53

Llega otro viejo amigo

I

El quinto día después de mi operación ya soy capaz de ponerme en pie y caminar unos minutos. Tres días más tarde, sustituyo la ayuda de las enfermeras por la de unas muletas metálicas. Luego, les llega el turno a las brujas de rehabilitación, que se suman a las torturas de los medicamentos con sus risas y sus burlas, mientras sufro y medio muero de nuevo. Tras nueve días de sus nada delicados cuidados, los médicos reconocen a regañadientes que estoy listo para marcharme a casa. Esa es la parte que temo: ¿cómo puedo decirles a los doctores que me he quedado sin un hogar al que ir? No tengo intención de poner el pie en la casa de Hobby Hill para intentar vivir bajo el mismo techo con una esposa que no solo me ha echado, sino que además tiene una aventura con uno de mis alumnos. Dana se ha ofrecido a acogerme el tiempo que haga falta; pero, por el modo en que lo ha dicho, puedo darme cuenta de que Alison se opone. Rob Saltpeter me ha invitado para que me quede con su familia; la sencilla hospitalidad de su casa me resulta tentadora, pero no quiero molestar a Rob ni a Sara, su extraordinaria esposa. Don y Nina Felsenfeld, que siguen practicando el arte del chesed, me han ofrecido su cuarto de invitados; no obstante, convertirme en vecino de una esposa que no me quiere sería una lenta tortura. El tío Mal me ha dejado recado de que soy bienvenido en su casa de Vienna, en Virginia, pero no tengo intención de devolverle la llamada. La decana Lynda no me ha ofrecido un lugar para vivir, pero por teléfono me ha sugerido que me tome libre el resto del semestre. Y esta vez lo ha dicho de corazón.

Con la ayuda ocasional de la enfermera White me vuelvo hacia el alféizar de la ventana donde se alinean las postales y los mensajes que desean mi pronta recuperación. Muchos de ellos provienen de los sospechosos habituales —la facultad, alumnos y ciertos parientes—, pero también hay sorpresas, incluyendo algunas de mis antiguos compañeros de la universidad a quien hace años que no veo y que deben de haberse enterado por las noticias, porque el tiroteo ha salido en todos los medios. Hay flores de Mallory Corcoran y de la facultad, postales de Wallace Wainwright e incluso de la sargento Bonnie Ames. Otra, con matasellos del aeropuerto internacional de Miami, enviada seguramente mientras el remitente salía del país, me deja de piedra ya que con letra fuerte pero femenina lleva escrito: «Lo siento, Misha. Un trabajo es un trabajo. Me alegro de que estés bien. Te quiere, M.». No sé por qué, pero no creo que sea de Meadows. Miro por la ventana e intento conciliar dos imágenes: un agradable y tranquilo paseo al atardecer en Martha’s Vineyard y la tercera bala que casi me mata en el cementerio de Old Town.

Morris Young pasa a verme en varias ocasiones y me habla acerca de la providencia de Dios y de lo que la Biblia dice sobre los matrimonios que se acaban. Según él, Dios prefiere que los matrimonios finalicen con la muerte; pero, si nos arrepentimos, también nos perdona si fracasamos en nuestro intento de hacer las cosas como a Él le gustan.

Su mensaje no alivia mi dolor.

Tres días antes de que me suelten, alguien de contabilidad se presenta un fajo de papeles para que los firme. Por fin tengo la oportunidad de averiguar cómo es que he pasado toda mi estancia en un cuarto para mí solo: Howard y Mariah me lo han pagado. Tendría que haberlo supuesto. Estoy a punto de llamar a Howard para darle las gracias de mala gana cuando Mariah entra de golpe, me dice que tengo un aspecto estupendo para viajar y me informa que el Navigator estará esperándome cuando llegue el gran día: todo el sitio del mundo para estirarme camino de Darien.

Medito su oferta: la casa privada de invitados para mí solo, espacio para caminar en sus tres hectáreas de bosque, un ama de llaves para que me atienda, probablemente una enfermera particular y un fisioterapeuta para dejarme como nuevo. Y una hermana a la que escuchar todo el día, y cinco —no, seis— niños con los que ir tropezando, y un montón de kilómetros entre mi hijo y yo.

