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La conexión de Elm Harbor

No estuviste en la ceremonia de graduación —le digo a Theo Mountain a la mañana siguiente.

Estamos de nuevo en su despacho, y yo me encuentro de pie ante la gran ventana.

—No.

—Todo el mundo se dio cuenta. ¿Cuánto tiempo hace que no te has perdido una? ¿Veinte años?

—No pude ir —masculla. Pero se trata de un Theo nuevo y escurridizo. En sus modales no hay rastro de aquel triunfal sentido de superioridad. Está sentado lánguidamente ante su escritorio, esperando que caiga el hacha. Sé perfectamente por qué no fue, y él sabe que lo sé. Ha podido leer la ira en mi rostro cada vez que nos hemos encontrado durante las últimas dos semanas. Lo que menos deseaba el día de la graduación era tener que sentarse entre los miembros de la facultad preguntándose de quién era la culpa de que me hubieran disparado.

—¿Sabes, Theo? Desde aquí tienes una vista estupenda.

—Eso dicen.

—Se pude ver hasta el callejón del Cuadrilátero. La visión llega hasta el límite del campus.

Doy media vuelta para encararme con él. No es más que una sombra abatida y encorvada. Ya sé por qué tardó tanto en darme el pésame por la muerte de mi padre: estaba avergonzado de su conducta, y con razón. No obstante, intentar odiarlo no me ayuda. Me apoyo en el bastón. Esta mañana, el sufrimiento es intenso. El doctor Serra ya me advirtió que sufriré dolores internos e intermitentes durante el resto de mi vida.

La cual, si me he equivocado en mis cálculos para las próximas semanas, puede que no dure mucho.

—¿Por qué lo hiciste, Theo?

—¿Hacer qué? —pregunta intentando aparentar inocencia.

—¿Por qué me enviaste los peones?

Sigue sin mirarme y tampoco tiene ganas de hablar. Está contemplando las fotos de su escritorio: una de su difunta mujer; otra de su única hija, que tiene unos cincuenta años y es socia de uno de los más importantes bufetes de Wall Street, pero que en la foto aparece como pregraduada; y otra de él con sus hermanos, escalando en alguna parte, en la época cuando los tres reinaban en el mundo académico del derecho. Menea la cabeza.

—Vamos, Theo. Háblame. Conozco casi toda la historia, pero quiero el resto.

Puesto que no dice nada, me sitúo al otro lado del escritorio.

—Aquel día me viste salir del Oldie. Desde esta ventana puedes verlo todo. Por la dirección que tomé pudiste hacerte una idea de que me dirigía al comedor de beneficencia. Era la hora de comer, y yo tenía prisa. Además, y para empezar, tú fuiste quien me puso en contacto con Dee Dee. Así pues, llamaste a alguien, a quien fuera, y le dijiste que me entregara el primer sobre. Por cierto, ¿a quién se lo pediste?

—A mi nieta —responde por fin, encorvado todavía—. No podía fiarme de nadie más.

Así de simple. A su nieta, que es alumna de la universidad. De haber tenido dos dedos de frente se me habría ocurrido.

—Le advertí que no entrara y que se asegurara de marcharse antes de que tú aparecieras —añade, acariciándose la barba pensativamente—. Le dije que se lo diera a Romeo y que le contara que le pagaban por hacerlo. No había ninguna necesidad de que la identificaras.

«Ni de que lo hicieras tú», pienso.

Me acerco cojeando hasta una silla, dejo a un lado los papeles que hay amontonados y me las arreglo para sentarme. La furia parece agravar mis dolores.

—¿Y el otro peón, el peón negro?

—Eso fue más fácil. Vi cómo Dana y tú os ibais a comer. —Su mirada se pasea por la estancia deteniéndose un instante en mi ceñudo rostro antes de posarse en el archivador donde durante veinte años ha mantenido oculta la prueba del plagio de Marc Hadley. Puede que lo mejor hubiera sido dejarlo ahí—. Como no importaba si los recibías dentro o fuera del recinto de la facultad, decidí hacerlo de las dos maneras. Se suponía que debían llegarte con pocos días de diferencia, pero durante un tiempo me asusté.

