Me visitan viejos amigos
I
—Todos los niños quieren verte —me dice una efusiva Mariah, sentada al lado de mi cama del hospital—. Es como si te hubieras convertido en una especie de héroe para ellos.
Sonrío reconfortantemente bajo el ridículo lío de vendajes, tubos, sondas y suturas. Los médicos me han asegurado alegremente que perdí tanta sangre en el cementerio que estuve a punto de morir. Desde que he despertado me duele todo tanto que más de una vez me he preguntado si no habría sido mejor que la ambulancia hubiera tardado un poco más en encontrarme. No obstante, no todo el dolor es físico. Ayer abrí los ojos y me encontré con una Kimmer que daba cabezadas en la butaca con una gruesa libreta sobre las rodillas. Los volví a cerrar y cuando los abrí de nuevo ya no estaba. He llegado a la conclusión de que soñé con su presencia. Cuando la enfermera pasó para comprobar si estaba muerto o si había alguna razón para que hiciera una llamada de emergencia y acudiera todo el mundo corriendo, le pregunté si mi mujer había venido a verme. La voz no me salió bien, pero la enfermera fue muy paciente y al final conseguí hacerme entender. Me dijo que sí, que mi mujer había estado durante un rato pero que había tenido que marcharse a una reunión. Fue entonces cuando el dolor se convirtió en un compañero inseparable. La vieja Kimmer de siempre. Lo bastante sumisa para visitarme a pesar de nuestra separación, pero sin arriesgarse a perder horas de facturación.
Le pregunté a la enfermera si podía darme algo para el dolor. Repasó fríamente mi expediente y manipuló el gota a gota unos minutos. Al abrir los ojos de nuevo era de noche y tenía dos detectives como compañía.
El doctor Serra, mi cirujano, entró de repente y les dijo que yo estaba demasiado débil para hablar.
Muchas flores, pero el primer día no se presentó nadie de la facultad porque no autorizaban más visitas que la de mi esposa. Una de las enfermeras de cuidados intensivos, una robusta mujer negra llamada White, puso en marcha el televisor y repasó la programación para mí, pero no presté mucha atención a lo que daban. Al final, dejó una película con Jean Claude Van Damme y cantidad de armas. Me dediqué a contemplar el techo, verde claro, mientras recordaba los últimos momentos en el cementerio y me pregunté cuándo podría ver a mi hijo.
Dormí un poco más.
En cierto momento le pregunté al doctor Serra cómo era que tenía un cuarto para mí solo, pero él se limitó a encogerse de hombros y a hacer un gesto con las manos, sugiriendo con aquel elaborado y mediterráneo lenguaje corporal que lo único que le interesaba era mi estado de salud, no el de mis finanzas. Pedí un teléfono, pero me lo denegaron. Un hospital puede parecerse a una prisión. Quise compartir mi punto de vista con el doctor Serra, pero salió a toda prisa para ocuparse de sus otros cuasimoribundos pacientes. Entonces regresó la enfermera White y me explicó que, debido a mi condición vigilada, solo podía tener unas pocas visitas y me rogó que le hiciera una lista de las personas autorizadas. Una vez supe que los niños no podían entrar en la zona de cuidados intensivos perdí interés en el asunto.
Ella me dijo que pusiera cinco nombres aparte de mi familia.
Rápidamente le indiqué los de Dana Worth y Rob Saltpeter. Puse también a John Brown. Y tras pensarlo mucho añadí a mi vecino, Don Felsenfeld. Luego, le pedí a la enfermera que me hiciera un favor y llamara al reverendo Morris Young, el quinto nombre de mi lista. Ella sonrió, impresionada. Cuando se hubo marchado, reparé en un hombre con un traje de sarga azul que estaba de pie en el pasillo al lado de la puerta, y me pregunté antes de caer dormido si estaba vigilado o arrestado.
Al despertarme había una Biblia en la mesita de al lado, la versión de James King en formato grande, junto con una nota de puño y letra del anciano. «Llámame cuando quieras», había escrito. Entró otra enfermera y le pedí si podía leerme el Génesis 9.
Estaba demasiado ocupada.
