5

Encuentro junto a una tumba

I

Kimmer me sujeta firmemente la mano mientras permanecemos de pie junto a la tumba, tiritando de frío, durante el sermón de despedida del padre Bishop. Freeman Bishop, que ha sido el rector de Trinity y St. Michael parece que desde los tiempos del diluvio, pertenece a la tradición episcopal de sacerdotes universitarios y posee los profundos conocimientos de teología e historia que en su momento era lo que cabía esperar de cualquier clérigo de la Iglesia anglicana. Sin embargo, mi padre siempre habló mal de ese hombre. El motivo radicaba en sus convicciones políticas. En los últimos tiempos, la Iglesia episcopal se ha visto asediada por todo tipo de polémicas, desde la ordenación de gays y lesbianas hasta la autoridad de la Biblia; y, desde el punto de vista de mi padre, el padre Bishop ha estado en el bando equivocado en todas ellas. «¡No entienden —se quejaba mi padre, refiriéndose a todos aquellos con quienes discrepaba— que la Iglesia es servidora y custodio de los preceptos morales, no su fuente! ¡Creen que son libres para cambiar lo que se les antoje según la moda del momento!» Acertado o no, el juez siempre resultaba estridente y siempre parecía más cómodo añorando el mundo que había quedado atrás que preparándose para el que estaba por llegar.

En cuanto a Freeman Bishop, sea cual fuere su complicada política, se trata de un hombre de enorme fe y considerables dotes para la prédica. El juez siempre decía de él que organizaba buenos espectáculos, y es cierto. Con su agradable calva marrón, sus gruesas lentes (como a él le gusta llamarlos) y un tronante vozarrón que parece rugir como un huracán surgido de lo más profundo de la costa atlántica —lo cierto es que ha nacido en Englewood, New Jersey—, el padre Bishop podría pasar fácilmente por uno de los grandes predicadores de la tradición afroamericana… siempre que uno no preste demasiada atención al contenido. A pesar del desdén del juez y de que no fueran lo que se dice íntimos, los dos mantenían una relación en términos relativamente amistosos. Incluso, y desde hacía poco, el cada día más reducido círculo de colegas de la Gold Coast había admitido a Freeman Bishop en la más sacrosanta de sus instituciones: la partida de póquer de los viernes por la noche. Así pues, a pesar de que un buen número de clérigos había ofrecido voluntariamente sus servicios, nunca hubo ninguna duda acerca de quién oficiaría el funeral.

Siempre me han gustado los cementerios, especialmente los antiguos, por su satisfecho sentido del pasado y su vínculo con el presente; por su quietud casi sobrenatural; por su austera certidumbre de que las ruedas de la historia siguen rodando. Para la mayoría de nosotros, los cementerios desprenden un poder místico que explica el arraigo que los mitos del vampiro tienen en nuestra sociedad y el hecho de que la profanación de tumbas —cuando se produce— sea objeto de titulares en los noticiarios locales de la noche. Pero, a mí, los cementerios me gustan como lugares de descubrimiento. En ocasiones, al visitar una ciudad por primera vez, busco el camposanto más antiguo y me voy a pasear por él para aprender historia local estudiando las relaciones entre familias. A veces, soy capaz de vagabundear durante horas hasta que encuentro la tumba de alguna figura importante del pasado. Más o menos un año antes de que naciera Bentley, Kimmer y yo estuvimos en Europa por cuestión de negocios —yo fui a La Haya para dar una conferencia acerca de cómo la legislación comunitaria sobre la acción de responsabilidad debería compensar por daños y perjuicios; y ella a Londres, con Dios sabe qué encargo por cuenta de EHP— y conseguimos arañar un día y medio para visitar París, donde ninguno de los dos habíamos estado. Kimmer deseaba ver el Louvre, la Rive Gauche y la catedral de Notre Dame, pero yo tenía otros planes e insistí en que tomáramos un taxi hasta el horrible cementerio de Montparnasse bajo una furiosa tormenta para ver la tumba de Alexander Alekhine, el loco y alcoholizado antisemita que fue campeón del mundo de ajedrez, allá por los años treinta, y probablemente el jugador más brillante que ese juego ha conocido.

Otra demostración, por si mi esposa necesitaba más, de que yo también estoy moderadamente loco.

Y en este momento, otro cementerio.

La breve ceremonia frente a la fosa transcurre como un borrón. Soy incapaz de concentrarme y no dejo de buscar con la mirada la excavadora que cubrirá el féretro cuando el último de los dolientes se haya marchado, pero está muy bien escondida. Contemplo brevemente la pulida lápida de mármol donde aparece grabado el nombre de mi madre y el pequeño recordatorio, a un lado, en memoria de Abby. La parcela familiar que mi padre adquirió hace unos años se encuentra en la cima de una pequeña colina, y él siempre decía que la había comprado por la vista. Desde ahí podemos divisar casi todo el terreno. El cementerio está arbolado y es grande. Las lápidas se distribuyen por las suaves laderas en filas inverosímiles de puro rectas. Incluso bajo el claro sol otoñal las sombras abundan por doquier. A una cierta distancia, tengo la impresión de que se mueven. ¿Puede que sean periodistas? ¿Un efecto de la luz? ¿Mi ferviente imaginación? Si no voy con cuidado acabaré pillando la paranoia de mi hermana. Me concentro de nuevo en la tumba. Se trata de mi tercer entierro en esta pequeña y tranquila colina, y la familia mengua con ellos. Primero, fue el de Abby; luego, el de mi madre; y, ahora, el del juez.

