De nuevo Old Town
I
Estoy poniendo punto final a este misterio allí donde empezó. ¿Han pasado realmente cuatro meses desde que Jack Ziegler surgió de entre las sombras, el día del entierro del juez, para involucrarme en esta pesadilla o fue solo la semana pasada? En mi reciente confusión, no solo la verdad y la justicia, sino también el tiempo parece haber quedado afectado, curvado en el sentido de la fuerza gravitacional; en este caso, la fuerza ejercida por mi misión, por mi desesperada necesidad de saber.
Me encuentro de nuevo en el cementerio de Old Town, pero no estoy aquí para ver a Samuel porque son las ocho pasadas, ha oscurecido y hace mucho que él se ha marchado. No he escalado los muros o la verja. No me he arrastrado por el túnel. Simplemente he entrado alrededor de las cinco, me he encaminado hacia una de las lápidas de mármol en un rincón, fuera de la vista de la entrada, y he esperado. Llevaba conmigo una mochila de donde saqué un ejemplar de la Historia de la guerra, de John Keegan y leí sobre cómo solían organizarse los ejércitos, cuando los soldados de primera línea sabían que iban a morir pero aun así seguían marchando a la batalla. Peones. Peones prescindibles. Leí, medité y aguardé. Samuel cerró las puertas y desapareció. Yo seguí esperando. Desde mi posición, al lado de un mausoleo, no puedo divisar la verja, pero puedo controlar el único camino que conduce hasta mi pequeño rincón del cementerio. Si ha entrado alguien después de mí, no me ha seguido hasta el banco. Aun así, estoy convencido de que no me hallo solo.
Mientras cae la oscuridad, sigo meditando.
Un cementerio es una afrenta a la mente racional. Una de las razones es por el misterioso espacio malgastado, ese tributo a los muertos que degenera inevitablemente en adoración a los antepasados siempre que, en cumpleaños y aniversarios, hombres de fe y sin ella se enfrentan a las inclemencias del tiempo solo para permanecer de pie ante esas silenciosas hileras de piedra rezando, sí, y rememorando, naturalmente, pero muy a menudo también hablando con el difunto; un extraño y pagano ritual en el que nos embarcamos con la creencia de que esos cadáveres, descompuestos en sus combados ataúdes, son capaces de escucharnos y comprendernos («Un día, pronto, estaré contigo, cariño». O «Estoy haciendo todo lo que me dijiste, mamá») si nos mantenemos ante sus tumbas y no, en cambio, si por ejemplo nos tomamos la molestia de proyectar nuestros pensamientos hacia el más allá mientras conducimos. A menos que estemos presentes, frente a la lápida apropiada, los mensajes no llegan a su destino. Al menos, eso es lo que nuestro comportamiento indica.
La otra razón por la que un cementerio atrae nuestro lado irracional es por su irresistible facilidad para traspasar la tenue capa de civilización con la que hemos revestido los miedos de nuestra infancia. De niños, sabíamos que lo que nuestros padres nos aseguraban que solo era una rama de árbol agitándose en el viento se trataba en realidad de la punta del dedo de alguna horrible criatura nocturna que nos aguardaba fuera de la ventana, golpeando, golpeando, golpeando para hacernos saber que, tan pronto como nuestros padres cerrasen la puerta y nos condenaran a la oscuridad que aseguraban que fortalecía el carácter, descorrería el cerrojo y se precipitaría dentro y…
Y en este punto la imaginación infantil normalmente se agota, incapaz de dar forma a los precisos miedos que nos han mantenido despiertos y que dentro de unos meses quedarán olvidados por completo. Es decir, hasta que vayamos a visitar un cementerio, donde la posibilidad de topar con una criatura de la noche parece notablemente real.
Por ejemplo, esta noche. Esta noche sé que anda suelta alguna terrorífica criatura. Hago una pausa en mi caminar, con la linterna apuntando hacia el suelo, y levanto la cabeza, escuchando, olfateando el aire. La criatura se halla cerca. Puedo percibirla. Probablemente la criatura será humana; posiblemente haya cometido violencia; sin duda, la criatura me ha traicionado.
