Un regreso titubeante
I
Nadie se da cuenta de hasta qué punto la familia nos mantiene ocupados hasta que la perdemos.
El día en que me dejan marchar, me voy a pasar unas cuantas horas con Bentley, a jugar con él en el jardín de atrás de la casa de Hobby Hill mientras Kimmer trabaja sentada a la mesa de la cocina. Mis maletas han sido cuidadosamente preparadas y se encuentran en el vestíbulo de la entrada. Kimmer y Mariah las empacaron juntas durante un raro instante de tregua, ya que ambas estaban ansiosas por conseguir lo que deseaban. Los Felsenfeld se acercan a saludar, pero estoy seguro de que también para procurar mantener las cosas tranquilas. Cuando los vecinos se van, mi mujer y yo tenemos una última discusión en recuerdo de los viejos tiempos. Seguramente la empiezo yo. Aunque, sin duda, la acaba Kimmer.
Nos encontramos en la cocina, charlando como si de un día cualquiera se tratara, hasta que nos quedamos sin conversación y yo acabo diciendo lo que todo esposo en mi situación debe decir al final.
—No lo entiendo, Kimmer. Simplemente no lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes?
Percibo una hostilidad que está a punto de estallar y que ha ido en aumento desde su primera visita en el hospital. Quizá se deba a que mi inminente partida hace que nuestras decisiones hayan adquirido una repentina realidad.
—Lo que ves en él. En Lionel.
—Solo una cosa —responde tranquilamente—. Me hace hacer cosas que a ti nunca se te habrían ocurrido.
—¿Como qué? —pregunto estúpidamente, diciendo lo que no debo decir y echando por la borda mi última oportunidad, realmente la última de poder recuperar a Kimmer. Aunque seguramente ya era demasiado tarde. Además, mi mente está demasiado ocupada para que me muestre prudente: estoy pensando en extrañas prácticas sexuales; en paseos descalzos por la nieve; en drogas.
—¡Por ejemplo, leer! —me espeta para mi sorpresa—. Nellie no es como tú, Misha. No presume de ser el doble de listo que yo.
Estoy a punto de preguntarle —muy a punto, pero al final desisto— cómo es que, siendo yo el doble de listo que ella, solo gano la mitad de dinero. La verdad es que nunca he creído ser más inteligente que Kimmer; pero Kimmer siempre ha creído que yo lo pensaba. Cuando se enamoró de mí (o de lo que fuera que se enamorara) por primera vez, me dijo que me admiraba porque yo era brillante. Cuando le contesté que no lo era especialmente se molestó y me acusó de falsa modestia.
Además, ha sido lo bastante inteligente para darse cuenta de que no podría ocultar su aventura y lo bastante inteligente para hacerme creer erróneamente que su amante era Jerry Nathanson.
—¿Y de verdad crees que esa, digamos relación, es… seria?
—No es una relación —me corrige Kimmer con precisión de experta—. Es solo algo que ha ocurrido. Una de esas cosas. Lionel dice que me quiere, pero creo que se ha acabado. —Su tono vuelve a ser suave, complaciente, y tengo la impresión de que ella no le corresponde, de que ve a Nellie como una conquista. El gran Lionel Eldridge, que puede tener a la mitad de las mujeres de la ciudad, ha acabado liándose con una que es diez años mayor que él. A pesar de todo, me consta que esa no es toda la historia. Veo a Lionel rojo de rabia contra mí por lo que considera que fue un tratamiento injusto en el seminario, el año pasado; lo veo trabajando en el bufete de Kimmer, contemplándola todos los días vestida con sus elegantes trajes a rayas, viéndola caminar confiadamente por un mundo donde ella es la estrella y él el novato, un mundo que seguramente nunca llegará a dominar, el mundo que Kimmer y yo ya hemos conquistado. ¿Cómo iba a resistir la tentación de intentarlo? Ahí está el profesor Garland, irritantemente estricto, en absoluto impresionado por la fama de Sweet Nellie; y ahí está la mujer del profesor Garland, alta, sexy y aparentemente inalcanzable. Veo a Lionel rumiando en su escritorio, en algún escondido cubículo, dándole vueltas a la idea en su mente, calculando, tramando, preguntándose si mi mujer será la herramienta adecuada con la que tomar venganza. Imagino sus primeros tanteos, seguramente rechazados, pero no tanto como era de suponer ya que Kimmer, tal como me lo advirtió cuando empezamos a salir, siempre está ojo avizor a lo nuevo.
También es posible que mi teoría resulte demasiado egocéntrica. Puede que el agresor fuera ella. Puede que no haya ninguna teoría y que haya sido, como Kimmer dice, una de esas cosas que pasan.
—Es un hombre casado —le hago notar.
—No la quiere —dice Kimmer haciendo ruido con la nariz. «La» es la mujer de Lionel, Pony, una antigua modelo o actriz y madre de sus dos hijos.
—¿El también la deja a ella?
—Quién sabe. Ya se las arreglará.
La discusión no llega a ningún resultado porque no tiene sentido buscarlo. Me vuelvo a jugar a la pelota con Bentley, y mi mujer vuelve a su trabajo, que está esparcido por toda la mesa de la cocina. Cuando empieza a anochecer, llega mi hermana con el Navigator para recogerme. A mí y mis maletas. En el vestíbulo me despido de Bentley. Para mi sorpresa, y como pequeño buen Garland que es, no se pone a llorar. Me pregunto qué le habrá dicho exactamente su madre. No está fingiendo ser valiente, simplemente no parece estar especialmente preocupado.