«Asesinado», me recuerdo mirando a mi hermana, que no ha dejado de llorar durante toda la ceremonia. Una brisa helada arrastra unas cuantas hojas por el suelo. Cada año parece que los árboles se desnudan un poco antes; pero soy yo que los miro con los ojos de la edad. Mariah dice que el juez ha sido asesinado. Estamos enterrando a mi padre al lado de Abby, y Mariah cree que fue el padrino de Abby quien lo mató.

Posible. Imposible. Verdadero. Falso…

Información insuficiente, concluyo mientras jugueteo con la preocupación.

Kimmer me aprieta la mano. Mariah sigue lloriqueando. Howard, erguido y fuerte, la sostiene como si temiera que su esposa saliera flotando. Yo diría que solo los acompaña parte de su prole, pero me faltan las energías para contarlos. De pie, justo detrás de los niños Denton, Addison parece aburrido, aunque puede que también desee pronunciar algunas palabras. Su novia —o lo que sea esta semana— se ha despistado irreverentemente y anda dedicada al estudio de otras lápidas. Al lado de Addison, Mallory Corcoran, corpulento y pálido, no deja de mirar el reloj sin esforzarse en disimular su impaciencia. De todos modos, el padre Bishop está a punto de terminar: con su calva que refleja los rayos de sol, se ajusta los lentes y murmura las palabras finales de la oración final: «Oh, Dios mío, Jesucristo, hijo del verdadero Dios, a ti rezamos, que soportaste la cruz la pasión y la muerte, por el juicio de nuestras almas, ahora y en la hora de nuestra muerte. Ten compasión de los vivos, perdona y da descanso a los muertos, paz y concordia a la Santa Iglesia, y a nosotros pecadores danos eterna vida y gloria. Tú, que con el Padre y el Espíritu Santo vives y reinas en Dios, ahora y por toda la eternidad».

Todos respondemos «amén», y el servicio concluye. Los dolientes se agitan, pero yo permanezco inmóvil un momento, impresionado por el terrible poder de esa oración: «Por el juicio de nuestras almas…». Si todo en lo que he intentado creer es cierto, mi padre sabrá en este momento cuál es el veredicto de Dios sobre su alma. Me pregunto en qué consistirá la sentencia, cómo será dejar atrás la existencia mortal sabiendo que no hay segundas oportunidades o quizá encontrando finalmente el perdón. Para el ateo, el cementerio es el lugar de los muertos, vulgar, absurdo y, en último término, inútil. Para el creyente es un lugar para las preguntas más terribles y las respuestas más terroríficas. Contemplo el féretro, dispuesto sobre los deslizadores y rodeado de césped sintético, listo para que lo metan en la fosa tan pronto como nos hayamos alejado.

«Perdona y da descanso a los muertos…»

Kimmer me estrecha la mano para devolverme al mundo secular de los saludos tras el funeral. Empiezan las despedidas. Amigos, primos y socios de bufete nos rodean de nuevo. Un hombre negro, que aparenta tener más de cien años, me rodea el cuello con sus flacos brazos mientras susurra que es tío de alguien cuyo nombre no me dice nada. Una alta y llamativa mujer con velo, otro miembro de la nación más oscura, lo sustituye y me explica que es hermana de alguna tía de la que nunca he oído hablar. Me gustaría conocer a toda mi extensa familia, pero nunca lo conseguiré. Mientras sigo despidiendo parientes desconocidos veo que Dana Worth me saluda tristemente con la mano y desaparece. Soporto el abrazo de oso de un lacrimógeno Eddie Dozier, el ex de Dana, que acto seguido se vuelve hacia Kimmer que se encoge aunque le permite idéntica efusión. Digo adiós y doy las gracias al tío Mal y a su mujer, Edie; también a los Madison que, como de costumbre, tienen la palabra correcta en la boca; y a la prima Sally y a Bud, su novio de toda la vida, un anodino boxeador cuyos celosos puños de vez en cuando confunden a quien mira a su pareja demasiado rato con el adversario. Acabo perdiendo la cuenta de la gente a la que estrecho la mano y empiezo a confundir los nombres, error que mi padre nunca habría cometido. «El cabeza de familia», recuerdo.

Kimmer me rodea inesperadamente con el brazo e incluso me sonríe para sacarme del aturdimiento. Me doy cuenta de que intenta confortarme; no por instinto conyugal, lo sé, sino deliberadamente. Su otra mano tiene cogida la de Bentley. Embutido en el largo abrigo negro recién comprado en Nordstrom’s, nuestro hijo tiene un aspecto perdido y diminuto. También empieza a bostezar.

—Hora de marcharnos —dice Kimmer, pero no a mí.