Igual que mi esposa. La verdad es que ni siquiera sé si sigo casado. Tras la misa del domingo, el día antes de empezar a difundir por la facultad la idea de que estaba a punto de dar por terminada mi búsqueda, me enfrenté finalmente a Kimmer sobre el hecho de Lionel, sentándome con ella en la cocina mientras Bentley jugaba con el ordenador en la habitación contigua. Durante un rato, ella permaneció sentada, con su vestido azul claro destacándole sobre la piel de arce; luego, dijo lo que dicen todas las esposas: «Nunca pretendí herirte». Nos comportamos muy civilizadamente, y me contó algunos detalles de la historia: «Sí, empezó el pasado verano». «Sí, intenté ponerle fin, pero él no quería marcharse. Se suponía que íbamos a hablarlo ese día, cuando tú lo viste delante de casa». Pero enseguida se me hizo evidente que Kimmer estaba refiriéndose a la situación que debatíamos. Así pues, la interrumpí y la obligué a mirarme a la cara y le hice una o dos preguntas relevantes: «¿Se ha acabado lo vuestro?». Me contestó que no lo sabía, así que le formulé la segunda: «¿Te vas a marchar?». Me mantuvo la mirada y me dijo que creía que lo mejor para nosotros era que pasáramos un tiempo separados. Según dijo, teníamos un montón de asuntos por resolver. Cuando conseguí recuperar el uso de la voz mencioné a Bentley y lo duro que iba a ser para él. Ella asintió tristemente y dijo: «Pero puedes venir a verlo siempre que quieras». Me costó un momento comprenderla y le pregunté si pensaba llevarse a nuestro hijo. «Necesita a su madre —respondió—. Además, está acostumbrado a esta casa». Permanecí sentado, completamente aturdido, mientras Kimmer meneaba la cabeza tristemente. Le pregunté si realmente me dejaba por Lionel y me dijo que no, que yo no lo comprendía, que el problema no era Lionel sino mi conducta. «No quería llegar a este punto, Misha. De verdad que no. Te quiero, pero últimamente has estado de lo más raro y no puedo soportarlo más. Necesitamos tiempo». Se refería a tiempo separados. Tiempo durante el cual ella se queda con la casa y yo tengo que largarme. «No es que sea la solución ideal; pero los pleitos por custodia pueden ser duros para los niños».
Me dio una semana. Eso fue hace dos días.
Fui a ver a Morris Young y me mostré irracionalmente acusador. Él aguardó a que me tranquilizara y me recordó que la cuestión nunca había sido la fidelidad de mi mujer. La promesa que le hice había sido la promesa del deber cristiano, mi obligación de tratarla con amor tanto tiempo como estuviéramos casados. Le pregunté si la promesa seguía siendo válida, y él me preguntó si aún estábamos casados.
Sigo caminando.
Todavía estoy enfadado, pero no con el reverendo Young ya que él no es la causa de mi dolor. No. Estoy enfadado conmigo mismo y furioso con mi mujer. He pasado del «¿Cómo ha podido hacer algo así?» al «¿Cómo se ha atrevido a hacer algo así?». Estoy lo bastante chapado a la antigua para pensar que los votos de matrimonio no implican una promesa de permanecer hasta que alguien dice «basta», sino una promesa de permanecer pase lo que pase. Obviamente, Kimmer cree otra cosa. Sin embargo, aún la quiero. Ahí radica el verdadero absurdo: si el amor fuera una actividad, me vería incapaz —o puede que no dispuesto— de dejar de actuar.
Bullendo aún de rabia, meneo la cabeza. No puedo permitir que nada me distraiga en este momento, ni siquiera la ruina de mi matrimonio. Quizá, cuando todo esto acabe, Kimmer cambie de opinión. Me quedan cinco días para convencerla y es posible que pueda empezar esta noche. He calculado todos los movimientos como lo hacen los jugadores de ajedrez. Estoy convencido de que mi gambito derrotará al desconocido pero omnipresente adversario que se sienta como un fantasma al otro lado del tablero. Cuando la batalla concluya, podré concentrarme en salvar mi matrimonio. Sé que mi comportamiento ha contribuido a que Kimmer se distanciara de mí. Me disculparé, le llevaré flores y, lo mejor de todo, le haré saber que la búsqueda se ha acabado y con ella las tonterías. Hace diez años la convencí para que se casara conmigo, seguramente podré convencerla para que se quede.
Seguramente.