Kimmer no me da un beso. Ni un abrazo. Ni me sonríe. De pie en la entrada, con sus vaqueros y un jersey oscuro, no lejos del umbral que cruzó en mis brazos riendo el día en que nos mudamos, me recuerda que puedo ver a mi hijo siempre que quiera, que no tengo más que llamar. El verdadero mensaje es que a partir de este momento ella controla mis contactos con él y quiere que yo lo sepa. Aún tiene que perdonarme, aunque no tengo claro exactamente qué. Kimmer no se ha cortado el pelo desde hace semanas, y su estilo afro ha aumentado un poco. Mientras bloquea firmemente cualquier intento de regreso a la casa con el enfado pintado en su oscuro y sensual rostro, me recuerda a los militantes de mi juventud. Debería estar con el puño en alto y enarbolando una pancarta donde pusiera: ¡PODER SUFICIENTE PARA LA GENTE ADECUADA! No es que ninguno de los manifestantes de entonces lo exigiera, pero en el fondo es lo que la mayoría de ellos pensaba. Al menos eso era lo que el juez solía proclamar en sus furiosas descalificaciones de la ardiente retórica de los radicales de mi juventud. «No saben realmente lo que quieren —acusaba—. Solo saben que lo quieren ahora, y están dispuestos a usar “los medios necesarios” para conseguirlo».
Bien. Sin duda, Kimmer sabe lo que quiere y está dispuesta a destruir a su familia para alcanzarlo. Seguramente contestaría que, dadas mis arbitrariedades de los últimos meses, mantener su matrimonio un minuto más acabaría con ella. No puedo culparla. Puede que desde el principio, tal como mi familia sospechaba, no fuéramos una buena pareja. Para empezar, lo del matrimonio fue idea mía. Habiéndole ido tan mal con su primer marido, Kimmer quería menos, no más. En aquella época, ella me decía que la nuestra era una «relación de transición», una frase cruel pero apropiada, residuo de los caprichosos años sesenta; insistía en que no estábamos hechos el uno para el otro y que cualquiera de los dos acabaría encontrando con el tiempo a alguien mejor. Incluso cuando la convencí para que se convirtiera en mi esposa siguió mostrándose pesimista. «Ahora ya no puedes librarte de mí», me susurró tras la ceremonia mientras nos acurrucábamos en la limusina blanca. «Fue un gran error», me ha dicho docenas de veces a lo largo de los años, normalmente siempre que nos peleamos, refiriéndose a nuestra decisión de casarnos. A pesar de todo, sean cuales sean las virtudes de decidir no contraer matrimonio sabiendo que marido y mujer no encajan, no está nada claro que puedan transferirse a una pareja que lleva diez años casada y con un hijo de por medio.
Se me encoge el estómago, y me doy cuenta de que tendríamos que habernos esforzado más. Mis fallos son seguramente tan graves como los de Kimmer; pero, aun así, deberíamos habernos esforzado más. Se me ocurre la posibilidad de decírselo, incluso la de sugerirle que lo intentemos de nuevo; sin embargo, la dura expresión de su hermoso rostro me dice que ya ha descartado mentalmente esa posibilidad.
Nuestro matrimonio está definitivamente acabado.
—Será mejor que nos marchemos —me susurra Mariah, tirándome del brazo cuando me quedo inmóvil, contemplando fijamente a mi mujer que, imperturbable, me devuelve la mirada.
—Muy bien —contesto en voz baja, obligándome a apartar la vista y deseando comportarme como lo habría hecho el juez. Aunque, para empezar, el juez nunca se habría visto en semejante lío.
Un momento.
Percibo algo: el juez, que nunca se habría metido en este follón; mi mujer, desafiante en el recibidor. Las imágenes se entremezclan y encajan con la última conversación que tuve con Alma igual que la pieza final de un rompecabezas encuentra su sitio.
Mariah y yo nos vamos por Hobby Road, nos alejamos de la elegante y vieja casa donde he vivido con mi familia hasta la noche en que me tirotearon. No miro por el retrovisor porque mi padre no lo habría hecho. Estoy intentando trazar la línea que él siempre predicaba. El procedimiento puede que resulte tan divertido como una amputación, pero nunca es demasiado pronto para empezar a planearlo. A pesar de todo, enterrado en lo más hondo de mi mente, late una pequeña alegría.
Sé quién es el novio de Angela.
II
Nerviosos, recorremos el trayecto hasta Darien, y me instalo en la casa para invitados de Mariah. Al día siguiente, ya me he convertido en un miembro más de su hogar. Durante una semana me alimento con las sanas recetas que prepara su cocinera, camino por los bien cuidados jardines y me baño en la piscina cubierta y climatizada. La comida y el descanso me devuelven las fuerzas. Me encariño sinceramente con la recién llegada Mary. Telefoneo a Bentley todas las mañanas y todas las noches. Juego con los caóticos hijos de mi hermana y, por las noches, escucho sus caóticas teorías mientras ella pasa los canales de la televisión en busca de otro programa de juegos. Howard casi nunca está, ya sea porque duerme en la ciudad o porque se encuentra volando al otro extremo del mundo. Así pues, Mariah y yo nos sentamos en el sofá de piel de importación en su sala de estar de doce metros de largo, en su mansión de dos mil metros cuadrados. La decoración es tan perfecta que los niños tienen casi prohibido entrar en la planta baja. Es como vivir en un decorado de revista y, de hecho, Mariah reconoce que el decorador envió las fotografías a Architectural Digest, aunque nunca se publicaron. Su tono sugiere que para ella fue una verdadera derrota.
Observo a mi hermana, la mejor de todos nosotros, hacer frente a la soledad en medio de tanta riqueza mientras la au pair cuida de los niños, la cocinera prepara comidas, cenas y limpia; el jardinero llega para cortar el césped y ocuparse de las plantas; el servicio de limpieza se presenta dos veces a la semana para que todo esté como una patena; y el contable llama cada no sé cuántos días para consultar sobre el pago de alguna factura, y me doy cuenta de que Mariah no tiene nada en que ocuparse. Ella y Howard han contratado todos los servicios que los tipos de clase media como yo damos por sentado que nos corresponde hacer como adultos. Aparte de darle el pecho regularmente a la pequeña Mary, Mariah no tiene más que hacer que ir de compras, tener la casa en condiciones y ver la televisión.