Caminamos de regreso a los coches. Somos grupos de gente que ya no está unida en la conmemoración de la vida. Volvemos a ser individuos, con trabajos, familias, penas y alegrías propias. Mi padre, para la mayoría de los que han asistido al funeral, ya forma parte del pasado. Mariah sigue gimoteando, pero se diría que es la única que lo hace. Un móvil suena en alguna parte, y una docena de manos, incluyendo las de mi esposa, hurgan en bolsos y bolsillos. El afortunado ganador resulta ser Howard que, tras escuchar brevemente, se lanza a una callada discusión acerca de la correcta valoración de los bonos convertibles; cuando se mete en la limusina, todavía sigue parloteando alegremente.

Unos cuantos besos, abrazos y apretones de mano más y nos quedamos solos otra vez. Addison, me doy cuenta, sigue ante la tumba. Está encorvado, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, contemplando tristemente las sombras. ¿En qué estará pensando? ¿En Beth? ¿En Ginnie? ¿En el libro sobre el movimiento negro que aún no ha escrito? ¿En la lista de invitados al programa de la próxima semana? Le digo a Kimmer que volveré enseguida, le suelto la mano a regañadientes y me encamino hacia mi hermano. Me gustaría decir que el ver a Addison en su soledad ha tocado alguna fuente de empatía o incluso de amor, pero eso sería mentira. Lo que resulta más probable es que esté preocupado porque mi hermano pueda estar experimentando una epifanía, en comunión con poderosas fuerzas, alcanzando una mística verdad que yo me voy a perder; igual que cuando él sabía, y yo no, que «Santa» era un fraude. Por mucho que sea una razón vergonzosa, son los viejos celos, el «por qué Addison», lo que me empuja a su lado.

—Hola, Misha —murmura cuando llego a la cima, usando mi apodo con la misma determinación con la que Mariah lo evita. No vuelve la cabeza, pero de algún modo consigue apoyarme la mano en el hombro. Se me ocurre pensar que puedo haberlo interrumpido mientras rezaba y que en su sermón de antes no ha mencionado ni una sola vez la palabra «Dios».

—¿Estás bien? —le pregunto al tiempo que intento averiguar qué mira. Todo lo que veo son árboles y lápidas.

—Eso creo. No lo sé. Solo estaba pensando.

—¿En qué?

—Bueno, ya sabes… En lo que el gurú Arjan dijo acerca de los tormentos de la muerte.

Claro. Era justo lo que me había parecido.

Pasan unos segundos. Durante mucho tiempo he admirado y envidiado a mi hermano mayor y, a lo largo de los años, hemos pasado muy buenos ratos juntos; pero, en este momento, tenemos muy poco que decirnos.

—Esto es precioso —dice Addison—. Supongo que algún día me instalaré aquí. Y tú también.

Tardo unos instantes en comprender que está hablando de la muerte. No, hablando, no: preocupándose. Mi hermano mayor, que nunca ha tenido miedo de nada y cuyo encanto y gracia lo han llevado por la vida sin esfuerzo, parece súbitamente turbado ante la muerte. «¿Realmente dependía tanto de mi padre?», me pregunto. Puede que el raro sea yo, viendo cómo meten en el hoyo el ataúd de mi padre sin sentir ni una punzada de inquietud con respecto a mi propia mortalidad. Sea como sea, mi hermano quiere consuelo. Obviamente, Beth Olin no es de las que consuelan; pero yo tampoco, por otra parte.

—Vamos —murmuro, cogiéndole del codo—. Debemos marcharnos.

Él se suelta y comenta:

—¿Sabes, Misha? Siempre que contemplo la tumba de Abby confío en que lo encontraremos.

—Encontrar, ¿a quién?

—Al tipo del coche que la mató.

En la voz de mi hermano distingo toda la misma amarga furia de mi padre. Me quedo mirándolo, perplejo.

—Addison…

—Sí —responde—. Ve pasando. Te seguiré en un minuto. Anda.

Aguardo unos segundos, pero como Addison ni se mueve doy la vuelta y me dirijo por el camino hacia los coches. Al acercarme, reparo en que Kimmer está hablando por teléfono, dándome la fuerte espalda y tomando torpemente notas en un trozo de papel que ha aplastado sobre el techo de la limusina. Howard y Mariah ya se han marchado, aunque algunos fieles a la familia aún siguen esperando, incluyendo al tío Mal, que debería haber regresado hace rato al despacho. Siento que su cariño hacia nosotros me reconforta hasta que me doy cuenta de que también está hablando por teléfono. Hago un gesto de desesperación ante la manera de funcionar de las grandes corporaciones. Puede que él y Kimmer estén hablando el uno con el otro.

—¡Talcott!

Me giro al oír mi nombre, pensando primero que se trata de Addison, pero mi hermano está llegando por el sendero; también ha escuchado la llamada y ha inclinado la cabeza hacia una loma cercana.

—¡Talcott! ¡Talcott, espera! —suena débilmente, más un eco que una voz.

Me vuelvo hacia el fondo del cementerio, donde los desnudos árboles proyectan sombras que se alargan bajo el sol del atardecer. Se está formando una leve bruma, así que la visión ha perdido algo de su brillante claridad. Al principio solo veo sombras y más sombras en la dirección de la voz. Luego, dos de ellas se destacan de las demás y se convierten, como fantasmas, en personas. En dos hombres, ambos blancos, que caminan hacia mí.