La policía regresó con el permiso que el doctor Serra les dio de mala gana, y uno de ellos era mi viejo amigo Chrebet. Les conté todo lo que recordaba, pero ya habían hablado con el FBI, con Dana Worth, el tío Mal y la sargento Ames, así que parecían bastante enterados. Solo me hicieron una pregunta que parecía importarles: si había visto a mi asaltante. Esa fue la palabra que usaron, «asaltante». Una palabra de los periódicos y las películas. Me gustó. A pesar del dolor y la modorra, el semiótico de mi interior se despertó preguntándose por qué las instancias oficiales escogían usar una palabra tan rimbombante para describir a un brutal criminal. Puede que eso haga que su trabajo parezca más distinguido de lo que es en realidad. No iban a la caza de un insignificante matón, el vulgar y desesperado detritus que, en la encantadora acepción acuñada por Marx y Engels, ha sido arrojado al Lumpenproletariat: iban a la caza de asaltantes. Bien, yo he sido asaltado en toda regla. Golpeado por un asalto de disparos. Refunfuñando, expliqué a los dos pacientes oficiales que Colin Scott, mi asaltante, estaba muerto. Se miraron, hicieron un gesto negativo con la cabeza y me dijeron que los tres proyectiles que me habían alcanzado en el abdomen, la cadera y el cuello habían sido recuperados y solo dos de ellos habían sido disparados por la pistola del difunto Colin Scott. Eso quería decir que me había disparado una cuarta persona que estaba con nosotros aquella noche en el cementerio.
La persona que Dana intentó atrapar. Y ya sé por qué: porque desde luego no había necesidad de recuperar la caja robada.
«Aún no sabemos si fue un accidente», dijo uno de los detectives. Y añadieron que era esa tercera bala la que más daño había hecho al alcanzarme en la parte baja del pecho. Me contaron que en las películas la gente dispara al corazón, y que no es mala idea; pero que el corazón está rodeado de costillas. En la vida real se hace más daño apuntando a la barriga y esperando alcanzar un riñón o, mejor aún, el hígado. Incluso si no se acierta en esos órganos, la hemorragia es tan importante que hay bastantes posibilidades de que la víctima muera desangrada antes de que llegue la ayuda.
Estaban intentando asustarme. Y lo consiguieron.
Luego, me contaron el resto. Colin Scott también recibió tres impactos; pero el último, el que acabó con él, salió de la misma misteriosa arma que me acertó en el abdomen desde la oscuridad. Las otras dos balas que lo alcanzaron fueron disparadas por otra arma distinta. Los dos proyectiles extraídos de las lápidas cercanas al lugar de nuestro enfrentamiento corresponden a esa otra arma. Una posibilidad, me dijeron los detectives, era que el tirador secreto se hubiera quedado sin balas y hubiera sacado otra pistola; la otra era que no hubiera habido cuatro, sino cinco personas en el cementerio aquella noche: Dana, yo, Scott y dos desconocidos.
Estupefacto, les dije parte de la verdad: que solo había visto el fogonazo, que nunca supe que me habían dado hasta que me desmayé.
Se encogieron de hombros y partieron sin hacerme la pregunta adecuada. Dormité, dándole vueltas a lo accidental contrapuesto a lo intencional.
Cuando volví a despertarme, Mariah estaba al lado de la cama.
Y es en este momento cuando la observo. Tiene un aspecto elegante, maduro y decididamente lujoso con sus vaqueros de diseño y jersey de esquiar, es un soplo de distinción entre lo vulgar, llorando por mí y diciéndome que sus niños creen que soy un héroe.
—¿Qué haces aquí? —consigo graznar.
—Tu decana me avisó.
—No es eso. Me refiero a que acabas de ser madre, ¿no?
—Sí. Y no puedo dejarte solo ni un momento —solloza y ríe a la vez—. Me pongo de parto y tú haces que te peguen tres tiros.
—¿Cómo está la niña?
—La niña es preciosa. La niña está perfectamente.
—¿Qué tiene? ¿Dos días?