Así pues, empiezo a sacarla a pasear: al cine, al centro comercial, a ver una exposición en la ciudad mientras ella tira del carrito de Mary y yo voy haciendo equilibrios con mi bastón. Mariah es demasiado inquieta para interesarse demasiado. Intento hablar con ella: sobre el último escándalo de Washington o la última novela de Toni Morrison, porque Toni Morrison ha sido su autora favorita desde que escribió Ojos azules. Le pregunto por sus hijos, pero ella se encoge de hombros y me dice que ahí están si quiero saber cómo les va. Le pregunto por sus clases de golf, y me contesta que hace demasiado frío. Recordando que Sally dijo que les gustaba ir juntas a los clubes nocturnos le propongo llevarla para que escuche algo de jazz, pero me dice que no está de humor. Nada le interesa. Parece demasiado desgraciada para preocuparse por estar deprimida.
Una tarde, se presenta un grupo de amigas de mi hermana, a las que conoce de algún club de golf, unas ricas esposas blancas de Fairfield County con la forzada delgadez producto de entrenadores particulares y la conversación propia de unas vidas tan vacías como la de Mariah. Sentadas lánguidamente en el solárium, sorbiendo limonada solo porque está ahí, me contemplan con sincera curiosidad, incluso con cierta incomodidad; según descubro, no porque me hayan disparado, sino porque soy miembro de la nación más oscura. Es como si, para aceptar a Mariah en su selecto círculo, hubieran olvidado a propósito que es negra. En su pequeño y elegante banquete, me ha tocado el papel de espectro encargado de recordarles la incómoda realidad que han dejado a un lado.
Me pregunto si este tipo de amnesia puede considerarse como progreso racial.
A veces, tarde por las noches, Mariah se instala en la biblioteca, se conecta con AOL —cuya respuesta es muy rápida porque ella y Howard han contratado una línea ADSL— y charla con amigos de otras partes del mundo. Observo mientras los mensajes aparecen en la pantalla. Al menos, en el ciberespacio no parece estar tan sola; puede que el anonimato de esas conversaciones sea uno de los aspectos que le atraen. Según parece, y aunque ella nunca les ha revelado su identidad, conoce a algunos teóricos de las conspiraciones que le han dado acceso a toda la «información» sobre cómo murió realmente el juez. Mariah me muestra un chat room dedicado exclusivamente a ese asunto. Intento seguir la conversación, que abarca desde testigos que me consta que no estuvieron presentes hasta pruebas que sé que no existen. Asiento sabiamente al tiempo que me entran ganas de poder estudiar sus torturados cerebros. Mariah insiste en lo de siempre. Su negativa a aceptar los hechos es intencionada. Sigue divagando acerca de la autopsia a pesar de que sabe tan bien como yo que los dos patólogos y el analista fotográfico contratados por Mallory & Klein declararon junto con el forense que las manchas que se apreciaban no eran más que suciedad en la lente. Mariah me dice que ha enviado las fotografías por correo electrónico a otros internautas amigos. Se me ocurre preguntarle si algunos de esos amigos se esconden en Argentina, pero ella se limita a sonreír.
Howard suele acercarse para cenar un par de veces por semana; y, a medida que lo voy conociendo, me va cayendo mejor. Parece totalmente incompetente para hacerse cargo de sus muchos hijos, pero la devoción que manifiesta hacia mi hermana me tranquiliza. Normalmente tras la cena, Howard hace un rato de gimnasia en una habitación apartada y dispuesta con ese único propósito, rebosante de la última tecnología, y me invita a que me reúna con él. Mientras lo veo hacer músculos, me doy cuenta de que al fin y al cabo Howard Denton no es más que un niño mayor con talento para hacer dinero. Habla de su trabajo porque no sabe de qué otra cosa hablar. Mariah no puede más de sus historias de luchas de fusiones, pero a mí me parecen fascinantes: al escucharlas, recuerdo con más emoción de la que me creía capaz mi primera época de abogado. Me pregunto si Kimmer y yo nos habríamos casado si yo me hubiera quedado en Washington D. C. y no hubiera huido a Elm Harbor.
Durante mi abundante tiempo libre husmeo en las cajas de notas y documentos que Mariah ha almacenado en uno de los seis dormitorios: el fruto de sus muchas visitas a la casa de Shepard Street. Casi todo es basura inútil, pero una serie de objetos me llaman la atención. En una carpeta que ha etiquetado ¿CORRESPONDENCIA INACABADA? descubro borradores de diversas cartas escritos por la mano de mi padre, incluyendo cuatro intentos de comunicar su dimisión al tío Mal fechados el último día de Acción de Gracias en la vida del juez, once meses antes de su muerte, y el fragmento de una nota de disculpa dirigida a «G»: «No sé si me creerás si te digo que lamento de corazón todos los disgustos que has soportado por tu simple y llano amor hacia…». La nota se interrumpe a partir de ahí. Se la enseño a mi hermana que, complacida por mi interés, me cuenta que estaba destinada a Gigi Walter, cosa que no creo ni por un segundo. Tampoco me parece que Mariah lo crea. Basta con que la carta siguiera con las palabras «la justicia» o «la verdad» para que el destinatario pudiera ser Greg Haramoto. Sin embargo, cuando llamo a su empresa familiar de importaciones, me dicen que Greg está de viaje en el extranjero y que no se le puede localizar. Pido el número de su buzón de voz y su dirección de correo electrónico pero, tras consultarlo con alguien, la telefonista rehúsa dármelos.
