Regresa un viejo amigo
Como me ocurre a menudo, soy el primero en hablar, y lo que digo es una completa estupidez.
—Usted está muerto.
Colin Scott parece sopesar ese problema seriamente y se acaricia su nueva e hirsuta barba. Un coche circula más allá de la verja, pero lo mismo daría si estuviera en el otro lado del mundo. La mano que sostiene la pistola sigue firme, apuntando a cierto lugar entre Dana y yo.
—A mí no me parece nada muerto, Misha —me susurra Dana fingiendo que no está muerta de miedo.
Yo recupero la calma por momentos. Una de dos: o morimos aquí mismo o no morimos aquí mismo. El juez siempre hacía hincapié en el libre albedrío, así que busco afanosamente la oportunidad de poder ejercerlo.
—Mantengan las manos muy quietas —dice finalmente Colin Scott. Mis manos, al igual que las de Dana, rozan la estratosfera. Nos tiemblan a los dos—. Use el pie para empujar esa caja hacia mí.
Obedezco, pero él no hace ademán de recogerla.
—Sabía que usted tenía quien le ayudara, profesor. —Se vuelve hacia Dana—. No nos han presentado.
Me doy cuenta de que lo dice en serio y respondo torpemente:
—Dana, este es el agente… Este es Colin Scott, también conocido como Jonathan Villard. Señor Scott, ella es la profesora Dana Worth.
Hace un gesto de asentimiento, perdida toda curiosidad. Luego, ladea la cabeza, como si escuchara, y frunce el entrecejo. Dado que tiene la pistola, esperamos a que hable.
—¿Hay alguien más aquí con ustedes? Por favor, no me hagan perder el tiempo con mentiras.
—No. Solo estamos los dos —le aseguro. Dana y yo intercambiamos una mirada y nos lanzamos mensajes telepáticos intentando coordinar una mentira. Si la telepatía existiera seguramente lo conseguiríamos.
—¿Sabe lo que hay en la caja?
—No estaba cerrada. La he abierto y he visto un paquete dentro. Eso es todo.
—Eso es todo. —Se agacha manteniéndonos a raya con la pistola, y, lentamente, levanta la tapa. En las películas, este sería el momento en que me lanzaría y le pegaría una patada en la mano arrancándole la pistola mientras el malo se queda quieto y me deja hacerlo mirándome con perplejidad.
No puedo contenerme más.
—Se dice que usted murió ahogado.
—No era yo —responde tranquilamente—. Se ahogó un hombre, pero no era yo. Ya le dije que iba a tener que hacer algo con los del FBI. Estar muerto es una estupenda manera de poner fin a una investigación.
—Vi las fotografías.
—Sí, sacadas del carnet. Bueno, ese era yo. En cuanto al cuerpo del agua, unas pocas horas en compañía de los peces pueden cambiar la apariencia hasta el punto de hacer difícil distinguirla.
Siento una corriente helada. «Unas pocas horas en compañía de los peces pueden cambiar la apariencia…» ¿Va a ser ese nuestro destino?
Es el turno de Dana.
—Pero identificaron el cuerpo.
—No. No fue identificado. Ese es un error frecuente. —Ladea la cabeza hacia el otro lado y chasquea los finos labios, como si fuéramos material para una cata—. Ningún cuerpo se identifica nunca realmente, y desde luego ninguno que haya sufrido descomposición. Se identifican las huellas dactilares, se identifican las dentaduras, y damos por supuesto que, si conocemos al dueño de las huellas, conocemos la identidad del cadáver. Sin embargo, tal presunción depende de la autenticidad de los archivos.
A pesar de que es probable que esté muerto dentro de noventa segundos, el semiótico que llevo dentro está impresionado. En ese sentido, toda la ciencia forense está basada en un clásico error del conocimiento: la incapacidad para distinguir entre el significante y el significado. Las huellas dactilares son significantes, las dentaduras son significantes. Se trata de mensajes codificados a los que atribuimos relevancia. La identidad del cuerpo, la persona que presumimos muerta es el significado. Nos comportamos como si el conocimiento de los primeros implicara el del segundo, pero esa implicación no es más que una convención. No es la mecánica celeste, no es curar una enfermedad. Funciona porque nosotros decidimos que funciona. Y tomamos esa decisión aceptando sin chistar la exactitud de nuestros archivos.
—Usted falseó los archivos —murmura Dana, que nunca ha tenido problemas para seguir el hilo—. Usted o alguien más.