—Gracias —digo a Mariah, perplejo por el modo en que mis opciones se han reducido.

Al día siguiente, por la tarde, se presenta el agente Nunzio y tomo conciencia de que van a reducirse todavía más.

II

—No puedo contárselo todo —me dice con tristeza, como si deseara poder hacerlo.

—¿Qué puede contarme?

—Eso dependerá de lo que usted quiera saber.

—Empiece por las mentiras —sugiero.

Nunzio se pasa una recia mano por el brillante y negro cabello. Cuando empieza a hablar lo hace mirando a otra parte. No le apetece estar aquí. Mallory Corcoran debe de haber removido cielo y tierra para conseguir que el FBI envíe a un agente a Washington solo para informarme. Pero claro, el tío Mal me debe unas cuantas. ¡Vaya si me las debe!

—Nadie le ha mentido en el sentido estricto de la palabra, profesor Garland —comienza diciendo Nunzio. Hemos vuelto al trato formal.

—¿Ah, no? Para empezar, usted lo hizo.

—¿Yo?

Hago un gesto afirmativo. Estoy sentado en mi butaca, al lado de la ventana, y el sol me calienta el cogote.

—No se trató de una coincidencia que fuera usted quien me entrevistara sobre los falsos agentes del FBI que se presentaron en Shepard Street. De no haber tenido la cabeza tan ocupada con otros asuntos, me lo habría imaginado. El buró se movilizó increíblemente deprisa, ¿no? Pero no fue por la suplantación. Fue porque usted sospechaba que uno de los impostores era Colin Scott. Le había perdido la pista, ¿verdad?, y me necesitaba para encontrarlo de nuevo.

Nunzio observa los aparatos médicos que hay al lado de mi cama.

—Puede que sea algo así.

—«Puede», no. Fue exactamente así. Solo un imbécil como yo no se habría dado cuenta. Nunca intentó desanimarme. Nunca dijo que yo estaba loco. Nunca sugirió que lo dejara. Yo le llamaba con las teorías más descabelladas y usted se las tomaba en serio. Pero era porque quería que siguiera investigando. Quería que encontrara a Scott por usted.

—Es posible.

—Fue por eso que Bonnie Ames me hizo todas aquellas preguntas sobre las disposiciones. Eran sus preguntas, Nunzio, no las de ella. Pero usted no quería interrogarme oficialmente sobre las disposiciones de mi padre porque, de lo contrario, yo podría haber sospechado. Así pues, dejó que ella lo hiciera.

—Quizá.

—Quizá. Eso es. Y todo porque usted quería que descubriera a Colin Scott, un asesino.

—Usted nunca estuvo en peligro —suspira, admitiendo lo principal.

—Eso era lo que todo el mundo me decía, pero mire esto. —Me levanto el pijama del hospital y le enseño los vendajes de mi abdomen, pero ni parpadea: ha visto cosas peores.

—Siento eso, profesor. Lo siento de verdad. Quizá tendríamos que haberle dado mayor protección oficial. Lo vigilábamos de vez en cuando. Usted no sabía que estábamos ahí, pero estábamos. Entonces, cuando Scott murió, cuando todo el mundo creyó que había muerto, pensamos que usted se encontraría a salvo. Supongo que nos equivocamos.

—Alguien se equivocó, en efecto. —Hago acopio de fuerzas—. Ahora hábleme de Ruthie Silverman.

—¿La señorita Silverman? ¿Qué pasa con ella?

—Es abogada suplente en la Casa Blanca. Colabora en la selección de los candidatos a la judicatura.

—Lo sé. Pero ignoro por qué la menciona usted.

—Sabe de lo que estoy hablando. Mi mujer nunca tuvo ninguna posibilidad de convertirse en juez federal, ¿no es cierto? Fue solo una tapadera. Una tapadera para que ustedes pudieran investigar a mi familia mientras fingían que recogían información sobre Kimmer. Una tapadera que desecharon tan pronto como intuyeron que podía evitar que me pusiera en contacto con Jack Ziegler.