—Instrucciones de mi padre, ¿verdad? —pregunto. De mi padre, que quería recordarme que el Excelsior es un problema de ajedrez que se resuelve en torno a dos peones, que quería indicarme que el blanco movía en primer lugar y deseaba mantenerme lo bastante intrigado para que siguiera buscando.

—Sí —responde a regañadientes—. Me pidió que lo hiciera por él, ya sabes, en el caso de que algo llegara a ocurrirle. Nos encontramos en un programa de televisión, no sé, hará un par de años. Me lo pidió mientras estábamos en los camerinos.

—Pero él no te dio los peones en aquel momento.

—No. No. Me dijo que los recibiría cuando fuera necesario. Y así fue, más o menos una semana después… Ya sabes, después de su muerte. —Suspira—. Y, antes de que lo preguntes, Talcott, te diré que el sobre no tenía remitente.

—¿Llevaba por casualidad el matasellos de Filadelfia?

Los tristes ojos de Theo se iluminan levemente.

—Creo que era de Delaware.

Es mi turno de suspirar. ¡La buena de Alma! Claro que tenía prisa por marcharse de la casa tras el funeral, ¡y seguramente con los dos peones escondidos en el bolso! Luego, se detuvo camino de su casa para echarlos en el correo. No me extraña que se largara a las islas. Me pregunto a cuánta gente más habrá embarcado mi padre en su descabellada conspiración.

—Así pues, cuando me dijiste que en los últimos tiempos te habías distanciado de mi padre, que el juez se sentía más próximo a Stuart, estabas mintiendo, intentando llevarme por la dirección equivocada, ¿no?

—Sí. Estaba intentando confundirte, pero no te mentía. —Lo dice como si fuera un agente de la ley descubierto en un delito de perjurio—. Tu padre y yo ya no éramos íntimos. Eso es cierto. Como también lo es que él y Stuart se llevaban bien. Cuando tu padre se presentó para pedirme el favor, le pregunté que por qué no se lo pedía a Stuart; pero se molestó y me contestó que no se fiaba realmente de él. —Theo sacude su melenuda cabeza y, por un momento, recupera su vieja bonhomía—. ¿Quién podría reprochárselo? Stuart vendería a su madre por los honorarios de una buena consulta.

Entonces me doy cuenta de que Theophilus Mountain no ha llegado al fondo de la verdad. Stuart, sean cuales sean sus ideas políticas, es mejor persona que Theo, más directo, con menos mano izquierda. O bien Stuart no quiso prestarse al juego o bien el juez intuyó que no querría. Mi padre acudió a Theo por la bizantina afición de este a las conspiraciones.

—¿Y qué pasa con Marc Hadley? —le pregunto.

—¿Qué pasa con él? —repite Theo, cansado de fingir fortaleza.

—Me dijiste que no advertiste a la Casa Blanca del plagio.

—Y no lo hice, Talcott. Eso es cierto.

—Sé que lo es. Pero alguien estaba filtrando a la Casa Blanca transcripciones de las charlas de sobremesa de Marc, cuando largaba aquellas ridículas ideas. Y ese eras tú, Theo. De acuerdo, puede que no tengas los puntos de vista adecuados para influir en la actual administración, pero Ruthie Silverman también fue alumna tuya, igual que de Marc, así que bien pudo haberte escuchado.

Se encoge de hombros.

Desbordo de rabia.

—¿Y nunca pensaste, Theo, no se te ocurrió ni por un momento que eso podía volverse en contra de mi esposa?, ¿que mientras saboteabas la candidatura de Marc podías perjudicar la de Kimmer?, ¿o que podías estar cargándote lo que quedaba de mi matrimonio?

Theo no dice nada. Parece realmente abatido. ¿Será por el coste o por su descubrimiento? Me doy cuenta de que ya no me importa. No puedo soportar más la presencia de este hombre que tanto he admirado. Perforo la alfombra oriental con mi bastón y me pongo trabajosamente en pie.

—Adiós, Theo —mascullo yendo hacia la puerta.

—Nunca lo habría hecho si hubiera sabido cómo iba a acabar —insiste Theo alzando el tono de voz hasta alcanzar el chillido en su urgente esfuerzo por convencerme.

Con la mano en el pomo de la puerta lo fulmino con la mirada.

—Lo habrías hecho igualmente.