Colin Scott no dice nada. No es el momento para hacer confesiones. Su silencio es en sí una amenaza y… una oportunidad. Tiene aspecto pensativo. Evidentemente, hay algo que no ha salido como tenía planeado. Está decidiendo qué hacer.
—Bueno, ya tiene la caja —indico, intentando ganar tiempo—. Ya está usted a salvo.
—La caja nunca ha sido para mí, profesor. La mayor parte de lo que le conté es cierto. Fui… contratado… para recuperarla para otra persona.
—¿Quién?
Otro silencio mientras sopesa lo que va a decir. Su rostro está ojeroso, lo cual me recuerda que ya era un hombre de mediana edad cuando fue expulsado de la Agencia y que de eso hace casi treinta años.
—No estoy aquí para dar explicaciones, profesor —contesta finalmente—. Pero no suponga que soy el único que esperaba que usted encontrara esa caja. Soy simplemente el único que ha estado presente cuando la ha desenterrado.
Es el turno de Dana.
—Pero ¿por qué no podía encontrar la caja usted mismo?
Los amarillos ojos de Colin Scott se vuelven hacia ella, brillan despectivamente y regresan a mí. No obstante, al contestarme, está respondiendo a la pregunta de Dana.
—Su padre era un hombre brillante. Quería que usted encontrase la caja, pero sabía que podía haber alguien más por medio. Yo o alguien como yo. No podía correr riesgos.
—¿Cómo?
—Sabíamos lo que significaba Excelsior, fue un juego de niños. Y también sabíamos que habíamos cogido al novio de Angela equivocado, de lo contrario nos habría dicho lo que necesitábamos saber. Pero lo del cementerio… Eso fue muy astuto por su parte, profesor, muy astuto.
Se hace el silencio. Lo rompo.
—Muy bien, ¿y qué hacemos ahora?
Los delgados y agrietados labios se le tuercen en una sonrisa, pero no se molesta en contestar, sino que hace un gesto con la pistola para que nos alejemos de la verja y nos adentremos en el cementerio por el sendero principal. Allí podrá matarnos más fácilmente. Señala el cinturón de Dana. Ella se quita el móvil con dedos temblorosos y se lo entrega. Él lo examina un instante, lo tira al suelo y sin apuntar le encaja dos rápidos balazos. Dana da un respingo ante el amortiguado sonido. Yo también.
—No tiene que estar asustado, profesor —declara. Sus ojos parecen estar vigilando de modo harto imposible el sendero que tenemos delante, los que hay a los lados y a nosotros sin que él ni siquiera mueva la cabeza—. Tengo lo que he venido a buscar, y nunca más volverán a verme. No voy a matarlos.
—¿No? —pregunto con mi habitual mordacidad.
—No tengo prejuicios a la hora de matar. El asesinato es una herramienta que en mi profesión uno debe estar dispuesto a utilizar. —Deja que sus palabras surtan efecto—. Pero hay algo llamado órdenes y, tal como tuve ocasión de decirle a su padre, existen reglas para este tipo de cosas.
—¿Reglas? ¿Qué reglas?
Colin Scott se encoge de hombros sin desviar la pistola un milímetro.
—Digamos simplemente que su amigo Jack Ziegler, además de ser la basura que es, es un hombre vengativo.
Sin embargo, no baja el arma, y yo empiezo a entender su problema. Está preocupado por la promesa que me hizo Jack Ziegler, la que me hizo en el cementerio el día en que enterramos a mi padre, la que Maxine me recordó en Martha’s Vineyard, la misma que el tío Jack me aseguró en Aspen que iba a cumplir: la promesa de proteger a mi familia. Y el resultado es este pequeño drama: el tío Jack impartió sus órdenes, e incluso este asesino profesional, que tiene todos los motivos del mundo para odiar a Jack Ziegler y para temer lo que yo pueda contar a la policía, no se atreve a desobedecerlas.
—No puede hacernos daño —murmura Dana con evidente alivio bajando las manos.
Los siniestros ojos de Colin Scott se mueven, y la pistola oscila levemente.
—Mis órdenes son no hacer daño al profesor Garland o a su familia. Pero me temo, profesora Worth, que nadie mencionó a sus amigos.
Dana parece encogerse.
—¿Me va a matar a mí?
—Es necesario. —Suspira y apunta justo entre los ojos de Dana—. Y tiene cierta… simetría.