O puede que no. Una oleada de fatalismo se abate sobre mí, y me pregunto si podría haber actuado de otro modo o si, una vez muerto el juez y comenzado su terrible plan, con la aparición de Jack Ziegler pidiendo conocer las disposiciones, todo estaba determinado de antemano; si incluso mi matrimonio había quedado condenado desde el día del funeral.
Hago un esfuerzo para concentrarme en el momento presente.
En mi libreta hay varias genealogías y unos cuantos mapas cuidadosamente trazados. Cada uno corresponde a una parte del cementerio, y cada uno conduce a una parcela diferente. Un lector casual que hallara mi libreta y la hojeara, seguramente pensaría que estoy intentando hacerme una idea de qué parcela prefiero. En sentido estricto eso sería correcto, pero no exacto. Durante mis visitas he estudiado la gran mayoría de las parcelas del cementerio, pero no personalmente sino en los libros que Samuel está encargado de cuidar. He estado poniendo a prueba teorías. He estado estrechando el círculo. A Rob Saltpeter, el futurista constitucionalista, le gusta decir que las decisiones del Tribunal Supremo «crean oportunidades para el diálogo y el descubrimiento». Ese es el propósito de mi mapa: crear oportunidades. Ya he mantenido suficientes diálogos.
En cuanto al descubrimiento, tendrá que bastarse a sí mismo.
El cementerio está dividido por una serie de líneas rectas que se cruzan en ángulo recto formando una especie de damero en el que cada recuadro acoge cierto número de parcelas.
Una especie de tablero de ajedrez.
Siguiendo el mapa de mi libreta, la cuidadosamente trazada cuadrícula, camino por el sendero principal. Voy dejando atrás lápidas en sombra, algunas austeras, otras más trabajadas, algunas con ángeles o cruces, y muchas nada más que simples rectángulos incrustados en el suelo. Mantengo baja mi linterna, apuntando al sendero de gravilla ante mí. Recorro el trayecto hasta el muro del fondo del cementerio, en dirección opuesta a la verja de la entrada, no lejos del túnel por donde Kimmer y yo escapamos, a una edad en la que aún teníamos todo por delante. Aguardo, escuchando los sonidos de la noche. El crujido de la gravilla. ¿Se trata de un hombre en la distancia o es un animal más cerca? Me esfuerzo en divisar otras linternas. Aquí y allá se ve un destello. ¿Hay alguien buscándome o habrán sido los faros de algún coche en la distancia entrevistos a través de la verja?
No hay forma de saberlo.
He recorrido este camino las veces suficientes para no necesitar el mapa. Me encuentro en la esquina suroeste, hacia la derecha visto desde la entrada. Me desplazo hacia la derecha —hacia el este—, hacia la izquierda visto desde la verja, cruzo un sendero y giro hacia el norte por el segundo. Las casillas de un tablero de ajedrez se numeran en un damero de ocho por ocho que empieza como Al en la esquina inferior izquierda y termina como H8 en la superior derecha. Si imagináramos el cementerio como un tablero de ajedrez con la entrada en el lado de las negras, yo estaría caminando por la fila B. Sigo adelante y cruzo tres senderos que llevan los nombres de los fundadores de la ciudad aunque en mi libreta están señalados como B1, B2 y B3. Me detengo en el cuarto.
B4, según mis notas.
B4 si uno acepta que el cementerio pueda ser un tablero de ajedrez a pesar de que no tiene sesenta y cuatro casillas y si da por buena la decisión arbitraria de poner la entrada en el lado de las negras.
Puede que sea verosímil.
B4, el primer movimiento del Doble Excelsior, con el caballo, si negras ganan y blancas pierden. El día de mi pelea con Jerry llamé a Karl porque quería estar totalmente seguro. Me dijo que sí, si el compositor era un artista y un romántico. Mi padre presumía de ser ambas cosas. «¡Excelsior! ¡Ya empieza!» Si las blancas pierden, entonces comienza con el caballo de reina blanca adelantando dos casillas. Por eso mi padre lo arregló de modo que yo recibiera primero el peón blanco. Seguramente Lanie Cross tenía razón. El juez quería prepararlo para que las negras finalmente ganasen. El movimiento es B4, la casilla es B4, el movimiento está escrito como B4 y aquí estoy yo, en B4. Endeble pero puede que verosímil, sobre todo si resulta que le conté a mi padre el relato de mi huida del cementerio con Kimmer. Endeble pero puede que verosímil; no obstante, es lo único que tengo.