Mientras una noche, tarde, estamos viendo el show de Letterman, le cuento a Mariah lo que he estado pensando, y ella, a regañadientes, acepta compartir conmigo sus elucubraciones: que es posible que Wallace Wainwright tuviera razón cuando dijo que nuestro padre quería que lo descubrieran. Ninguna otra razón podía explicar que invitara a Jack Ziegler, un hombre que iba a ser juzgado por asesinato y extorsión, a las dependencias del Tribunal Federal, un lugar en donde incluso a altas horas de la noche alguien podía verlo y donde quedaría constancia de su presencia. Puede que nuestro padre quisiera que lo echaran al precio que fuera. Mariah me dice que es posible que el juez creyera que si se hacía linchar públicamente por reunirse con un viejo amigo nadie más investigaría en profundidad lo que podía haber detrás. Si eso último fue así, el gran jurado que se reunió debió de causarle una terrible impresión.
—Supón que estaba amañando casos —me sugiere Mariah con tristeza.
—El juez Wainwright me dijo que no —le indico, y es mi último rayo de esperanza.
—El juez Wainwright no tiene poderes sobrenaturales. Imagina que papá hubiera estado amañando casos y hubiera encontrado la forma de ocultárselo a su viejo amigo. Quizá, tras las vistas, se fue a ver a Jack Ziegler y le dijo que no podía seguir haciendo… lo que hubiera estado haciendo. Puede que Jack Ziegler hablara con sus socios y entre todos se pusieran de acuerdo para permitirle renunciar. O puede que renunciara él solo, por propia iniciativa. En cualquier caso, logró salirse.
Sopeso lo que Mariah me dice.
—Entonces, si el testimonio de Greg no resultó ninguna sorpresa, la carta puede tener sentido.
Mi hermana hace un gesto afirmativo.
—Si estaba destinada a Greg, papá fue un estupendo actor. Si estaba destinada a Gigi, estamos mejor no sabiéndolo.
Cierto. Pero dándole vueltas, estoy seguro de que Mariah acierta con Greg. De ser así, todas esas noches de profunda depresión, cuando mi padre hablaba de la ruina de su carrera, cuando se preguntaba qué había sido de la lealtad, no habría estado culpando a Greg, sino a Jack. Dejó que Greg cayera en desgracia, en efecto, pero eso también formaba parte del montaje. Si Mariah tiene razón, si el juez estaba amañando casos para Jack Ziegler y sus amigos, admitir que Greg decía la verdad habría significado la sentencia de muerte del juez o de su familia. Sin embargo, esa explicación no basta para abarcar la verdadera complejidad de aquella situación. Probablemente el juez se debió de preguntar si no habría sido mejor abandonar y si hizo bien saboteando su propia candidatura al Tribunal Supremo. Probablemente, parte de su odio hacia Greg Haramoto era auténtico.
Entonces, el bebé empieza a llorar, y Mariah tiene que salir corriendo. Por la mañana, no hablará más del juez: desea apasionadamente averiguar cómo murió; pero prefiere no saber lo que hizo en vida.
El viernes, Kimmer lleva a Bentley a visitarme y me explica con gran lujo de detalles, tal como suelen hacer los cónyuges que se han separado, lo que debo hacer para ocuparme de él. Me roza los labios y me da una palmada en la espalda. Se deshace en «¡oooh!» y «¡aaah!» viendo a la pequeña Mary, le da un indeseado abrazo a mi hermana y se vuelve a Elm Harbor hasta el domingo, puede que para montárselo con Lionel, puede que simplemente para tomarse un respiro. Dado que sigo dependiendo mucho del bastón, no me alejo mucho de la puerta principal mientras ella enfila la carretera. Estoy contento de volver a tener a mi chico entre los brazos, pero él se muestra esquivo conmigo y prefiere pasar el rato con los hijos de Mariah. Así pues, en lugar de abrazarlo durante horas, que es lo que me gustaría, lo contemplo desde lejos en el jardín, en la piscina, en el cuarto de juegos, y mi corazón llora.
El lunes, con Bentley de regreso a Elm Harbor y con Mariah en algún acto benéfico, cojo prestado el Mercedes de mi cuñado y me voy a Borders, en Stanford, donde compro libros suficientes para tenerme ocupado durante una temporada. Leer es más fácil que sentir. Pero también estoy haciendo planes: planeando mi aproximación al novio de Angela. No solo sé dónde se encuentra, también he comprendido la necesidad de ser extremadamente cauteloso. Incluso con Colin Scott muerto, con Foreman muerto, y con Maxine y su jefe burlados, queda otro enemigo ahí fuera: el que contrató a los tipos que me asaltaron.
Le pido a mi hermana que averigüe quién hizo la oferta de compra de Shepard Street; sin embargo, se da de bruces contra un muro. Todo lo que el agente inmobiliario está dispuesto a decir es que se trata de una compañía.
Durante el desayuno de mi noveno día en Darien, Mariah me comunica que la semana próxima tendremos otro invitado, una mujer divorciada que conoce de Stanford y su hermandad de mujeres, una periodista madre de dos hijos a los que dejará en Filadelfia para poder pasar el fin de semana con nosotros.
—Sherry es una mujer maravillosa —se extasía Mariah—. Inteligente, con éxito y realmente guapa.
Cuando mi hermana me comenta tímidamente que Sherry se instalará en el segundo dormitorio de la casita de invitados, me doy cuenta de que la visita de su vieja amiga es por mí y no por ella; y de que, aunque no llevo separado más de un mes (dependiendo de si cuento desde el ultimátum de Kimmer y no desde mi salida del hospital), mi hermana ya está intentando emparejarme. No sé si enfurecerme o sentirme halagado. Lo que sí sé es que ha llegado el momento de que me marche.