—Cuatro. Está bien, Tal. Está perfectamente. Espera abajo, en el monovolumen, con Szusza. De hecho, tengo que ir a darle el pecho dentro de unos minutos. —Mariah sonríe mientras le caen las lágrimas—. Pero, mírate —murmura retorciéndose las manos—, mírate cómo estás.
—Me encuentro bien. Tendrías que haberte quedado en casa, de verdad. —Doy un leve respingo porque me duele al toser. Mucho—. Quiero decir que me alegro de que estés aquí, chiquilla; pero es que… no tenías que dejar a tu bebé por mí.
No quiero que se dé cuenta de lo que me ha conmovido. Tampoco podría explicarlo con palabras aunque quisiera. Puede que siga en cuidados intensivos, pero aún soy un Garland.
—Bueno, quizá no si solo te hubieran disparado una vez, incluso dos. En ese caso me habría quedado en Darien. Pero, como siempre te ha gustado hacer más de lo necesario, tenías que hacer que te pegaran tres tiros.
Me las arreglo para sonreír, más por Mariah que por mí. Me acuerdo de cuando mi madre estaba muriendo y de cómo mi hermana creyó que su papel consistía en ofrecer alguna palabra de consuelo a las silenciosas visitas que se acercaban a Vinerd Howse para darnos su pésame. Le dedico un breve pensamiento a mi hermano preguntándome por qué ha venido únicamente Mariah; pero Addison tampoco asistió nunca a las sesiones de confirmación del juez. A Addison solo le gustan los finales felices.
—Supongo que tienes bastante que hacer —me dice Mariah señalando el juego de ajedrez y mi portátil, alineados al lado de la cama.
Sonrío como un niño en Navidad y para descansar la voz hablo con gestos. Mi hermana abre para mí el portátil en la mesita giratoria y lo enciende.
«Gracias», le digo solo con los labios mientras Windows me da su alegre bienvenida.
—Kimberly te los ha traído —me dice Mariah—. Pensó que te podía apetecer tenerlos.
Amable por su parte, pero también irritante.
—Kimmer va a dejarme —le digo a mi hermana con tono inexpresivo, pero debo repetirlo tres veces para que mis palabras se entiendan.
Mariah tiene la elegancia de parecer avergonzarse con su respuesta.
—Creo que todos los de la costa Este lo saben —dice suavemente y añade con firmeza—: Pero estarás mejor sin ella. ¿Te acuerdas de lo que mamá solía decir cuando algún chico me partía el corazón? «El mar está lleno de peces».
Cierro los ojos un momento. Si un hospital puede ser una cárcel, esta es mi condena: escuchar a mi hermana decirme que estaré mucho mejor viviendo sin la madre de mi hijo.
—La quiero —murmuro, pero tan bajito que dudo que Mariah me haya oído—. Y duele —añado con voz inaudible.
—Nunca me ha gustado —prosigue mi hermana, demasiado distraída para prestar atención a nada que no sea su propio discurso—. No era buena para ti, Tal.
Por un momento estamos juntos y solos a la vez, ya que mi familia carece de los recursos emocionales para ayudar a los que lo necesitan, sobre todo si se trata de parientes. Luego, abro los ojos y la contemplo. Tiene la mirada puesta en su regazo, donde sus dedos se agitan nerviosamente.
Tiene algo más en mente.
—¿De qué se trata, chiquilla? —susurro, porque susurrar es a lo máximo que alcanza mi voz.
—Quizá no sea el momento…
—Mariah, ¿qué ocurre? —El súbito miedo me pone un poco de energía en la garganta—. No puedes venir hasta aquí y no decírmelo. ¿Qué?
—Addison se ha ido.
—¿Ido? —Pánico, recuerdos del tiroteo. Seguro que el gráfico que controla los latidos de mi corazón registra un altibajo. Si no estuviera medio muerto y medio inmovilizado me habría incorporado de golpe—. ¿Qué quieres decir con «ido»? ¿No querrás decir que…?
—No, Tal, no. Nada de eso. Dicen que ha salido del país, que está en algún lugar de Sudamérica. Estaban a punto de detenerlo, Tal.
