Se pone en marcha un plan
I
—Creo que lo he descubierto todo —le digo el lunes siguiente por teléfono a un Mallory Corcoran abiertamente aburrido—. Las disposiciones. Todo. Mañana por la noche tendré la respuesta.
Se muestra encantado con las noticias y aún más encantado de tener otra llamada que no puede esperar. Me sugiere que comparta los detalles con Meadows.
—Ya se ha acabado todo —aseguro a Lynda Wyatt cuando me topo con ella esa misma tarde de modo muy poco accidental en el aparcamiento de la facultad. Intenta evitar tener que hablar conmigo, pero soy demasiado rápido—. El miércoles por la mañana tendré todas las respuestas.
Teniendo en cuenta que todavía faltan dos días para que se dé por acabado el plazo, Lynda sonríe y me da una palmadita en el brazo mientras mira a su alrededor en busca de los hombres de las batas blancas.
El martes prosigo con mi campaña.
«He resuelto el misterio», le digo a un aburrido Lemaster Carlyle, que pronto se convertirá en un ex colega, mientras busca una publicación en la biblioteca. Es lo bastante educado para forzar una sonrisa y darme una palmada.
«He descubierto toda la historia», le anuncio a un sorprendido Marc Hadley fuera del aula, donde está felizmente de pie, rodeado de una nube de acólitos cuya inquebrantable adulación le ha ayudado a olvidar la humillación.
«Creo que por fin podré olvidarme de todo este asunto», le prometo a Stuart Land al cruzarnos en la escalinata central.
«Quiero agradecerte la ayuda —le confieso al bajito Ethan Brinkley durante un encuentro casual en el patio que no es nada casual—. Estoy a punto de destapar todo el asunto».
Transmito las mismas alegres noticias con palabras más o menos similares a Rob Saltpeter, a Theo Mountain, a Ben Montoya, a Shirley Branch, a Arnie Rosen y a cualquier miembro de la facultad que pueda estar remotamente relacionado con…
… con lo que sea que esté ocurriendo.
Ni siquiera tengo palabras para definirlo, pero sé que existe. Suponiendo que Querida Dana haga su trabajo, ni siquiera habré quedado como mentiroso. Conoceré todas las respuestas e incluso sabré quién me ha traicionado. Eso siempre que el traidor no sea la propia Dana, en cuyo caso estoy metido en un apuro de los gordos.
Me sacudo esa idea de encima. Tengo que confiar en alguien.
Desde mi despacho, mientras aguardo el momento oportuno para actuar, llamo a Mariah para saber algo de Sally y me entero por Howard de que mi hermana está en las primeras fases del parto. Están contando las contracciones. Hace cosa de un mes, una ecografía les reveló que esperaban una niña, y ya se han puesto de acuerdo en el nombre: Mary, en honor a Mary McLeod Bethune, y otra «M» como los demás hermanos. Howard añade que el católico que lleva dentro lo aprueba, y yo me río entrecortadamente. Cuando Mariah se pone al aparato, le doy mi más sincera enhorabuena. Ella me lo agradece y suelta un gruñido de dolor. Luego, se recupera lo suficiente para contarme que ella y Howard han reservado plaza para Sally en un centro de rehabilitación en Delaware, uno de los mejores del país. «No vamos a perderla de nuevo», declara Mariah severamente. Por primera vez en muchos años me doy cuenta de lo mucho que quiero a mi hermana.
II
Pero no puedo confiar en mi esposa.
La mañana en que regresé de Washington, dos días después de haber descubierto que Lionel Eldridge era el propietario del ubicuo Porsche (perdón, Dana, de un Porsche Carrera Cabriolet) fui en su busca, lo localicé según sus horarios de clase, me instalé en el pasillo, frente al aula donde Joe Janowsky imparte sus lecciones sobre discriminación laboral, y aguardé a que Lionel saliera. Había intentado previamente otros métodos más convencionales entre los profesores para llamar a un alumno —mi secretaria le envió un correo electrónico, pinchó su nombre en el tablón de «requeridos», llamó a su casa y dio el recado a su esposa—, pero Lionel hizo caso omiso de todos ellos. Así pues, fui a pillarlo a la salida de clase.