—¿Qué es lo que se supone que estábamos tapando exactamente?

—Eso dígamelo usted. —Quisiera seguir presionándolo, pero empiezo a flaquear—. Estoy cansado de adivinanzas.

El agente especial Nunzio estira sus fuertes brazos, enlaza los dedos y hace crujir los nudillos. Sus hombros parecen demasiado anchos para el oscuro traje. Otro agente con un atuendo similar aguarda en el pasillo —lo he visto—, y sospecho que va en contra de las normas que Nunzio hable conmigo solo. Eso significa que Washington quiere que pueda negar todo lo que decida contarme.

—Se equivoca, profesor. La señorita Silverman nunca le mintió. Nadie de la Casa Blanca le mintió. No estaban involucrados; al menos, no en el sentido que usted cree. Su esposa fue de verdad candidata a ese cargo de juez. No intervinimos en eso. Dudo que hubiéramos podido. Es la Casa Blanca la que nos controla a nosotros y no al revés, recuérdelo. Sin embargo, nos aprovechamos de la situación, sin duda. Nos permitió husmear en asuntos que de otro modo no habríamos podido investigar.

—Como las finanzas de mi hermano.

Está más incómodo que nunca.

—No era por su hermano, profesor. Yo a eso lo llamaría una coincidencia.

—¿En serio? ¿El FBI pone en marcha una investigación de antecedentes de Kimberly Madison y casualmente resulta que acaba sacando información sobre los problemas económicos de su cuñado?

—Debemos investigar todas las pistas —contesta con suavidad.

—No. Aquí hay algo más. Esto no era solo por Colin Scott. Él no era más que… —Me cuesta encontrar la palabra, pero finalmente doy con ella gracias a mi padre—. No era más que un peón. Igual que yo. Un peón blanco y un peón negro.

Nunzio pasa por alto esa parte de mi comentario.

—Colin Scott era una mala persona, profesor Garland. Ese es nuestro trabajo en el FBI: coger a los malos.

—¿De verdad? Entonces, ¿fue el FBI quien se lo cargó en el cementerio?

—No. Claro que no —contesta Nunzio demasiado deprisa.

No creo que esté mintiendo. Simplemente está diciendo solo parte de la verdad. El FBI no habrá matado al señor Scott, pero tiene bastante claro quién lo ha hecho y nunca me lo dirá. Está bien: yo también guardo secretos que no pienso compartir. Solo me preguntaba si podrían decirme dónde está ella.

Me siento cansado y me duelen tantas partes del cuerpo que mi sistema nervioso ya no las distingue, de modo que me envía todas las señales a la vez. Los puntos en mi barriga me escuecen terriblemente, pero no puedo rascarme. Me lo ha advertido el doctor Serra, que no tiene intención de repetir el trabajo.

—Hábleme de Foreman —digo en voz baja—. Es uno de los suyos, ¿no es cierto?

El agente cierra los ojos un momento y suspira.

—No era del FBI. Pertenecía a otra agencia, una agencia amiga.

—¿Era?

—Un cazador encontró lo que quedaba de él en un bosque, hace unos días. Un feo asunto. Usted vio las fotos de Freeman Bishop, ¿no? Bueno, pues lo de Foreman fue cien veces peor.

—Lo lamento —murmuro, negándome a imaginar qué pudo haber sido cien veces peor que lo que le hicieron al padre Bishop.

—Foreman era un buen hombre. Se unió a Scott para hacer un negocio de armas. No importa dónde. El caso es que consiguió ganarse la confianza de Scott. O eso creímos. Cuando Scott regresó del extranjero para seguir la pista de las disposiciones de su padre, llamó a Foreman para que lo ayudara.

—O para que lo vigilara. —El eufemismo de Nunzio implica que Foreman pertenecía a la CIA, lo cual es lógico desde el punto de vista legal si la operación contra Scott comenzó en el extranjero—. Es posible que Scott sospechara de él desde el principio.

—Sí. Es posible. —Se encoge de hombros—. En cualquier caso, llegó el momento en que empezó a sospechar.