Salgo del sendero siguiendo el haz de mi linterna hasta que encuentro el lugar que estoy buscando, un panteón. Ilumino las lápidas, grandes las de los adultos y más pequeñas para los que murieron jóvenes. Repaso los nombres y las fechas. La mayoría de las losas son del siglo XIX, y unas pocas del XX.
Doy con la que estaba buscando. Es la cuarta ocasión que la observo, pero la primera que lo hago llevando una pala. Podría haber acudido antes dispuesto a cavar, pero tenía mis razones para esperar.
Levanto la linterna para examinar brevemente la lápida y comprobar la identidad de la persona enterrada bajo ella: «Angela. Hija amantísima». Observo las fechas de su corta vida «1906-1919». Murió demasiado joven, pero eso es algo que ya sabía.
Doy un paso hacia la izquierda, pasando de ese panteón al de al lado. Una vez más, lo rodea una valla de hierro. Una vez más, una pared de granito en el fondo muestra el nombre de la familia. Y lo mejor de todo. Una vez más, se ve una marca en la parte de delante, en la esquina derecha, bastante cerca de la de Angela.
Perfectamente colocada.
«Aloysius. Hijo querido». Examino las fechas: «1904-1923».
Justo al lado de la de Angela.
Perfectamente colocada.
Casi con toda certeza no se trata del novio de Angela. No en la vida real. Pero es lo bastante cercana para que haya una posibilidad verosímil de descubrimiento. «Ser hombre es actuar».
Compruebo mi mapa, compruebo el nombre de nuevo y examino el terreno. Tardo tres o cuatro minutos, pero por fin doy con lo que busco. Bajo el haz de luz de la linterna veo que una zona de tierra oscura cerca de la tumba ha sido removida hace poco. Ni siquiera tiene hierba encima. Me sorprende que nadie le haya metido mano, pero las cosas siempre parecen mucho más evidentes cuando se sabe dónde están.
Perfectamente colocada.
Me inclino para sacar la pala de la mochila, pero me detengo, me incorporo y contemplo la oscura y distante bruma. La quietud está demasiado llena de sonidos. ¿Una pisada en la helada gravilla o una ardilla en un árbol? No tengo forma de saber si alguien ronda por ahí, pero no me cabe duda de que hay alguien. Tiene que haberlo. Pero no sé de qué lado del muro del cementerio estará él o ella, y para el caso tampoco de qué lado de la tumba. Puede que sí existan los fantasmas, aunque no debo permitirles que en este momento me detengan.
Dejo la linterna en el suelo para que ilumine el terreno fangoso y sin hierba y empiezo a cavar con la pala que he traído. El trabajo es sorprendentemente fácil y leve. El terreno está pesado, empapado de agua, duro y helado por debajo, pero no me cuesta clavar la herramienta. Lo más arduo es levantar y apartar la tierra. Aun así, al cabo de cinco minutos he cavado una trinchera poco profunda de unos veinte centímetros de ancho. Se me ocurre que se debió tardar tiempo en hacer ese agujero y me parece notable que nadie reparara en ello. Me da igual. No es mi problema, no en este instante. Sigo trabajando y al cabo de cinco minutos golpeo algo de metal.
Un crujido.
Dejo de cavar y trazo un amplio círculo con la luz, sondeando la bruma. Hay alguien. Seguro. Y no tiene sentido seguir ocultando la linterna porque sé que la persona que ronda por ahí sabe dónde encontrarme. Por un segundo pienso en cubrir el agujero que he cavado y en renunciar a llevar el juego hasta sus últimas consecuencias, pero he ido demasiado lejos. He ido demasiado lejos al pelearme a empujones con Jerry Nathanson. He ido demasiado lejos al visitar a Jack Ziegler y al pedirle un favor a Dana Worth.
He ido demasiado lejos al comportarme de un modo que puede haberme costado mi esposa.
Sigo cavando.
Agrando el hoyo hasta que veo lo que me parecen los bordes de una caja de metal azul. Me arrodillo e intento sacarla, pero mis dedos no pueden hacer presa en la tierra húmeda, y me doy cuenta de que debo cavar más. Nunca pensé que sería más fácil abrir el agujero que sacar la caja. Puede que exista una herramienta especial que la gente usa para tareas como esta.