Así se lo hago saber.
Mariah me ruega que me quede un poco más (sin duda porque soy la prueba viviente, agujeros de bala incluidos, que confirman sus teorías de la conspiración). Cuando le insisto en que debo regresar a mi trabajo, mi hermana insiste en ayudarme, y pasa tres días conduciéndome por Elm Harbor y alrededores en busca de alquileres y riendo ruidosamente cada vez que algún estúpido agente inmobiliario, viéndola con el carrito y la recién nacida, hace la suposición correspondiente y la llama «señora Garland». Los agentes inmobiliarios le devuelven la sonrisa aunque no hayan entendido la broma. Ninguno de los apartamentos que veo enciende mi entusiasmo. Uno es demasiado pequeño; otro no tiene vistas. Uno grande, en el puerto, resulta demasiado caro, y Mariah, que ya se ha mostrado sobradamente generosa, es lo bastante lista para no ofrecerme una pensión. Uno de los agentes comenta que tiene algo en Tyler’s Landing que puede que sea de mi agrado. Sin embargo, Tyler’s Landing es territorio de Lionel Eldridge. La cara que se me pone es suficiente para que el agente sugiera otra zona.
Al final, es Lemaster Carlyle quien resuelve mi problema. Entra en mi despacho la tercera tarde de mi infructuosa búsqueda llevando uno de sus perfectos trajes hechos a medida —uno de estable azul marino con sutiles rayas blancas—, camisa azul con sus iniciales, corbata azul cobalto y amarilla y tirantes a juego: un conjunto que sería la envidia de cualquier abogado de Wall Street. Las vistas para su designación como candidato están programadas para dentro de una semana. Dado que solo voy a estar en el edificio más o menos una hora comprobando mi correo antes de que Mariah llegue a recogerme, deduzco que Lern ha debido de estar esperándome. Sonrío y nos damos la mano. Lern no menciona lo sucedido en el cementerio sino que va directamente al grano. Se ha enterado de mis dificultades y resulta que podemos ayudarnos mutuamente. Según parece, él y Julia son propietarios de un apartamento cerca del mar; de hecho, cerca del de Shirley Branch, al final de Harbor Road. Tiene dos dormitorios, tres baños, un sótano acabado y buenas vistas, aunque no tanto como las de Shirley. Fue su primer hogar en Elm Harbor, cuando Lern era un prometedor y joven profesor y no la estrella académica de mediana edad en que se ha convertido. Después, cuando se mudaron a Canner’s Point, el mercado estaba tan flojo que nadie les hizo una oferta de compra. Por eso decidieron alquilarlo, y desde entonces no han dejado de hacerlo. Su último inquilino, un profesor de ética cristiana de Nueva Zelanda se fue antes de hora dejándoles a deber seis meses de alquiler. Ellos necesitan un inquilino, yo un lugar donde vivir.
—No sé cómo te sienta eso de que tu casero sea uno de tus colegas —me dice Lern con la elegancia suficiente para no parecer incómodo—. Pero en cualquier caso no tardaremos en dejar de serlo. Además, podemos ofrecerte unas buenas condiciones para el contrato.
Me he quedado sin vergüenza. Es lo que les pasa a los que la esposa ha abandonado por un estudiante.
—¿Cómo de buenas?
Lern menciona una cifra que me consta que supone una considerable rebaja sobre la tarifa corriente. No quiero su caridad, pero tampoco dispongo de mucho dinero. La hipoteca de la casa de Hobby Hill me la descuentan mensualmente de mi nómina, no de la de Kimmer, a pesar de que ella gana bastante más que yo, porque el programa de subvención de viviendas de la universidad nos permitió conseguirla con dos puntos menos de interés.
—¿Qué te parece? —me pregunta.
Hago una contraoferta a la baja, solo por intentarlo, y Lem vuelve a tener la elegancia de no demostrar el fastidio que sin duda siente.
Nos ponemos de acuerdo en un término medio, y Lem me entrega las llaves. Naturalmente, puesto que también somos abogados —uno de nosotros con un pie en la judicatura y por lo tanto con la necesidad de ser riguroso—, me entrega un contrato para que se lo firme. Mientras lo cumplimento, no deja de hablar y me dice que Julia y él quieren invitarme a cenar tan pronto como acaben las vistas. Por el momento, Julia tiene previsto enviarme suficientes cazuelas para tenerme alimentado hasta el verano.
Se lo agradezco.
De ese modo ya tengo un lugar donde vivir. Mi hermana, a pesar de lo decepcionada que está porque me marche y no conozca a la despampanante y desesperada Sherry, exclama con entusiasmo al verlo, especialmente por la distante vista del mar. Sin embargo, Mariah tiene buen perder. Vamos a Hobby Hill a recoger más cosas mías, especialmente libros y ropa, pero solo durante el día, cuando Kimmer no anda cerca.
Don Felsenfeld y Rob Saltpeter me ayudan a cargar el coche.
—Bueno, ya vuelves a ser un hombre libre —me dice Don con un guiño. Pero en lo que estoy pensando es en el momento adecuado para visitar al novio de Angela.
Veo a Bentley tanto como puedo, lo cual equivale a decir que tanto como Kimmer me permite, lo cual resulta ser bastante. Ella me habla de lo mucho que quiere a nuestro hijo y de lo mucho que él la necesita a su lado; pero sus horas de trabajo también tienen importancia. Kimmer no tiene canguro y necesita una: me tiene a mí. Si va justa de tiempo me llama para que yo vaya a buscar a Bentley sin molestarse en preguntar si me va bien o no. Cuando tiene que ausentarse de la ciudad por algún imprevisto me llama siempre con no más de una hora de antelación para preguntarme si puedo quedármelo unas cuantas noches. Al fin y al cabo, no tengo nada más que hacer durante todo el día, aparte de recuperarme de tres heridas de bala, un riñón malherido, dos costillas fisuradas y una mandíbula rota. Una mañana, comiendo con Dana Worth en Cadaver’s, la última moda según ella, mi amiga me susurra que debería luchar por la custodia. Me siento tentado, pero la verdad sigue siendo la misma de siempre: los litigios por custodia pueden arruinar la vida de un niño, y yo quiero demasiado a mi hijo para partirlo en dos.