—¿Detenerlo? Detenerlo, ¿por qué? —Me encuentro agotado. Mi voz es débil y suena cascada, y debo repetir las palabras para que mi hermana me oiga a pesar de que está inclinada sobre mí.
—Por fraude. Impuestos. No estoy del todo segura. Parece que se trata de mucho dinero. No conozco los detalles, pero el tío Mal dice que sea lo que sea lo encontraron cuando llevaron a cabo la comprobación de antecedentes.
—¿Una comprobación de antecedentes?
—Sí, Tal, ya sabes. La de Kimberly.
Lo dice como escupiendo el nombre, dando a entender con su tono que si mi esposa no hubiera puesto tanto empeño en alcanzar ese cargo judicial, nadie habría descubierto las artimañas financieras de Addison, sean cuales sean. La culpa de que Addison esté arruinado la tiene mi esposa, igual que la culpa de que el juez arruinara su carrera la tuvo Greg Haramoto. Ni mi padre ni mi hermano han sido víctimas de sus propios demonios. En la Norteamérica actual, y desde luego en la familia Garland, la culpa nunca es de quien la hace. Siempre la tiene el que levanta la liebre.
—Addison… —susurro. Al menos ya sé por qué buscaba terrenos en Argentina y qué era lo que lo tenía tan asustado.
—Simplemente Alma me ha dicho que tiene una novia allí abajo. Solo que por el modo como me lo ha dicho, creo que puede tratarse de su esposa.
Quizá sean los medicamentos, pero no puedo evitar sonreír. ¡Pobre Beth Olin! ¡Pobre Sally! ¡Pobre la que fuera la semana pasada! Entonces me doy cuenta de que pueden pasar años hasta que vuelva a ver a mi hermano, y el rostro se me ensombrece. ¡Menudo desastre ha dejado el juez tras él!
—¿Estás bien, Tal? ¿Quieres que llame a la enfermera?
Niego con la cabeza, pero le permito que me dé un sorbo de agua.
—¿Sabe alguien algo de él, de Addison?
—No —responde Mariah. Pero el modo como aparta la mirada me indica lo contrario. Entonces, repentinamente alegre, cambia de tema.
—Oye, ¿sabes qué? Tenemos una oferta increíble para la casa.
—¿La casa?
—Sí. Para Shepard Street.
Empiezo a perder el sentido, lo cual puede explicar mi despiste.
—No sabía que estuviera… en venta.
—¡Oh, no lo estaba! Pero ya sabes cómo son los agentes inmobiliarios. Se enteran de que alguien ha muerto y se ponen a buscar compradores antes incluso de que se haya leído el testamento. —Mariah no entiende la preocupación que aparece en mi rostro—. No te preocupes, muchacho, rechacé la propuesta. Todavía hay un montón de papeles por repasar.
Le hago un gesto para que se acerque.
—¿Quién hizo la oferta? —consigo preguntar.
—No lo sé. Los de la inmobiliaria no me lo dijeron. Ya sabes cómo son.
Aunque me siento demasiado débil para manifestarlo, esa operación se me antoja más ominosa que a Mariah.
—Tienes que averiguar de quién se trata —susurro demasiado bajo para que mi hermana lo entienda.
Mariah se pone a hablar de Sally, que ya está rehabilitándose en esa estupenda clínica de Delaware, pero no puedo seguir el hilo. Mi mente quiere descansar. La enfermera entra sin miramientos y añade unos sedantes en la vía intravenosa. Después de eso, todo se nubla durante un rato.
Cuando vuelvo a despertarme, Mariah se ha marchado; pero en su lugar está Dana Worth. Es la primera vez que la veo desde… ¿Fue en el cementerio, hace tres noches?, ¿cuatro? Los hospitales, igual que las cárceles, borran el sentido del tiempo. Lleva un vestido, cosa poco frecuente en ella, y tiene aspecto de estar molesta. Puede que hoy sea domingo y se haya detenido a verme de camino a esa iglesia tan conservadora que tanto le gusta. Lleva un cárdigan encima del vestido y zapatos blancos. Su aspecto es terriblemente provinciano del Sur. Tiene el brazo enyesado, y me explica que una bala rebotó y le fisuró el hueso.