Opto por ensanchar las esquinas. Me incorporo, cojo la pala y es justo entonces cuando un pálido fantasma se materializa surgiendo de la oscuridad. Suelto un grito y alzo la herramienta como si fuera a golpear.
—Déjame que te ayude, Misha —susurra el fantasma, que en realidad es Dana Worth.
II
Por un momento, no se me ocurre nada que decir. Dana permanece ante mí, sonriendo tímidamente y también tiritando un poco porque rondar por un cementerio de noche no es divertido para nadie. Debí haberme figurado que lo averiguaría. Se ha vestido para la ocasión con un chaquetón gris y recios vaqueros. Incluso lleva una pala.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunto temblando todavía por el susto que me ha dado.
—Vamos, Misha. Después de lo que me pediste que hiciera, ¿pensabas realmente que iba a perdérmelo?
—¿Cómo has entrado?
—A través de la verja, igual que tú.
—Yo llevo aquí desde que cerraron.
—La verja no estaba cerrada.
—¿Que no qué? Pero si vi a Samuel hacerlo.
Dana hace un gesto de indiferencia.
—Bueno, pues ahora no lo estaba. Simplemente, entré. Bueno, ¿piensas dejar que te ayude o no?
Repaso la situación. La puerta no estaba cerrada: alguien la ha abierto. ¿Y por qué la habrá dejado entornada? Esto ya no trata solo de las disposiciones ni tampoco de seguirme hasta que las encuentre.
Si han dejado la verja entreabierta ha sido como invitación. Lo cual significa que esto también tiene que ver con Dana.
Malas noticias. Muy malas noticias. Si Dana se hubiera limitado a hacer lo que le pedí, si no hubiera venido esta noche, lo que le prometí en Post seguiría siendo cierto: estaría perfectamente a salvo.
—Dana, tienes que marcharte. Has de salir de aquí ahora mismo.
—No voy a dejarte aquí, Misha, de ninguna manera.
—¿Quieres dejar de ser tan leal? —grito tanto como puedo sin llegar a levantar la voz.
A pesar de su miedo, me contesta ásperamente:
—¡Vaya, y me lo dice el tipo que hace un par de años me soltaba sermones acerca de la lealtad!
Se refiere a cuando abandonó a Eddie.
—¡Venga ya, Dana! Estoy hablando en serio. Has de salir de aquí. —Hago un gesto con la mano abarcando todo el cementerio—. Es peligroso.
—Entonces, tú tampoco deberías estar.
—Dana, por favor…
—Por favor, tú. Deja de ponerte en plan «yo, Tarzán; tú, Jane», ¿vale? Ya sabía que eras primitivo, pero no tanto. Ahora, en serio, Misha: no voy a abandonarte. Ni hablar. Si alguien se va, nos vamos juntos. Pero si te quedas, yo también. Así que, por favor, Misha, deja de perder el tiempo.
La verdad es que esto resulta menos horripilante con Dana a mi lado. Y puede que necesite su ayuda.
—Conforme. Pongámonos manos a la obra.
Yo cavo, y Dana estira. Yo estiro y Dana cava.
Luego, lo hacemos como es debido: ambos cavamos y apartamos la tierra a un lado; y ambos estiramos a la vez. Así, la caja queda libre por fin, llena de pegotes de barro que se desprenden de la brillante superficie azul. Al principio, el metal está tan frío que se me pegan los dedos. Es una caja del tipo que se usa para guardar registros de talonarios o pasaportes. Una caja fuerte que normalmente estaría cerrada con llave. Sin embargo estoy seguro de que esta…
En efecto.
Mientras Dana permanece en pie y sonriente a mi lado, yo aparto los pegotes de barro que quedan y la abro. La cubierta bascula sin dificultad sobre sus goznes.
Miro a mi alrededor y a continuación me siento en el bajo muro de piedra colocando la caja a mi lado. La dejo abierta, pero sin intentar sacar el paquete envuelto en una tela encerada que he visto dentro. Una sonrisa aparece en mis labios cuando pienso en toda la gente que desearía tener lo que acabo de desenterrar.
—Y ahora, ¿qué? —me pregunta Dana, que vuelve a estar nerviosa, cambiando el peso de un pie a otro—. ¿Es eso? ¿Hemos acabado?
—No estoy seguro.