—¡Espere! —gritamos ella y yo al unísono mientras nuestros cerebros trabajan a toda prisa para dar con las palabras que consigan detenerlo.
—Por favor, manténgase alejada del profesor Garland —dice razonablemente, como si su principal preocupación por el momento fuera la de mantenerme a salvo de cualquier daño accidental. Una rata de cementerio, enorme y blanca, surge de las sombras y se sienta sobre sus cuartos traseros, puede que notando que se acerca la hora de la cena—. Simplemente cierre los ojos, profesora Worth, y no tendrá tiempo ni de sentir dolor. Usted, profesor Garland, se hará a un lado y se pondrá de cara al muro de ese mausoleo.
—No lo haga —protesto.
—Profesor Garland, debo pedirle que se vuelva. Ha oído lo suficiente para enviarme al corredor de la muerte; pero, independientemente de lo que yo haga esta noche, usted no hará nada porque, de lo contrario, las órdenes de protegerlo a usted y a su familia dejarán de tener efecto. Usted puede jugarse la vida, pero tiene esposa y un hijo en los que pensar. ¿Me ha entendido?
Yo pensaba que sabía lo que era el terror, pero en estos momentos es algo vivo en mi interior, algo que aletea locamente y me priva de la capacidad de razonar.
—Sí, pero usted no puede…
—Dese la vuelta, profesor.
—Va a matarme —repite Dana con voz temblorosa.
En ese momento, cometo el acto más audaz y estúpido de los cuarenta años que llevo en este planeta: bajo las manos y me interpongo entre Dana Worth y Colin Scott.
—No. No lo hará —digo en un tono aún más trémulo que el de Dana.
—Apártese, por favor, profesor —dice el hombre que mató al hombre que mató a Abby.
—No.
El señor Scott vacila. Casi puedo oír girar los engranajes de su cerebro. No quiere que Dana escape, y tampoco quiere realmente que lo haga yo. Puede que lo mejor sea matarnos a los dos y confiar en su habilidad para escapar de la ira de Jack Ziegler. También puede que esté pensando en culpar a otro de mi muerte. O también es posible que crea que el tío Jack está demasiado viejo para que su palabra tenga la fuerza que tuvo en otra época. Puede que su cliente sea incluso más poderoso que el poderoso Jack Ziegler. Hasta es posible que Scott esté pensando en otra cosa, en algo que no alcanzo a imaginar porque no vivo en su mundo. Pero, sea cual sea la razón, me doy cuenta de que el antiguo agente de inteligencia ha tomado una decisión: nos va a matar a los dos aquí mismo, en el cementerio de Old Town. La indiferencia de su mirada refleja ese mensaje con la misma firmeza que si hubiera estado esculpido en granito.
El cañón de la pistola sube unos centímetros y parece hacerse enorme y negro, listo para engullirme. Y, mientras me preparo para saltarle encima, me doy cuenta de que nunca llegaré a tiempo de impedirle que dispare, así que uso mis últimos segundos para rezar pensando que ojalá hubiera podido despedirme de mi hijo y de mi mujer que ya no lo es; y me doy cuenta de que la mano de Dana está en la mía, y oigo el salmo Veintitrés en sus labios, y me pregunto qué se ha hecho de sus afamados conocimientos de artes marciales; y mis sentidos están tan terriblemente aguzados que casi puedo distinguir cada cabello de la teñida cabeza de Colin Scott, casi puedo apreciar la presión de su dedo al cerrarse sobre el gatillo; entonces, el profundo e irrefrenable instinto de conservación se sobrepone a mi natural fatalismo. Me libero de la mano de Dana y surco la escasa distancia que me separa de Colin Scott.
Y todo sucede de golpe.