—Con eso exactamente cuenta Kimmer —me hace notar Dana.
—Entonces supongo que ha ganado este asalto —le espeto, aunque desde luego no tiene la culpa de mi situación.
Ayer fue el cumpleaños de Bendey, y eso significó regalos de papá por la tarde y más regalos de mamá por la noche. Se lo tomó con calma, pero parecía confundido. Debilitado por mis heridas, me fui a casa y lloré.
A su manera, Dana intenta consolarme.
—¿Ves, Misha? Eso es lo que los matrimonios del mismo sexo han resuelto. ¿Para qué iba a querer yo pasar por ese mal trago?
Querida Dana nunca ha sido partidaria de lo que llama el estilo de vida «heterosexista».
Pero no dejo que Dana me desanime. Mi hijo de cuatro años y yo nos vamos a pasear por la playa, o por lo que en Elm Harbor pasa por ser una playa, y no puedo creer lo mucho que ha cambiado. Parece más alto y camina con una sorprendente rectitud. Su mirada es más directa. Y Kimmer tiene razón: no deja de hablar.
—¡Papá, papá, mira la gaviota! ¿Ves la gaviota?
Hago un gesto afirmativo con la cabeza y noto el corazón como un peso enorme y ardiente en el pecho. Hace unos meses, Bentley no era más que un bebé cuyas palabras favoritas eran «¡atévete!», y nos preocupábamos por si era lento. Sin embargo, en estos momentos, absorbe el lenguaje más deprisa de lo que el mundo se lo enseña.
Paso más tiempo en el comedor de beneficencia. Dee Dee y yo comparamos nuestros bastones: por su sonido, ella asegura que el mío es de segunda categoría. Voy tomando cariño a las mujeres a las que sirvo. Me consta que pocas de ellas verán la próxima década, pero empiezo a admirar su animación ante los múltiples desastres de sus vidas, su astucia para aprovecharse de los flecos del Estado de bienestar en beneficio de sus hijos, y la fe sorprendentemente poderosa que veo en ellas. Me doy cuenta finalmente de que muchas de esas mujeres quieren amar a sus hijos pero no saben cómo. Voy a ver al reverendo Young para hablarle de apuntar a algunas de ellas a su programa de Vida en la Fe. Suspira. El programa se ha quedado casi sin fondos y no dispone de más plazas. No obstante, me dice que le envíe a algunas y que verá qué puede hacer.
—Dios proveerá —le recuerdo con una sonrisa.
—Según su tiempo, no según el nuestro —me corrige.
Empiezo a ir a la iglesia y escucho, divertido, al rollizo Morris Young, que adora las chuletas y el pescado frito, predicar sobre el dominio de uno mismo. También vuelvo con Rob Saltpeter al YMCA. Ya no puedo correr como antes y, gracias a unos cuantos pinzamientos musculares en las costillas, tampoco puedo lanzar demasiado; sin embargo, aún soy capaz de quedarme inmóvil o hacer de instructor. Por las noches, solo en mi apartamento, tomo la costumbre de encender la chimenea y sentarme frente al fuego a leer.
Una tarde, mientras cojeo camino del Oldie desde la librería del campus, me doy la vuelta de repente porque tengo la sensación de que alguien me vigila; pero no veo nada. Al día siguiente, en el comedor de beneficencia, le doy a Romeo un billete de veinte dólares para que me siga por el centro de Elm Harbor a cierta distancia e intente descubrir a mi perseguidor. Puede que me informe de algo cuando nos volvamos a reunir. Y puede que no.
No tengo más remedio que seguir adelante.
Marzo pasa a la historia. Regreso a las clases, un poco cojo todavía y sin poder brincar arriba y abajo como antes, pero los alumnos parecen preferirme de este modo. A pesar de que me siento algo nervioso, mi temor resulta infundado. Mis cincuenta y siete muchachos, que han pasado el último mes bajo la tutela de Arnie Rosen, me dan la bienvenida con una ovación al entrar en el aula. Puede que Arnie sea brillante, pero a mí me han tiroteado, lo cual parece dotarme de una especial autoridad. Están tan impresionados por la visión de un profesor con tres agujeros de bala que no se atreven a plantear ninguno de sus astutos desafíos. Cuando pregunto algo me responden con miradas de adoración, como si estuvieran demasiado impresionados para concentrarse en la materia.
Así pues, me propongo curarlos de toda adoración mostrándome tan estricto y exigente como solía ser. Al final, se dan cuenta de que un balazo rara vez convierte a un hombre en un santo, y volvemos a nuestro antiguo statu quo según el cual yo no les caigo especialmente bien, pero en mis clases trabajan de lo lindo. A pesar de todo, he perdido algo de la antigua fuerza, y ellos lo saben. Es como el título de una comedia: Usted sabe que sabemos que ya no es como antes. Eso es lo que me dicen, sonriendo tras su irritación.
Mis colegas de la facultad se contienen más. Me dicen lo mucho que se alegran de verme con el tono alto y amable que se usa normalmente con los duros de oído y con el que se deja bien claro la superioridad física. En las reuniones de profesores, mis colegas me escuchan con indulgencia, me felicitan por mi perspicacia y siguen con sus veredictos como si no hubiera hablado.
Dejo de asistir.