—Mira, Misha, ha sido divertido. Vale. Pero quiero marcharme de aquí.
Miro alrededor, perplejo.
—De acuerdo. Tienes razón. Vámonos.
Cierro la caja sin haber tocado el contenido. Guardo la pala y la libreta, me echo la mochila a la espalda una vez más y con Dana Worth a mi lado me encamino hacia la entrada. En esta ocasión, el trayecto es más directo, pero las oscuras lápidas del lugar son como las de otros lugares parecidos. Dana se escabulle a mi lado. Parece casi embargada por la idea de abandonar este lugar, y yo me siento bastante satisfecho acunando la caja bajo el brazo y preguntándome quién más hay con nosotros.
Mientras caminamos, voy escuchando. ¿Ha sido eso una pisada? ¿El roce del metal contra la piedra? Aminoro y escucho con más atención, pero solo me llega el silencio. Llegamos al segundo cruce y giramos a la izquierda por el camino principal que nos ha de llevar directo a la entrada. Dana aviva el ritmo. Es dura, el terror de la facultad de derecho, pero sé que esta excursión a los dominios de los difuntos le ha puesto los pelos de punta. Se sentirá aliviada de poder escapar.
Y yo.
Dejo que camine delante. Reduzco el paso y ladeo la cabeza.
—Muy bien, Misha, ¿qué ocurre ahora? —El tono de Dana denota impaciencia mientras da vueltas a mi alrededor. Cruza los brazos y ahueca la mejilla. No importa qué conspiración haya sido la que nos ha conducido hasta este lugar y momento. Las únicas en las que ella cree son las perpetradas por el Comité de Asignaciones de la facultad. Sin embargo, percibo un punto de histerismo en su voz. Mi muy razonable colega está tan asustada como yo.
—Chisss. —La mando callar mientras presto atención.
—Misha, de verdad, creo que deberíamos…
—Dana, por favor, ¿te quieres callar?
A la blanca luz de mi linterna, el rostro de Dana se ve contorsionado por la furia y el disgusto, el rostro de una niña pequeña. Su expresión me dice que para empezar ya ha demostrado su camaradería yendo al cementerio y que no está dispuesta a tolerar ningún tipo de avasallamiento.
—Lo siento —susurro.
—¿Sabes, Misha? —bufa—. Hay veces en que no sé qué veo en ti.
—Lo comprendo. Pero de todos modos, cállate.
—¿Por qué?
—Porque estoy intentando escuchar.
Para mi consuelo, Dana decide cooperar y se aparta a un lado del camino, meneando la cabeza ante mi actitud. Y lo hace en silencio. Apoya la mano en un mausoleo como si esperara abrir una entrada secreta y la retira al instante porque sus dedos han tocado algo que preferirían no tener que nombrar. Se abraza a sí misma y suelta bocanadas de aire. Me consta que sus bufidos ocultan una inquietud tan auténtica como la mía.
Desando un trecho del camino por donde hemos llegado.
Nada.
—Voy a apagar la linterna un momento —le digo, y así lo hago—. Apunta la tuya en la otra dirección.
Dana asiente con expresión temerosa, y yo aguardo a que el haz de luz desaparezca de mi campo de visión. Luego, sigo un poco más por el camino y me adentro en la oscuridad. Nada.
No. Algo.
Un leve clic metálico. Se repite, pero no con la suficiente regularidad para que corresponda a alguna válvula rota de un camión al otro lado del muro. Es un sonido que proviene de un ser humano, el que hace alguien que lleva algo que cencerrea pero que quiere disimular.
De nuevo cae el silencio, pero no me engaña. Era un clic, un clic humano. Quizá más de uno. Quizá más de un humano. Y no demasiado lejos.
Aferrando la caja, abrazo a Dana.
—¿Qué? No sabía que te interesara, Misha —pero lo dice con irritación ya que a Dana, como he mencionado, no le gusta que la toquen.
Me inclino y le susurro al oído:
—Hay alguien ahí.
Querida Dana se estremece y se zafa.
—Eso es ridículo. Número uno, creo que lo habríamos oído hace rato; y, número dos, no hay nadie tan chalado como tú.
—Dana…
—Número tres, no me agarres más de esa manera. Nunca más. ¿Vale?