—Ahora lo veo. No solo perdieron la pista de Scott, sino también la de Foreman. Por eso… Por eso…

«Por eso les entró miedo —decido no decir—. Por eso me animaron a que siguiera buscando. Por eso no cesaron de repetirme que estaba a salvo. Ustedes sabían que Foreman estaba en apuros, así que esperaron a que yo los condujera hasta Colin Scott».

Dejo que mis ojos se cierren. El dolor es terrible, y no deseo otra cosa que tumbarme en la cama. Sin embargo, he de plantear un último asunto.

—Y ese era el verdadero objetivo, ¿cierto? Conseguir que Scott regresara a Estados Unidos. ¿No era esa la idea de toda la operación?

—No estoy seguro de a qué se refiere usted, profesor. —Se muestra evasivo.

—Sí que lo está. El juez, mi padre, murió y alguien tuvo que convencer a Scott de que a partir de ese momento corría el riesgo de que saliera a la luz algo que él no quería que saliera.

—Ah, ya le entiendo. Sí, es correcto.

Ha vuelto a contestar rápidamente, con un tono evasivo. ¿De qué va esto? Otro asunto sobre el que nunca podré preguntar.

—Así pues, mi padre ¿fue asesinado o no?

La forma en que Nunzio medita antes de responder, acariciándose el mentón y mirándome de soslayo, es de auténtico miedo.

—No, profesor —responde por fin—. Creemos que no.

Incluso para mi sedado cerebro, sus palabras son como una descarga eléctrica.

—¿No lo creen?

—No hay pruebas de asesinato. Nadie tenía nada que ganar con su muerte. Estamos casi seguros de que fue un ataque al corazón, como dictaminó la autopsia.

—¿Casi seguros?

—La vida es cuestión de probabilidades, profesor. No de certezas.

Quizá. Quizá. Ya nada parece ciento por ciento seguro. Con todo lo que ha pasado y sigo dando palos de ciego.

—Agente Nunzio.

—¿Sí, profesor?

—Los dos hombres que me atacaron aquella noche… los que acabaron con los dedos cortados…

—¿Qué pasa con ellos?

—Usted cree que fue obra de Jack Ziegler, ¿no es así?

—¿De quién más? Él les protegía, a su familia y a usted, ¿lo recuerda? Mutilar a los tipos que le asaltaron fue seguramente un modo de lanzar un aviso.

—¿A quién? ¿Un aviso para quién?

Por segunda vez tengo la impresión de que me he acercado a un asunto del que Nunzio preferiría mantenerme alejado.

—Para quien estuviera en el ajo —responde finalmente.

—Pero ¿no estaba todo el mundo al tanto de sus órdenes?

—Evidentemente, no. —Vuelve el tono evasivo.

—Y si sabe que fue Jack Ziegler, ¿por qué no lo arresta?

Los ojos de Nunzio sueltan chispas.

—No lo sé a ciencia cierta, profesor Garland. Nadie sabe nunca a ciencia cierta lo que ha hecho Jack Ziegler. No, eso no es correcto. Todos lo sabemos a ciencia cierta, pero no tenemos pruebas. Nunca hay pruebas en lo que a su tío se refiere.

Seguramente suelto un gruñido, y al agente Nunzio no le gusta.

—¿Qué sabe usted exactamente de su tío Jack?

—Lo que he leído en los periódicos.

—Pues bien, déjeme explicarle algo. Déjeme contarle por qué su palabra bastaba para protegerle a usted. ¿Sabe cómo se gana la vida de hecho Jack Ziegler?

—Puedo hacerme una idea.

—No. No puede hacerse una idea, así que permita que se lo explique. Es lo que usted llamaría un «broker», un hombre que podría, por ejemplo, adquirir intereses en Turquía en beneficio, pongamos por caso, de Cali, en Colombia. Todo el mundo se fía de él a la hora de decirle la verdad porque el precio que se paga si se miente es en sangre. Su tarifa es un porcentaje del valor de la operación. Supongo que podría decirse que es una especie de banquero del mundo del hampa. Estimamos sus ingresos anuales en unos veinte o veinticinco millones de dólares.