Una o dos veces veo al gran Lionel Eldridge apoyado contra los muros del Oldie, pero siempre es a distancia. Nunca mira en mi dirección, ni yo lo llamo por su nombre. Nada en los años que llevo enseñando me ha preparado para semejante situación. ¿Qué ha sido del trabajo que aún me debe? ¿Existe alguna regla para calificar al estudiante que le ha robado la esposa a un profesor? Lo consulto con Dana y Rob, y ambos me recomiendan que pase la tutela de Lionel a otro docente.
Una noche, solo para asegurarme, le pido a Romeo que me vigile las espaldas. Esta vez lo hace gratis porque le divierte, pero sigue sin poder informarme de nada.
Abril sigue su curso. Kimmer me anuncia que se va una semana a Jamaica a visitar a unos parientes. Como de costumbre, protesto por la seguridad; pero ella no comparte mi miedo a volar. Tampoco me dice si va Lionel, y yo no se lo pregunto. Ni siquiera sé si ha dejado a su mujer. Es como si me hubiera quedado fuera del circuito de los chismorreos, y temo preguntárselo a Dana, que seguramente me diría la verdad. Sea como sea, me quedo a Bentley durante siete días completos. Estoy emocionado, pero Bentley está incómodo. Su nueva situación, vivir en dos casas, su familia separada, le está afectando. Da muestras de un mal genio que nunca ha formado parte de su personalidad. Cuando la tercera noche se me quema el pollo, arroja el plato al suelo. Lo envío castigado a su cuarto, y la pataleta empeora. Grita que me odia, grita que odia a su madre y grita que se odia. Yo lo abrazo con fuerza y le digo lo mucho que lo quiero, lo mucho que lo quiere su madre; pero él se zafa de mí y corre berreando hasta su cama. Yo me quedo hecho un lío, temeroso y furioso con mi esposa. Este es el momento en que los buenos padres llaman a sus padres en busca de ayuda. Sin embargo, yo no tengo a quién acudir y no se me ocurriría pedirle consejo a mi hermana sobre la mejor manera de educar a un niño más de lo que se me ocurriría irme nadando al Polo Norte. Por la mañana, me pongo en contacto con Sara Jacobstein, la mujer de Rob Saltpeter, que es psiquiatra infantil y está afiliada al hospital de la universidad. Dando por sentada nuestra amistad, la encuentro en su casa antes de que salga a trabajar. Se muestra muy paciente. Me explica que la ansiedad de Bentley es normal, que debo ser firme con él pero a la vez cariñoso, que tengo que apoyarlo y que, bajo ninguna circunstancia, critique a su madre delante de él. Entonces me avisa de que, mejor temprano que tarde, Kimmer y yo debemos ponernos de acuerdo en cuál de nuestros domicilios constituye su hogar y cuál es solo el lugar que visita regularmente. Me cuenta amablemente que Bentley necesitará de esa estructura en los meses y años venideros. Las palabras de Sara son como punzadas de dolor en mi corazón, y no hago comentarios. Sé cuál será el resultado de cualquier negociación mía con Kimmer. Sara es por encima de todo una buena mujer e, interpretando acertadamente mi silencio, me ofrece como favor especial recibir a Bentley esa misma tarde si yo lo creo importante.
Decido esperar.
A la mañana siguiente, Meadows llama para decirme que Sharik Deveaux, alias Conan, el asesino confeso de Freeman Bishop, ha muerto en una reyerta carcelaria antes de conocer su sentencia. El testigo principal en su contra, el miembro del grupo convertido en prueba de la acusación, ha desaparecido. Cuelgo el teléfono y hundo el rostro entre las manos deseando haber hecho más para conseguir que soltaran a Conan. Sin embargo, no he tenido tiempo, y mis energías han estado dirigidas en otra dirección. Rezo por su alma a pesar de que no me queda demasiada compasión que repartir, especialmente con un traficante de drogas con un historial violento. Aun así, no cometió el crimen por el que se declaró culpable y ha muerto en una pelea en prisión. Estoy seguro de que nadie descubrirá la verdad. Incluso sé quién ha organizado este último crimen. Colin Scott, como salido de la tumba.
III
Mayo. Junio. Exámenes finales. Birretes y togas. Mi clase de graduados me recompensa por mis heridas de bala (o quizá por haber perdido a mi esposa en brazos del más famoso de los estudiantes) eligiéndome para pronunciar el discurso inaugural. Transito por la ceremonia con la ayuda de mi nuevo bastón, grueso y oscuro, finamente tallado, un regalo de Shirley Branch, que me lo compró en un viaje que hizo a Sudáfrica con Kwame Kennerly. Tiene un aspecto muy elegante al lado de mi soso traje académico.
Hace unas semanas, Kwame dejó su cargo junto al alcalde por una cuestión de elevados principios —he olvidado cuáles—, y Shirley me cuenta que tiene intención de presentarse contra su antiguo jefe el año próximo.
Estoy demasiado ocupado echando de menos a Bentley para interesarme.