Reconozco entonces a uno de ellos, y el cielo de otoño se oscurece.

—Hola, Talcott —dice Jack Ziegler—. Gracias por haberme esperado.

II

Lo primero que me llama la atención en el tío Jack es que está enfermo. Jack Ziegler nunca ha sido un hombre corpulento, pero siempre me ha parecido amenazador. Ignoro a cuánta gente habrá matado, aunque a menudo me temo que a más de la que he podido entrever en la prensa. Hace más de diez años que no nos vemos, y no lo he echado de menos. Pero ¡cómo ha cambiado! Tiene un aspecto frágil, y el fino traje de lana gris y la bufanda azul le cuelgan con flacidez del demacrado cuerpo. El rostro cuadrado y fuerte que yo recordaba de mi juventud, cuando solía visitarnos en Martha’s Vineyard cargado de regalos caros, maravillosos rompecabezas y chistes fenomenales, se está derrumbando; el plateado cabello, aunque todavía espeso, aparece mate y aplastado; los pálidos labios le tiemblan cuando no habla y también a ratos al hacerlo. Se ha aproximado en compañía de un hombre mucho más alto, fuerte y joven que, silenciosamente, lo ayuda a mantenerse en pie cada vez que tropieza. Un amigo, supongo; solo que los Jack Ziegler de este mundo no tienen amigos. Un guardaespaldas, pues. Aunque visto su estado físico, puede que un enfermero.

—Vaya. Mira quién está aquí —bufa Addison.

—Deja que yo me ocupe —insisto con mi habitual estupidez mientras me obligo a no conjeturar con lo que Mariah me dijo el viernes por la noche, sentados en la cocina.

—Todo tuyo.

Antes de que Jack Ziegler haya llegado a nuestro lado le advierto a Kimmer que se meta en el coche con Bentley y, por una vez, hace lo que le digo sin protestar, ya que ni siquiera un juez en potencia puede permitirse el lujo de ser visto charlando con un hombre como ese. El tío Mal se adelanta para intervenir por mí del mismo modo en que lo hace con sus clientes cuando estos abandonan el gran jurado. Sin embargo, le hago un gesto para que se detenga y le digo que todo irá bien. Acto seguido doy media vuelta y me apresuro colina arriba. Mariah, naturalmente, ya se ha marchado, lo cual es perfecto porque semejante aparición la habría puesto de los nervios. Solo Addison sigue cerca, a una distancia suficiente para ser educado y para intervenir en caso de… ¿De qué?

—Hola, tío Jack —digo al padrino de Abby mientras llego hasta la tumba al mismo tiempo que él.

Aguardo. No me tiende la mano, y yo no le ofrezco la mía. Su guardaespaldas, o lo que sea, se mantiene detrás y a un lado vigilando a mi hermano, incómodo. (Evidentemente, yo no le parezco lo bastante inquietante para merecer su vigilancia).

—Te presento mis condolencias, Talcott —murmura Ziegler con su particular acento, entre centroeuropeo de Brooklyn y de Harvard, que mi padre aseguraba que era premeditado y tan falso como el deje texano de Eddie Dozier. Mientras habla, el tío Jack sigue con los ojos fijos en la tumba—. No sabes cómo lamento la muerte de tu padre.

—Gracias. Me temo que no te vimos en la iglesia.

—No me gustan los funerales. —Lo dice llanamente, como si hablara del tiempo, del deporte—. No me interesan las celebraciones mortuorias. He visto morir a demasiados hombres buenos.

«Algunos por tus propias manos», se me ocurre pensar y me pregunto si el otro, el menos mencionado de los rumores, será verdad, si estaré hablando con el hombre que asesinó a su propia esposa. De nuevo me asaltan los temores de Mariah. La cronología de mi hermana tiene cierta lógica irracional (y subrayo el adjetivo): mi padre se encontró con Jack Ziegler; mi padre llamó a Mariah, mi padre murió unos días más tarde; luego, Jack Ziegler llamó a Mariah; y, en este momento, Jack Ziegler está ante mí. Al final, acabé contándole a Kimmer las ideas de Mariah mientras estábamos en la cama la otra noche. Mi mujer soltó una risita con la cabeza sobre mi hombro y dijo que le parecía la típica historia de dos viejos amigos que no quieren dejar de verse. Dado que carezco de una base sólida sobre la que decidir, me limito a contestar:

—Gracias por venir. Ahora, si me perdonas…

—Espera —dice Jack Ziegler y, por primera vez, levanta la vista para mirarme a los ojos. Retrocedo medio paso ya que, de cerca, su rostro es un espanto. Su piel pálida y apergaminada parece surcada por innombrables enfermedades que se me antojan (sean las que sean) el justo castigo por el tipo de vida que ha decidido llevar. Pero son sus ojos los que me llaman la atención: son dos carbones llameantes y vivos que arden con una siniestra y alegre perversidad que debe de poder ser contemplada en todos los asesinos en algún momento antes de su muerte.

—Lo… Lo siento, tío… tío Jack. —¿Será cierto que estoy tartamudeando?—. Debo marcharme.