—¿Cuántas facultades de derecho tienen a dos de sus profesores que han sido tiroteados la misma noche? —bromea.
Me esfuerzo en devolverle la sonrisa.
—No conseguí atraparlo —añade Querida Dana apretando los puños, y me doy cuenta de que está enfadada consigo misma—. Lo siento, Misha.
—No pasa nada —murmuro, pero mi voz es aún más débil que antes y me pregunto si me oirá.
—Entonces volví para ver cómo estabas y me encontré toda aquella sangre…
Descarto el asunto con un gesto de la mano. No quiero saber de su heroica carrera a través del túnel de drenaje que yo andaba buscando o de su imperiosa llamada telefónica desde un supermercado —¡puede que el mismo!—, ni cómo esperó a la ambulancia, a la policía y a Samuel para que abriera la verja y los condujo al cementerio acallando sus dudas y preguntas mientras recorrían los oscuros senderos, ni cómo trabajaron frenéticamente para salvarme y me sacaron de allí más muerto que vivo. No quiero oír nada de todo eso, en parte porque ya conozco fragmentos de la historia gracias a Mariah y al doctor Serra, y en parte porque no puedo soportar pensar en el heroísmo de Dana cuando el tener que engañarla se ha vuelto importante.
Y Dana, con su pronta empatía, entiende mi renuencia de inmediato y cambia de asunto.
—Todo el mundo en la facultad está de tu parte —insiste, apretándome los dedos como suele hacerlo la gente cuando quieren que los demás sepan lo sinceramente tristes que están—. Todos tus alumnos quieren saber qué pueden hacer. Donar sangre, lo que sea. Y la decana quiere venir a verte.
Justo lo que necesito. Meneo la cabeza fatigadamente.
—¿Qué hay…? ¿Qué hay del plazo? —consigo preguntar.
—¿Estás de broma? No se atreverán a despedirte ahora. Eres famoso, Misha. Has salido en los periódicos. —Sonríe, pero es una sonrisa forzada. Le señalo el brazo y le susurro que lo lamento—. No pasa nada. —Me da una palmada en la mano—. Mi vida nunca ha sido más emocionante.
—No tendrías que haber… No tendrías que…
—Olvídalo, Misha.
—Esto… Y ellos… Y ellos… —No llego a decir más, pero Dana capta el mensaje y lanza una mirada hacia la puerta antes de atreverse a contestar.
—Sí, Misha, funcionó. Por lo que sé, se tragaron la historia. Y es mejor así. —Me amonesta con un dedo—. Me debes una buena, chaval, y cuando salgas de aquí… —Deja la frase en suspenso y sonríe. La verdad es que Querida Dana está completa, tiene prácticamente todo lo que desea. No hay nada que se le pueda ocurrir pedirme, ni siquiera en broma. Y, suponiendo que se trate de un asunto de Dios y no mío, lo que pueda faltarle lo encuentra en esa iglesia metodista suya—. En fin. El caso es que ha funcionado, Misha.
Muevo los labios y le digo «gracias». Mientras me desvanezco intento añadir «espero que tengas razón».
Dana está incómoda o puede que se haya cansado de intentar animarme. Sea cual sea la razón, se pone en pie, me roza la frente con los labios, me da un apretón en la mano y se pone el abrigo. En la puerta se vuelve para mirarme otra vez.
—Lamento no haberlo atrapado —me dice en mi semiinconsciencia.
Aunque dudo que llegue a pronunciar las palabras, intento decirle a Dana que la persona que lamenta no haber atrapado, la que me disparó la tercera bala, era en realidad una mujer. No sé su verdadero nombre, pero la primera vez que la vi llevaba patines.
II
—Hoy tienes mucho mejor aspecto, cariño —parlotea la que es mi esposa desde hace nueve años aunque ya no piense en mí como marido.
—Debe de ser por las flexiones —consigo articular con mis resecos labios. No obstante, estoy sentado e incluso puedo beber líquidos con una caña. Mi dolorida mandíbula está sujeta y cerrada con alambres. El doctor Serra dice que me la fracturé; pero no recuerdo cuándo.