Colin Scott es muy rápido. En la fracción de segundo que media entre que salto y aterrizo sobre él, consigue apretar el gatillo, no una sino dos veces, y todo el cementerio se estremece con el estruendo de la pistola mientras mi cuerpo se queda frío e insensible, y giro a un lado tropezando con un ángel de alabastro que monta guardia encima de una lápida. Estoy atónito por el sonido: la pistola de Scott tenía silenciador, así que no tendría que haber hecho ruido; pero también me doy cuenta de que él tenía razón, de que no siento nada. Entonces me percato de que Dana me está gritando algo que soy incapaz de oír, también de que no estoy muerto, de que las balas deben de haber fallado, de que Colin Scott está de rodillas, de que hay gran cantidad de sangre en la pechera de su camisa, de que la helada gravilla está resbaladiza, de que mi primer pensamiento es que de alguna manera la pistola ha fallado y le ha estallado en la mano, de que sigo en pie aunque aturdido y de que empujo a Dana hacia la oscuridad, hacia el túnel de drenaje. Ella vuelve a aferrar su pala, y se me ocurre que puede haber golpeado a Colin Scott con ella porque él tiene un tajo sanguinolento en la frente. Mientras sigo intentando que Dana se mueva, no le quito ojo al señor Scott que se está dando la vuelta con una mano apoyada en el suelo al tiempo que apunta hacia algo detrás de él, en la oscuridad, y dispara dos veces más, muy deprisa. Dos destellos iluminan brevemente el cementerio, que enseguida queda de nuevo sumido en la oscuridad. Se oye un grito entre las sombras, y Dana y yo decidimos echarnos al suelo. Inmediatamente se oye la detonación de otra arma, y Colin Scott queda tendido en el suelo, con el arma a unos centímetros de su convulsa mano y el cuello ensangrentado. Intenta decir algo, las palabras se le forman en los labios mientras la vida se apaga en sus ojos llenos de lágrimas que ya no ven. No me atrevo a acercarme porque no sé quién ronda ahí, esperando; pero distingo la forma de los sencillos sonidos que Scott pretende articular, y sé que su último pensamiento es para su madre.
Dana y yo seguimos aplastados contra el suelo.
Esperando.
Escuchando.
Unos pasos crujen en la gravilla, despacio, cautelosamente, alerta ante una trampa.
Dana solloza. No sé por qué. Somos los supervivientes. La abrazo en la hierba de al lado del sendero. A pesar de mi chaquetón, tengo frío. Dana tiembla, leve como una hoja. El señor Scott es un amasijo ensangrentado.
Estamos demasiado asustados para movernos.
El haz de una linterna surge por encima de nosotros, cae sobre Colin Scott y surca el aire sobre nuestras cabezas. Mi visión se nubla con los destellos.
Nos quedamos muy quietos. Tengo la impresión de que debería hacer algo, pero un letargo se ha apoderado de mí. Mi cuerpo rehúsa moverse. Quizá son las secuelas del pánico mortal.
La luz, que está muy cerca, resulta casi cegadora. Distingo lo que podrían ser unos vaqueros, zapatillas de deportes. No obstante, sea quien sea, el que ha abatido a Colin Scott no dice una palabra, y ni Dana ni yo podemos ver nada. Oímos un roce metálico, y la luz se apaga.
Los pasos empiezan a retroceder, y Dana se pone en pie de un salto con un grito de furia, recoge del suelo la pistola de Colin Scott y echa a correr, no hacia la verja, sino hacia la oscuridad.
—¡Dana! —grito mientras salgo tras ella saltando por encima de los restos de Colin Scott. Mi voz suena débil, como el eco de un eco—. ¡Dana! ¡Espera! —Pero mi grito es un quejido—. ¡Dana!
Empiezo a tambalearme. La oscuridad pasa de negro-negro a gris-negro y a gris-gris, y el suelo se convierte en un torbellino que me golpea en la cara. Quiero decirle a Dana que se está portando como una loca, que deberíamos coger la caja y dirigirnos a la verja o al túnel de drenaje, pero no tengo la energía para hacerlo. Me derrumbo contra la lápida. Veo al ángel de alabastro sobre mí. Dana se ha marchado, pero todo me parece muy poco importante. Se me entumecen las manos. Descansar en la lápida es como aferrar agua. No, hielo. Resbalo hasta el suelo. Uno de mis pies se agita espasmódicamente. El estómago me pica, pero no puedo mover un dedo para rascarme. En el resplandor de mi caída linterna puedo ver por qué Dana ha salido corriendo. La caja ha desaparecido. El que se ha cargado a Colin Scott debe de habérsela llevado. Mientras estábamos deslumbrados por la linterna. Eso era el roce metálico que he escuchado.
Intento rezar.
—Padre Nuestro que… estás…
Reúno mis fuerzas y vuelvo a empezar.
—Dios mío…, por favor…
Pero esos pensamientos requieren demasiada energía. Necesito descansar. La hierba está pegajosa bajo mi mejilla. Justo antes de que las sombras caigan sobre mí, me doy cuenta de que no toda la sangre pertenece al señor Scott.
Resulta que me han dado.