—Talcott, he viajado miles de kilómetros para verte. Estoy seguro de que podrás dedicarme cinco de tus valiosos minutos. —Su voz tiene un horrible siseo, y se me ocurre que yo puedo estar respirando lo mismo que se lo ha provocado. Pero me mantengo en mi sitio.

—Tengo entendido que querías verme —contesto finalmente.

—Sí. —De golpe parece infantilmente impaciente. Está a punto de sonreír, pero lo piensa mejor—. Así es. Te estaba buscando.

—Sabes dónde encontrarme. —Me han educado para ser cortés; pero el haberme encontrado con el tío Jack de este modo, después de tantos años, hace que me entren unas ganas irresistibles de comportarme con rudeza—. Podrías haber llamado a casa.

—Eso no. No era posible. Están al corriente, ¿sabes?, lo tendrían en cuenta. Así que pensé, pensé que quizá… —Las palabras se desvanecen, y en sus ojos se asoma la confusión. Entonces me doy cuenta de que el tío Jack está asustado por algo. Espero que se trate del espectro de la cárcel o de la muerte que se acerca, ya que cualquier otra cosa lo bastante mala para asustar a Jack Ziegler, es… digamos, es algo que no me interesa conocer.

—De acuerdo. De acuerdo. Ya me has encontrado. —Puede que sea directo, pero ya no le tengo tanto miedo. Por otra parte, su compañía tampoco me hace especialmente feliz. Quiero ver desaparecer a ese espantajo y refugiarme en el calor familiar.

—Tu padre era un hombre estupendo —dice el tío Jack—, y un buen amigo. Compartimos muchas cosas. No especialmente trabajo, pero sí placeres.

—Ya veo.

—Los periódicos, lo recordarás, escribieron sobre nuestros «tratos de negocios». Pero esos «tratos de negocios» no eran tales, solo tonterías, tonterías inventadas.

—Lo sé —miento en beneficio del tío Jack, pero a él no le interesa mi opinión.

—Y ese auxiliar suyo, cometiendo perjurio de aquel modo… —Hace un ruido como si fuera a escupir, pero no escupe—. Basura. —Menea la cabeza en fingida incredulidad—. Pero, claro, a los periódicos les encantó porque odiaban a tu padre. ¡Bastardos izquierdistas!

Puesto que no había cruzado una palabra con Jack Ziegler desde antes del escándalo de mi padre, nunca había escuchado sus opiniones sobre lo ocurrido. Sin embargo, por el tenor de sus comentarios, dudo que puedan interesarle los míos.

—Tengo entendido que el pobre idiota nunca ha podido conseguir un empleo —dice el tío Jack sin el menor rastro de humor, y yo me doy cuenta de quién ha estado moviendo algunos hilos—. No me sorprende.

—Estaba haciendo lo que creía justo.

—Estaba mintiendo en su esfuerzo por destruir a un gran hombre. Merece su destino.

No puedo soportarlo más. Mientras Jack Ziegler sigue despotricando, las descabelladas suposiciones de Mariah el viernes por la noche se me antojan tan… descabelladas.

—Tío Jack…

—Era un gran hombre, tu padre —me interrumpe—, un gran hombre y un gran amigo. Pero, ahora que está muerto, yo… —Calla y hace un gesto con la mano—. Me gustaría mucho poder servirte de ayuda. A ti.

—¿A mí?

—En efecto, Talcott. Y a tu familia, naturalmente —añade en voz baja mientras se masajea las sienes. Tiene la piel tan flácida que esta parece moverse bajo sus dedos. Me lo imagino arrancándosela y dejando al descubierto una amarga calavera.

Echo un vistazo hacia los coches. Kimmer se impacienta, lo mismo que el tío Mal. Vuelvo a contemplar al padrino de mi hermana pequeña. Su ayuda es lo último que deseo.

—Gracias, pero me parece que lo tenemos todo controlado.

—Pero ¿me llamarás? ¿Me llamarás si necesitas algo, especialmente si se presenta alguna emergencia?

Me encojo de hombros.

—De acuerdo.

—Con tu mujer, por ejemplo —añade—. Tengo entendido que va para juez y que es lo que siempre ha deseado. Me parece estupendo.

—Aún no es seguro —contesto automáticamente, sorprendido de que el secreto se haya extendido hasta las Montañas Rocosas y deseando mantener a Jack Ziegler lo más alejado posible del nombramiento de mi esposa. Ya le ha estropeado la carrera judicial a muchos—. No es la única candidata.

—Lo sé. —La ardiente mirada vuelve a tener un brillo alegre—. Me parece que un colega tuyo cree que tiene el cargo al alcance de la mano. Podría decirse que es su principal competidor.

Una vez más me desconcierta la cantidad de información de la que dispone, pero prefiero no preguntarme cómo sabe lo que sabe. Me alegro de que Kimmer no nos pueda oír.

—Es posible. Pero, mira, tengo que…

—Escucha, Talcott. ¿Me estás escuchando? —Se me ha acercado de nuevo—. No creo que ese colega tuyo aguante. Tengo entendido que tiene un «esqueleto» bastante grande escondido en el armario. Y todos sabemos lo que eso significa, ¿no? —Tose violentamente—. Tarde o temprano saltará la liebre.