Y eso hice. Lo descubrí enseguida porque sobresalía entre los otros ochenta o noventa estudiantes que salían del aula a las once. Como de costumbre, iba rodeado de un séquito de media docena de súbditos que solo aguardaban que saliera alguna perla de su boca. Al verme, los ojos de Lionel se agrandaron por lo que se me antojó que era miedo. Le hice un gesto imperioso, como suelen hacer los profesores. Él retrocedió, resplandeciente con su cuero azul marino y sus relucientes dorados, igual que cualquier otro estudiante. Preocupado por lo que pudiera decir Lynda si me ponía a gritar, me abrí paso delicadamente entre las filas de sus admiradoras, lo tomé suavemente del brazo y le susurré que quería hablar con él en privado unos minutos. Puede que fuera Sweet Nellie, pero yo seguía siendo su profesor de derecho y uno con el que aún tiene pendiente un trabajo, así que tenía poco donde escoger. Nos encaminamos hasta una tranquila salita cerca del despacho de la decana, y sus compañeros se apartaron de nosotros. Me di cuenta de que Lionel mantenía los ojos clavados en el suelo.
Primero le pregunté sobre su trabajo. Un destello de esperanza le surcó los negros y famosos ojos, y empezó a balbucear excusas: viajes, los problemas que le ocasionaba su mujer, el shock cultural de estar en una facultad de blancos (lo cual, por su modo de decirlo, nos convertía a Shirley, a Lern y a mí en profesores blancos); pero lo corté en seco y le dije fríamente que tenía un mes para entregármelo. De lo contrario, me lo cargaría. Lionel asintió e hizo ademán de marcharse, sin duda convencido de que la amenaza podría ser objeto de renegociación posterior, como suele serlo casi todo en nuestros días. Lo mantuve en su sitio como hacen los agentes de la policía: poniéndole un dedo encima. Lionel empezó a mostrarse alarmado. Mirándolo fijamente me fijé en las letras «Duke University» que llevaba cosidas en la cazadora de cuero y me acordé de cómo, hace una década, consiguió llevar a su equipo por dos veces hasta la Final Four. A pesar de que ha tenido sus tropiezos en la facultad, recordé que hace mucho todos nos decían que era un estudiante modelo.
Luego, proseguí.
Le dije a Lionel que teníamos otro asunto que discutir y le pregunté a quemarropa por qué me estaba siguiendo. Aguardé a que me contestara que su secreta amiguita, Heather, se lo había pedido como favor especial en beneficio de su padre. Su respuesta fue la perplejidad. Me aseguró que a él nunca se le habría ocurrido algo por el estilo, así que repetí la pregunta con otras palabras: ¿qué estaba haciendo frente a mi casa la semana pasada? ¿Y en el bosque, hace unas semanas?
Entonces, Lionel me miró a los ojos y, antes de que abriera la boca, supe que me había equivocado, equivocado por completo en mis suposiciones. Después de todo, no era mi enemigo; al menos, no en el sentido que yo había creído. Por otra parte, ya se había visto anteriormente en situaciones parecidas porque sabía perfectamente lo que tenía que decir, las peores palabras imaginables: «No es nada personal, profesor Garland. Usted me cae bien, le admiro», seguidas por «y su mujer también me cae bien» y la sonrisa del millón de dólares.
Pero para entonces ya sabía que Lionel no tenía nada que ver con las disposiciones, el peón que me entregaron en el comedor de beneficencia o la paliza que me dieron en pleno Cuadrilátero. Y me di cuenta de que estaba tomando conciencia de algo que era del dominio público. Supe a quién correspondía la voz del teléfono que llamaba «pequeña» a mi esposa el día en que se suponía que ella iba a quedarse trabajando en casa, y yo me iba a ir a la facultad. Supe que había llamado porque no había visto el BMW en el camino de entrada, donde mi mujer lo aparca siempre, y quería saber si la cita seguía en pie. Supe por qué los estudiantes nos habían rehuido y nos habían dejado que discutiéramos en privado de nuestros asuntos. Supe a qué causa innombrable atribuía la decana Lynda mi extraño comportamiento y por qué decidió darme un poco de cancha. Y me di cuenta de que incluso Querida Dana Worth, a quien no se le escapa un rumor, debía estar al corriente de la verdad, de que por eso se sorprendió tanto cuando le pregunté acerca de Lionel y Heather, y de por qué intentó taparlo con una broma cuando vimos el Porsche azul aparcado frente a Post, y cómo su risa estaba destinada a ocultar su dolor al comprobar que yo no tenía ni idea de algo que ella no me iba a decir: que era el famoso Lionel Eldridge y no Jerry Nathanson el que tenía una aventura con mi mujer.