—¿Y por qué no está entre rejas?

—Porque no podemos demostrar nada de lo que le he contado.

Intento procesar esa imagen, la de un hombre que vive de su palabra en un mundo peligroso, un hombre cuyas promesas son tan sagradas que puede… que puede…

¡Oh!

A pesar de todo, una sonrisa asoma en mis labios.

—¿Qué ocurre, profesor? ¿Dónde está la gracia?

—Nada. Nada. Yo… Mire, esto ha sido fatigoso. Quiero acostarme. ¿Quiere ayudarme a llegar hasta la cama?

—¿Cómo? Oh, sí. Claro.

Nunzio me permite que le pase un brazo por los musculosos hombros y me lleva medio en volandas medio a rastras hasta el adorado lecho que el hospital me ha proporcionado. De camino, le hago otra pregunta.

—Así pues, ¿de qué iba ese gran asunto con Colin Scott? ¿A santo de qué había que montar una operación para que volviera al país y poder atraparlo? —Nunzio vacila—. Deje que lo adivine: se trata de algo que no me concierne, ¿correcto?

—Lo siento, profesor.

—No hay problema.

Me estiro y toco el timbre de la enfermera, que aparece acto seguido, me estira las sábanas y me coloca los sensores.

—¿Y la caja? —pregunto mientras la enfermera va a la suya—. ¿Han averiguado quién se la llevó?

—Aún no. Pero lo encontraremos. —Su tono es severo y obstinado, y me doy cuenta de que se siente avergonzado por el modo en que han terminado las cosas.

—Eso espero.

Me mira. Me temo que algo en mi voz me ha delatado.

—¿Cómo lo descubrió? —pregunta—. Me refiero al mensaje de su padre. ¿Qué le hizo pensar en el cementerio?

—En una ocasión le expliqué… me refiero a mi padre, una historia acerca de ese cementerio. Fue hace mucho. Un asunto personal. Puede que mi padre pensara que se me ocurriría enseguida. No sé… Me temo que durante un tiempo lo olvidé.

No me gusta la mirada del duro rostro del agente Nunzio. Está claro que cree que le oculto algo, lo cual es cierto.

—¿Qué le hizo recordarlo? —me pregunta con toda la intención. Es justo la pregunta para pillarme mintiendo, pero tengo mi respuesta preparada.

—Los dos peones —respondo fatigadamente—. Uno entregado dentro de la facultad y el otro fuera.

—¿Y?

—Un peón blanco y un peón negro separados por los muros de la facultad de derecho. Mi padre decía todo el tiempo… —Bostezo. Mi agotamiento no es fingido—. Decía todo el tiempo que un muro nos separaba, separaba a las dos naciones incluso en la muerte.

—No lo entiendo.

—El cementerio de Old Town. Tenía un área para negros separada en el fondo, una especie de cementerio dentro de otro cementerio. A mi padre le gustaba pasear por allí.

Nunzio me lanza una mirada suspicaz, escéptica y temible. Pero carezco de las energías necesarias para que me intimide. Lo contemplo a través de una bruma de dolor y agotamiento.

—Lo hizo usted bien, profesor —contesta, por fin.

—Gracias —murmuro, relajándome de nuevo—. Y gracias por haber venido.

—Bah, de nada. Ha sido un placer.

Está complacido. Sé que está complacido porque le permita irse tranquilo con tanta facilidad.

Lo veo marcharse y sonrío para mis adentros mientras mi cuerpo se desliza hacia el sueño.

«No lo sabe», me digo a mí mismo, encantado con mi astucia. Nadie lo sabe salvo Dana. Hemos burlado a Colin Scott, hemos burlado a Maxine, incluso hemos burlado al FBI.

La caja por la que Colin Scott murió, y por la que casi nos matan a Dana y a mí, carece de valor. El envoltorio de dentro está vacío. Lo sé porque esas fueron las instrucciones que di hace un mes, cuando, incapaz de actuar porque me seguían, le pedí a Dana durante nuestro almuerzo en Post que comprara una caja de metal y la enterrara por mí.