—¿Qué tipo de «esqueleto»?

—Yo en tu lugar no me preocuparía por esas cosas y no las compartiría con tu encantadora esposa. Esperaría pacientemente a que la rueda diera la vuelta.

Estoy estupefacto, pero no precisamente triste. Si existe información que pueda acabar con las posibilidades de Marc Hadley apenas puedo esperar a que, ¿cómo ha dicho?, «salte la liebre». Por mucho que Marc y yo hayamos sido en otro tiempo amigos, no puedo evitar un creciente nerviosismo. Es posible que la obsesión de Norteamérica con respecto a los escándalos como herramienta para descalificar candidatos resulte absurda, pero es de mi esposa de quien hablamos.

Sin embargo, ¿qué puede saber Jack Ziegler sobre Marc Hadley que nadie más conoce?

—Gracias, tío Jack —digo, dubitativo.

—Siempre estoy encantado de ayudar a cualquiera de los hijos de Oliver. —Su voz ha adoptado un tono curiosamente serio. Una vez más me quedo de piedra: ¿acaso ese «esqueleto» es obra suya? ¿Es un criminal que está maniobrando para colaborar a que mi esposa consiga su tan anhelada plaza en el estrado? Debo decir algo, pero no me resulta fácil decidir qué.

—Esto… Yo… te agradezco, tío Jack, que hayas pensado en ayudar, pero…

Sus carcomidas cejas se alzan lentamente. A parte de eso, su expresión no varía. Sabe lo que intento decir, pero no tiene intención de ponérmelo fácil.

—Bueno… Es solo que creo que Kimmer… Kimberly… desea que la elección del candidato siga adelante para que… para que gane el mejor. Por méritos propios. No le gustaría que nadie… interfiriera. —Y de repente, mientras pronuncio esas difíciles palabras, llego a la convicción de que estoy diciendo la verdad: mi inteligente y ambiciosa esposa nunca querría tener que estar agradecida a nadie por nada. Cuando éramos estudiantes, se hizo famosa por su abierta oposición a la acción directa, que para ella no era sino otra fórmula de los blancos liberales para conseguir que los negros les debieran algo.

Puede que tuviera razón.

Entretanto, el tío Jack tiene preparada su respuesta.

—¡Oh, Talcott, Talcott! Por favor, no tengas miedo en ese sentido. No estoy proponiéndote… interferir. —Suelta una risita y tose—. Solo estoy prediciendo lo que va a suceder. Tengo información y no la voy a utilizar, aunque no necesitas que lo haga. Tu colega, el contrincante de tu mujer, cuenta con muchos, muchos enemigos. Uno de ellos está a punto de abrir la puerta y dejar que se descubra el «esqueleto». El servicio que te estoy haciendo consiste sencillamente en comunicártelo. Eso es todo.

Hago un gesto de asentimiento. Jack Ziegler me ha dejado sin palabras.

—Y ahora es tu turno —prosigue—. Creo que tú me puedes ser de gran ayuda.

Cierro los ojos brevemente. ¿Qué esperaba? No ha viajado miles de kilómetros solo para decirme que la candidatura de Marc Hadley se va a ir al garete o para presentar sus últimos respetos a mi padre. Está aquí porque quiere algo.

—Talcott, debes escucharme. Escucha atentamente. Debo hacerte una pregunta.

—Adelante. —De repente únicamente deseo librarme de él. Quiero compartir sus extrañas noticias con Kimmer, aunque me haya dicho que no lo haga. Quiero que ella me bese, feliz, entusiasmada por saber que está a punto de conseguir lo que desea.

—Otros te preguntarán lo mismo; algunos, lo harán con buena intención; otros, con mala —me aclara con su misterioso acento, aunque no me ayuda—. No todos ellos serán lo que dicen ser, y no todos ellos te querrán bien.

Había olvidado la extraña e insondable certeza del tío Jack de que todo el mundo conspiraba, pero saltaba a la vista lo poco que había cambiado desde la época en que solía dejarse caer por la casa de Martha’s Vineyard con regalos de lejanos puertos y quejas acerca de las maquinaciones de los Kennedy, cuya indecisión, solía decir, nos había costado Cuba. Ninguno de los hijos sabíamos de qué hablaba, pero nos encantaba el apasionamiento de sus historias.

—Vale —digo.

—En consecuencia, debo preguntarte lo que ellos te preguntarían —prosigue con ojos centelleantes.

—Está bien. Dispara. —Suspiro. En la limusina, Kimmer señala el reloj y me hace gestos conminándome a que me apresure. Puede que esté a punto de celebrar otra reunión por teléfono. Puede que también a ella le dé miedo Jack Ziegler, a quien prácticamente no conoce. Puede que yo deba acabar con todo esto—. Pero ten en cuenta que solo dispongo de unos pocos minutos…

—Las disposiciones, Talcott —me interrumpe con su siseante murmullo—, debo saberlo todo sobre las disposiciones.

—Las disposiciones —repito como un tonto, consciente de que mi hermana no está tan loca como yo había creído y de que mi hermano, que ha percibido algo aunque no sabe qué, se ha acercado unos pasos como lo haría un padre cauto o protector, con frecuencia la misma cosa.