En mi discurso, digo a los estudiantes que usen su talento para el bien y no para el mal, y ellos se agitan incómodos porque se trata del mismo discurso que oyen todos los años. Así pues, arrojo mis notas, me apoyo contra el atril y les advierto que cuando un abogado pone el servicio a su cliente por delante de la ética, la gente muere. Aplausos rabiosos. Les digo que si llegan a la conclusión de que su único papel consiste en hacer lo que sus clientes les exigen se convertirán en protagonistas de la destrucción de una gran nación y que habrán empezado a morir a causa de su empecinamiento en contemplar la vida simplemente como la oportunidad de conseguir lo que desean. Aplausos moderados. Hablo de la proliferación de las armas de fuego y de la falta de voluntad política para hacer algo al respecto. Aplausos sumisos. Hablo del aumento de abortos y de la falta de voluntad política para hacer algo al respecto. Los estudiantes no aplauden, pero algunos de sus padres sí. Declaro que ambos problemas son símbolos de la tendencia al egoísmo que está desplazando a la democracia y al capitalismo como verdadera ideología de nuestra nación. Nadie aplaude porque nadie cree que lo que digo tenga sentido. Les advierto que tienen que buscar una visión de una nación de mayor grandeza y, a continuación, poner los medios para alcanzarla, no solo en sus vidas profesionales, sino también en sus vidas personales. Les explico que la dicotomía contemporánea entre lo público y lo privado pasa por alto con frecuencia el hecho de que es precisamente el modo en que vivimos nuestra vida privada lo que enseña a nuestros hijos el significado de obrar con rectitud. Y que vivir con rectitud, sin usar la fuerza de la ley para obligar a otros a comportarse rectamente, constituye la mejor definición de una vida plena. Oigo algunos educados carraspeos. Los estoy aburriendo. Me veo dirigiéndome a Kimmer, explicándole el resto de nuestra inacabada discusión. Parafraseo a Emerson: el mundo es todo lo que no significa «yo», incluyendo no solo lo que está fuera de mí, sino lo que también está en mí. Les digo que en la actualidad parecemos invertir mucho tiempo en aconsejar a la gente que sea más como ya es. Pero les advierto que Emerson estaba en lo cierto. A veces, hasta el cuerpo, con sus deseos y necesidades en lucha con la voluntad, es el otro.
No saben de qué estoy hablando. Tampoco lo quieren saber. Quieren que se les felicite por sus éxitos académicos y que los enviemos a ese mundo de egoísmo. Una risita disimulada recorre las filas de los estudiantes togados para la ocasión y de sus repentinamente incómodos padres. Los miembros de los cursos de graduación se percatan de que se han equivocado al invitarme a hablar, que el hecho de que me dispararan y estuvieran a punto de matarme en el cementerio no me ha hecho más sabio, sino más cascarrabias; que me niego a ofrecerles el aplauso que se espera en el día de la graduación.
Lo intento una última vez. Escojo un episodio del Éxodo y les explico que, cuando Dios alimentó a su pueblo en el desierto, Moisés les advirtió que cogieran solo lo que necesitaran. Resultaba fácil saber quién había cogido de más, les recuerdo, porque aquellos que lo habían hecho contraviniendo las instrucciones de Dios guardaron el alimento extra durante la noche y se lo encontraron a la mañana siguiente podrido y cubierto de gusanos. Contemplo el mar de jóvenes rostros, excelentemente educados, listos para ingresar en las plantillas de las poderosas máquinas legales que son los bufetes de las grandes ciudades. Buena parte de ellos, me recuerdo a mí mismo, nunca ha leído el Éxodo, y probablemente la figura de Moisés les suena de alguna serie de dibujos animados. A pesar de todo, debo intentarlo. Les digo que cojan solo lo que necesiten, y no solo en cuestiones de dinero (ya conocen esa parte de la ley de Dios, aunque el noventa por ciento de ellos, igual que todo el mundo, la dejarán a un lado tan pronto como contemplen la posibilidad de una remuneración), sino también en lo que tomamos de los demás: energía emocional, por ejemplo. Que en el amor, en su vida familiar, en la relación con sus colegas solo cojan aquello que de verdad necesiten.
Se quedan callados.
Y añado que en lo que se refiere a autoexigirse también cojan de sí mismos solo lo que necesiten. El derecho es una profesión letal. Cito estadísticas: los absurdos porcentajes de suicidios, alcoholismo, depresión o divorcio. Porque no prestamos atención a la sabiduría del Éxodo. Porque exigimos, incluso de nosotros mismos, más de lo que necesitamos. Contemplamos nuestros cuerpos y nuestra energía y creemos que somos sus dueños. No nos percatamos, con Emerson, de que forman parte de un mundo al que hay que cuidar y respetar, del que no hay que abusar; creemos que son nuestros y hacemos con ellos lo que nos viene en gana. De ese modo, creyéndonos liberados, labramos alegremente nuestro propio camino hacia la destrucción.
No se dan cuenta de que he terminado. Tampoco me doy cuenta yo hasta que regreso a mi asiento. Los estudiantes aplauden, pero solo porque es lo que se espera que hagan. Al bajar del estrado me consuelo con la idea de que probablemente habrían abucheado a Aristóteles, de quien he tomado la idea principal.
Rob Saltpeter me dice más tarde que he estado brillante. Querida Dana Worth me da un beso en la mejilla y reconoce que casi la he hecho llorar. Stuart Land carraspea y confiesa que le ha parecido diferente. Lern Carlyle, que asiste por última vez como miembro de la facultad, me informa de que le ha parecido vigoroso, lo cual puede querer decir cualquier cosa. Para Arnie Rosen ha resultado demasiado místico. Betsy Gucciardini murmura que ha sido fascinante, expresión que se usa en el campus para decir «me ha parecido un asco». La decana Lynda, dándome la mano, me dice que ha estado bien, otro eufemismo negativo, pero me pregunta si no habría sido mejor algo un pelín más optimista. Ben Montoya me advierte gravemente que las analogías bíblicas son excluyentes y con frecuencia ofensivas en una sociedad cada vez más diversa. Tish Kirschbaum me confiesa que ha comprendido lo que yo pretendía decir al mencionar el aborto; pero que, tal como lo he expresado, acabo de hacer un favor a los de la extrema derecha. Shirley Branch me sugiere que debería haber sido más explícito con mi subtexto que, en su opinión, es la subordinación racial. Ethan Brinkley sonríe al decirme que le ha recordado a una charla que mantuvo en cierta ocasión con el Dalai Lama.
Marc Hadley me advierte que he citado mal a Emerson.