos, no por haber embestido a una muchachita negra que había estado fumando hierba y que conducía sin carnet en plena tormenta un coche que ni siquiera era de ella. Nadie iba a tocar un caso como aquel.

Nadie excepto Oliver Garland.

Nadie excepto Colin Scott.

Y no fue solo venganza, ojo por ojo. Había dos personas en el coche que mató a Abby. Y, en su locura, el juez decidió que debía echar el guante a los dos.