—Sí. Las disposiciones. —Una apasionada y alegre demencia le ilumina el rostro y abrasa el mío—. ¿Qué disposiciones hizo tu padre para el caso de su fallecimiento?

—No estoy seguro de a qué…

—Creo que sabes perfectamente a qué me refiero. —Atisbo el acero. Por primera vez veo al Jack Ziegler de quien todos hablaban en 1986.

—No. No lo sé. Mariah me contó que le habías preguntado lo mismo, y debo responderte lo mismo que le dije a ella: no tengo la más mínima idea de a qué te refieres.

El tío Jack menea la enferma cabeza con impaciencia.

—Vamos, Talcott, ya no somos niños. Te conozco desde que naciste. Soy el padrino de tu hermana, que en paz descanse. —Hace un gesto hacia el túmulo—. Era amigo de tu padre. Sabes qué te estoy preguntando, creo, y sabes por qué. Tengo que conocer las disposiciones.

—Sigo sin saber de lo que hablas. Lo siento.

—¡De las disposiciones de tu padre, Talcott! —Está exasperado—. Vamos, de las disposiciones que hizo contigo en el caso de que se produjera este… inesperado desenlace.

No cometo el error de Mariah. Estoy convencido de que no se refiere a las disposiciones funerarias, aunque solo sea porque el funeral ya ha concluido. Entonces veo lo que no vi cuando Mariah me agarró el viernes por la noche: está pensando en el testamento, en cómo mi padre ha dispuesto sus bienes. Y me extraña porque, aunque mi padre no era precisamente pobre, Jack Ziegler es francamente rico, al menos eso cuentan los periódicos.

—Quieres decir las disposiciones testamentarias… —digo en voz baja con la seguridad del abogado que lo ha resuelto todo—. Bueno, todavía no hemos hecho la lectura oficial del…

—No hablo de eso, y tú lo sabes —espeta, salpicándome con babas de anciano—. No te hagas el listo conmigo.

—No me hago el listo —replico dejándole ver mi irritación.

—Comprendo que tu padre te hiciera jurar que guardarías el secreto, es comprensible tratándose de él, pero debes entender que tu juramento no me incluye.

Abro los brazos.

—Tío Jack, mira, lo siento. No creo que pueda ayudarte. Simplemente no existe ninguna disposición que…

En un gesto más veloz de lo que puedo apreciar, su esquelética mano serpentea y me aferra la muñeca. Me callo. Percibo el calor de su enfermedad, sea cual sea, fluyendo bajo la fina piel; pero su fuerza es sorprendente. Sus uñas se hunden en mi antebrazo.

—¿Qué disposiciones? —exige.

Me quedo inmóvil y boquiabierto, con la muñeca todavía entre los finos dedos del tío Jack. Addison se acerca un poco más, y lo mismo hace el guardaespaldas. Percibo más que veo cómo los dos se miden el uno al otro. De repente, el aire se ha llenado de algo primitivo y masculino, un olor, como si fueran dos fieras preparándose para la lucha, y distingo los primeros rastros de rojo salpicando el pisoteado césped.

—Por favor, quítame la mano de encima —digo con calma; pero la mano ya ha desaparecido, aunque el tío Jack se la mira como si le hubiera traicionado.

—Lo siento, Talcott —murmura, como si hablara con su mano más que conmigo y con aspecto más cauteloso que arrepentido—. Si te pregunto lo que te pregunto es porque debo. Lo hago por tu bien. Por favor, entiéndelo. No tengo nada que ganar salvo el protegerte, a todos vosotros, tal como prometí a tu padre que haría. Él me pidió que me ocupara de sus hijos si algo llegaba a sucederle. Yo se lo prometí y —dice casi con tristeza— soy un hombre de palabra.

Se mete la mano en el bolsillo, y sus lunáticos y alegres ojos se encuentran con los míos. A un lado, Addison se relaja ligeramente. El cauteloso guardaespaldas, no.

—Tío Jack, yo… te lo agradezco, pero… ya somos adultos.

—Incluso los adultos pueden necesitar que se ocupen de ellos. —Tose un poco y se cubre la boca con el puño—. Talcott, no hay mucho tiempo. Os quiero a ti, a tu hermano y a tu hermana como si fuerais mis hijos. Ahora te pido ayuda. Así que, por favor, Talcott, por el bien de la familia que ambos queremos, háblame de las disposiciones.

Me paro a meditar un momento. Debo aclarar esto como Dios manda.

—Tío Jack, escucha, te agradezco que hayas venido. Estoy seguro de que toda la familia te lo agradece. Y sé lo mucho que habría significado para mi padre. Por favor créeme, te ayudaría si pudiera; pero no tengo ni idea de lo que hablas. —Puedo darme cuenta de que lo estoy estropeando—. Si al menos pudieras decirme a qué disposiciones te refieres…

—Ya sabes a qué disposiciones me refiero. —El tono es duro y tiene una pizca de ese fuego que he visto hace un instante, justo el suficiente para que no olvide que estoy conversando con un hombre peligroso. Se está haciendo oscuro y empieza a dolerme la cabeza—. Me agradeces que haya venido, ¿no es así? Perfecto, ahora yo te agradecería la información.