Kimmer sonríe con una de sus cálidas, lentas y secretas sonrisas. Me sirve un poco de agua de una botella y cierra el vaso con la tapa de plástico. Luego, se acerca y me pone la caña en la boca para que pueda sorber. Me duele verla moverse. El formal corte de su traje negro y la blusa color crudo no contribuyen a disimular su lánguida sensualidad. Desde que me puso de patitas en la calle de su vida la semana pasada, Kimmer parece haber florecido. En estos momentos, parece una mujer notablemente feliz. ¿Y por qué no? Es libre.
—¿Bastante? —me pregunta mi mujer tomando asiento.
Hago un gesto afirmativo. Ella sonríe.
—El médico dice que pronto podrás caminar.
—Estupendo.
—Cuando te dejen salir puedes volver a casa si quieres —me dice sonriendo. Sin embargo, a pesar del sopor que me producen los medicamentos, reconozco la trampa. Kimmer no me está proponiendo que reconstruyamos nuestro matrimonio: simplemente está indicando un lugar donde pueda recuperarme. En su casa, con sus cuidados, en deuda con ella—. Podría hacerte de enfermera hasta que te pongas bien. Como en las películas.
Debo admitir que lo intenta a conciencia; pero no es una oferta que pueda aceptar, y lo sabe bien. Así pues, me limito a mirarla hasta que deja de sonreír, baja la vista y busca un tema de conversación menos comprometido.
—No reconocerías a Bentley. ¡Ha crecido mucho y habla tanto! —Lo dice como si hubieran pasado años, cuando en realidad llevo hospitalizado cuatro o cinco días.
—Mmmm —respondo.
—Nellie no ha venido por casa —añade en voz baja porque su instinto le dice dónde radican mis miedos—. No te haría algo así, Misha, ni a nuestro hijo.
Me pregunto si alguna de esas palabras será verdad. Kimmer es buena abogada. ¿Cómo definirá ella el sentido de las palabras «por casa»?
—No sabes cuánto lamento el rumbo que han tomado las cosas —añade un momento después. Tiene los ojos llenos de lágrimas mientras me sostiene la mano. Le acaricio los dedos.
—Yo también —le aseguro.
—No lo entiendes. —Parece presta a reanudar la discusión de la que ya ha salido vencedora, aunque no entiendo por qué.
—Ahora, no —ruego, cerrando los ojos. Todo lo que puedo ver es el radiante rostro de Bentley.
—No es que no te quiera, Misha —prosigue tristemente, empujando mi corazón cada vez más al borde del precipicio—. Te quiero, de verdad. Es solo que… No puedo… No sé.
—Kimmer, por favor, no sigas.
Menea la cabeza.
—¡Es todo tan complicado! —estalla, como si mi vida fuera más sencilla que la suya. Aunque es posible que la pobre Sally tuviera razón. Quizá lo sea—. ¡No sabes lo que es ser como soy!
—Está bien, Kimmer —murmuro sin motivo aparente—. No pasa nada.
—¡Sí que pasa! Lo he intentado, Misha, ¡lo he intentado de verdad! —Me apunta con el dedo—. Quería hacerlo bien, Misha. Lo quería. Por ti, por los míos, por nuestro hijo, por todo el mundo. Intenté ser como tú querías, Misha; pero tú te ponías furioso conmigo. O yo me ponía furiosa. Sea como sea, ya no puedo seguir siendo esa persona. Lo siento.
—No pasa nada —le digo por tercera o por enésima vez.
Ella asiente, y el silencio se prolonga.
Entra una enfermera para hacer todas esas cosas entrometidas pero necesarias que suelen hacer las enfermeras y le pide a la que pronto será mi ex mujer que salga. Kimmer se seca las lágrimas, se pone en pie y dice que de todas maneras tenía que marcharse. Me besa ligeramente en la comisura de los labios y camina orgullosamente hacia la puerta donde da media vuelta, me ofrece una medio sonrisa y se medio despide con la mano sin dejar de parecer alta, fuerte, deseable y cada vez menos mía.
—Es usted un hombre de suerte —me dice la enfermera.
Lo extraño es que, desde el fondo de mis varios dolores, estoy de acuerdo.