—Lo siento. Solo intentaba…
—Mira, Misha, somos amigos y todo eso; pero, número uno, cogerme de ese modo es una falta de respeto a mi intimidad; número dos, es una actitud machista tan agresiva…
Esta vez Dana tiene que dejar su enumeración inconclusa porque ambos oímos claramente a nuestras espaldas el crujido que hace alguien al cruzar un camino de gravilla seguido de una exclamación cuando dicho individuo tropieza.
Finalmente espantados, salimos corriendo sin intentar disimular el ruido. Llegamos a la verja en menos de un minuto.
Está cerrada.
—Dale un empujón —le sugiero a Dana.
Ella empuja y empuja más fuerte. Luego, se gira y hace un gesto negativo con la cabeza.
—¿Qué sucede?
—Mira. —La voz le tiembla cuando me señala la cadena y el candado firmemente cerrados.
Ya sé qué eran esos ruidos metálicos.
Estamos atrapados en el cementerio.
—Muy bien —mascullo mientras pienso a toda prisa. Puede que Samuel se olvidara y regresara para poner la cadena como de costumbre. Por otra parte, durante el último cuarto de siglo no ha hecho nada más que abrir esta verja por la mañana y cerrarla por la noche. Aunque solo hubiera sido por la fuerza de la costumbre, la habría dejado encadenada. Alguien ha abierto el candado y ha entrado para ver si llegaba alguien más. Alguien que me estaba ayudando, por ejemplo. Luego, ese mismo hombre ha vuelto a cerrar.
Dana, siempre preparada, echa mano a su cinturón.
—Usaré mi móvil.
—Para llamar ¿a quién?
Frunce el entrecejo.
—No lo sé. A la policía. Alguien. ¿Se te ocurre algo mejor?
Rememorando mi anterior encuentro con la policía, niego con la cabeza.
—Podemos salir por otro sitio.
—¿Qué otro sitio?
Consigo sonreír y me doy la vuelta para mirar en dirección a la parte trasera del cementerio. No me apetece nada meterme otra vez en esa terrible oscuridad y convertirme en presa fácil para lo que sea o quien sea que acecha entra las sombras de los muertos. No obstante, no tengo elección.
—Es una larga historia, Dana. Créeme si te digo que existe otra salida, un túnel de drenaje bajo el muro sur. En serio. Te lo enseñaré. —Doy unos pasos hacia atrás—. Ven conmigo.
No me contesta.
Me vuelvo.
—Dana, no pasará nada. Te lo prometo.
Está unos pasos detrás de mí, y sus desorbitados ojos miran hacia la puerta. Sigo la dirección de su mirada.
—Misha —jadea, dejando caer la pala y cubriéndose la boca con la mano. Yo me callo al instante.
Entonces me doy cuenta de que el hombre debe de haber permanecido oculto entre los mausoleos, ya que ha aparecido como por arte de magia. Me felicito por semejante deducción para evitar ponerme a gritar puesto que el individuo que está al lado del camino, fácilmente iluminado por mi linterna, obviamente ha estado esperando en la verja a que regresáramos. Es un tipo de aspecto duro, macizo y de largos miembros, una muralla de carne que nos cierra el paso. Una descuidada barba le enmarca el rostro iracundo. Sus ojos son implacables. Sostiene una fría y eficiente pistola con la que nos apunta. De repente, el aire parece frío y viscoso, como un impedimento a través del cual tuviera que nadar para conseguir mover cualquier parte del cuerpo. Dana ya tiene las manos en alto, igual que un personaje de película, y yo decido hacer lo mismo, especialmente porque el hombre de la pistola me hace un gesto con el cañón dejando bien claro lo que desea. Moviéndome lentamente para demostrar que no soy ninguna amenaza, dejo la linterna en el suelo y me incorporo. Me hace otra señal con el arma y, a regañadientes, dejo también la caja fuerte.
—Muy bien —dice el hombre de la barba con una voz terroríficamente familiar. Tiene el cabello de un rojo fuego.
—No —jadeo—. No es posible.
Pero lo es.
Dado que mi atención estaba puesta en la pistola negra azulada con su grueso silenciador, mi cerebro ha tardado algunos segundos en aceptar un hecho simple y pasmoso: el hombre que nos cierra el paso no es ningún desconocido. Tras el cabello castaño pelirrojo y la barba castaña pelirroja se esconden las duras y confiadas facciones de Colin Scott.