—¡No tengo ninguna información! —Al final pierdo la paciencia, puesto que nada como ese aire paternal consigue que vea un aura tan roja—. Ya te lo he dicho: ¡no tengo la más remota idea! —Grito tanto que las cabezas de los que todavía no se han marchado se giran para mirarme, y el guardaespaldas parece presto a agarrar al tío Jack y salir corriendo. Por el rabillo del ojo compruebo que una agotada Kimmer camina pesadamente hacia nosotros y se me ocurre que lo mejor sería dar por terminada esta conversación antes de que llegue—. Lamento haber gritado, pero no puedo hacer nada por ayudarte.

Se produce un largo silencio mientras sus misteriosos y danzarines ojos buscan los míos. Entonces, Jack Ziegler menea la cabeza y arruga los labios.

—He hecho mi pregunta —susurra, puede que para sus adentros—. He hecho mi advertencia. He hecho todo lo que tenía que hacer.

—Tío Jack…

—Debo marcharme, Talcott. —Su mirada se fija brevemente en Addison, de pie a unos diez pasos, que frunce el entrecejo y se vuelve hacia nosotros consciente de que lo escrutan. Jack Ziegler se me acerca más, temeroso quizá de que lo oigan. Entonces, la mano flaca surge otra vez, sorprendiéndome con su velocidad, y doy un paso atrás. Pero solo sostiene una tarjeta.

—Ten cuidado con los otros de los que te he hablado. Cuando decidas hablar acerca de… las disposiciones, llámame. Acudiré al lugar que digas en el momento que digas y te ayudaré tanto como pueda. —Hace una pausa, ceñudo—. Normalmente no hago este tipo de promesas, Talcott.

Ya lo entiendo: espera que me muestre agradecido. Es algo que odio.

—Lo comprendo. —Es todo lo que soy capaz de decir mientras le cojo la tarjeta de los dedos.

—Eso espero —responde tristemente—, porque no me gustaría verte perjudicado. —De repente sonríe e inclina la cabeza señalando a mi mujer—. Ni a ti ni a nadie de la familia.

Apenas doy crédito a lo que acabo de escuchar. El velo rojo brilla súbitamente con todo fulgor, y mi voz suena más como un jadeo que como una objeción.

—¿Me estás…? ¿Es una…?

—Claro que no, Talcott. Claro que no. —Sigue sonriendo, pero se trata más de un feo rictus que de una señal de felicidad—. Te estoy previniendo de lo que puedan pensar otros. Para mí, una promesa es una promesa. Prometí que cuidaría de vosotros y eso haré.

—Tío Jack, de verdad que no sé…

—Ya es suficiente —replica bruscamente—. Debes hacer lo que tengas que hacer. No permitas que nadie te disuada. —Durante un largo momento, sus oscuros y enloquecidos ojos se hunden en los míos y me aturde, como si a través de ellos llegara hasta mí parte de su demencia, atravesándome el nervio óptico y clavándose en mi cerebro. Entonces, repentinamente, Jack Ziegler me da la espalda—. Señor Henderson, nos vamos —ordena al guardaespaldas que nos obsequia con una última mirada de desconfianza antes de alejarse. El señor Henderson ayuda a su amo, y ambos se encaminan por el sendero que serpentea entre las lápidas, doblan un recodo y no tardan es desaparecer entre las sombras, como si se tratara de dos fantasmas cuyo tiempo entre los vivos hubiera llegado a su fin y debieran retornar a la tierra.

Aún estupefacto, noto la tranquilizadora mano de Addison en el hombro.

—Lo has hecho estupendamente —murmura, puede que sabiendo que yo lo dudo mucho—. Es un pirado.

—Cierto. —Me doy golpecitos en el labio con la tarjeta—. Cierto.

—¿Estás bien?

—Desde luego.

Mi hermano me observa y se encoge de hombros.

—Nos vemos en casa —me asegura y se marcha para ocuparse de su pequeña poetisa o lo que sea.

Doy un paso hacia la tumba, en cierto modo incrédulo ante el hecho de que mi padre, fallecido o no, haya sido capaz de mantenerse quieto y callado durante toda mi conversación con el tío Jack. Es posible que su silencio sea la mejor prueba de que está muerto.

—¿De qué iba todo? —me pregunta Kimmer, que ha llegado a mi lado.

—Ojalá lo supiera —contesto. Sopeso la posibilidad de contarle lo que Jack Ziegler me ha confiado sobre Marc Hadley, pero decido esperar: es mejor que se lleve una agradable sorpresa antes que una amarga decepción.

Kimmer frunce el entrecejo, me da un beso en la mejilla, me toma de la mano y me conduce loma abajo. Sin embargo, mientras regresamos a Shepard Street en la limusina y sostengo la fría mano de mi esposa, las palabras de Jack Ziegler corren por mi cabeza como una obsesión: «Los otros. Cuidado con los otros… Te estoy previniendo de lo que los otros puedan pensar. Para mí, una promesa es una promesa».

Y el resto: «No me gustaría verte perjudicado. Ni a ti ni a tu familia».